George Steiner: La mort d’Arthur (1984)
22 de marzo de 2018
Oscuridad a mediodía, de Arthur Koestler, es uno de los clásicos del siglo. Educó a generaciones en sus propios terrores. El Testamento español (conocido también como Diálogo con la Muerte) está cerca de tener su misma talla. Los sonámbulos —en particular los capítulos sobre Kafka— es una de las raras proezas de convincente recreación imaginativa de la gran ciencia, de la lógica poética del descubrimiento. No comparto las certidumbres de las Reflexiones sobre la horca de Koestler, pero perdura como uno de los grandes panfletos polémicos de nuestro tiempo y como un momento fundamental en el debate sobre la pena de muerte. Hay capítulos clásicos en obras autobiográficas tales como Flecha en el Azul. Pero en cierto sentido Arthur Koestler es más que la suma de sus escritos. En algunas épocas y sociedades hay hombres y mujeres que dan un testimonio esencial, en cuya sensibilidad privada y existencia individual están concentrados y se hacen visibles los significados de su tiempo, más generales. En este negro siglo, el judío centroeuropeo, tal vez más que ninguna otra tribu, cargó con la enormidad de una visión y una experiencia impuestas. Koestler, que nació en Budapest en 1905, se halló en el terreno exacto en el que se tocan las terminaciones nerviosas de la historia, la política, la lengua y la ciencia del siglo XX. Las amargas y tonificantes corrientes de esas terminaciones pasaron por él. Cataloguen ustedes las grandes presencias de la Modernidad —la política del marxismo y del terror fascista; el psicoanálisis y las investigaciones de las anatomías de la mente; el impulso de las ciencias biológicas; los conflictos de la ideología y las artes— y se encontrarán no sólo con los libros de Koestler sino también con él mismo. Conoció el exilio y la cárcel, el divorcio y el intimidador consuelo del alcohol, el ambiguo esfuerzo por lograr privacidad en el mundo de los medios de comunicación. Los carnés de identidad de Koestler, auténticos y falsos, los sellos y visados de sus pasaportes, sus libretas de direcciones y sus agendas de escritorio componen el mapa y el itinerario de los perseguidos de nuestro siglo.
Esta es la razón por la que el doble suicidio de Arthur y Cynthia Koestler, el 3 de marzo de 1983 o inmediatamente antes, sigue teniendo repercusiones. Esta es la razón por la que adquirió un poder de sugestión tan persuasivo. Aquí, una vez más, el mensaje concreto es bien patente. Austera pero conmovedoramente relatado en las breves memorias de George Mikes, Arthur Koestler: The story of a friendship (Andre Deutsch), el suicidio tuvo unos motivos inmediatos. Una enfermedad progresiva, terminal, hubiera reducido a Koestler, antes de que pasara mucho tiempo, a un dolor servil. Pero, como siempre en la existencia de Koestler, el acto personal fue preparado para y avalado por una reflexión pública y deliberada. Koestler había expresado profundas simpatías por las opiniones de un grupo que estaba tratando de esclarecer las cuestiones legales y morales de la muerte libremente elegida. Tras haberse enfrentado a tanta muerte en sus formas más crueles y más involuntarias, tras haber luchado tanto contra la imposición a sangre fría de la muerte judicial a hombres y mujeres condenados, Koestler daba un enorme valor a la libertad humana, a la dignidad humana en relación con la muerte. Debe permitirse a un hombre cuerdo que decida hacer de su fin un acto en consonancia con el valor crucial de la libertad de la mente y la conciencia. El castigo legal del suicidio frustrado, que sigue vigente en tantos códigos, le parecía una bárbara impertinencia.
La nota de suicidio fue escrita ya en junio de 1982. Incluye el siguiente pasaje:
Deseo que mis amigos sepan que abandono su compañía en un estado de ánimo sereno, con alguna tímida esperanza de otra vida, despersonalizada, más allá de los debidos confines del espacio, el tiempo y la materia y más allá de los límites de nuestra comprensión. Este «sentimiento oceánico» me ha sostenido muchas veces en momentos difíciles y me sostiene ahora, mientras escribo esto.
De hecho, y como es bien sabido, las esperanzas —o, mejor dicho, especulaciones ilusas— de Koestler distaban mucho de ser tímidas. Su «sentimiento oceánico» (la expresión procede de Freud) se centraba en la convicción, cada vez más profunda, de que había «ahí fuera» unas presencias psíquicas, unas energías ordenadoras de un género trascendente, inaccesibles todavía en su fuerza oculta, pero asequibles o de algún modo apreciables en los límites de nuestra percepción y conciencia empírica. De aquí el interés apremiante, con frecuencia públicamente retador, de Koestler por la parapsicología, por la percepción extrasensorial, por fenómenos que van desde doblar cucharillas hasta los poltergeists. De aquí su apasionada recopilación de casos «inexplicables» de coincidencia. ¿No había rogado al presidente Kennedy su secretario, apellidado Lincoln, que no fuera a Dallas? ¿No había disparado Booth contra Lincoln en un teatro y huido a un almacén? ¿No había disparado Oswald contra Kennedy desde un almacén y luego huido a un teatro? (Cuando Koestler me expuso por primera vez esta concatenación, me pareció que vibraba en él una intensidad maravillosamente burlona, irónica, pero también obsesiva. Y, como yo vacilaba, aquella voz apasionada, irónicamente insistente, añadió: «¿Y no se llamaban Johnson los sucesores de ambos presidentes?»). Koestler dejó una considerable parte de sus bienes para dotar una cátedra universitaria de estudios parapsicológicos.
Amigos y conocidos que no querían seguirlo por este turbio camino eran más o menos amablemente excluidos de su intimidad. Koestler sabía perfectamente que su fe en la telequinesis y en lo extrasensorial estaba convirtiéndolo en un proscrito en el mundo de las ciencias exactas y naturales. Nunca sería elegido miembro de la Royal Society. Junto con el premio Nobel, para el cual incluso fue nominado, dicho nombramiento era su supremo deseo. Curiosamente, estos dos mismos honores fueron esquivos a H. G. Wells, que en algunos aspectos es el único predecesor verdadero de Koestler. Sin embargo, los dos escritores hicieron mucho más que la gran mayoría de los científicos profesionales para que la exigente belleza y la importancia política de las ciencias fuese accesible a la comunidad de las letras.
Otro santo y seña del modo en que Koestler elegía a sus íntimos era la bebida. Mikes es afectuosamente franco en este asunto. Pronto nos quedó claro a mi esposa y a mí que no podíamos seguir la marcha de los whiskys antes de cenar, el vino en la cena y los numerosos brandys después de ella que marcaban el ritmo de las veladas de Koestler. Esto significaba que una relación, un intercambio de opiniones, una serie de frecuentes visitas recíprocas durante años no podían madurar para convertirse en una proximidad sin reservas. Un obstáculo más, al que no alude Mikes, era el ajedrez. Koestler jugaba con rapidez y sagacidad. Pero antes que perder ante alguien evidentemente inferior a él en inteligencia, en talento, en conocimiento de la vida, interrumpía la partida o se negaba a jugar. Esto llegó a nublar también de forma no declarada nuestra mutua confianza, el simple hecho de estar a gusto juntos. Yo tropezaba con la misma inhibición exactamente que Jacob Bronowski, el otro maestro de Centroeuropa, cuya muerte, junto con la de Koestler, parece haber reducido palpablemente la suma de la inteligencia general, erudita, en nuestras cosas. Y él era un jugador brillante.
Los brandys de Koestler, los espasmos de irritación y de exasperado sarcasmo que podían desanimar y humillar a quienes le eran más cercanos, tenían su legítimo origen. «Un hombre feliz», observa Mikes, «era una extraña curiosidad, casi un misterio para él». ¿Cómo podía un pensador, un hombre o mujer con sentimientos, ser feliz en medio de las brutales estupideces, del despilfarro, de la ceguera suicida de la historia contemporánea? Para Arthur Koestler, el racionalismo oficial era complacencia y una pose inaceptable. ¿De verdad era posible hallar una política liberal en alguna ficción de razón, cultivar la ciencia sobre alguna base de positivismo no sometida a examen, cuando el mundo real estaba tan manifiestamente bajo el dominio de unos impulsos inhumanos, inexplicables? Si después de los primeros años cincuenta Koestler dejó de intervenir públicamente en debates políticos (se abstuvo incluso en el momento de la invasión soviética de Hungría) fue por desolación. Cuando se dejaban oír, las voces de la razón eran objeto de burla.
Sin embargo, en los buenos tiempos Koestler irradiaba una rara pasión por la vida, un hondo júbilo ante lo desconocido. Parecía ilustrar la idea de Nietzsche de que hay en los hombres y mujeres una motivación más fuerte que el amor, el odio o el miedo. Es la de estar interesado: por un corpus de conocimiento, por un problema, por una afición, por el periódico de mañana. Koestler estaba sumamente interesado. Me imagino que concertó su cita con la muerte con el mismo vigilante y retador arte de prestar atención que había prodigado a la literatura y a las ciencias, a la política y a la psicología, a las tribus perdidas de Israel y a la cocina francesa.
George Mikes, asimismo un exiliado húngaro, es demasiado modesto por lo que se refiere a sus múltiples habilidades y logros. Es autor del panfleto clásico How to be an Alien y de toda una serie de deliciosos libros sobre los peligros de los tiempos modernos. Este es un sabio e ingenioso retrato de alguien para quien significó mucho. Permítanme, sólo para que conste, corregir una cosa que cuenta Mikes. Koestler tenía un nido de águila en Alpbach, en las montañas austríacas. Durante un coloquio veraniego celebrado en la localidad, me pidió que lo pusiera en contacto con un funcionario menor húngaro que participaba en el evento. Los tres nos reunimos al anochecer en torno a una mesa de café. De una manera un tanto brusca, Koestler le preguntó si tendría posibilidad de volver a Budapest y pisar una vez más su tierra natal. Tras pensárselo un poco, el húngaro dijo que ese regreso sería un verdadero triunfo para Koestler y que el régimen le dispensaría una discreta bienvenida. Pero también dijo que el nombre de Koestler ocupaba uno de los primeros puestos de una lista muy corta (incluía también el de Silone), formada por aquellos a quienes la Unión Soviética aborrecía de tal modo que tal vez los persiguiera hasta en Budapest. Su seguridad no podía estar absolutamente garantizada. El KGB tenía su manera de cruzar las fronteras. Cuando Koestler y yo volvíamos andando hacia su casa, bajo un tumulto de estrellas y en medio del claro aire de la montaña, le dije que estar en aquella lista me parecía una distinción mayor que recibir el Nobel o pertenecer a la Royal Society. Se detuvo, me echó una típica mirada de través y no dijo nada. Pero me pareció que estaba, por un momento, en paz.