Ernesto Tancovich: Carta a Berenice
14 de enero de 2024
Jugábamos, te acordarás, a probarnos nuevas vidas ante el espejo que cada una era para la otra. Habrá sido por finales de agosto; un viento vivo arrastraba nubes luminosas, echaba a volar las hojas enrojecidas del roble y, sin que lo supiéramos, se llevaba la infancia. Ya no sé si la idea fue tuya o mía. O de nadie, y simplemente nos la trajo un ramalazo de aquel aire adolescente. Acróbatas sin red, subidas a lo más alto de nosotras mismas, nos inventamos hermanas y, por añadidura, mellizas. Acaso recuerdes (yo lo olvidé) de cuál culebrón caribeño copiamos nuestro mito de origen. De pronto hijas de lo inconfesable, separadas a meses de nacer, asignadas a diferentes madres y padres, acordamos desechar los nombres heredados a cambio de otros, resplandecientes y arcaicos. Vos serías Berenice, yo Isolda. Así nos dijimos, entre risas, parodiando aquella pavada de “yo Tarzán, tu Juana”. Encendidas por el recién encontrado poder nos abocaríamos a tramar desde cero la propia biografía. De un almanaque (veo la lámina: dos gatitos en una cesta) elegimos la fecha de nacimiento: febrero 17; el libro de Linda Goodman nos había convencido de ser acuarianas del tercer decanato, románticas, sensuales, ambiciosas.
Así, renacidas en pegoteo de siamesas, nos dimos al juego de intercambiar las figuritas que a cada una habían tocado. De vos, Berenice, admiré la minuciosidad cruel con que diseccionabas cada uno de tus días. Las ausencias y desvíos paternos, las derivas sicóticas de esa mujer lacerada que tenías por madre y a la que probamos imaginar de las dos. Aunque me sedujo la posibilidad de una madre embravecida, preferiste (y yo no insistí, había aceptado tu jefatura) que hiciéramos de aquella infeliz que yo veía languidecer en casa la remota alimentadora de ambas. Llegaríamos a discutir, tontas y malvadas, si la teta izquierda a mí, la derecha a vos o viceversa. Entre las tentaciones y el miedo, el dolor y la farsa, la impostura y la búsqueda, aprendimos que mover una pieza cualquiera modifica en efecto mariposa todo el pasado y, por resonancia, prefigura lo que se cuece en el mañana.
Sé (lo supe desde el comienzo) que en el afán por mostrarte incisiva, de a ratos fabulabas. A eso no opuse reparos; por el contrario, lejos de desmentirte, reforcé mi credulidad. Di por cierto que tu padre traficaba merca con Holanda, que tu madre había acribillado a dos sicarios en defensa propia, que estaban por hacerse cargo del principal cartel transoceánico… Al fin la común vocación novelera había favorecido el mutuo reconocimiento por más que fuésemos, sin embargo, cara y ceca; Vos, arrojada y lengua larga; te regodeabas en el recuento de males; en cambio yo, medrosa y reticente, no me atreví (y aún lo lamento) a confiarte crudamente lo que ocurría en casa, lo que me ocurría. Quizás fuese demasiado gravoso para volcarlo en palabras y no por lo que pudieras pensar o decir sino porque me hubiese horrorizado oírlo de propia voz. Por darle cauce delineaba atajos, ensayaba rodeos, me las componía para que distintas voces, procedentes de los sueños, las declarasen por mi boca. Sí, Berenice, era mi argucia de cobarde o desvalida espiarme con ojos cerrados en ese caleidoscopio de visiones huidizas, para después, en la vigilia, recomponerlos con cuidados de arqueóloga y poder contarlos, contármelos, contártelos.
Traigo aquí estas palabras, algunas ya gastadas, casi todas redundantes, no por temor de que hayas olvidado sino para que, al escucharlas, recobremos algo de aquellos días fugaces. Los años ¿ya cuántos? ¿treinta? me hicieron entender que nuestra victoria, no importa si grande o pequeña, en todo caso para mí la única, fue aquella de recrearnos hermanas desde el útero. Y que a partir de allí, amparadas en la conciencia ambigua de que lo éramos a partir de una travesura, nos autorizáramos las astucias de un amor clandestino, sin culpa ni restricciones.
Perdoná que me haya puesto un tanto nostálgica, sé que invitar al pasado, por precioso que haya sido, hiere o al menos rasguña. ¿A qué, te preguntarás, este palabrerío salpicado de confesiones retaceadas y tardías? ¿A santo de qué revivir las emociones que un día terminaron por pesarnos y en tácito acuerdo dejamos caer? Sucede que, como tantísimas veces antes, quisiera contarte otro de mis sueños, el último, el de anoche, el más desconcertante. Ya lo ves, no me basta ser la confidente de mi misma, vuelvo a necesitar que oficies de espejo.
Pensarás, esta Isolda y sus retorcidas historias, somos grandecitas, señoronas de tetas caídas vamos siendo, hace mucho dejaron de cautivarnos aquellas chiquilinadas del secundario, la vida pura y dura nos ha vuelto resignadas y piadosas. Pero, Berenice (¿sos aún Berenice? ¿somos las que nos atrevimos a ser? ¿lo fuimos de verdad una vez? ¿podríamos aún serlo por un rato?), no te vayas, sentémonos en nuestros trece y catorce, destapemos, si querés, una Spur Cola y escuchame.
Para nada ha sido el de anoche un sueño cualquiera ni un sueño más, ni siquiera tan solo un sueño. Estuvo, sí, el espacio que aprendiste a recorrer como si vos misma lo soñaras; aquellos campos esfumados en una claridad espectral que, sin definir horizontes, bastaba para diferenciar tierra de cielo. Pero en este replay tardío ya no verás a la flacucha Isolda abrir con paso entorpecido una senda entre los yuyos bravos. Ni tampoco se interpondrá, salida de las sombras, aquella figura siniestra que, al menos en los sueños (tan sólo en los sueños) conseguía eludir. Después ¿te acordás? tras la línea en que cesaba el pastizal se abría un repentino espacio de luz, escenario que noche tras noche mostraba algo diferente. Una calle de muros sin puertas ni ventanas, un desierto poblado de feísimos muñecotes kitsch, laberintos en que se anudaban y retorcían escaleras que no llevaban a ninguna parte, un patíbulo rodeado de gente que parecía esperar algo o a alguien. Consciente de que aguardabas esa variación final, las inventaba para vos en otro sueño, distinto, de ojos abiertos. Al cabo lo más genuino de nuestra relación se fundaba en embustes, pactados o consentidos. Ya lo ves, Berenice, he aprendido a ser, hasta donde puedo, sincera. Cumplo en decirlo, ni una vez hubo luz, buena o mala, en mis sueños; siempre, por escapar de la sombra que fatalmente cruzaría mis pasos, despertaba aterrada en aquel inmutable paisaje oscuro; nunca hubo transición entre las tinieblas del pánico nocturno y la brutal claridad de la vigilia.
Beso los dedos en cruz y te cuento. Anoche, como si el tiempo no hubiera pasado, volvieron a abrirse aquellos descampados del miedo. Pero esta vez los veía fugar hacia atrás (¿hacia el pasado? ¿al rescate de la que fui? ¿o borrándola definitivamente?) desde una ventanilla de colectivo. Única pasajera en el último asiento, desconocía o había olvidado de qué línea se trataba ni hacia donde pretendía viajar, ni recordaba siquiera haberlo tomado. El trayecto se prolongaba, pasando de largo paradas desiertas. Habíamos salido de la ciudad y la oscuridad, interrumpida cada tanto por agrupaciones de luces, se había cerrado por completo. El chofer, de espaldas, era una presencia borrosa recortada sobre el resplandor que los faros derramaban sobre el pavimento y de rebote iluminaba el parabrisas. Tuve miedo. Del afuera, como siempre, pero mucho más de lo que pudiera pasarme allí adentro. Me asaltaron visiones de secuestro y asesinato, de tormentos. Me vi a punto de desbarrancar en el archiconocido pánico, sentí esa correntada en todo el cuerpo, decidí bajar (¿del colectivo? ¿del sueño), me paré, toqué el timbre. “Chofer, parada”, avisé, primero tímidamente, después con acentos de súplica y por tercera vez en tonos perentorios y quebrados, temerosa de que no frenara o no abriese la puerta y me llevara quién sabe adónde ni con cuales propósitos. Vi con alivio que bajaba un cambio y otro, reducía la velocidad, frenaba. La puerta se abrió, controlando el temblor de las piernas bajé lo rápido que pude. Me vi a la intemperie, frente a los campos negrísimos de que te hablé hasta aburrirte. El colectivo no volvió a arrancar, entendí que me esperaba, aluciné que para salvarme, caminé por el costado sintiendo que crecía el impulso de volver a subir, pagar el boleto, reanudar el viaje sin destino. Con desesperación golpeé la puerta delantera, la vi abrirse, subí los tres escalones. Aquel hombre esperaba, celular en mano, pensé que filmando, me cubrí la cara, dijo algo incomprensible, más ruido que palabras, temí que abandonara el asiento y se me echara encima, huí hacia el fondo. Había reconocido al de las recurrentes pesadillas, el que salía a mi paso en la espesura del sueño, la sonrisa crispada del que se cernía sobre mi lecho (ya está, me animé a contártelo sin tapujos) y me resignaba a esperar porque no tenía por dónde huir, ese de cuyo avatar nocturno me ponía a salvo un despertar convulso de niña pez emergida de unas aguas cenagosas, el corazón disparado a mil, ahogada en sacudones y boqueadas, paladeando en un solo trago los sabores de la vida y la muerte.
Pensarás, la boluda de Isolda dale que dale con lo mismo, no madura, ahí sigue, perdida en los páramos del mal sueño, acosada por el fantasma de una sombra. Y acaso quieras persuadirme (siempre fuiste positiva) de que aquello está muerto, dirás clavale por fin la estaca, sellá la fosa, hacele la cruz, dejá que a sus cenizas las disperse el viento y, casi seguramente, se te ocurrirá reducir lo soñado a símbolos inteligibles con la facilidad que yo misma o cualquiera podría hacerlo. Te lo adivino, podría escribirlo: el viaje a solas a través de la noche en representación de mi vida; el ataque de pánico como un intento desesperado por salir de allí y perderme o esconderme igual que de pendeja me arropaba bajo las cobijas, sumida en la negrura sofocante, en simulación de lo que suponía habría de ser la muerte, para no ver, para no ver, apenas animada de un resto de voluntad no sé si aliada o enemiga que me llevaba a aceptar esta vida de mierda o, si querés, las mierdas de la vida, subir de nuevo a ese colectivo sin hoja de ruta conducido por una sombra impasible, renovar el boleto, entregarme de pies y manos a lo que fuere y sea lo que dios y el diablo determinen, pero no, no te me vayas, seguime el hilo, aquí no va el punto final, quizás no lo haya y tres puntos suspensivos habrán de ser los pertinentes.
Respiro y sigo: el sueño, si cabe llamarlo así (ya entenderás por qué la duda) había quedado atrás, en los pliegues de la noche y, del todo despierta, pulso y respiración regulares, preparé café en taza grande, lo necesitaba casi como antídoto, alcé la cortina para recibir el golpe de luz que disipara aquellas impresiones ominosas y por alejarlas del todo encendí la tele. A esto quería llegar, a la placa roja que cubrió la pantalla: Último momento pasajera fantasma y enseguida la imagen del chofer, ya no exactamente la que me asustó en el sueño; sino que ahora. lavada la expresión amenazante, era la de un inofensivo cara de nadie. La otra media pantalla mostraba el interior del colectivo, vacío. Oí tres veces el timbrazo y mi voz en off: “chofer, parada”, escuché el ruido de la puerta de descenso, tras un intervalo reconocí los golpes que había dado en la puerta delantera, vi mi cara de loca, la mano que trataba de ocultarla, las palabras del chofer que ahora sí comprendí: “señora, la unidad está fuera de servicio” y de nuevo el interior vacío. La cámara del vehículo había registrado mi sueño entero, del derecho y del revés y ahora hacía que lo viese desde afuera, como a través de una ventana.
El entrevistado alcanzó a relatar más o menos esto: Que habiendo terminado su recorrido circulaba por la ruta 193. Que de pronto sonó el timbre y se oyó una voz de mujer casi inaudible: “chofer, parada”. Que, supuso, alguien se hubiera dormido en el último asiento sin ser visto. Que miró por el espejo sin ver a nadie. Que hubo dos nuevos timbrazos y la misma voz reclamando en tonos cada vez más elevados. Que atribuyó a la escasa luz (un apagón muy grande afectaba a Zárate y Escalada) la dificultad de verla, por lo que decidió parar y abrir la puerta de descenso. Que aprovechó la detención para enviar un mensaje por celular. Que estaba en eso cuando oyó golpes en la puerta delantera. Que la pasajera, dedujo, podría haber olvidado algo, de modo que abrió. Que subió una mujer de mediana edad, el rostro alterado, como si algo la hubiese atemorizado. Que al verlo se cubrió la cara con la mano y corrió hacia el fondo. Que trató de explicarle que la unidad estaba fuera de servicio. Que volvió a sonar el timbre y de nuevo oyó la voz que decía “chofer, parada”, que miró por el espejo y tampoco esta vez vio a nadie, que abrió la puerta sin esperar a que insistiera, que cuando calculó que la mujer o lo que fuere había tenido tiempo de descender, puso primera y arrancó sin mirar atrás.
Así es que, hermana, hermanita mía, hermana del alma, siamesa de mi lado B, Berenice querida, me pregunto, te pregunto (¿tendremos aún la osadía de formular preguntas y de inventarnos respuestas?), me pregunto qué habrá sido de mí anoche, sola en aquel apagón del mundo, al ver que se alejaba, fuera de línea, el último colectivo, dónde estaré ahora mismo, viva o muerta ¿el sueño del que otrora sabía huir se habrá convertido en una trampa de la que se sale tan solo para, inmediatamente, volver a entrar? ¿Quién soy yo, en definitiva, qué? ¿Quién, en los sueños que vendrán? ¿Esta que en un vahído vuelve a ser de trece, de catorce? ¿La desgajada Isolda? ¿La loca que se extravió en su noche y a la que llaman fantasma? ¿Esta señora (por lealtad a las que fuimos omitiré el nombre por el que soy conocida aquí) que escribe una carta o un simulacro de carta atosigándose con las borras frías del café? ¿Soñé o fui soñada? Me pregunto si aquellos sueños repetidos no habrán sido preparatorios del que acabo de relatar, el definitivo, la puerta de acceso a un mundo de sombra y silencio del que no habrá escapatoria. ¿Me será concedida una noche más? ¿O habré apurado la última, la que resume incontables noches? ¿Y si esta luz en la que escribo sea lo que resta del día, su destello final?
Demasiadas preguntas, dirás con razón, pero ¿sabés? nunca hubo otra cosa. Al fin lo nuestro había sido la puesta en acto de una sola, esencial, el interrogante por saber quiénes éramos, sin advertir que eso jamás tendrá respuesta cierta. De todos modos, ya no vale la pena esperarla. Será suficiente adivinar que estás allá, en alguna parte, llamándote todavía Berenice, lejos o cerca, de trece, catorce o cuarenta y cinco, quién sabe si fantasma vos también.
¿A qué dirección remitir esto que acabo de escribir, a quién? ¿A las dos loquitas que nos perdimos una de otra, a los espejos rotos, al viento que pasa, que trae, que lleva, que no cesa?
Foto: Nats Álvarez Tancovich ca. 2015
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En un poema en prosa, "El espacio en las sombras" Henri Michaux escribe:
"El espacio, pero no pueden ustedes concebir ese horrible adentro-afuera que es el verdadero espacio. Ciertas (sombras), sobre todo uniéndose por última vez, hacen un esfuerzo desesperado por ser en su sola unidad. Mal les va. Yo encontré una.
Destruido por castigo, ya no era más que un ruido, pero enorme..."
La poética del espacio (Gastón Bachelard, Traducción: Ernestina de Champourcin. Fondo de cultura económica, página 255)
La unidad, está fuera de servicio.