George Steiner sobre Elías Canetti: Una historia en tres ciudades (1982)
20 de enero de 2018
El año pasado, el premio Nobel de Literatura ha resultado tener sus pros y sus contras. Los escritos de Elías Canetti son profundamente personales y fragmentarios. Brotan de centros escondidos y se han desplegado con una astuta paciencia. Por causa del premio de 1981, muchas cosas menores han sido apresuradamente reeditadas y traducidas, y la obra en su conjunto, que se desarrolla a partir de una sola obra maestra, la primera y única novela, Auto de fe, y vuelve a ella, se ha desenfocado. El propio Canetti, además, ha reaccionado con irascibilidad y hauteur características a la repentina notoriedad con que se le ha obsequiado a sus setenta y siete años. Se ha vuelto, de manera feroz y no del todo justa, contra quienes —singularmente en Inglaterra, adonde llegó como refugiado— no fueron capaces de hacer que sus libros se pudieran seguir comprando y que la crítica siguiera teniéndolos en cuenta durante los largos años de (relativa) oscuridad antes del Nobel. Es todavía más importante que la autobiografía de este virtuoso de la intransigencia pueda leerse ahora fuera del incisivo y marmóreo alemán (Canetti es heredero de Kleist) en que ha sido escrita. The torch in my ear es el segundo volumen (traducido por Joachim Neugroschel, Farrar, Straus & Geroux[16]). Abarca la década —absolutamente decisiva para la evolución de Canetti como escritor y pensador— de 1921 a 1931. Empieza siendo Elías Canetti un colegial de dieciséis años en un Gymnasium de Frankfurt y concluye cuando el doctor Canetti abandona la química que había estudiado en la Universidad de Viena para pasarse a la alquimia, más poderosa, de su gran narrativa. Pero este libro es algo más que las memorias de un testigo excepcionalmente observador y original, es la imagen vívida de la elevada civilización centroeuropea al borde del abismo. Canetti corrió el peligro y tuvo la buena suerte de hacerse interiormente adulto en una época crepuscular.
Los lectores del primer volumen, La lengua salvada, recordarán a la formidable madre del autor, viuda, y las tensas intimidades que unían a madre e hijo. Las faltas de perspicacia de Mme. Canetti podían ser tan fríamente estratégicas como sus adivinaciones. En el Frankfurt de los años veinte, la inflación estaba aumentando hasta la locura y la ruina. A su alrededor, Canetti observaba insistentes síntomas de desdicha y desesperación humanas. Cuando el muchacho vio a una mujer que se desmayaba de hambre en la calle, exigió a su madre alguna explicación, algún reflejo de compasión. «¿Te quedaste tú allí?», le preguntó mordazmente Mme. Canetti, y pasó a recordar a su hijo que haría mejor en acostumbrarse a tales espectáculos si iba a hacerse médico y a ganar la riqueza burguesa que le protegería de una miseria similar. Como el niño loco del relato «El caballito de balancín, ganador», de D. H. Lawrence, el joven Canetti oyó un clamor por el dinero que gritaba desde cada rincón de las expectativas de su madre. En una respuesta que era medio artimaña, medio histeria, el propio Elías, unos años después, en Viena, llenaba hojas y hojas de papel con la palabra «dinero». La alarma que causó este ejercicio en una madre siempre dada a aceptar consejos médicos contribuiría a provocar la liberación de su hijo y que éste se marchara de casa.
Pero los últimos años escolares habían traído otras emancipaciones. El actor Carl Ebert, a quien Canetti había admirado en papeles clásicos en el Frankfurt Schauspielhaus, ofreció una lectura dominical de una epopeya babilónica más antigua que la Biblia: «Descubrí Gilgamesh, que tuvo una influencia crucial en mi vida y su significado íntimo, en mi fe, mi fuerza y mis expectativas, como ninguna otra cosa en el mundo». El resumen de este impacto puede incluso servir de epígrafe a su obra:
Experimenté el efecto de un mito: algo en lo que he pensado de diversas maneras durante el medio siglo siguiente, algo a lo que con frecuencia he estado dando vueltas en mi mente, pero que nunca he dudado en serio ni una sola vez. Absorbí como una unidad algo que ha permanecido en mí como una unidad. No puedo encontrarle ningún defecto. La cuestión de si creo esa historia no me afecta; cómo puedo yo, dada mi intrínseca esencia, decidir si creo en ella. El objetivo no es repetir como un loro la banalidad de que hasta ahora todos los seres humanos han muerto: la cuestión es decidir si aceptar la muerte voluntariamente o levantarse contra ella. Con mi indignación contra la muerte he adquirido un derecho a la gloria, a la riqueza, a la desgracia (…). He vivido en esta rebelión continua. Y mi pena por los seres cercanos y queridos que he perdido en el transcurso del tiempo no ha sido menor que la de Gilgamesh por su amigo Enkidu; al menos yo tengo una cosa, una sola cosa, que me hace superior al hombre-león: me importa la vida de todos los seres humanos y no sólo la de mi vecino.
El segundo gran descubrimiento fue más picante. Canetti encontró en Aristófanes una pista vital: «La poderosa y consistente manera en que cada una de sus comedias está dominada por una idea sorprendentemente fundamental, de la que se deriva». Esa idea, concluía Canetti, debía ser siempre de un orden público y, en un sentido más profundo, político. Una imaginación radical tiene que desbordar la esfera privada. ¿Y acaso había algo más aristofanesco que el espectáculo de la vida alemana dominada por la disolución fiscal, social y erótica?
El supremo analista de esta disolución actuaba en Viena. Con la distancia se va haciendo cada vez más evidente que, en este siglo, hay en Occidente rasgos esenciales de sensibilidad y de estilo expresivo que tienen su origen en el ejemplo de Karl Kraus. El legado de este satírico apocalíptico es bien patente, de forma ininterrumpida, desde la visión que tiene Kafka del lenguaje y de la sociedad hasta el humor negro, autodestructivo, que muestra la vena urbana americana de las décadas de 1950 y 1960. Canetti nos ofrece una versión memorable de las famosas lecturas-recitaciones de Kraus, una de esas proezas miméticas en las que el autor-editor de Die Fackel —La antorcha, que arde también en el título de Canetti— educó a una generación en las tonificantes artes del odio y del odio a uno mismo. Resulta apropiado que fuera en una conferencia de Kraus donde Canetti vio por primera vez —sentado, como siempre, en la primera fila— a Venetia Toubner-Calderon, la enigmática y bella Veza, con la que se casaría en 1934. De modo más directo, el efecto hipnótico de Kraus indicó a Canetti lo que había de ser el eje de su propia indagación: el poder del individuo en relación con el de la multitud. Reflexionando posteriormente sobre el fantástico registro vocal de Kraus, observa Canetti: «Sillas y personas parecían ceder bajo aquel temblor; no me hubiera sorprendido que las sillas se doblaran. No es posible describir la dinámica de un auditorio tan acosado bajo el impacto de esa voz —un impacto que perduraba incluso cuando la voz había enmudecido— mejor de como se podría describir a la Hueste». (¿Cuántos lectores, especialmente en el mundo anglosajón, identificarán esta penetrante alusión al mito, de origen probablemente celta, de los cazadores y perros espectrales que cruzan el cielo nocturno en una infernal cacería? Pero no hay notas a pie de página en esta edición, y la traducción es muchas veces, ingeniosamente, de poca ayuda).
No menos influyente que Karl Kraus en la educación de Elías Canetti fueron las pinturas que vio y elogió en las grandes colecciones vienesas. Dos en particular llegaron a obsesionarle, aunque con efectos contrarios. El Triunfo de la Muerte de Bruegel le pareció que confirmaba el mensaje de Gilgamesh. La energía de la resistencia a la muerte que palpita en la muchedumbre de figuras que puebla el lienzo entró a raudales en la conciencia de Canetti. Aunque la muerte triunfe, se muestra que la lucha merece indiscutiblemente la pena y que une a todos los hombres entre sí. El otro cuadro fue el colosal Sansón cegado por los filisteos de Rembrandt: «Muchas veces estuve delante de este cuadro y de él aprendí lo que es el odio». Además, y aunque él aún no podía saberlo, el cegamiento y la ceguera habían de ser un leitmotiv en la narrativa de Canetti. El título alemán de Auto de fe es Die Blendung, que significa tanto el acto de cegar como estar deslumbrado o desconcertado hasta el extremo de la ceguera. La interpretación que hace Canetti de la Dalila de Rembrandt parece reflejarse en casi todas las figuras femeninas de sus ulteriores invenciones:
Ella le ha quitado su fuerza a Sansón; tiene su fuerza, pero sigue temiéndole y le odiará mientras recuerde ese cegamiento, y siempre lo recordará para odiarle.
En el verano de 1925, Canetti rompió con el monstre sacré que era su madre. Aunque todavía estaba estudiando en la Universidad de Viena, era hora libre de responder con vehemencia a los llamamientos de la experiencia, a algo que, si sus presentimientos eran exactos, despertara sus capacidades latentes como una señal de fuego en la noche. El 15 de julio de 1927 se produjo esa señal, literalmente. Volviéndose contra sus propios dirigentes socialdemócratas, los trabajadores más radicales de Viena, enfurecidos por un reciente escándalo judicial (varios trabajadores habían sido abatidos a tiros en Burgenland y sus asesinos habían sido absueltos), marcharon al Palacio de Justicia. Le prendieron fuego. Aquel día, Elías Canetti, el metafísico lírico, el alegorista de la violencia, llegó a su plena realización: «Me convertí en parte de la multitud, me disolví totalmente en ella». Esta inmersión —la expresión francesa bain de foule [baño de multitudes] traduce con exactitud la experiencia de Canetti— confirmó su decisión de analizar, como Gustave Le Bon había empezado a hacer en la década de 1890, la estructura interna, las energías exponenciales y el aura contagiosa de la multitud. No sería hasta 1960 cuando apareciera Masa y poder, una obra incompleta, fragmentaria en su brillantez. Pero la masa y el sentimiento de masa en los que se había sumergido aquel violento día de verano habrían de preocupar a Canetti de allí en adelante. Las obsesiones privadas y el hecho público, además, se habían fusionado:
Era el fuego lo que sostenía la situación. Se notaba el fuego, su presencia era abrumadora: aunque uno no lo viera, lo tenía en la mente, su atracción y la atracción ejercida por la muchedumbre eran una y la misma (…). Y uno se sentía atraído al terreno del fuego, por un camino tortuoso, ya que no había ningún otro posible.
Tanto en sus meditaciones sobre las muchedumbres como en sus apropiaciones metafóricas del fuego, a Canetti le resultó inútil Freud. Psicología de masas y análisis del yo de Freud le repelió «desde la primerísima palabra, y me sigue repeliendo no menos de cincuenta y cinco años después». Canetti vio en Freud la encarnación misma de la segunda mano, la edificación de unas abstracciones dogmáticas sobre una base tan insegura como las acciones y los testimonios de otras personas. Este rechazo tiene una resonancia más amplia. Canetti forma parte de la pequeña constelación de intelectos y sensibilidades de primera categoría que en nuestra época han rechazado a Freud, así como al constructo psicoanalítico por ser una mitología artificiosa y antihistórica, cuya metodología es, en el mejor de los casos, estética, y cuyo evidente material —los sueños, los actos de habla, los estilos gestuales de la Centroeuropa judía fin-de-siècle, primordialmente femenina y de clase media— es casi ridículamente limitado. Esta constelación comprende a Kraus, a Wittgenstein y a Heidegger aparte de al propio Canetti. Está marcada por un sentimiento trágico de la vida, por una profunda atención a la naturaleza histórica temporal del discurso humano, y por un serio escepticismo en lo que atañe a los ideales o pretensiones de lo terapéutico. Con el actual debilitamiento de los supuestos psicoanalíticos, es muy posible que sean esos «negadores» de Freud los que al final perduren.
El levantamiento de julio había decidido la vocación de Canetti. En su búsqueda de muchedumbres «en la historia, en las historias de todas las civilizaciones», se encontró con la historia y la antigua filosofía de China y se sintió fascinado con ellas (una fascinación que había de animar la novela). Los ruidos callejeros adquirieron un diferente y rico significado. Los compañeros de estudios con afinidades nazis que Canetti conoció en el laboratorio centraban su atención de una manera aún más precisa en los fenómenos multitudinarios y en la posibilidad de que la política de manipulación de las masas condujera a trance colectivo de guerra. Canetti estaba entonces escribiendo poesía «salvaje y frenética». Cada nuevo poema era entregado a Veza. Y ella estaba empezando a saber cuán profundamente la amaba Canetti. El 15 de julio de 1928, el aniversario del incendio del Palacio de Justicia, Canetti salió de Viena para pasar el resto del verano en Berlín. Después de Frankfurt y Viena, Berlín sería la tercera de las ciudades cruciales para sus descubrimientos de sí mismo.
Berlín era, a la sazón, el centro nervioso de la Modernidad. Aunque los camisas pardas ejercían un control cada vez mayor de las corrientes y los remolinos de la vida en la calle, la izquierda, tanto comunistas como socialistas, continuaba estando presente. En el clima implosivo de los enfrentamientos urbanos, se estaban ensayando unas prácticas de agresión psicológica y física de las que pronto se haría demostración a escala mundial. La descripción de Canetti es acertada:
El rasgo animal y el rasgo intelectual, desnudos e intensificados al máximo, estaban mutuamente enredados, en una especie de corriente alterna. Si uno había despertado a su propia animalidad antes de venir aquí, tenía que incrementarla a fin de oponerse a la animalidad de otras personas, y si uno no era muy fuerte, pronto quedaría agotado. Pero si era dirigido por su intelecto y apenas había cedido a su animalidad, seguro que se rendiría a la riqueza de lo que se ofrecía a su mente. Estas cosas se estrellaban contra uno, versátiles, contradictorias; uno no tenía tiempo para entender nada, no recibía más que golpes, y aún no se había recuperado de los golpes de ayer cuando le llovían los nuevos. Uno andaba por Berlín como un blando trozo de carne y se sentía como si todavía no estuviera lo bastante tierno y estuviera esperando nuevos golpes.
La imagen de «un blando trozo de carne» andando por Berlín bajo una lluvia de golpes es expresionismo puro. Le hubiera hecho gracia a George Grosz, a quien Canetti llegó a conocer y a admirar. Los feroces dibujos de Grosz metieron a Canetti en un mundo de brutalidad y explotación sexual. Nunca puso en duda la veracidad del testimonio de Grosz, que había de influir profundamente en el drama del eros tiránico de Auto de fe. También Brecht impresionó al joven visitante; Canetti tuvo una cierta vislumbre de su fría pero soberana profesionalidad. Pero el gran encuentro fue el que tuvo con Isaac Bábel. Hubo aquí una manifiesta pureza como aquella con la que Canetti se toparía, después, en la verdad talismánica de Kafka. La literatura era sacrosanta para Bábel. Bábel había sondeado los abismos del salvajismo humano, pero la visión que tenía de la literatura hacía que el cinismo le fuera ajeno. «Si le parecía que algo era bueno, nunca podía usarlo como otras personas que, con su actitud despectiva, parecían querer decir que se consideraban la culminación del pasado en su totalidad. Sabiendo lo que era la literatura, nunca se sintió superior a los demás». Isaac Bábel, dice Canetti, impidió que fuese «devorado» por la ciudad voraz.
Ahora el aprendizaje de Canetti estaba casi terminado. Cuando regresó a Viena, el otoño de 1929, dejó de lado los obstinados sueños de respetabilidad social o comercial que había abrigado su madre. Se ganaría la vida como traductor; sus lenguas serían «salvadas» y empezaría a trabajar en una obra narrativa de varias extensas partes, provisionalmente titulada «La comedia humana de los locos». Un nuevo encuentro resultó ser capital: el que tuvo con un joven filósofo, tullido de cuerpo pero con una conciencia de los seres humanos que a veces le hacía asemejarse a «un Cristo de un icono oriental». Aunque la disolución del individuo en la masa seguía siendo para Canetti «el enigma de los enigmas», la desolada y sin embargo luminosa condición de su amigo situó el tema de la muerte en la vanguardia de sus preocupaciones. Rememorando las llamas que habían envuelto el Palacio de Justicia, viendo ante él a un ser humano al que poseían y mantenían con vida el pensamiento abstracto y las energías de una percepción implacable, Canetti dio con su gran tema: el del «Hombre de los Libros» por antonomasia, que, en un éxtasis final de enloquecida clarividencia, se quemaría con todos sus libros. Al principio, el personaje iba a llamarse Brand, como reflejo de la propia palabra «fuego» y, quizá, del feroz absolutista del espíritu que protagoniza la obra homónima de Ibsen. Luego pasó a llamarse Kant, piedra de toque de metafísicos y arquetipo de rutina mandarinesca. Finalmente, el nombre del protagonista de Auto de fe se convirtió en Kien, un monosílabo que combina la denominación en alemán de la leña de pino resinoso con una insinuación de tonalidad china. A los veinticuatro años, Canetti estaba escribiendo una de las novelas de mayor madurez intelectual y dominio estilístico de nuestro siglo.
Mucho de lo que ha publicado desde entonces es de gran calidad: la ingeniosa comedia filosófica Los emplazados, el comentario meditativo sobre las cartas de Kafka a Felice Bauer (El otro juicio de Kafka, de 1969), los aforismos y notas líricas de Las voces de Marrakech y, como ya he dicho, ciertas secciones de Masa y poder, por ejemplo, la sección sobre el papel de la inflación monetaria en la destrucción de la identidad social y de las distinciones éticas en la Alemania de Weimar. La autobiografía de Canetti nos hace esperar una continuación. No obstante, sería difícil encontrar en los escritos posteriores de Canetti algo que iguale la fuerza del opus 1. La antorcha al oído nos ofrece una absorbente profundización en la génesis de un clásico.
De forma inevitable, si bien prematura, tratamos de situar a Canetti en relación con la configuración entera del genio centroeuropeo y judío que en tan gran medida ha determinado el clima de la sensibilidad moderna. No hay en Canetti la inmediatez de la creación mítica, el no forzado acceso a unas formas simbólicas específicas y sin embargo universales, que hace que las narraciones y parábolas de Kafka estén muy por encima de la imaginación del siglo XX, siendo Kafka para su época, como dijo Auden, lo que fueron Dante y Shakespeare para las suyas. Tampoco, creo yo, hay en Canetti la respuesta a la naturaleza física y a los secretos de la psique humana que da a las novelas —y aquí es importante el plural— de Hermann Broch su paciente autoridad. Pero es con arreglo a estos criterios como Canetti invita —incluso obliga— a formular un juicio. Su exigente presencia honra a la literatura.
22 de noviembre de 1982
[16] Existe edición en castellano: La antorcha al oído
Trad. de Juan José del Solar, DeBolsillo, Barcelona 2005. (N. del T.)
En George Steiner at «The New Yorker»
George Steiner, 2009
Traducción: María Condor
Prólogo: Robert Boyers
Edición: Robert Boyers
Imagen: George Steiner en 2008 (detail)
Foto: Gloria Rodríguez - Getty Images