Carlos García: La obra visible de Pierre Menard

5 de febrero de 2021




La forme moderne du fantastique, c'est l'érudition.
Gérard Genette



Los relatos de la mejor época de Borges (El Aleph, Ficciones) son precisos artefactos de compleja ingeniería: inteligencia y belleza aparejadas. Nada en ellos parece estar librado al azar, ocurrir por inercia del lenguaje, carecer de premeditación.

Esos textos operan simultáneamente en varios niveles. A veces se tiene la impresión de que una mera lectura lineal no alcanzará para tornar visibles todos los recursos que se han invertido en ellos. Una lectura idónea debería poder ser a la vez de corrido, simultánea y multidimensional, como si leyéramos el texto al mismo tiempo en varias capas de hojas transparentes, con diferentes tamaños de letras y de colores. Veríamos así, en un primer plano, una especie de resumen del relato, quizás algo banal o engañoso; en segundo plano, algunas frases que parecen casuales (algunas lo son, otras no); en tercero, algunos términos aislados, que recién al unirse más o menos subliminalmente entre sí o con algunos de los otros dos planos, establecen nuevas conexiones, inauguran terrenos de comprensión. Desde luego, las distintas capas están a diferente distancia unas de otras, porque en ese complejo entramado todo puede tener significación y valor: el tamaño, el color, el espacio intermedio: todo conjugado para conformar algo orgánico. En esas capas se narran a veces historias diferentes, o en una de ellas se advierte que lo que se dice o insinúa en la otra no es cierto...

En otro de los muchos planos se conectan algunas palabras con las mismas en el resto de la obra de Borges, y aun en otro, la conexión tiene lugar con la obra de sus autores preferidos o con su biografía.

Todo ello aunado obliga al perplejo asentimiento, a reconocer que se está ante una obra de arte, que logra, siquiera por momentos, lo que Coleridge llamó “suspension of disbelief”, pero sin hacer la mínima concesión a la dejadez, a la pereza intelectual, a la prisa.

Soy consciente de que esta manera de intentar visualizar la intrincada estructura de los relatos es risible, más aún que traducir la música de Bach a fórmulas matemáticas o a tablas cromáticas (lo que no ha impedido que fuese hecho).

Pero esas imágenes me vienen a la mente cuando leo “Pierre Menard, autor del Quijote”, un texto de apariencia sencilla, pero pleno de ostensibles y secretas virtudes.

El texto ofrece numerosos aspectos para el análisis. No creo posible desentrañar el sentido del relato de una sola vez; no lo es, en todo caso, para mí. Quizá fuese posible lograrlo en oleadas de intentos, que fueran ciñendo de a poco algunos aspectos. En otro trabajo me ocupé de la religión y la conversión religiosa.1 Aquí me ocuparé sólo de un aspecto de su “obra visible”.

Es comprensible que la mayor parte de los acercamientos a “Pierre Menard” se haya concentrado en la recreación del Quijote. No lo es el menosprecio que algunos autores han mostrado por la “obra visible” del francés.

Sylvia Molloy sentencia a propósito de ella (Las letras de Borges, 1979, 56): “No cabe [...] decodificar las alusiones privadas y extratextuales”. Considero erróneo ese dictum. Dejo de lado lo de las “alusiones privadas”, que a mi modo de ver sí deben ser consideradas y analizadas como uno de los niveles (si bien no el único, ni el más importante) del texto. Más me importa señalar que desentrañar las “alusiones extratextuales” es especialmente pertinente en relación con este cuento, incluso más que en relación con otros de Borges: es uno de los temas explícitos del relato que la época de su escritura y de su lectura es un factor constituyente del significado de una obra. Y el autor juega con lo que las numerosas alusiones suscitan y hacen reverberar en nosotros. Es imperdonable descartar este nivel.

Creo, asimismo, que el catálogo de la obra de Menard pergeñado por Borges no es apenas una lista caprichosa, disparatada, que pueda ser dejada de lado tras reír de y con ella, sino que muestra con escalofriante rigurosidad y consistencia la evolución del carácter y la producción de Menard.

Vuelvo a Molloy: ¿qué es, stricto sensu, una alusión “extratextual”? Si el texto menciona, por ejemplo, a Saint-Simon, lo hace para aprovechar los ecos, las asociaciones que ese nombre evoca en sus lectores. En ese sentido, toda la obra y la vida de Saint-Simon, así como su influencia en la historia de las ideas, pasan a formar parte del texto de “Pierre Menard”, en la cambiante medida que se corresponda con el horizonte cultural de cada uno de los lectores.

Cuando uno se presta al juego, por ejemplo en base a este caso, se descubren niveles de significación del relato que de otro modo pasarían desapercibidos. Un ejemplo: En el listado de la “obra visible” de Menard, Borges incluye este inciso:

(i) Un examen de las leyes métricas esenciales de la prosa francesa, ilustrado con ejemplos de Saint-Simon (Revue des langues romanes, Montpellier, octubre de 1909).

Todos los comentarios compulsados coinciden en ver aquí una alusión a Louis de Rouvroy, duque de Saint-Simon (1675-1755), autor de unas enrevesadas y exhaustivas Mémoires publicadas póstumamente, cuya primera edición completa (París, 1879-1928) consta de 41 intrincados e iracundos volúmenes.

Ya la mezcla de conceptos (métrica de la prosa) parece un sinsentido, pero a pesar de ello se podría admitir que Menard tomara a Saint-Simon como objeto de estudio. Sin embargo, una mirada al estilo de Saint-Simon disuade de esa hipótesis, ya que éste es muy peculiar, de ritmo nervioso, con frecuentes anacolutos y un vocabulario muy amplio, que recurre tanto a expresiones vulgares como a términos técnicos de difícil comprensión para el ignaro. Ese estilo, precisamente en virtud de su peculiar originalidad, de su desprecio por lo convencional, es muy poco apto para el estudio de las “leyes métricas esenciales de la prosa francesa”, aun cuando éstas realmente existieran.

Pero una nueva voltereta es aún posible: a esa objeción podría replicarse que es precisamente la llamativa falta de idoneidad de la prosa de Saint-Simon lo que desata el efecto cómico que Borges perseguía ya que, obviamente, hay en el autor un ímpetu humorístico. Sí. And yet...

Por mi parte, propongo ver aquí también una alusión a otro Saint-Simon: a Claude Henri de Rouvroy, conde de Saint-Simon (1760-1825), filósofo social francés, pariente del anterior, incansable diseñador de utopías. Supongo, por arriesgar más, que la obra de Saint-Simon analizada por Menard sería la más temprana: Lettres d'un habitant de Genève a ses contemporaines, aparecida originalmente en forma anónima en 1803. Mi argumento es de orden psicológico, ya que Borges vivió en su juventud en Ginebra. Pero hay más: como ocurre en otros pasajes del cuento, también en este ítem se revela la afición de Menard por todo lo relacionado con el orden: como todas las utopías, la de Saint-Simon elabora una sociedad supuestamente “ideal”, cuyos detalles no vienen aquí al caso: lo que cuenta es que el plan primigenio sufrió grandes variaciones a lo largo de la producción de Saint-Simon (utopías son, en este sentido, intercambiables, ya que todas se basan en algún exacerbado sentido del orden, que instauran a costa de la libertad, precisamente porque intentan eludir o atenuar su vértigo).

Que Menard es en cierto sentido un alienado, puede notarse en que no se ocupa de las nociones morales o políticas que transporta la obra de este Saint-Simon, cuyos designios eran primordialmente de esa clase, sino apenas de las leyes de su prosa: Menard, cuando menos el de la “obra visible”, opera y se pierde en lo superficial, incapaz de manejar contenidos.

Por lo demás, ambos Saint-Simon tienen algo en común, más allá del nombre: mientras uno, amargado y desengañado por las malas experiencias hechas, elabora laberínticas y cáusticas memorias, el otro es un utopista empeñado en erigir un nuevo orden social que él mismo desbarata en las distintas versiones propuestas. Ambos son personajes en crisis, que buscan el orden sin alcanzarlo.

No es necesario elegir entre ambos candidatos: lo más probable es que Borges aludiera intencionalmente a ambos, y que consignara apenas el apellido (sin los nombres de pila) con la intención de abrir brechas a la curiosidad y a la duda. La “ambigüedad es una riqueza”, dirá el relator (OC 1974, 449), expresando en este caso la opinión de Borges.

Hay muchas más en el cuento:

Un ejemplo: se habla de la Imitación de Cristo, sin mencionar al autor. Borges elude así una eventual polémica, ya que, si bien hoy se considera casi unánimemente que ese libro fue obra de Tomás à Kempis, a comienzos del siglo pasado esa hipótesis era sólo una entre varias.

Otro: cuesta creer, por ejemplo, que alguien llamado Bagnoregio posea “uno de los espíritus más finos”, aunque sea en el casi irreal principado de Mónaco o en Pittsburgh (Pennsylvania).2

La ambigüedad reina en el relato: desde las personas mencionadas (esas dudosas y contradictorias damas de sociedad), pasando por hechos hasta llegar al lenguaje. Baste un solo ejemplo:

Al hablar de Simón Kautzsch, se lo caracteriza como “filántropo internacional”. Puesto que el relator es un nacionalista católico, “internacional” equivale en su jerga a “apátrida”, reproche usual en las diatribas anticomunistas y antisemitas en la Argentina de la época. Decir “tan calumniado ¡ay! por las víctimas de sus desinteresadas maniobras” (frase agregada en una versión posterior del cuento) sólo sirve para reforzar el tono antisemita (ya contenido en la elección del nombre exageradamente judío).

Demasiados comentadores ven en el catálogo de la “obra visible” apenas una disparatada y divertida enumeración, similar a aquella (en el ensayo sobre Wilkins, de 1942; OC 708) que costara a Foucault sus demasiado famosas tribulaciones en Les mots et les choses (las cuales, a su vez, infligieran a Borges la clase de fama que ayudaron a desencadenar en Europa).

Por cierto, en la obra de Borges aparecen a menudo enumeraciones más o menos caóticas o, mejor dicho, aparentemente caóticas. En “Pierre Menard” no se trata de circunscribir un escurridizo infinito, de cifrar alguna recóndita o caprichosa divinidad, de engendrar en los apabullados lectores la sensación de variedad agotada, sino, lisa y llanamente, de caracterizar (caricaturizar) a una figura.

Adelheid Schaeffer (Phantastische Elemente und ästhetische Konzepte im Erzählwerk von Jorge Luis Borges. Studien zur Romanistik, Humanitas, Wiesbaden / Frankfurt am Main, sin fecha, ¿1972?, 76) opina que la “obra visible” es un mero “marco, adorno, que poco significa”. He consignado ya por qué considero radicalmente errónea esta clase de opinión. No se trata de un mero “marco” y mucho menos de un “adorno”, sino de un horizonte. Borges quiere hacer ver qué clase de experiencias (y fracasos) llevan a Menard a proponerse su melancólico y humilde destino.

Borges mismo, uno de los primeros comentadores del catálogo que ofrece, lo explica así en el prólogo al libro que cobija el cuento (‘El jardín de senderos que se bifurcan’ / Ficciones): “En ‘Las ruinas circulares’ todo es irreal; en ‘Pierre Menard’, lo es el destino que su protagonista se impone. La nómina de escritos que le atribuyo no es demasiado divertida pero no es arbitraria; es un diagrama de su historia mental...” (OC 429).

Bioy Casares, por su parte, quien considera “Pierre Menard” como el cuento “más perfecto” del volumen, parafrasea y precisa en su reseña este dictamen, quizá con beneplácito de Borges: “El catálogo de las obras de Pierre Menard no es una enumeración caprichosa, o simplemente satírica; no es una broma con sentido para un grupo de literatos; es la historia de las preferencias de Menard; la biografía esencial del escritor, su retrato más económico y fiel.” (Bioy: Sur 92, junio de 1942, 63)

Si se toman en serio esas opiniones (las cuales, por supuesto, pueden ser taimados intentos de despistar a los exégetas, o de divertirse a costa de su sudor), no debe renunciarse a elucidar el sentido de cada ítem ni el de su conjunto, sino que debe intentarse comprobar si la coherencia postulada existe (es, en este caso particular, un modo de determinar en qué medida el autor cumple con su propósito, o de constatar si realiza el proyecto enunciado – u otro). Si se admite que un texto determinado tiene sentido, es una claudicación de la inteligencia renunciar a querer tornarlo manifiesto.

Hamburg, julio de 2020 / enero de 2021



Notas

1 “Religiosidad y conversión religiosa en Pierre Menard, autor del Quijote”, capítulo 21 de mi libro Borges, mal lector y otros textos (1996-2018). Córdoba, Alción editora, 2018.

2 A propósito de esta ciudad, la revista Nosotros (n° 189, febrero de 1925, 402) trae la siguiente nota: “Se anuncia que la Universidad de Pittsburgh piensa construir la Catedral de la Sabiduría. Su costo será de 10 millones de dólares; su altura, de 217 metros –el más alto rascacielos–; su capacidad, para 12.000 estudiantes. / Todo en grande, en los Estados Unidos.” La sorna del autor anónimo de la miscelánea de 1925 parece resonar en este párrafo de Borges.











Carlos García nació en Buenos Aires en 1953; 
se trasladó a España en marzo de 1977
Vive en Hamburg (Alemania) desde 1979 (Bio)
En FBDécadas 20-30
Blog personal Symptomas
Foto: Claudia García



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