W. H. Auden: Los griegos y nosotros
6 de agosto de 2020
I
Había una vez un niño. Antes de que supiera leer, su padre le contaba historias de la guerra entre los griegos y los troyanos. Héctor y Aquiles le resultaban tan familiares como si fuesen sus propios hermanos, y cuando los olímpicos peleaban entre sí se le figuraban sus tíos y tías. A los siete años entró en un internado, y allí pasó la mayor parte de los siete años siguientes, traduciendo del griego y del latín al inglés y viceversa. Inmediatamente después, pasó a otro internado. En éste había dos ámbitos perfectamente diferenciados: el clásico y el moderno.
Tanto profesores como alumnos miraban el último de estos ámbitos como los oficiales del ejército suelen mirar a los civiles en los países militarizados, y establecían parecidos niveles de superioridad e inferioridad: la historia y las matemáticas, como los profesionales liberales, se podían tolerar, las ciencias naturales —a las que en general se tildaba de pestes—, como los comerciantes, no. Por su parte, en el ámbito clásico también había niveles: el griego era la armada, el arma aristocrática, superior.
Hoy en día parece difícil pensar que esto no sea un cuento de hadas, sino una descripción fiel de la educación de la clase media inglesa de hace treinta y cinco años.
Para cualquiera que se haya educado de este modo, Grecia y Roma se encuentran de tal manera mezcladas con sus recuerdos de niñez y de escuela que resulta extraordinariamente difícil considerar estas civilizaciones con objetividad. Y quizá esto sea así sobre todo en el caso de Grecia. Hasta finales del siglo XVIII, Europa no se veía a sí misma sólo como Europa sino, sobre todo, como el Occidente cristiano, heredero del Imperio romano, y su sistema educativo se basaba en el estudio del latín. El ascenso de los estudios helenísticos a una posición comparable, y más tarde superior, fue un fenómeno decimonónico, y coincidió con el desarrollo de las naciones europeas y el sentimiento nacionalista.
Sin duda resulta significativo que hoy en día, cuando un conferenciante de sobremesa se refiere a los orígenes de nuestra civilización, aluda siempre a Jerusalén y Atenas, y en cambio muy rara vez mencione a Roma, que ha llegado a ser símbolo de una unidad política y religiosa inexistente ya, y que muy pocos consideran posible o deseable que reviva. La discontinuidad histórica entre la cultura griega y la nuestra, la desaparición, por espacio de tantos siglos, de cualquier influencia directa hizo más fácil que, una vez redescubierta, cada nación modelara una Grecia distinta a su imagen y semejanza. Hay una Grecia alemana, una francesa y una inglesa —quizá haya incluso una Grecia estadounidense—, cada una muy distinta de las otras. Si Hölderlin hubiese conocido personalmente a Benjamin Jowett, por ejemplo, es muy probable que ninguno de los dos hubiera entendido una sola palabra de lo que decía el otro; y al cabo se habrían despedido fríamente.[85]
De hecho, aun en el interior de cada país en particular, coexisten muchas imágenes distintas de Grecia. He aquí, por ejemplo, dos caricaturas inglesas:
Profesor X. Titular de la cátedra Reade de filosofía moral. 59 años. Casado. Tres hijas. Religión: anglicana (en el sentido laxo). Postura política: conservador. Vive en una pequeña casa de las afueras, repleta de cachivaches victorianos. No recibe visitas en casa. Fuma en pipa. No tiene preferencias gastronómicas. Aficiones: la jardinería y dar largos paseos en solitario. No le agradan: el catolicismo romano, la literatura moderna, el ruido. Preocupaciones actuales: la salud de su esposa.
Señor Y. Profesor de lenguas clásicas. 41 años. Soltero. Religión: ninguna. Postura política: ninguna. Vive en la universidad. Dispone de un capital propio y organiza magníficas comidas a las que invita a sus alumnos favoritos. Aficiones: viajar y coleccionar cristalería antigua. Le desagradan: el cristianismo, las jovencitas, los pobres, la comida inglesa. Preocupación actual: su tendencia a la gordura.
A X, la palabra «Grecia» le hace evocar la razón, el justo medio, el control de las emociones, la libertad frente a la superstición; a Y le sugiere la alegría y la belleza, la vida sensorial, la libertad frente a las inhibiciones.
Por supuesto, como buenos eruditos, ambos saben que sus respectivas visiones son parciales; X no puede negar que muchos griegos se sintieron atraídos por los cultos mistéricos y por hábitos sobre los cuales «el sentido común moral de la humanidad civilizada ha emitido un juicio que no requiere justificación y no admite apelaciones». Y, por su parte, es igualmente consciente de que el Platón de las Leyes es tan puritano como cualquier presbítero escocés; pero el vínculo emocional de ambos con la Grecia de sus sueños, forjado en la niñez y fortalecido por años de estudio y de cercanía, es más fuerte que todos sus conocimientos.
No existe prueba más contundente de la riqueza y la profundidad de la cultura griega que su capacidad de atraer a toda clase de personalidades. Se ha dicho que todo el mundo es platónico o aristotélico de nacimiento; para mí, sin embargo, hay distinciones más significativas: la que existe entre los que aman a Jonia o a Esparta, por ejemplo, o entre los que son devotos tanto de Platón como de Aristóteles y los que, por encima de ambos, prefieren a Hipócrates o a Tucídides.
II
Los tiempos en que los estudios clásicos eran el eje de la educación superior han quedado atrás y, hasta donde podemos ver, no es probable que regresen. Tenemos que aceptar como un hecho consumado que los hombres instruidos de hoy en día no saben leer ni latín ni griego, y que así será también en el futuro. Desde mi punto de vista, ello significa que, si se pretende que los clásicos sigan ejerciendo alguna influencia en la educación, el énfasis y la dirección de los estudios helénicos y romanos deberán cambiar.
Si la literatura griega ha de ser leída en traducciones, nuestra aproximación a ella ya no puede ser de índole estética. La pérdida estética es enorme siempre en las traducciones de una lengua a otra; y en el caso de lenguas y culturas tan distantes entre sí como la griega y la inglesa, resulta poco menos que fatal. Puede decirse incluso que, cuanto mejor sea una traducción al inglés, menos se parecerá a la verdadera poesía griega (piénsese en la Ilíada: tenemos las dificultades métricas; el verso cuantitativo y sin rima y el cualitativo y rimado no tienen nada en común, excepto el hecho de ser patrones rítmicos. Sin duda, un poeta inglés puede pasárselo en grande si, como ejercicio técnico o como acto piadoso, intenta escribir cuantitativamente:
With this words Hermes sped away for lofty Olympos:
And Priam all fearlessly from off his chariot alighted,
Ordering Idaeus to remain i’ the entry to keep watch
Over the beasts: th’old king meanwhile strode doughtily onward.
[Así dijo, y Hermes partió hacia el Olimpo,
y Príamo, el audaz, se apeó del carruaje,
y a Ideo ordenó aguaitar las monturas,
y el anciano avanzó con resuelta zancada.][86]
Pero nadie puede leer algo así sin verlo como una clase bastante excéntrica de métrica cualitativa, y la extravagancia es una característica muy poco homérica.
En segundo lugar, nos topamos con problemas de sintaxis y de dicción; el griego es una lengua flexiva en la que el significado no depende de la posición de las palabras en la oración, como es el caso del inglés. En griego abundan los epítetos compuestos, en inglés no.
Por último —y se trata de lo más importante—, la sensibilidad poética de ambas literaturas es radicalmente distinta. Comparada con la poesía inglesa, la griega parece primitiva; esto es: las emociones y los temas que aborda son más simples y más directos que los nuestros, al tiempo que las formas lingüísticas tienden a ser más enrevesadas y complejas. La poesía primitiva dice cosas simples de un modo enmarañado, mientras que la poesía moderna busca decir cosas complejas de la manera más directa posible. Los continuos esfuerzos de cada generación de poetas ingleses en pos de «una verdadera lengua hablada», habrían sido completamente incomprensibles para un griego.
En la introducción a Greek Plays in Modern Translation, Dudley Fitts cita un fragmento de una esticomitia de Medea en traducción:
Medea: ¿Por qué fuiste al profético ombligo del mundo?
Egeo: Buscando el medio de obtener simiente de hijos.
Medea: ¡Por los dioses! ¿Has vivido sin hijos hasta hoy?
Egeo: Sin hijos, por voluntad de alguna divinidad.
Medea: ¿Tienes esposa o no conoces el lecho conyugal?
Egeo: Estoy sujeto al lecho del matrimonio.[87]
Quizá, como opina el propio Fitts, este pasaje resulte absurdamente cómico, pero ¿qué puede hacer el pobre traductor? Si en las dos últimas líneas, por ejemplo, acudiera a la lengua cotidiana, tendría que escribir:
Medea: ¿Eres casado o soltero?
Egeo: Casado.
Puede que esto último no llegue a hacernos reír, pero sin duda ha perdido por completo un elemento esencial del estilo original: la ornamentación poética de preguntas y respuestas simples, para convertirlo en algo muy parecido a un interrogatorio.
Resulta significativo que, a pesar de la familiaridad de tantos poetas ingleses del pasado con la poesía griega, y de la admiración que le profesaron, muy pocos muestran signos de haber sido influidos por ésta a nivel estilístico: sólo puedo nombrar a Milton, y posiblemente a Browning, influidos por los trágicos, y a Hopkins, por Píndaro.
El empeño de traducir la poesía de cierto idioma a otro supone un valiosísimo entrenamiento para un poeta, y es deseable que cada generación haga nuevas versiones de Homero, Esquilo, Aristófanes, Safo, etcétera; sin embargo, todo indica que su importancia será menor.
Sin importar si lee épica o teatro, es previsible que el lector medio encuentre hoy en día que una aproximación histórica y antropológica le resulta más fructífera que una aproximación estética.
En vez de preguntarse por la calidad de Edipo en cuanto tragedia, o si determinado argumento de Platón es o no falso, es más probable que busque contemplar los distintos aspectos de la cultura griega: el teatro, la ciencia, la filosofía, la política, como partes íntimamente relacionadas de un organismo completo y único.
En consonancia con lo anterior, al seleccionar los materiales de esta antología he tratado de convertirla en una introducción a la cultura, más que a la literatura griega.[88] Tratándose de una antología literaria, habría sido absurdo representar la tragedia griega sólo por medio de Esquilo, y por tanto omitiendo a Sófocles y Eurípides, pero si uno busca entender la forma y la idea de la tragedia griega, es mejor acudir a una trilogía como la Orestíada que a tres obras distintas de otros tantos autores; y lo mismo vale para los poemas seleccionados: han sido escogidos teniendo en cuenta su representatividad formal, y no por la excelencia poética de cada uno de ellos.
Del mismo modo, en los fragmentos de distintos filósofos el propósito no ha sido aportar una visión exhaustiva de Platón y Aristóteles, sino mostrar cómo enfrentaron los pensadores griegos cierta clase de problemas, como por ejemplo el problema cosmológico.
Por último, la medicina y las matemáticas griegas son parte tan esencial de la cultura que ni siquiera un principiante puede permitirse ignorarlas.
Las limitaciones de espacio que impone un volumen con las características de éste obligan a dejar fuera muchos materiales relevantes; no obstante, sólo me he permitido excluir a un autor por razones de gusto personal. Sin embargo, no creo ser el único en considerar a Luciano, uno de los escritores griegos más populares, demasiado «ilustrado» para una generación tan acosada por los demonios como la nuestra.
III
Ni una sola de las obras maestras de la literatura griega posee la estatura de la Divina Comedia; no existe, en aquella tradición, una serie de obras debidas a un único autor que se pueda comparar a las obras completas de Shakespeare; en cuanto período continuado de actividad creadora en determinado género artístico, los setenta y cinco años, más o menos, de teatro ateniense que median entre las primeras obras de Esquilo y la última comedia de Aristófanes, se ven claramente superados por los ciento veinticinco años que van del Orfeo de Glück al Otelo de Verdi, y que comprenden la edad de oro de la ópera europea; sin embargo, el atónito comentario que cualquier griego del siglo V haría sobre nuestra sociedad desde los tiempos de Dante hasta ahora, más atónito, si cabe, década tras década, sería sin duda: «Desde luego, estas obras sólo pueden corresponder a una gran civilización, pero ¿cómo es que no veo a ninguna persona civilizada? Sólo hay especialistas: artistas que no saben nada de ciencia, científicos que no saben de arte, filósofos a quienes Dios no le interesa en lo más mínimo, sacerdotes sin el menor interés en política, políticos que sólo conocen a otros políticos».
La civilización consiste en un precario balance entre aquello que el profesor Whitehead ha llamado la «vaguedad bárbara» y el «orden trivial».[89] La barbarie es uniforme, pero indiferenciada; la trivialidad es diversa, pero carece de toda unidad. El ideal de la civilización es la integración en un todo del mayor número posible de actividades distintas con la menor tensión posible entre ellas.
Es imposible determinar, por ejemplo, si la danza ritual de la cosecha de una tribu primitiva es una obra estética, que se lleva a cabo en razón del placer que produce en los participantes el hecho de ejecutarla lo mejor posible, o un ritual eminentemente religioso: la manifestación externa de una íntima fe en los poderes que controlan el crecimiento de las plantas; o incluso una técnica científica que asegure, como efecto práctico, una cosecha más abundante. De hecho, pensar en esos términos es, por sí mismo, una tontería, puesto que los danzantes no hacen tales distinciones, y ni siquiera podrían entenderlas.
Ahora bien, en una sociedad como la nuestra, cuando una persona asiste a un ballet lo hace simplemente por el disfrute que le produce, y su única exigencia consiste en que la coreografía y la ejecución sean estéticamente satisfactorias; mientras que cuando va a misa sabe que es irrelevante si ésta se canta bien o mal, pues lo que importa es su disposición de ánimo hacia Dios y hacia su prójimo. Cuando siembra un campo, sabe que llevar a buen término su tarea no depende en absoluto de la belleza o fealdad del tractor, o de si es un pecador arrepentido o contumaz. El problema de esta persona es bastante distinto del de los salvajes: radica en el peligro que supone que, en vez de ser una persona completa en todo momento, se vea fragmentado en tres partes sin relación alguna entre sí, y que, además, están siempre compitiendo por el predominio: el fragmento estético que asiste al ballet, el fragmento religioso que va a misa y el fragmento práctico que busca ganarse la vida.
Si una civilización ha de juzgarse según el doble patrón del grado de diversidad obtenido y el grado de unidad conservado, difícilmente resulta exagerado afirmar que los atenienses del siglo V a. C. fueron las personas más civilizadas que han existido jamás. El hecho de que casi todas las palabras que empleamos para referirnos a las actividades y las ramas diversas del conocimiento, por ejemplo «química», «física», «economía», «política», «ética», «estética», «teología», «tragedia», «comedia», etcétera, sean de origen griego es prueba suficiente de su tremendo poder de diferenciación consciente; su literatura e historia, por su parte, evidencian su habilidad para establecer relaciones entre todos esos campos: una habilidad que hemos perdido en gran medida, y que ellos mismos perdieron en relativamente poco tiempo.
eran como sus ancestros,
esos viejos piratas, que con itinerante pillaje
izaron sus señoríos isleños sobre las ruinas de Creta,
cuando la intransigente rivalidad de sus ciudades libres
arruinó la confederación, en el siglo y medio
que transcurrió de Maratón a Issos, cuando, por el orgullo torpe
de perseguir a Jerjes y a sus fabulosas huestes, lograron
que la más memorable invasión
no lo fuera para gloria de Alejandro,
bajo cuyo reinado extranjero conspiraron
para satisfacer sus ambiciones, y ganaron extensos dominios
que después no pudieron domeñar; y al final, con todo y sus virtudes,
los dispersaron, para fundirlos luego, como metal candente,
en la gran aleación romana.[90]
La geografía de Grecia —colinas yermas que separan fértiles localidades— favoreció la diversidad, la migración hacia otras colonias y una economía de intercambio, en vez de la producción de bienes para uso propio. Como consecuencia, los griegos, que en la época en que invadieron el Egeo por primera vez no eran muy distintos de las demás tribus patriarcales y militares —el estilo de vida descrito por la Ilíada es prácticamente igual al que se narra en el Beowulf—, desarrollaron rápidamente, en un área relativamente pequeña, una gran variedad de formas de organización social: tiranías y ciudades-estado constitucionales en Jonia, una oligarquía feudal en Beocia, un estado militarista y policial en Esparta, una democracia en Atenas; de hecho, todas las formas imaginables con excepción de una: el estado centralizado, típico de las grandes cuencas fluviales como Egipto o Babilonia. De modo que el estímulo inicial de sus esfuerzos de comprensión, investigación, especulación y experimentación estaba garantizado de algún modo por la geografía; sin embargo, ésta no basta para explicar el extraordinario talento que los griegos desplegaron en todas sus actividades, ni su capacidad de absorber influencias ajenas y apropiárselas: al contrario que los romanos, los griegos jamás dan la impresión de ser eclécticos; todo lo que hacen y dicen lleva el sello inconfundible de su carácter.
La cultura griega tuvo tres centros sucesivos: las costas de Jonia, Atenas y Alejandría. Esparta permaneció apartada en lo tocante a su desarrollo cultural, anclada en un fosilizado estado de primitivismo y suscitando en sus vecinos una mezcla de miedo, repulsión y admiración. Aun así, indirectamente —a través de Platón—, Esparta hizo una contribución que, para bien o para mal, ha ejercido una influencia tan poderosa como la de cualquier otro aspecto de la cultura griega; a saber, la idea de una educación de los ciudadanos conscientemente planeada y llevada a cabo por el Estado. De hecho, puede decirse que el concepto mismo del Estado como una realidad distinta a la clase dirigente, a determinado individuo o a la comunidad, proviene de Esparta.
En el origen mismo de la literatura griega se encuentra Homero. Si la Ilíada y la Odisea son mejores que las épicas de otras naciones, no se debe a su contenido, sino a una imaginación más sofisticada, como si el material original hubiera alcanzado su forma definitiva en condiciones más civilizadas que, digamos, las que existían entre los teutones, hasta el punto de que aquella edad heroica de la que habla Homero les pareció demasiado remota para ser real. No obstante, las comparaciones resultan difíciles, porque las épicas teutónicas tuvieron poca historia posterior. Por medio de los romanos, Homero se convirtió en una inspiración fundamental de la literatura europea, sin la cual no habría habido una Eneida, una Divina Comedia, un Paraíso perdido, y ni siquiera las épicas cómicas de Ariosto, Pope o Byron.
Después de Homero, la siguiente fase del desarrollo se produjo en Jonia, y fundamentalmente en las cortes de tiranos que, desde luego, se parecían más a los Medici que a los dictadores modernos.
Los científicos y los líricos jonios poseen una cosa en común: su hostilidad frente al mito politeísta. Los primeros vieron la naturaleza más en términos de una ley que de una voluntad arbitraria; los segundos entendieron sus sentimientos como propios, pertenecientes a una personalidad singular, y no como una imposición exterior.
La afirmación de Tales de que todas las cosas estaban hechas de agua, era un error; sin embargo, la intuición que la sustenta: que a pesar de la evidente diversidad natural todas las cosas poseen algo en común, es un presupuesto básico sin el cual la ciencia, tal como la conocemos, hubiera sido imposible. Y no menos influencia ha tenido la aserción de Pitágoras, resultado de sus experimentos acústicos, de que el principio común es el número; esto es, que la «naturaleza» de las cosas, aquello en virtud de lo cual éstas son lo que son y se comportan tal como lo hacen, no depende del material del que están hechas, sino de su estructura, que puede describirse en términos matemáticos.
La gran diferencia entre la concepción griega de la naturaleza y otras posteriores consiste en que los griegos pensaron el universo como algo análogo a una ciudad-estado, de modo que para ellos las leyes naturales, igual que las humanas, no eran leyes sobre las cosas, descripciones de cómo éstas se comportan en realidad, sino leyes para las cosas. Cuando decimos que un cuerpo cae «obedeciendo» la ley de la gravedad, inconscientemente nos hacemos eco del modo de pensar griego, porque la obediencia presupone la posibilidad de la desobediencia. Para los griegos, no se trataba de una metáfora muerta; en consecuencia, su problema no radicaba en la relación de la mente con la materia, sino en aquella que vincula la sustancia con la forma: cómo es que la materia se «educa», por así decirlo, para comportarse de acuerdo con la ley.
Los poetas líricos fueron igualmente importantes, en su propia esfera; gracias a ellos, la civilización occidental ha aprendido a distinguir la poesía de la historia, la pedagogía y la religión.
Pero sin duda la etapa más famosa de la civilización griega está relacionada con Atenas. Aunque lo ignore casi todo al respecto, cualquier hombre de la calle ha oído los nombres de Homero, Esquilo, Sófocles, Eurípides, Aristófanes, Sócrates, Platón, Aristóteles, y, si posee un poco más de información, de Pericles, Demóstenes y Tucídides. Con la sola excepción de Homero, todos los demás fueron atenienses.
El período ateniense se divide en dos momentos; el primero vino precedido del establecimiento económico y político del Estado ateniense como una democracia mercantil por parte de Solón y Clístenes, y la demostración de fuerza que supuso la victoria sobre los invasores persas; el segundo fue producto de una derrota política, primero frente a Esparta y posteriormente frente a Macedonia. La expresión más característica del primero de estos momentos es el teatro; del segundo, la filosofía.
Comparado con la cultura jónica precedente, el teatro ateniense se caracteriza por una renuncia al lujo y la frivolidad a favor de la austeridad y la sencillez, y por el retorno del mito. Pero lo más importante es que por primera y única vez en la historia, una de las artes, el teatro, se convirtió en la expresión religiosa dominante para todo un pueblo, y el dramaturgo, en la figura más importante de la vida espiritual. En comparación con los trágicos griegos, Homero y Píndaro parecen autores seculares, con valor educativo para la minoría dominante, pero subordinados en importancia a los sacerdotes y a los oráculos. Del mismo modo que el teatro moderno surgió de los festivales religiosos de la Pascua y el Corpus Christi, el origen del drama ateniense está vinculado a los festivales de la producción del vino y las Grandes Dionisias. Sin embargo, mientras que el teatro moderno estuvo subordinado sólo al principio a los ritos religiosos, y más tarde desarrolló una vida secular propia al margen de esas festividades, el teatro ateniense, sin dejar de ser una obra de arte cuyo valor se determinaba por votación, se convirtió en el ejercicio religioso por excelencia, más importante incluso que las oraciones y las plegarias. En los siglos XIX y XX, el genio artístico individual ha reclamado para sí, con frecuencia, una importancia suprema, e incluso ha persuadido a una minoría de estetas en ese sentido; pero solamente en Atenas ese reclamo se convirtió en un hecho social; el genio no era, por tanto, una figura solitaria clamando por derechos especiales, sino el aclamado líder espiritual de la sociedad.
El equivalente moderno no debe buscarse en el teatro, sino en el fútbol y las corridas de toros.
La tragedia griega volvió al mito, pero no se trataba ya de la mitología homérica; los cosmólogos jónicos habían cumplido con su cometido. Para entonces, los dioses ya no son en esencia poderosos, y sólo accidentalmente rectos; su poder es secundario: un medio por el cual refuerzan las leyes que ellos mismos respetan y representan. En consecuencia, la mitología está sujeta a una tremenda presión, porque, cuanto más avanza en la senda del monoteísmo, más importancia concede a Zeus, y los demás dioses devienen cada vez menos individuales y más alegóricos. Además, tras el propio Zeus aparece el concepto de destino, ajeno a la mitología. En ese momento, se impone que la figura personal de Zeus y el destino impersonal se fusionen, como en el Dios creador de los judíos —un paso que la imaginación religiosa griega no se atrevió jamás a dar—, o bien Zeus devendrá al cabo en un simple demiurgo, en una alegoría del orden natural, y el Destino se erigirá en el verdadero dios, ya sea como Fortuna o como la impersonal Causa Primera, en cuyo caso el teatro dejará de ser el vehículo natural para instruir sobre la naturaleza de dios, para ser reemplazado por la ciencia teológica.
Por tales razones, en parte, el desarrollo que puede observarse entre la piedad de Esquilo y el escepticismo de Eurípides es tan rápido, y el período de la tragedia griega tan breve. Tal como Werner Jaeger ha señalado, Sófocles se aparta un tanto de los otros dos, que tienen intereses comunes, justamente porque su preocupación fundamental es el carácter de los hombres, mucho más que las cuestiones religiosas o sociales. Para que la tragedia griega pudiera haberse desarrollado ulteriormente, habría tenido que seguir la senda de Sófocles, abandonar su relación con el mito y los festivales religiosos y convertirse en un arte decididamente secular. Pero quizá su propio triunfo lo ataba de tal manera a ellos que fue incapaz de liberarse y dar el salto que el teatro isabelino sí se atrevió a dar. Así, a pesar de la enorme admiración que los trágicos griegos han suscitado en literatos posteriores, no puede decirse que hayan ejercido influencia directa sobre éstos. En contraste, la influencia de los filósofos ha sido enorme, puesto que Platón y Aristóteles establecieron, por sí solos, las premisas básicas de la vida intelectual, la unidad y la diversidad de la verdad; y aún más: son responsables de las particulares distinciones a las que estamos acostumbrados. Si, por ejemplo, intentamos leer filosofía india, el gran obstáculo para comprender a qué se refiere radica en que las articulaciones entre el hombre y la naturaleza, por así decirlo, se han construido de manera distinta.
El período final de la cultura griega, el helenístico o alejandrino, supone un retorno al hedonismo y al materialismo jónicos, pero sin las relaciones de éstos con la vida política y social. Los logros más importantes son tecnológicos. La literatura, tal como está representada en la antología griega, es enormemente pulida, bella, pero aburrida, en general, por lo menos para nuestra época, a causa de su enorme influencia sobre la poesía menor a partir del Renacimiento. A ella debemos las peores manifestaciones de lo «clásico»: los putti, el florilegio, el pecho de Celia, etcétera.[91]
La cristiandad fue producto de la experiencia histórico-religiosa judía sumada a la especulación de los gentiles sobre la forma de organizar esa experiencia. La mente griega es la típica mente gentil, y está reñida con la conciencia judía. Debido a la influencia griega, el cristiano está tentado a oscilar entre una frivolidad mundana y una falsa espiritualidad ultramundana, ambas pesimistas en el fondo; debido a la influencia judía, está tentado a recurrir a una seriedad errada y a una intolerancia que persigue a aquellos que disienten creyéndolos malos, más que tontos. La Inquisición fue producto del interés gentil por la racionalidad y la pasión judía por la verdad.
El mejor ejemplo histórico es la crucifixión. En su libro Talking of Dick Whittington, Hesketh Pearson y Hugh Kingsmill refieren una entrevista con Hilaire Belloc en la que éste dice de los judíos:
Pobrecillos. Debe de ser terrible nacer con la certeza de que perteneces a una raza enemiga de la humanidad… a causa de la crucifixión.
No creo que el señor Belloc sea tan rematadamente estúpido. Sin embargo, su argumento corre parejo con el de Adán: «La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí». Difícilmente Belloc pudo haber ignorado que la crucifixión fue obra de los romanos o, en términos contemporáneos, de los franceses (los ingleses se limitaron a decir: «¡Caramba!», y dieron su consentimiento; los estadounidenses dijeron: «¡Qué poco democrático!», y enviaron fotógrafos a cubrir el evento), por la frívola razón de que Jesús era políticamente incómodo. Los judíos que pidieron la crucifixión para Jesús lo hicieron por un motivo mucho más serio: en su opinión, éste había blasfemado al declararse, falsamente, el Mesías. Los cristianos en general somos, desde luego, una mezcla de Pilatos y Caifás.
IV
Si hay una reacción que pueda considerarse típica de nuestra época, en comparación con otras, con respecto a los griegos es, creo yo, la sensación de que se trataba de gente de lo más extraña, hasta el punto de que, cuando nos topamos con un texto griego en el que reconocemos un modo de pensar parecido al nuestro, inmediatamente sospechamos que no lo hemos entendido bien. Lo que más nos sorprende son nuestras diferencias con ellos, el abismo que existe entre sus suposiciones y preguntas y las nuestras.
Tomemos por ejemplo el siguiente pasaje del Timeo:
El dios eterno razonó de esta manera acerca del dios que iba a ser cuando hizo su cuerpo no sólo suave y liso sino también en todas partes equidistante del centro, completo, entero de cuerpos enteros. Primero colocó el alma en su centro y luego la extendió a través de toda la superficie y cubrió el cuerpo con ella. Creó así un mundo circular que gira en círculo, único, solo y aislado, que por su virtud puede convivir consigo mismo y no necesita de ningún otro, que se conoce y ama suficientemente a sí mismo. Por todo esto, lo engendró como un dios feliz.[92]
Sin duda, esta clase de pensamiento nos resulta tan extraordinaria como las costumbres de una tribu africana.
Incluso aquellos de nosotros cuyos conocimientos matemáticos son más bien exiguos estamos tan embebidos en la moderna concepción del número —como instrumento para explicar la naturaleza— que somos incapaces de retraernos a un modo de pensar en el que los números se tenían por entidades físicas o metafísicas, lo que implicaba que algunos de ellos fueran «mejores» que otros. De hecho, sería más fácil que volviéramos a creer en la magia simpática. Y la asunción platónica sobre la naturaleza moral de la divinidad no nos parece menos peculiar que su descripción de la forma divina. Sin importar si creemos o no en Dios, sólo podemos imaginarnos creyentes en un dios que sufre, aunque sea involuntariamente, como el Dios cristiano, que ama a sus criaturas y sufre con ellas. Un dios autosuficiente y satisfecho de serlo no consigue interesarnos lo bastante para que nos preguntemos por su posible existencia.
Resulta una impudicia que me adentre en un campo al que tantos y tan extraordinarios hombres han dedicado su vida. Sólo puedo paliar esa ofensa limitando mis reflexiones a un aspecto del pensamiento griego acerca del cual no soy tan ignorante como con respecto de otros, esto es, planteando una comparación entre las distintas concepciones griegas de la figura del héroe con la nuestra, a manera de ilustración de la distancia que separa nuestra cultura de la suya.
V
El héroe homérico. El héroe homérico posee las virtudes militares del valor, la resolución, la magnanimidad en la victoria y la dignidad en la derrota hasta un grado extremo. Su heroísmo se manifiesta en excepcionales hazañas frente a las cuales quienes han de juzgarlas se ven forzados a admitir: «Lo que él ha logrado no habríamos podido lograrlo nosotros». Su motivación fundamental es granjearse la admiración y alcanzar la gloria entre los suyos, sin importar si son aliados o enemigos. El código que gobierna su vida es un código de honor que no se impone a todos, como la ley, sino que se asume individualmente: aquello que me exijo a mí mismo y que, en razón de mis logros, tengo el derecho de exigir a otros.
No se trata de una figura trágica; quiero decir que no sufre más que cualquier otro. Su muerte, sin embargo, reviste un excepcional patetismo: el gran guerrero sufre el mismo final que el peor de los patanes. Sólo existe en el momento presente, cuando entra en colisión con otro individuo heroico: su futuro conforma la tradición y el pasado de los otros. Lo más parecido a un héroe homérico entre nosotros sería un as de la aviación militar. Dado que en tantas ocasiones se ve envuelto en combates individuales, llega a reconocer a los pilotos del enemigo, y la guerra se convierte entonces en una rivalidad personal, más que en un asunto político. De hecho, tiene una relación más estrecha con el as del ejército rival que con la infantería de su propio ejército. Su vida está tan llena de riesgos, tantas veces se salva apenas por un pelo que estamos seguros de que su destino no puede ser otro que la muerte. Las manifestaciones de la suerte, buena o mala: el repentino fallo del motor o el inesperado cambio en el clima, son tan evidentes en su caso que el azar tiene todos los rasgos de una intervención divina. La sensación de tener días buenos cuando este poder divino le protege y malos cuando le es adverso, y la convicción de que habrá de morir cuando lo quiera el destino, pero no antes, se vuelven actitudes casi necesarias ante la vida.
Existe sin embargo una diferencia fundamental entre el piloto de combate y el héroe homérico: para que la analogía funcionara de verdad tendríamos que imaginar que el mundo ha estado continuamente en guerra durante siglos, y que ser piloto de combate se ha convertido en una profesión hereditaria. Porque la Ilíada, lo mismo que la mayoría de las épicas antiguas, da por sentada esa idea, que nos resulta de lo más extraña: que la guerra es la condición normal de la humanidad mientras que la paz es apenas una pausa para tomar un respiro. En primer plano aparecen los hombres engarzados en la batalla, matando o muriendo; más allá, sus esposas, hijos, sirvientes, esperando ansiosos el resultado del combate; en lo alto, observando con interés el espectáculo e interviniendo eventualmente, los dioses, que no conocen la muerte ni la pena; y alrededor de todos ellos, absolutamente indiferente e inmutable, aparece el mundo natural: el cielo, el mar, la tierra. Así son las cosas, así han sido y serán siempre.
En consecuencia, el resultado del conflicto no puede tener ningún significado histórico ni moral: supone alegría para el vencedor y pena para los vencidos, pero a nadie se le ocurriría plantear la cuestión de la justicia. Si, por ejemplo, comparamos la Ilíada con Enrique IV de Shakespeare o con Guerra y paz de Tolstói observamos que los escritores modernos están profundamente interesados, en primer lugar, en las cuestiones históricas: ¿cómo llegaron al poder Enrique IV o Napoleón?, ¿cuáles fueron las causas de la guerra civil, o de la guerra entre distintas naciones?, y, en segundo lugar, con cuestiones morales: ¿qué efecto tiene la guerra sobre los seres humanos?, ¿qué virtudes y vicios promueve, en contraste con aquellos que promueve la paz?, al margen de los soldados de ambos bandos, ¿promovieron o retardaron las derrotas de Hotspur y Napoleón el establecimiento de una sociedad más justa? Todas éstas son preguntas que a Homero le habrían parecido absurdas. Ciertamente, aduce una causa para la guerra de Troya: la manzana de la discordia, pero ésta es al mismo tiempo divina, es decir, ajena a todo control humano, y frívola: Homero no la toma en serio, sino que simplemente la emplea como un mero recurso literario para comenzar su relato.
Sin duda, emite juicios morales sobre sus héroes: Aquiles no debería haberse negado durante tanto tiempo a acudir en ayuda de los griegos después de su pleito con Agamenón, ni debería haber maltratado de ese modo el cadáver de Héctor, pero se trata de cuestiones sin importancia, que no afectan el resultado de la guerra ni comprometen el heroísmo de Aquiles, cuya máxima prueba es la derrota de Héctor.
El patetismo de la muerte de Héctor es simple, el noble personaje es derrotado: no es posible criticar al héroe militar como tal. La ira de Aquiles no puede considerarse un error trágico en el sentido en que lo es la ira del Coriolano de Shakespeare. Homero bien pudo haber descrito a Aquiles tomando un baño, pero habría sido una simple descripción del baño de un héroe, y no, como en la descripción de Tolstói de Napoleón siendo bañado, una revelación de que el héroe militar es un mortal ordinario, tan débil como cualquiera de los miles de cuya muerte es responsable.
Aunque sería injusto describir al héroe homérico como un mero juguete de los dioses, el espacio de su libre albedrío y responsabilidad está muy bien circunscrito. En primer lugar, nace, no se hace (a menudo es hijo de un padre inmortal), así que, a pesar de sus hazañas, no puede llamársele valiente en el sentido usual de la palabra, porque jamás siente miedo; en segundo, las situaciones en las que despliega su heroísmo se le imponen; en ocasiones puede decidir pelear o no pelear frente a este o aquel contrincante, pero no puede escoger profesión ni bando.
El mundo de Homero es insoportablemente triste porque jamás trasciende el momento inmediato; uno es feliz o desdichado, gana o pierde, y al final muere. Eso es todo. El goce o el sufrimiento es, sencillamente, lo que uno siente en un momento determinado; no poseen ningún significado más allá de eso. Los momentos pasan igual que llegan, no apuntan en ninguna dirección, no cambian nada. No se trata de un mundo trágico, sino un mundo sin culpa, porque los yerros, por más trágicos que sean, no se achacan a la naturaleza humana, mucho menos al individuo, sino a un error en la naturaleza de la existencia.
El héroe trágico. El héroe guerrero de las épicas homéricas (y su contraparte civil, el atleta de las odas pindáricas) corresponde a un ideal aristocrático. Significa todo aquello que la clase dirigente debe tratar de imitar, lo que las clases subyugadas deben admirar sin envidia y obedecer sin resentimiento; lo más próximo a un dios —el ser divino concebido como el ideal de la fuerza— a lo que puede aspirar un ser humano.
Por otro lado, el héroe trágico no constituye un ideal, sino una advertencia que, además, no se dirige a una audiencia aristocrática, es decir, a otros individuos potencialmente heroicos, sino al demos, esto es, al coro colectivo. Al comienzo de la obra, el héroe aparece rodeado de gloria y de buena fortuna; es un exitoso hombre de prosapia que ha demostrado areté en el sentido homérico. Cuando llega el final de la representación, sin embargo, ha sido sometido a un insólito sufrimiento; dicho de otro modo: ha sufrido más que el coro, compuesto de ciudadanos comunes y corrientes que jamás han sido protagonistas de ningún logro excepcional. Sufre porque ha entrado en colisión no con otros individuos, sino con la ley universal de lo correcto. Por regla general, no obstante, la violación de la norma de la que es culpable no se debe a una elección consciente de su parte, cuando menos no en el sentido de que hubiera podido evitarla. La típica situación trágica griega es aquella en que cualquier decisión que el héroe esté en condiciones de tomar sería un yerro.
Agamenón ha de escoger entre matar a su propia hija o traicionar sus deberes ante el ejército que está bajo su mando; Orestes, entre desobedecer las órdenes de Apolo o ser culpable de matricidio; Edipo debe, o bien empeñarse en preguntar o permitir que Tebas sea destruida por una plaga; Antígona debe incumplir su deber ya sea para con su hermano muerto, ya sea para con su ciudad; etcétera. Pero el hecho de encontrarse en una situación trágica por haber pecado involuntariamente, o por verse obligado a pecar contra su voluntad, es un signo inequívoco de que es culpable de otro pecado a ojos de los dioses, a saber: el pecado de la hybris, una desmedida confianza en sí mismo que le hace creer que, en razón de su areté, es un dios, a quien no se puede hacer sufrir. Con frecuencia, aunque no siempre, manifiesta esta hybris en sus acciones —Agamenón camina sobre la alfombra púrpura, Darío intenta cruzar el Helesponto—, pero incluso cuando no es así, es preciso asumir que es culpable de hybris, de otro modo, si sólo fuera culpable de otros pecados, no se le castigaría de la misma manera. Atestiguando la caída en desgracia del héroe trágico, el coro entiende que el héroe homérico no es el hombre ideal al que debiera imitar o admirar. Por el contrario, el hombre fuerte es tentado por su propia fuerza a convertirse en el impío que los dioses castigan, porque los dioses no son tales por ser idealmente poderosos, sino por ser idealmente justos: su poder no es más que el instrumento mediante el cual hacen valer su justicia.
El hombre ideal que todos los miembros de una democracia deben aspirar a ser no es el aristocrático héroe individual, sino el ciudadano moderado y respetuoso de la ley que no desea ser más fuerte y más digno de gloria que los demás.
Al igual que en Homero, nos encontramos aquí frente a un mundo que nos resulta extraño. Estamos tan habituados a creer que las acciones de una persona son producto no sólo de sus actos, de los que es responsable, sino también de las circunstancias, que escapan a su control y responsabilidad, que no podemos entender un mundo en el cual una situación por sí sola basta para que alguien sea culpable. Tomemos por ejemplo la historia de Edipo. En ella encontramos a un hombre a quien se profetiza que matará a su padre y contraerá matrimonio con su madre; él trata de impedir que esa profecía llegue a cumplirse, pero es en vano. ¿Cómo abordaría una situación así una obra moderna? Razonaría que la única manera de que Edipo pueda estar seguro de que escapará a la profecía es evitando matar a nadie y renunciando a casarse, así que la obra empezaría mostrándonos a Edipo en el momento de abandonar Tebas, después de tomar esas dos resoluciones. Enseguida procedería a involucrarlo en dos situaciones; en primer lugar, aquella en la que hiere mortalmente a un hombre, y, en segundo, aquella en la que se enamora perdidamente de una mujer que se enamora de él a su vez: dos situaciones de irresistible tentación en las que Edipo se ve desgarrado entre aquello que desea y lo que antes ha resuelto hacer.
Al cabo, cede a ambas tentaciones: mata a aquel hombre y se casa con aquella mujer y, para justificarse, se engaña a sí mismo; esto es, en vez de reconocer: «Existe la posibilidad, por mínima que sea, de que estas personas sean mi padre y mi madre, de modo que no debería arriesgarme», se dice: «Es imposible que estos dos sean mi padre y mi madre, así que no tengo por qué respetar mi decisión original». Como puede esperarse, para mala fortuna de Edipo, esa mínima posibilidad pronto se materializa y se convierte en un hecho.
Nada parecido sucede en el caso de Sófocles. Edipo se topa en su camino con un viejo y, después de una discusión sin importancia, lo mata. Arriba a Tebas, resuelve los enigmas de la Esfinge y contrae matrimonio por motivos políticos. No siente ninguna culpa como consecuencia de estos actos, y no parece que jamás vaya a sentirla. Sólo comienza a sentirse culpable cuando descubre que esas personas son su madre y su padre; en ningún momento ha sido consciente de haber estado tentado de hacer aquello que sabía que no debía hacer, así que en ningún momento habría sido posible decir que justamente en tal o cual instante ha cometido el error fatal.
El pecado original del héroe trágico griego es la hybris: creerse un dios. Nadie puede dejarse arrastrar por ese pecado, a excepción de aquel que ha sido excepcionalmente afortunado. A veces, el héroe manifiesta esa hybris directamente, pero eso no transforma de ninguna manera su carácter: si se le castiga, es porque los dioses lo han predestinado a pecar involuntaria o inconscientemente.
El pecado original del héroe trágico moderno es el orgullo: su renuencia a aceptar las limitaciones y debilidades que sabe que tiene, su determinación de convertirse en el dios que sabe que no es. El orgullo, sin embargo, no presupone la buena fortuna: incluso una fortuna tan adversa como la del jorobado Richard de Gloucester es suficiente. El orgullo no puede manifestarse directamente porque es un pecado puramente subjetivo. Un autoexamen puede revelarme que soy un lujurioso o que estoy lleno de envidia, pero no puede revelarme mi orgullo porque, de existir, éste radica en el yo que realiza el examen. Apenas soy capaz de inferir que soy orgulloso cuando la lujuria o la envidia de que soy presa no tienen otro motivo posible que ese orgullo.
Los demás pecados que suele cometer el héroe trágico moderno, y que provocan su caída en desgracia, no son, por tanto, el castigo divino por ese pecado fundamental, sino los efectos de éste, de modo que es responsable de ellos tanto como lo es de su orgullo. No es un pecador inadvertido sino, más bien, alguien que se engaña a sí mismo, que obvia su mala conciencia. Cuando Orestes asesina a Clitemnestra es incapaz de anticipar la llegada de las Furias; cuando los Macbeth planean sus crímenes, tratan de persuadirse a sí mismos de que no sufrirán los tormentos de la culpa aunque en su interior saben que es inevitable que sea así.
En la tragedia griega el sufrimiento es una visitación del cielo, un castigo que se impone al héroe desde el exterior. Soportándolo, expía sus pecados y termina por reconciliarse con la ley, aunque corresponde a los dioses, y a nadie más, determinar cuándo esa expiación es completa. En la tragedia moderna, en cambio, esta clase de sufrimiento exterior, que humilla a los grandes y a los errados y los lleva al arrepentimiento, no se considera propiamente trágico. El verdadero sufrimiento trágico es el que el mismo héroe genera con su retadora insistencia: en vez de mejorar, su conducta lo hace ir a peor, de modo que, lejos de reconciliarse con la ley, muere rebelándose contra ella; condenado sin remedio. Lear no es un héroe trágico, Otelo sí.
Estas diferencias entre los presupuestos de la tragedia griega y la tragedia moderna, por una parte, la relación del pecado original del héroe —ya sea la hybris o el orgullo— con sus pecados subsecuentes y, por otra, la naturaleza y función del sufrimiento, provocan distintas actitudes respecto del tiempo.
La unidad del tiempo no sólo es posible, sino correcta y apropiada en el caso de la tragedia griega, porque los personajes no cambian, sólo su situación, de modo que el tiempo dramático requerido no puede ser otro que el tiempo necesario para tal cambio de situación. En la tragedia moderna, la unidad del tiempo es posible como reto técnico, pero rara vez puede considerarse deseable, puesto que una de las principales tareas del dramaturgo es mostrar no sólo cómo se transforman sus personajes frente a un cambio de situación, sino su papel activo en la generación de esas situaciones, y es casi imposible mostrar algo así en un solo lapso ininterrumpido de tiempo.
El héroe erótico. Unas tres cuartas partes de la literatura moderna se ocupan de un solo asunto: el amor entre un hombre y una mujer, y asumen que enamorarse es la experiencia más importante y valiosa que puede tener un ser humano. Esa postura nos condiciona de tal modo que tendemos a olvidar que no se remonta más allá del siglo XII. No existe, por ejemplo, en la literatura griega. En ella encontramos dos posturas; hay una multitud de líricos adeptos a la serenata del tipo: «Con la demora nada se consigue, ven a besarme entonces, dulce joven»,[93] que expresan una sensualidad simple, serena y poco grave. También existen, como en los poemas de Safo, o en la historia de Jasón y Medea, descripciones de una pasión sexual seria y violenta, pero ésta en ningún caso se asume como algo de lo cual enorgullecerse, sino como un completo desastre, como obra de la inmisericorde Afrodita: una locura terrible que conduce a la pérdida de la dignidad y a la traición a los amigos, y de la cual ningún hombre o mujer en su sano juicio desearía ser presa. Nuestra concepción romántica de que el amor sexual puede transformar el carácter del amante y convertirlo en un héroe era totalmente desconocida.
No es hasta la llegada de Platón cuando encontramos descripciones de algo parecido a lo que entendemos por amor romántico visto como una cuestión plausible; y aun así, las diferencias son mayores que las semejanzas. En primer lugar, se asume que esta clase de amor sólo es posible en una relación homosexual; y en segundo, sólo se acepta como una primera etapa necesaria para el desarrollo del alma. El bien último es el amor de lo impersonal en cuanto bien universal; lo mejor que podría pasarle a un hombre es que cayera rendido de amor por este bien universal sin dilación alguna pero, dado que el alma de los hombres está atrapada en el espacio y el tiempo, sólo se puede llegar ahí poco a poco, salvando distintas etapas. Los hombres suelen enamorarse primero de un bello individuo y de ahí progresar al amor de la belleza en general, más tarde de la justicia, etcétera. Si la pasión erótica efectivamente puede o debe transformarse de este modo, la exclusión del amor heterosexual por parte de Platón no supondría una mera reproducción de un patrón de la vida sexual de los griegos, sino una notable intuición psicológica, puesto que el amor heterosexual, si bien conduce a un lugar más allá de sí mismo, no lo hace hacia lo universal, sino hacia otros individuos, es decir hacia el amor a la familia o a la responsabilidad frente a ella; mientras que, en el caso homosexual, no conduce a ningún sitio, y en cambio es libre de desarrollarse en la dirección que los amantes escojan. Esa dirección debería ser la sabiduría que, una vez adquirida, le permitiría al sabio enseñar a otros individuos procreados del modo usual el sistema idóneo para convertirse en una sociedad mejor. Para Platón, el matrimonio provee la materia prima, mientras que el eros masculino provee del deseo de moldear esa materia en la forma apropiada y del conocimiento necesario para ello.
Los dos grandes mitos eróticos modernos, sin paralelo en la literatura griega, son el de Tristán e Isolda, o el mundo perdido por amor, y el contramito de don Juan, el seductor.
La situación de Tristán e Isolda es la siguiente: ambos poseen areté heroica en el sentido épico; él es el más valiente de los guerreros, ella, la mujer más bella de todas; ambos son de noble cuna. No pueden casarse porque ella es esposa del rey, amigo y señor de Tristán; no obstante, se enamoran uno del otro. En algunas versiones, beben accidentalmente un filtro de amor, pero el efecto de éste no es otro que hacer que se den cuenta de que antes de beberlo ya estaban enamorados, y aceptar este hecho como predestinado e irrevocable. Su relación no es «platónica» en el sentido convencional, pero las barreras impuestas por el matrimonio, entre otras circunstancias, les dejan pocas ocasiones para irse a la cama juntos, y aun en esos momentos no hay nada que les permita pensar que no será la última vez. El amor que sienten el uno por el otro es religiosamente absoluto; esto es: cada uno es el bien último del otro, de modo que la infidelidad sexual entre ellos no sólo es inconcebible, sino que el resto de las relaciones, del tipo que sean, dejan de tener sentido. Sin embargo, y a pesar de que su relación es el único valor que existe para ellos, es un tormento, porque su deseo sexual sólo es la expresión simbólica de su verdadera pasión, que es el anhelo de dos almas de fundirse en una sola; una consumación imposible por el mero hecho de que ambos poseen un cuerpo, así que su propósito último no puede ser otro que morir en los brazos del otro.
Don Juan, por su parte, no es un héroe épico; idealmente, su apariencia externa es la de alguien del que nadie nota que está ahí, la de una persona absolutamente corriente, pues resulta importante para el mito que él, el hombre de logros y voluntad heroicas, parezca a primera vista un simple miembro del coro.
Si don Juan fuera particularmente hermoso o feo, las mujeres tendrían sentimientos hacia él incluso antes de que éste se pusiera manos a la obra, con lo que la seducción no sería absoluta, es decir, un puro triunfo de su voluntad. Es esencial, pues, que su víctima no se sienta atraída hasta que él decida suscitar esa atracción. A la inversa, lo que resulta esencial para don Juan no es el aspecto de la mujer, sino simplemente su pertenencia al género femenino; las feas y viejas sirven a ese fin tan bien como las jóvenes y bellas. El mito de Tristán e Isolda se distingue de los mitos griegos porque ningún griego habría podido concebir la pretensión de atribuir un valor absoluto a otro individuo, sino sólo pensar en términos comparativos: éste es más bello que aquél, éste ha realizado mayores hazañas que el otro, etcétera. El mito de don Juan, como señalara Kierkegaard, se aparta de los mitos griegos no porque se acueste con muchas mujeres, sino porque lleva una lista de las mujeres con las que se ha acostado.
Un griego habría podido entender que alguien sedujera a una mujer que encuentra atractiva y después la abandonara por otra más atractiva que le ha hecho olvidar a la primera, pero no habría podido entender que algo así se hiciera por razones aritméticas, simplemente porque uno ha resuelto ser el primer amante de todas las mujeres del mundo y ha dado la casualidad de que una mujer determinada resulta ser la siguiente en esta lista infinita.
El tormento de Tristán e Isolda radica en que se ven obligados a contar hasta dos cuando desearían ser capaces de contar solamente hasta uno; el de don Juan, en que, sin importar lo grande que sea el número de mujeres que ha seducido, éste será siempre un número finito, y él no descansará hasta alcanzar la infinitud.
El mayor enemigo de ambos es el tiempo: Tristán e Isolda le temen porque éste amenaza con el cambio, y ellos desean que ese momento de intensos sentimientos se prolongue para siempre, de ahí el filtro de amor y lo imposible de la situación en general, que actúan como defensas frente al cambio; don Juan le teme porque el tiempo amenaza con la repetición, mientras que él desea que cada momento sea nuevo, por eso su insistencia en ser el primer amante de cada una de sus víctimas y en acostarse con cada una de ellas en una única ocasión.
Ambos mitos dependen del cristianismo; quiero decir que sólo podrían haber sido inventados por una sociedad a la que se le ha enseñado a creer a) que todo individuo es valioso por sí mismo ante los ojos de Dios, sin tener en cuenta su importancia social en el mundo, b) que la dedicación del yo a Dios es un acto libre, un compromiso absoluto, independiente de todo sentimiento, hecho con infinita pasión, y c) que uno no se puede permitir ni dejarse llevar por el momento presente ni intentar trascenderlo, sino hacerse responsable de él, convirtiendo el tiempo en historia.
Ambos mitos son enfermedades de la imaginación cristiana, y pese a que han inspirado un gran corpus de bellísima literatura, su influencia sobre la conducta humana, en particular en sus edulcoradas versiones modernas —que pasan por alto el hecho de que tanto la romántica pareja como el solitario seductor son profundamente infelices—, ha sido casi por completo negativa. Cada vez que un matrimonio se divorcia porque, dado que ya no son una imagen divina a ojos del otro, no pueden soportar la idea de amar a una persona tan real como ellos mismos, están actuando bajo el influjo del mito de Tristán. Cada vez que un hombre se dice a sí mismo: «Debo estar haciéndome viejo: no he tenido sexo en una semana, ¿qué dirían mis amigos si lo supieran?», está actualizando el mito de don Juan. También es significativo —y probablemente le interesaría a Platón, aunque seguro que no le sorprendería— que los ejemplos de la vida real que se acercan más al planteamiento original de ambos mitos no son, en ningún caso, heterosexuales: los Tristán e Isolda con los que solemos encontrarnos hoy en día son una pareja de lesbianas, y don Juan es un pederasta.
El héroe contemplativo. El hombre ideal de la épica griega es el individuo fuerte, el de la tragedia griega, el modesto ciudadano que reverencia la ley y la justicia; el hombre ideal de la filosofía griega tiene cosas en común con ambos: igual que el último, respeta la ley, pero es un individuo excepcional, del mismo modo que el primero, y nunca un simple miembro del coro, porque aprender a cumplir la ley ha devenido una tarea heroica, fuera del alcance del hombre ordinario. A la pregunta: «¿Cuál es la causa del mal y el sufrimiento?», Homero sólo habría podido responder: «No lo sé. Quizá el capricho de los dioses»; la tragedia, por su parte, respondería: «La violación de las leyes de lo correcto y lo justo por parte de los hombres fuertes y arrogantes», y la filosofía: «La ignorancia de lo que significa la ley, que deja las mentes de los hombres a merced de las pasiones de su cuerpo».
El héroe homérico espera, mediante grandes hazañas, alcanzar la gloria antes de morir; el coro trágico espera vivir modestamente para así conseguir escapar de la desgracia mientras viva; el héroe contemplativo ansía que su alma alcance la felicidad última una vez que él haya conseguido conocer el bien verdadero y eterno, para así liberar su alma de las ataduras de su cuerpo y del flujo temporal y, por encima de todo, debe mostrar a la sociedad cómo alcanzar una misma libertad respecto de toda injusticia.
En teoría, la posibilidad de hacer esto último debería estar abierta a todos por igual; no obstante, en la práctica se limita a aquellas almas en quienes el eros celestial ha inspirado una pasión por el conocimiento, y a quienes sus circunstancias temporales les permiten dedicar su vida a la búsqueda de la sabiduría; el estúpido, que no puede; el frívolo, que no quiere; y el pobre, que no tiene tiempo para pensar, quedan excluidos. Aunque desempeñen funciones de gran valor social, están al margen de toda discusión sobre las leyes que han de regir la sociedad; esa tarea le corresponde al filósofo.
A primera vista, este ideal nos resulta extraño. Estamos familiarizados con dos clases de personas entregadas a la contemplación: en primer lugar, con los religiosos contemplativos, representados por las diversas órdenes de monjes y monjas y por los místicos individuales. Su propósito es conocer al Dios oculto, la realidad que yace detrás de los fenómenos; sin embargo, conciben este Dios como si se tratara de una persona; es decir, que lo que entienden por conocimiento no es el conocimiento objetivo acerca de algo que es igual para todos y que, una vez experimentado, puede enseñarse a otros, como las verdades matemáticas, sino una relación subjetiva que es única para cada individuo. Una relación no puede enseñarse; se establece voluntariamente, y el único método de persuadir a otro a que haga algo parecido es el ejemplo personal. Si B es amigo de A y C no lo es, B no puede hacer que C se haga amigo de A describiéndoselo, pero si B, como resultado de su amistad con A, se ha transformado en la clase de persona que C desearía ser y no es, tal vez C decida tratar de hacerse amigo de A, igual que lo es B.
El conocimiento objetivo da pie a otra clase de contemplación: la que atañe a los intelectuales, los científicos, los artistas, etcétera; y el conocimiento que esta clase de personas busca no se refiere a una realidad trascendente, sino a los fenómenos como tales. El intelectual, al igual que el religioso contemplativo, requiere de una gran pasión individual, pero, en su caso, ésta se limita a la búsqueda del conocimiento; con respecto del objeto de su búsqueda, los hechos, debe mostrarse tan desapasionado como pueda.
Lo que nos desconcierta del concepto griego del héroe contemplativo es que estas dos clases de actividad están inextricablemente mezcladas entre sí; en algunas ocasiones, el héroe parece hablar de un Dios trascendente como si éste fuera un objeto pasivo, y en otras referirse a fenómenos observables, como el movimiento de los planetas, como si se tratara de personas susceptibles de inspirar una pasión personal. Nada nos confunde más en el caso de Platón, por ejemplo, que el modo en que, en mitad de una pieza dialéctica, introduce lo que él mismo reconoce como un mito sin aparente conciencia de lo peculiar que esto resulta.
No resulta fácil establecer si el pensamiento griego fue más antropomórfico que el nuestro o viceversa. Por un lado, en la cosmología griega cada instancia de la naturaleza se presenta como algo vivo: las leyes naturales no son descripciones del modo en que las cosas se comportan sino, como en el caso de las leyes humanas, leyes que plantean aquello que la naturaleza ha de obedecer y que, por tanto, podría no obedecer llegado el caso. Por otra parte, la teoría política griega concibe a los seres humanos como si éstos fuesen simplemente la materia prima a partir de la cual, mediante su techné, el artesano-político modela la sociedad justa igual que un alfarero hace una vasija con un poco de barro.
Para los griegos, la diferencia esencial entre la naturaleza y el hombre consiste en que este último, si lo desea, es capaz de pensar; para nosotros, en cambio, la diferencia esencial radica en que los hombres poseemos un yo; esto es, que sólo nosotros —y hasta donde sabemos, sólo nosotros, con excepción de Dios— somos conscientes de nuestra propia existencia, y esta conciencia es nuestra tanto si la queremos como si no, tanto si somos inteligentes como si no. De hecho, no se puede afirmar que los griegos establecieran una auténtica distinción entre la voluntad y el deseo; aunque sin duda conocían el hecho psicológico de la tentación —el hecho de que uno pueda desear aquello que sabe incorrecto—, no sabían cómo explicarla. El principal punto débil de la ética griega es el estudio del libre albedrío. Esto resulta extraordinariamente importante si se tiene en cuenta que la política no se encuentra en la periferia, sino en el mismísimo centro de la filosofía griega; la conformación de la sociedad buena es su tarea fundamental, y sólo en un segundo momento puede permitirse atender a la búsqueda de la salvación personal o de las verdades científicas sobre el alma humana. Al identificar la razón, y no la voluntad, como la fuente de la que el bien emana se condenaron a sí mismos a la imposible tarea de hallar la forma ideal de sociedad que, como las verdades de la razón, fuera válida para todos y en todas partes, sin importar su carácter individual ni sus circunstancias históricas.
Todo concepto es verdadero o falso. Una mente que alberga un concepto erróneo puede ser llevada paso a paso, por medio de la argumentación, al concepto correcto, pero eso no significa que la idea equivocada se haya convertido poco a poco en verdad: siempre existe un punto de la dialéctica, tal como existe un momento de anagnórisis en la tragedia, en que ocurre un cambio revolucionario y el falso concepto se abandona con el descubrimiento de que siempre fue falso. El proceso dialéctico puede tomar algún tiempo, pero la verdad que descubre carece de historia.[94]
Pensar en el problema político como consistente en la necesidad de encontrar la verdadera forma de organización conduce ya sea a la desesperación política, si no se ha conseguido encontrarla, o bien, si uno cree que lo ha logrado, a una defensa de la tiranía, dado que, si se presupone que la gente que vive en un orden erróneo no puede estar actuando de buena fe, mientras que la gente que vive del modo correcto no puede tener mala fe, entonces no sólo será necesaria la coerción para establecer el orden conveniente, sino que aplicarla será un deber moral del gobernante.
Por otro lado, tanto la técnica psicoanalítica como la socrática son susceptibles de las mismas objeciones. Requieren de una supervisión individual y toman mucho tiempo, lo que las hace demasiado caras para la mayoría; además presuponen, de parte del pupilo o del paciente, una genuina pasión por la verdad o la salud. A falta de la primera, la dialéctica se convierte en una técnica para evitar llegar a cualquier conclusión, del mismo modo que, a falta de una verdadera pasión por la salud, el autoanálisis se utiliza para justificar la neurosis.
Isócrates fue injusto con la Academia, y sobrestimó el valor de su propio sistema educativo, pero no se equivocaba del todo, quizá, al pensar que su método se adaptaba mejor a las necesidades del estudiante promedio y a las habilidades del profesor promedio. En todo caso, fue su método, y no el de Platón, el que fue adoptado por los romanos y después heredado a Occidente.
La República, Las Leyes, e incluso el Político, deberían leerse en conjunción con Tucídides; sólo una situación política tan desesperada como la que aquel historiador describe puede haber provocado entre los filósofos que buscaban el remedio una radicalización capaz de romper totalmente con el pasado para volver a construir una sociedad ab initio, amén de un horror patológico a la desunión y al cambio.
Viviendo en una sociedad como la nuestra, con una parálisis comparable, aunque a una escala planetaria, hemos presenciado una recurrencia de los mismos síntomas, lo mismo en la izquierda que en la derecha, en el epicentro psiquiátrico que en el económico.
Por si fuera poco, hemos visto con nuestros propios ojos la teoría de la política creativa puesta en práctica, y el espectáculo es cualquier cosa menos utópico. Esta experiencia, al forzarnos a tomar en serio los diálogos políticos de Platón, ha producido, creo yo, un cambio en nuestra actitud frente a los otros diálogos; si existe una relación no accidental, sino esencial, entre la metafísica platónica y su política, y esta última nos parece tan desastrosamente errada, debe de haber un error crucial también en la primera, un error cuya detección reviste la mayor importancia si buscamos ofrecer un sustituto positivo a la solución platónica para la crisis política.
El héroe cómico. «La comedia —afirma Aristóteles— es imitación de hombres inferiores, pero no en toda la extensión del vicio, sino que lo risible es parte de lo feo. Pues lo risible es un defecto y una fealdad que no causa dolor ni ruina.»[95]
Parece ser que la forma más primitiva de la comedia eran ciertos relatos en los cuales los dioses, en primer lugar, y en segundo lugar los héroes y los gobernantes actuaban de una manera ridícula y poco digna; es decir, ni siquiera como los hombres comunes, que carecían de su areté, sino incluso peor. A aquellas comedias primitivas se las suele asociar con los días de fiesta y de licencia en los que los resentimientos de los pequeños y los débiles contra los poderosos y fuertes pueden expresarse con entera libertad, a fin de que, una vez restablecidos los hábitos de respeto, el aire resulte más respirable.
Cuando, tal como ocurrió en Atenas, un radicalismo creciente da en pensar que los dioses respetan sus propias leyes, y unos cuantos acaparan el poder político, la comedia encuentra con facilidad nuevas víctimas y nuevos asuntos.
Ya no se trata de hacer mofa de los gobernantes en cuanto clase, sino de figuras públicas concretas; no se habla de la autoridad como tal, sino de asuntos políticos de actualidad. La risa del público no es el estallido compensatorio de los débiles contra aquellos que están por encima de la ley, sino la risa confiada de aquellos que conocen sus fuerzas: el escarnio de la mayoría al individuo excéntrico o arrogante cuyo comportamiento no es que esté por encima de la ley, sino al margen de ella, o bien la pasión polémica de un partido político dirigida contra el partido rival. El objetivo de esa clase de polémica es el hombre que viola las normas éticas porque no se cree vinculado con ellas y, por tanto, no tiene conciencia social. Como consecuencia, entra en colisión no con la ley en sí —iría en detrimento de la dignidad de la ley ocuparse de aquellos que no la reconocen—, sino con los que, como él, están fuera de la ley. Puede que sufra, pero no así el público, puesto que no se identifica con él. Su sufrimiento resulta, al cabo, educativo: a través de él, el público se cura de su manía individualista y aprende a plegarse a la ley, si no por conciencia, cuando menos por prudencia.
Este segundo tipo de comedia, inventado por los griegos, devino en Europa en la comedia de humor, como las obras de Ben Jonson, y en la comedia de costumbres y de problemas morales. Si se deja de lado su manifiesta carencia de poesía genuina, las óperas de Gilbert y Sullivan son la mayor aproximación en lengua inglesa a la comedia de tipo aristofánico.
Existe, sin embargo, un tercer tipo de comedia que los griegos no conocieron —el mejor ejemplo sería Don Quijote—, en las que el personaje cómico es asimismo el héroe; el público admira al mismo hombre del que se ríe. Esa clase de comedia se basa en la idea de que las relaciones entre el individuo y la sociedad, y de ambos con el bien verdadero, contienen contradicciones insolubles que, al cabo, no resultan tan cómicas como irónicas. El héroe cómico lo es porque es distinto de sus vecinos, ya sea, como en el caso de don Quijote, porque se niega a aceptar sus valores, o como Falstaff, porque al contrario que ellos se niega a fingir que vive de acuerdo con ciertos valores, cuando en realidad abraza otros. Al mismo tiempo, es un héroe justamente porque es un individuo, y no serlo, y por tanto pensar y actuar de determinada manera sólo porque así lo hacen otros, resulta una locura no menos cómica.
El héroe trágico sufre, y también lo hace el público, que se identifica con él por medio de la admiración; el blanco de las mofas sufre, pero el público, que se siente superior a él, no. En lo tocante al sufrimiento, las relaciones del héroe cómico con la audiencia son, por su parte, irónicas: el público observa al héroe frustrado y derrotado, experiencias que sin duda considera un sufrimiento, pero la cuestión central es justamente que para el héroe cómico no lo son; por el contrario; se vanagloria de ellas, ya sea porque no tiene vergüenza, o bien porque las considera pruebas de que tiene la razón.
La figura más parecida a la del héroe cómico entre los griegos es, desde luego, Sócrates. En su persona exhibe la contradicción, que tanto desagradaba a Nietzsche, entre la areté subjetiva de su alma y su manifiesta falta de areté objetiva; él, el mejor de los hombres, es también el más feo. Además, muere a manos de la sociedad, pero no reconoce su destino como trágico. Para los griegos, Sócrates representa un blanco de la comedia a quien se castiga justamente, como en Aristófanes, o un mártir trágico que sufre sólo porque el poder ha recaído en el partido equivocado; un individuo que, en sí mismo, representa la sociedad correcta, como en Platón. La idea de que cualquier individuo que se considere a sí mismo la excepción que confirma la norma es culpable de soberbia, y que todas las sociedades y partidos, buenos y malos, están equivocados simplemente por ser colectivos habría sido incomprensible para ellos, como lo habría sido también la insistencia cristiana en que Jesús debió ser el Dios encarnado o, de lo contrario, no era un hombre bueno, y que su condenación respondió al debido proceso de la ley romana.
VI
Si he subrayado las diferencias entre nuestra civilización y la de los griegos ha sido, en primer lugar, porque, al no poder abarcar todos los enfoques posibles, estaba obligado a escoger un modo de aproximarme a un tema en sí mismo inagotable; y, en segundo, porque no se me ocurre un modo mejor de indicar cuánto le debemos a Grecia que estableciendo distinciones, teniendo en cuenta que, de todos los actos intelectuales, acaso la distinción sea el más característicamente griego.
Son ellos quienes nos han enseñado no a pensar —puesto que eso es algo que los seres humanos han hecho desde siempre—, sino a pensar en aquello que pensamos, a cuestionarnos cosas como: «¿Qué pienso?», «¿Qué piensa esta o aquella persona?», «¿En qué están de acuerdo y en qué discrepan?», o «¿Por qué estamos o no de acuerdo con algo?» Y los griegos no sólo aprendieron a preguntarse sobre el pensamiento, sino que descubrieron cómo, en vez de dar respuestas inmediatas, era preferible suponer que las cosas podían ser de cierto modo y enseguida preguntarse qué pasaría si ése fuera el caso.
Para estar en condiciones de efectuar cualquiera de estas operaciones mentales, el ser humano debió primero ser capaz de una enorme proeza de coraje moral y disciplina, porque era necesario que aprendiera a resistir las necesidades sentimentales y físicas inmediatas, y a ignorar la natural ansiedad sobre su futuro, hasta el punto de mirarse a sí mismo y a su mundo como si correspondieran a un desconocido.
Si algunas de las preguntas de los griegos resultaron estar mal planteadas, si algunas de sus respuestas se han revelado erróneas, eso es absolutamente trivial. De no haber existido la civilización griega quizá tendríamos temor de Dios y trataríamos con justicia al prójimo, conoceríamos las artes y habríamos diseñado máquinas, pero jamás habríamos llegado a ser completamente conscientes, es decir que, para bien o para mal, no habríamos sido nunca plenamente humanos.
[85] Benjamin Jowett (1817-1893) fue un teólogo, helenista y profesor de Oxford, autor de una traducción canónica de Platón.
[86] Auden cita aquí la versión de la Ilíada que hizo Robert Bridges, en concreto el canto XXIV y los versos 468-471. La traducción en verso de Fernando Gutiérrez dice lo siguiente: «Así dijo, y el dios Hermes fuese al Olimpo anchuroso. / Un momento después saltó Príamo al suelo del carro; / al cuidado de Ideo dejó los caballos y mulas / y una vez hecho esto, el anciano se fue hacia la tienda…»
[87] La esticomitia es una figura retórica que define la concentración de sentido en un solo verso. En el teatro clásico se utiliza para crear diálogos rápidos. La traducción utilizada aquí de Medea es de A. Medina, J. A. López Férez y J. L. Calvo, en Eurípides, Tragedias, Barcelona, RBA, 2008.
[88] Véase al final de este volumen el apartado sobre la procedencia de los textos.
[89] Se refiere a Alfred North Whitehead (1861-1947), matemático y filósofo inglés, autor, junto a Bertrand Russell, de Principia Mathematica, 1913.
[90] Robert Bridges, «Testamento de la belleza», I, 758-770.
[91] Tal como aparece en los poemas de Thomas Carew (1595-1640).
[92] Traducción de María Ángeles Durán y Franco Lisi, en Platón, Diálogos, vol. VI, Madrid, Gredos, 1992.
[93] Shakespeare, Noche de Reyes II, III. La traducción es de Piedad Bonnett, Barcelona, Norma, 2000.
[94] No sé si existe alguna relación histórica entre ellos, pero siempre que leo los Diálogos platónicos me viene a la cabeza la esticomitia de la tragedia. También parece existir algún paralelo entre el papel de la dialéctica socrática en la educación del intelecto y el que la libre asociación desempeña en la educación psicoanalítica de las emociones. Ambas surgen de la observación de que la virtud no puede enseñarse; es decir, de que la verdad no puede simplemente ser planteada por el maestro y aprendida luego de memoria por el pupilo porque los resultados del aprendizaje no se pueden separar del proceso de cuestionamiento que cada individuo debe atravesar de primera mano por sí mismo.
[95] Traducción de Valentín García Yebra, en Aristóteles, Poética, Madrid, Gredos, 1974.