Italo Calvino: Exploración de lo fantástico
23 de diciembre de 2011
Las aventuras de tres relojeros y de tres autómatas
Muchas veces el empeño que los hombres ponen en actividades
que parecen absolutamente gratuitas, sin otro fin que el entretenimiento o la
satisfacción de resolver un problema difícil, resulta ser esencial en un ámbito
que nadie había previsto, con consecuencias de largo alcance. Esto es tan
cierto para la poesía y el arte, como lo es para la ciencia y la tecnología. El
juego ha sido siempre el gran motor de la cultura. La construcción de los
autómatas en el Setecientos anticipa la revolución industrial que sacará
partido de las soluciones mecánicas pensadas para aquellos complicados
juguetes. Es cierto que la construcción de autómatas no fue sólo un juego,
aunque se presentara como tal; era una obsesión, un sueño demiúrgico, un
desafío filosófico en cuanto equiparación del hombre a la máquina. La fortuna
del autómata como tema literario, de Pushkin a Poe y Villiers de l'Ile‑Adam,
confirma la fuerza de esta fascinación, sus componentes tanto hiperracionales
como inconscientes. Reflexiones estas suscitadas por un insólito volumen
iconográfico publicado por R. M. Ricci sobre los «Androides» de Neuchâtel. (Androidi,
le meraviglie meccaniche dei celebri Jaquet‑Droz, con textos de Roland
Carrera y Dominique Liseau, Franco Maria Ricci, editor.) En el Setecientos,
Neuchâtel era la capital de la relojería no sólo como artesanía sino también
como ciencia (los seis volúmenes de los Essais sur l'horlogerie, de
Ferdinand Berthurd). Recientemente el museo de Neuchâtel, con un minucioso
trabajo de restauración mecánica, ha restituido nueva vida a tres famosos
autómatas, el «escribiente», el «dibujante» y la «clavecinista», construidos
hace más de doscientos años por maestros de esa tradición, los Jaquet‑Droz,
padre e hijo, y J. L. Leshot. El volumen de Ricci documenta detalladamente con
sus láminas en colores el aspecto exterior y el mecanismo interno de los tres
«Androides»: con las láminas en negro sus prestaciones gráficas y las
partituras musicales tocadas con clavicémbalo, mientras que los textos refieren
la historia de los constructores y de sus criaturas, las características
técnicas y las últimas operaciones de restauración. (Además, en el estuche
viene un disco con el repertorio de la «clavecinista» antes y después de la
restauración.)
¿Cómo es que un libro tan técnico y fáctico transmite esa
turbación? Nada hacen estos tres «Androides» para atenuar su aspecto de muñecos
o para ocultar su sustancia mecánica. Habría que recorrer tal vez las páginas
de Baudelaire sobre los juguetes y las de Kleist sobre las marionetas para
entender las razones de esta perdurable fascinación. Además aquí el Setecientos
gracioso y galante, de los encajes en puños y cuellos, y el Setecientos, frío y
analítico, coexisten y están subrayados al máximo, y el nombre de «androide»
funde estas sugestiones en una evocación de ciencia ficción avant la lettre,
como de una especie viviente intermedia entre el hombre y la máquina, o de un
pueblo de posibles invasores en los cuales terminaremos por reconocer a
nuestros dobles.
El «escribiente» o «escritor» es el que tiene la cara menos
inteligente pero el mecanismo más complicado: el muñeco se mueve en tres
direcciones, la pluma de ganso traza las letras con los llenos y los vacíos de
las normas caligráficas, se moja en el tintero, cambia de línea como una
máquina de escribir y un dispositivo la bloquea cuando pone punto final. Un
sistema de juegos de piñones le permite trazar las letras del alfabeto,
minúsculas y mayúsculas, y componer las frases establecidas en el programa. Las
performances del «dibujante» son aparentemente de menos efecto, pero el
mecanismo es mucho menos complicado que el del «escritor».
Su repertorio es de cuatro dibujos, programados en la época
de la construcción, entre ellos un perrito y el perfil del rey Luis XV. La
anécdota quiere que, con motivo de una exhibición delante de Luis XVI y María
Antonieta, el operador emocionado, después de haber anunciado el retrato del
rey muerto hacía poco, equivocara la maniobra de puesta en marcha: bajo el
lápiz del autómata apareció el perrito, «lo cual creó cierta incomodidad».
Mientras las caras de los dos virtuosos de la gráfica son dos muñequitos
infantiles, la clavecinista es una muñeca‑mujer con una expresión y un
misterio, a la que se pueden imaginar encantos perversos como los que cuentan
Tommaso Landolfi y Felisberto Hernández. El autor del comentario explica que es
«la única muñeca del mundo que respira, participando así de nuestra vida, como
si la fuente de su propia existencia fuera el mismo aire del que depende
también la nuestra», y se pregunta si no se «ofrecería, a través de su tenue
música, a un enamorado perdido en delicias irreales, o si no reviviría para
Pierre Jaquet‑Droz el recuerdo inmortal de la joven esposa perdida para
siempre...»
La historia de Pierre Jaquet‑Droz es la de una vida del
Setecientos plenamente realizada. Para dedicarse a la relojería abandona los
estudios de teología. Su arte se perfecciona en sus frecuentes estancias en
París (donde ya desde la generación anterior algunos maestros de Neuchâtel se
habían establecido como relojeros de la corte) encuentra fundamento en la
Universidad de Basilea con la frecuentación de Jean Bernouilli y otros miembros
de la célebre familia de matemáticos. Desde las montañas del Jura la fama de
Jaquet‑Droz se extiende en seguida a Europa. En aquella época Neuchâtel, aunque
formaba parte de la confederación suiza, era un principado sometido al Rey de
Prusia, y las relaciones con las cortes extranjeras eran más estrechas que en
otros lugares. Con un carro cargado de sus relojes de péndulo, Jaquet‑Droz
llega hasta Madrid y obtiene en la corte de España la consagración de su
maestría.
De regreso a su patria, funda con su hijo Henri‑Louis (1752‑1791)
y su hijo adoptivo Jean‑Frédéric Leschot (1746‑1824) un taller en La‑Chaux‑des‑Fonds.
Desde ese momento estará al frente de una firma de prestigio y, en el colmo de
su fortuna, decide construir los «androides». ¿De quién habrá sido el impulso
decisivo? ¿De los Bernouilli? ¿De un doctor del lugar a quien las crónicas
atribuyen algo de inventor, de naturalista, de mago? ¿De Leschot, cuyo retrato
(mientras los de los Jaquet‑Droz, padre e hijo son más bien inexpresivos)
revela una cara de gnomo sabio?
El hecho es que después de 1773‑1774, fecha de la
construcción de los tres autómatas, la vida de los tres relojeros cambia; viven
en función de sus tres criaturas, mostrándolas a visitantes ilustres y
llevándolas en tournée por las capitales europeas. Pero al mismo tiempo
la empresa se agranda; fundan una sucursal en Londres para exportar a China y
la India preciosos relojes, carillones, pájaros canoros y otras maravillas
mecánicas.
Comienza, sin embargo, a crearse cierta confusión: cuando se
dice «Los Droz», ¿se habla de los tres relojeros o de los tres autómatas? Los
«tres Droz» son ahora estos últimos: así los vemos designados en una estampa de
la época; los tres muñecos mecánicos han adoptado nombres y apellidos de
miembros de la familia. No conozco la fecha exacta de la estampa: ¿estamos
antes o después de la toma de la Bastilla? Se diría que los autómatas
sublevados han reivindicado su autonomía y usurpado la identidad de sus
inventores.
¿Empezó ahí la crisis de la gran empresa Jaquet‑Droz, que
quebró rápidamente? Es cierto que la Revolución Francesa asestó un duro golpe
al mercado de artículos suntuarios y que las guerras napoleónicas trastornaron
las exportaciones; pero la crisis, que afectó a toda la relojería suiza, parece
haber sido anterior.
El hecho es que en 1789 los «androides» no figuran ya en los
inventarios de la sociedad. Pasan de mano en mano y se exhiben al público como
atracciones espectaculares. (¿O son ellos los que, después de haber proclamado
los «derechos del autómata», se desplazan libremente por Europa?) Sus tournées
terminan en Zaragoza, asediada por las tropas napoleónicas; con el botín de
guerra son captutados y llevados a Francia. Reanudan entonces las
peregrinaciones y las exhibiciones internacionales, que duran todo el siglo
pasado. Prueba singular de fidelidad: durante todo el siglo los ciudadanos de
Neuchâtel no olvidaron nunca la existencia de estos tres hijos perdidos en el
mundo; de vez en cuando publicaban en los periódicos locales anuncios pidiendo
noticias de ellos para recuperarlos. Cosa que ocurre en 1905, mediante
suscripción pública. (¿O fueron ellos, los autómatas, los que quisieron volver
a la patria? Habían emprendido sus peregrinaciones siguiendo las huellas de los
grandes aventureros del siglo, optimistas imperturbables como Cagliostro,
Casanova, Candide. Pero al despuntar el XIX comprendieron a tiempo que el mundo
estaba por volverse impracticable para quien se movía por mecanismos vitales
tan sencillos y transparentes. Convenía recordar que eran ciudadanos suizos,
antes de que fuese demasiado tarde.)
En el programa del «escribiente» está inscrita esta frase
que todavía traza con su letra del Setecientos: «No dejaremos nunca más nuestro
país.»
(1980)
La geografía de las hadas
El primer atributo es la liviandad. Pequeños de estatura con
cuerpos de «naturaleza análoga a la de una nube condensada» o «de aire
coagulado», en una palabra, de una materia tan sutil y tenue que para nutrirse
les basta cualquier líquido que penetre por sus poros como en las esponjas, o
bien semillas que disputan a las cornejas y a los ratones. Viven bajo tierra,
en montículos perforados de galerías y grietas, pero a veces se elevan y vuelan
a media altura. Su apariencia y quizá su presencia misma es discontinua: sólo
quien esté dotado de visión segunda puede percibirlos, y siempre por breves
instantes porque aparecen y desaparecen. Sus moradas subterráneas están
iluminadas por lámparas perpetuas, que brillan sin combustible alguno; hay
quien dice que de sus propias personas emana una luz verdosa. Tienen vidas
mucho más largas que las humanas, pero son también mortales: en cierto momento,
sin enfermarse ni sufrir, se enrarecen y se esfuman...
El trabajo no les es desconocido, si es cierto que cerca de
sus moradas se oye martillar y se siente «hornear». Sus mujeres tejen y cosen,
según unos, «extrañas telarañas», según otros, «arco iris impalpables», y
otros, vestidos semejantes a los nuestros. Pero aun en nuestras cocinas, a
veces, mientras dormimos, reordenan serviciales los platos y ponen todo en su
lugar. Las relaciones con los seres humanos consisten en estos pequeños
servicios pero también en trastadas y pequeños hurtos, o arrojan piedras a
veces grandes, pero que no hacen daño. Más grave es el rapto de niños o de
nodrizas (adoran la leche) que permanecen con ellos cierto tiempo bajo tierra
mientras arriba sus personas son sustituidas por dobles o apariencias larvales.
Tienen inclusive relaciones sexuales con los humanos,
especialmente sus hembras, pero en el plano de un juego lascivo y ligero, como
en los sueños, sin pasión ni drama.
No son ajenos a la guerra y a la credulidad, pero todo queda
entre ellos y poco es lo que nos hacen saber. Hablan las lenguas humanas de los
lugares donde viven, pero «como en un silbido fino». «Se diría que poseen
muchos libros de cuentos encantadores, pero el efecto de tales lecturas se
manifiesta solamente con accesos de alegría extraña.» Tienen momentos de
exaltación y de desasosiego, pero su estado más frecuente es la melancolía,
debido quizá a su naturaleza incierta. Este es el «pueblo menudo» de los Siths,
al que está dedicado un libro publicado por Adelphi (Robert Kirk, Il regazo
segreto; edición cuidada por Mario M. Rossi, cuyo ensayo Il cappellano delle
fate completa el volumen). Siths es el nombre que se daba en Escocia
a los que en Inglaterra se denominan fairies (no existe en italiano una
palabra equivalente porque «las hadas» son sólo femeninas, mientras que fairy
es tanto femenina como masculina) y en el mundo germánico «elfos» o, con
ciertas diferencias específicas, duendes o gobelins, y toda variedad de enanos
y gnomos (a menudo relacionados con las minas y los tesoros escondidos),
incluidos aquí los hobbits de Tolkien.
El mundo sobrenatural de los pueblos celtas es hormigueante
e intrincado y multiforme, difícil de ordenar. O tal vez vemos más ordenado el
mundo mediterráneo de faunos, ninfas, dríadas y amadríadas solamente porque las
profusas mitologías locales han sido pasadas por el tamiz de la sistematicidad
jerárquica y homologadora de la cultura griega y latina. El poder de
transfiguración poética del imaginario nórdico nos ha dado Titania, Oberón,
Puck, así como el poema de Spenser. Pero aun a través de la palabra de los
poetas el reinado de las hadas célticas comunica la fuerza virgen de un mundo
irreductiblemente «otro», que la literatura no consigue domar a fondo.
También en la Francia céltica (Bretaña y Normandía sobre
todo) el «pueblo menudo» tiene antiguas raíces, y en literatura ha dejado
huellas en los cuentos fantásticos de Nodier y en una novela de Barbey
d'Aurevilly, L'ensorcelée, donde las apariciones mágico‑telúricas que
afloran en el mundo moderno transmiten un sentimiento muy inquietante. Pero en
los verdes prados de Irlanda y en los brezales de Escocia es donde esta genia
impalpable ha alcanzado la máxima densidad de población. Si no un censo, por lo
menos una clasificación de especies y familias han intentado para Escocia Walter
Scott (en Demonology and Witchcraft) y para Irlanda W. B. Yeats (en Irish
Folktales): dos ingenios que aplicaron al culto de las tradiciones un
espíritu sistemático.
Es diferente el caso de Robert Kirk, que a finales del
Setecientos era párroco de la iglesia presbiteriana en una aldea de los
confines de los Highlands, Aberfoyle, en Escocia, sometida poco antes a la
corona inglesa, devastada por las guerras civiles y de religión, con
poblaciones misérrimas en situación de zozobra existencial, de crisis de
identidad cultural y religiosa. Estamos en lugares y tiempos en que la
supervivencia de las antiguas creencias era fortísima, la topografía misma
estaba saturada por la presencia de las hadas, la «visión segunda» era una
experiencia común, pero también lugares y tiempos en que el anglicanismo y el
presbiterianismo libraban sus batallas con implicaciones tanto teológicas como
políticas.
El Seiscientos es el siglo de los procesos de brujas, de los
inquisidores (tanto católícos como protestantes) que en la variedad de formas
de la supervivencia sobrenatural precristiana no ven sino la uniforme presencia
de Satán, que hay que extirpar con la hoguera. El reverendo Kirk, con la fuerza
de una profunda inocencia interior, tiene la certeza de que es capaz de reconocer
la inocencia del prójimo. Sabe que sus feligreses que creen en las hadas y las
Ven, no son ni brujas ni brujos; ama a los pobres campesinos escoceses, conoce
sus alucinaciones y la precariedad de sus existencias; ama a las hadas, otro
pueblo pobre, quizá a punto de disolverse sin un ubi consistam ni físico
ni metafísico; sin duda él también cree en las hadas y probablemente las ve,
aunque se limite a transmitir testimonios ajenos. Con el coraje de la
inocencia, escribe un breve tratado sobre el reino de las fairies, The
Secret Commonwealth, para decir todo lo que sabe de ellas, que no es mucho,
y sobre todo para alejar toda sospecha de colusión diabólica entre las pequeñas
hadas subterráneas y quienes las ven. (Aquí al problema de la existencia de las
hadas se superpone el de la visión segunda, la telepatía, las premoniciones,
fenómenos no necesariamente ‑más aún, rara vez‑ ligados a la mediación de seres
sobrenaturales.) Las citas de las Sagradas Escrituras en las que Kirk apoya su
razonamiento son aproximativas y nunca del todo pertinentes, pero su propósito
es claro. Quiere establecer que el «pueblo menudo» no tiene nada que ver con el
cristianismo ni tampoco con el diablo: su estatuto jurídico es el de Adán antes
de la caída, por lo tanto no se salvará ni se condenará; un limbo neutral,
ajeno a todo juicio, rodea sus pecados siempre leves, casi infantiles, y su
melancolía. El volumen publicado por Adelphi contiene el tratadillo de Kirk,
descubierto y traducido por Mario Manlio Rossi, más un amplio ensayo de este
último, que con erudición y pasión lo sitúa en la cultura de su tiempo y
explica exhaustivamente que Kirk creía verdaderamente en la existencia de las
hadas y cómo no había en ello nada de extraño. Tres son, pues, las razones de
interés del libro: las hadas en sí, la personalidad del «capellán de las hadas»
y la personalidad de su descubridor y exégeta.
Mario Manlio Rossi (1885‑1971), anglicista italiano que
vivió muchos años en Edimburgo, es una figura de erudito marginal y siempre a
contrapelo. Poco sé de él, pero me merece gratitud porque a través de un libro
suyo comprendí en mi juventud la grandeza de Swift. Rossi sostiene aquí
eficazmente que los procesos por brujería no eran un residuo medieval sino un
típico producto de la cultura moderna. Su ensayo es fascinante por la riqueza
del cuadro de historia de la cultura que evoca y documenta, pero se hace leer
también por el humor o el malhumor polémicos que irrumpen en cada página,
prueba de un temperamento quisquilloso en el que se combinan la meticulosidad
erudita y los prejuicios. Las blancos de su polémica son muchos: la
intolerancia tanto presbiteriana como anglicana, la cacería de brujas y las
opiniones de todos los historiadores que se han ocupado de ellas, los cuentos
infantiles que censuran el elemento sexual siempre presente en las narraciones
populares; pero se las toma también con el empirismo, el irrealismo, el
ocultismo, el folklore y sobre todo con la ciencia, que es su bestia negra.
Salva (y aquí no dudo en concordar con él) a la poesía, en la que «el hombre de
carne y hueso y el hada tienen la misma idéntica posición gnoseológica, la
misma realidad».
Mientras leía continuaba zumbándome en la cabeza el nombre
de la aldea de Kirk: Aberfoyle. ¿Por qué me suena familiar? Pero claro, si en
ella se desarrolla la novela de Jules Verne que prefiero: Las Indias Negras,
una historia subterránea en una vieja mina de carbón abandonada, donde se
esconden seres que parecen salidos de las págínas del reverendo Kirk: una niña‑hada
que nunca ha visto la luz del sol, un anciano que parece un espectro, un
pajarraco del abismo... Aquí el visionario mundo céltico se infiltra en la
apología de la ciencia del positivista Verne para demostrar, en polémica con
Mario Manlio Rossi, que la misma linfa mitológica circula y se mezcla en la
maraña inextricable de las ideologías aparentemente contrapuestas... Para
demostrar que las hadas conocen, bajo tierra o en el cielo, más caminos de los
que supone cualquiera de nuestras filosofías...
(1980)
El archipiélago de los lugares imaginarios
En Frívola, isla del Pacífico, la vida es fácil y
frustrante: los árboles son elásticos, como de goma, y sus ramas inclinadas
tienden frutos que se disuelven en la boca como espuma; los habitantes crían
caballos frágiles e inútiles, que se aplastan bajo el peso más leve; para arar
los campos basta que las mujeres silben y en el polvo sutil se abren surcos, y
para sembrar, los hombres se limitan a esparcir las semillas al viento; en los
bosques las fieras tienen zarpas y garras suaves y su rugido es como un crujido
de seda; la moneda local es la agatina, poco apreciada en el mercado de
cambio.
Las Islas de los Diamantes tienen la propiedad de tragar a
los viajeros imprevisores, capturados por diamantes carnívoros. Para apoderarse
de las gemas, astutos mercaderes las cubren con trozos sanguinolentos de carne
de cerdo que los diamantes empiezan a sorber en seguida; al caer la noche bajan
los buitres, desgarran la carne y la transportan volando a sus nidos, con las
piedras preciosas que han quedado pegadas. Los mercaderes se encaraman a los
nidos, espantan a los rapaces, separan los diamantes de la carne y después los
venden a joyeros ignorantes. Así es como un anillo devora un dedo, o un collar
un cuello.
Capilaria, región submarina, está habitada exclusivamente
por mujeres autorreproductoras, llamadas Ohias, bellas y majestuosas, de dos
metros de altura, rasgos angelicales, cuerpos suaves, largas cabelleras como
nubes rubias. La piel de las Ohias es cérea, translúcida, como alabastro: por
transparencia deja ver los huesos del esqueleto, los pulmones azules, el
corazón rosado, el calmo pulsar de las venas. Los hombres son desconocidos o,
mejor dicho, sobreviven como parásitos exteriores, llamados Bullpops, formados
por un cuerpo cilíndrico de unos quince centímetros, cabeza calva y con
protuberancias, cara humana, brazos y manos filiformes, pero pies dotados de
grandes pulgares, espinas e inclusive alas. Los inermes Bullpops nadan
verticalmente como hipocampos, y las Ohias se los comen porque adoran la médula
de Bullpop, a la que además atribuyen virtudes en cierto modo estimulantes para
la reproducción.
En la isla de Odes las calles son seres vivientes y se
mueven libremente por propia voluntad. Para viajar a través de la isla los
visitantes no tienen más que ubicarse en la calle, después de averiguar adónde
va, y dejarse transportar. Las calles más famosas del mundo van en las
vacaciones a Odes a hacer turismo.
London‑on‑Thames, que no debe confundirse con su homónima
más famosa, es una ciudad excavada en lo alto de una roca, habitada por una
tribu de gorilas cuyo jefe se cree la reencarnación de Enrique VIII y tiene
cinco hembras llamadas Catalina de Aragón, Ana Bolena y así sucesivamente. La
sexta es una mujer blanca capturada por los gorilas, que permanece en funciones
mientras no es sustituida por otra.
En la isla de Dionisio crece una viña cuyas vides son
mujeres de la cintura para arriba; de sus dedos cuelgan pámpanos y racimos, su
cabellera es de zarcillos. ¡Ay del viajero que se deja abrazar por estas
criaturas!: Se embriaga en seguida, olvida patria, familia, honores, echa
raíces, se convierte él también en vid.
Malacovia es una ciudad fortaleza toda de hierro, construida
en la embocadura del Danubio; tiene forma de huevo, está toda llena de tártaros
ciclistas que pedaleando hacen bajar y subir el huevo de hierro, escondiéndolo
en las marismas; la ciudad vive a la espera del momento en que las hordas de
tártaros ciclistas desencadenados invadirán el imperio de los zares.
Las fuentes de estas informaciones geográficas son, en su
orden: Abbé François Coyer, The Frivolous Island, London, 1750; Las mil
y una noches; Frigyes Karinthy, Capillaria, Budapest, 1921; Rabelais, Quinto
libro; Edgar Rice Burroughs, Tarzán y el hombre león, Nueva York,
1934; Luciano de Samosata, Una historia verdadera, Amedeo Tosetti, Pedali
sul Mar Nero, Milán, 1884.
Así al menos se indican (declino toda responsabilidad al
respecto) en el libro de donde las he tomado: The Dictionary of Imaginary
Places, de Alberto Mangel y Gianni Guadalupi, ed. Lester Orpen Dennys,
Toronto, 1980. Es un volumen que se presenta como un diccionario geográfico,
con las palabras en orden alfabético (desde Abatón, ciudad de ubicacion
variable, hasta Zuy, centro comercial de los Elfos), acompañado de mapas y de
grabados que imitan los de una vieja enciclopedia. Un libro publicado en Canadá
y fruto de la colaboración de un argentino y un italiano, tiene todo lo
necesario para representar el extrañamiento geográfico. En la Biblioteca de lo
Superfluo, que me gustaría que encontrase siempre lugar en nuestros anaqueles,
un «Diccionario de los lugares imaginarios» es, creo, una obra de consulta
indispensable. A cada ciudad, isla o región se le dedica una palabra como en
una enciclopedia, y cada palabra se abre con datos sobre la posición
geográfica, la población y posiblemente los recursos económicos, el clima, la
fauna, la flora. El Diccionario se basa en el principio de presentar cada
localidad como si realmente existiera. Los datos proceden de las fuentes
citadas al pie de cada palabra: así para la Atlántida se enumeran el Critias
y el Timeo, de Platón, la novela de Pierre Benoit y hasta un Conan Doyle
menos conocido. Otra regla es la exclusión de los nombres imaginarios
utilizados por los novelistas para representar lugares reales o por lo menos
verosímiles; por lo tanto no está la Balbec de Proust ni la Yoknapatawpha de
Faulkner. Y como la geografía considera el presente con su pasado pero no el
futuro, toda ciencia ficción futurista, tanto extraterrestre como de política
ficción o sociología ficción, queda excluida.
No es un libro que cautive de inmediato; más aún, la primera
impresión al hojearlo es que la geografía imaginaria es mucho menos atrayente
que la real: una grisalla metódica se extiende sobre las ciudades utópicas,
desde la Bensalem de Francis Bacon hasta la Icaria de Cabet, como sobre
innumerables viajes satírico‑filosóficos del siglo XVIII, para no hablar de las
edificantes etapas alegórico‑religiosas del Pilgrim's Progress de
Bunyan. Y una sensación de saturación, cuando no de falta de aire, acompaña las
atestadas topografías del Mago de Oz, de Tolkien o de C. S. Lewis.
Pero al internarnos en cada una de las palabras no tardamos
en tropezarnos con mundos regidos por una sugestiva lógica fantástica de la
cual he tratado de dar algunos ejemplos; no he citado (por ser conocida para
nosotros gracias a Masolino d'Amico y a Manganelli) la invención que sigue
siendo la más elegante e ingeniosa: la geométrica Flatlandia de Abbott.
La narrativa menor es sobre todo la que revela recursos
mitopoiéticos sin fin; atlas enteros de comarcas visionarias salen de la pluma
de hábiles profesionales de la literatura de entretenimiento. El autor más
citado en el Diccionario es Edgar Rice Burroughs, no sólo por el ciclo de
Tarzán, sino por una cantidad de libros que describen países de fantasía. De
novelas que fueron consideradas de consumo y cuyos autores no son recordados en
las historias de la literatura, pasaron a ser mitos cinematográficos la Shangri‑lá
de Horizontes perdidos, la Ruritania del Prisionero de Zenda y la
Isla del Conde Zaroff con sus cacerías trágicas. El Diccionario recoge también
países que nacieron directamente en la pantalla, como la Freedonia de los Marx
Brothers en Duck Soup y la Pepperland de los Beatles en Yellow
Submarine; no encuentro, sin embargo, las ciudades de los films de sátira
política de René Clair.
La literatura italiana está bien representada, desde la
Albraca de Boiardo hasta la Zavattinia de Totó il buono, aun cuando no sea
de las más ricas en este campo; no faltan la fortaleza Bastiani de Buzzati, el
Maradragal de Gadda, ni el País de Jauja de Collodi. Entre las curiosidades
dignas de ser recordadas señalaré dos túneles: uno que va de Grecia a Nápoles,
para uso exclusivo de los amantes infelices, explorado en la Arcadia de
Sannazaro el otro que une el Adriático (a través del valle del Brenta) con el
Tirreno (desembocando en el Golfo de la Spezia); construido en el Trescientos
por los genoveses para invadir la República de Venecia, fue buscado y explorado
en la novela I naviganti della Meloria (1903), de Salgari, que encontró
en él una fauna fosforescente de medusas y moluscos gigantescos.
(1981)
El correo y los estados de ánimo
Durante toda su vida Donald Evans hizo sellos postales.
Sellos imaginarios de países imaginarios, dibujados con lápiz o tintas de
colores o pintados con acuarela, pero escrupulosamente fieles a todo lo que nos
esperamos de un sello, al punto de parecer, a primera vista, verdaderos.
Inventaba el nombre de un país, el nombre de una moneda, un repertorio de
imágenes características, y comenzaba a llenar minuciosamente cuadraditos o
pequeños rectángulos (algunas veces triángulos) enmarcados por un borde blanco
dentado, en series completas, cada serie con su año de emisión y el estilo de
la época, cada valor con su colorcito tenue, elegido en la gama de tintas
habituales del franqueo postal.
Nada de ficción científica ni de utópico ni de extravagante:
los Estados de su atlas imaginario se asemejan a los estados que existen en la
realidad, sólo que éstos se han vuelto más familiares y adueñables,
identificándose enteramente con un número limitado de emblemas
tranquilizadores. Inventaba inclusive el nombre de la capital y ponía un
matasellos circular para anularlos, con le cual el efecto de realidad era cada
vez más convincente. A veces la composición comprendía también el sobre con
todos sus sellos y matasellos, la dirección escrita a mano con una caligrafía
inventada, nombres de personas y de lugares inventados pero siempre casi
verosímiles.
La fascinación de los sellos postales nace siempre en la
infancia; la mueve al mismo tiempo la pasión por el exotismo y por lo
sistemático de la serie. Desde pequeño Donald Evans, norteamericano de New
Jersey, además de coleccionar sellos postales, empieza a inventar otros nuevos,
lo que quiere decir inventar una geografía y una Historia paralelas a las del
mundo reconocido por los demás. Evans crece pero no abandona nunca del todo
esta pasión infantil aunque, si bien ha practicado la primera al margen de sus
estudios de arquitectura, la esconde, avergonzándose casi.
Estamos en Nueva York a fines de los años cincuenta, en la
época del dominio indiscutido del expresionismo abstracto. Pero poco después el
advenimiento del pop‑art convence a Evans de que sus primeras preferencias
figurativas corresponden a las orientaciones artísticas más actuales. Se le
abre el camino para lanzarse como pintor de éxito, pero a él lo único que le
interesa es la tranquilidad de vivir haciendo lo que más le gusta. En los años
setenta no hace más que pintar sellos, cerca de 4.000, distribuidos en 42
países imaginarios; presenta una exposición todos los años pero se queda en
Nueva York lo menos posible. Vive casi siempre en Europa, sobre todo en Holanda,
hasta el incendio en el que pierde la vida, en Amsterdam, a los treinta y un
años apenas. El libro que me lo dio a conocer es la prueba de que un círculo de
amigos y de conocedores tributa a su figura y a su obra un culto como a la
memoria de un santo (The World of Donald Evans, text by Willy Eisenhart,
New York). La breve vida de Donald Evans (1945‑1977) es minuciosamente
reconstruida y su obra minuciosamente comentada por Willy Eisenhart como
introducción a las ochenta y cinco láminas en colores presentadas como un álbum
de colección en orden alfabético de países imaginarios. La colección de sellos
es al mismo tiempo colección de gallinas, molinos de viento, dirigibles,
sillas, palmeras, mariposas y cualquier otro ejemplar de la fauna y de la flora
(más aún, «Fauna and Flora» es el nombre de un reino federado que figura no se
sabe dónde en la geografía evansiana, seguramente en comarcas nórdicas). En
realidad Evans adora las clasificaciones, las nomenclaturas, los catálogos, los
muestrarios y ¿qué mejor para expresar esta pasión serial que las series
filatélicas? «Catálogo del mundo» es el título que se proponía dar a la
totalidad de su obra.
Otras páginas representan la hoja de sellos todos iguales,
que todavía no han sido separados a lo largo de las líneas perforadas. Otras en
cambio representan las colecciones que tratan de reconstruir esa hoja
originaria alineando sellos todos idénticos, pero diferenciados por la sombra
negra del matasellos y por las irregularidades del contorno. (Evans ponía particular
cuidado en imitar el borde dentado o su falta en las series que pretendían ser
más antiguas, anteriores a la invención de la perforadora.) No faltan las
combinaciones más abstractas, como las piezas de dominó en los elegantísímos
sellos del «Etat Domino» o los tartan escoceses de «Antiqua», pintados en honor
de una amiga cuya familia era originaria de Escocia.
En el carácter introvertido de Evans ve Eisenhart el origen
de esta fijación filatélica. Para mí la necesidad que lo mueve es la de llevar
un diario de estados de ánimo, sentimientos, experiencias positivas, valores
sintetizados en objetos emblemáticos; pero la visión nostálgica del álbum de
sellos permite cultivar una interioridad objetivada, dominada por la
conciencia. Prevalece el orden de la disposición serial, la ironía de la
invención y de la atribución de los nombres, y también la sutil melancolía de
los paisajes esfumados, repetidos en todos los colores. Crear sellos postales
es para Donald Evans sobre todo un modo de apropiarse de los países visitados,
los lugares donde se vive: su tierra de adopción, Holanda, le inspira los
sellos de «Achterdijk» (Detrás del dique inspirado en su primera dirección
holandesa) y de «Nadorp» (Pasando la aldea, inspirado en la dirección de un
amigo) en los que expresa su amor por los paisajes llanos, por los molinos de
viento de varias aspas, e incluso por la lengua holandesa. De colores más vivos
son los sellos de «Barcentrum», por el nombre del bar que Evans frecuentaba en
Amsterdam: una bella serie que es también una lista de bebidas por orden de
precios, en vasos todos diferentes. Vamos comprendiendo poco a poco que muchos
de estos nombres no son inventados, sino que designan lugares modestos o
mínimos por los cuales Evans pasó y a los que atribuye las prerrogativas
propias de los Estados soberanos. Así, después de un verano en la Costa Brava,
dibuja los sellos de Cadaqués, con una alegre serie de hortalizas. Otros
nombres pertenecen a una geografía de los sentimientos: «Lichaam» y «Geest»
(cuerpo y alma, en holandés) son dos reinos gemelos del extremo Norte que
tienen en común la moneda (el «ijs», es decir, el hielo) y los sellos (con
focas y narvales). Dos islas africanas se llaman «Amis et Amants» y forman uno
de los Estados nacidos de la descolonización de un antiguo protectorado
francés, el «Royaume de Caluda». Al principio los nuevos Estados independientes
usan todavía los tristes sellos de la vieja colonia corregidos con
inscripciones superpuestas; después «Postes des Iles Amis et Amants» emite una
nueva serie con paisajes de localidades que se llaman «Coup de Foudre»,
«Premiers amours», «La Passade». Pero Evans establece su relación con los
países sobre todo a través de la comida, recogiendo durante sus viajes los
sabores y los aromas más característicos. Después de un viaje a Italia inventa
un nuevo pais, «Mangiare», cuya moneda se calcula en gramos y cuyos
refinadísimos sellos son un museo de hortalizas, frutas y hierbas: desde el
guisante, la alcaparra, el piñón, la aceituna (imágenes puntiformes que aparecen
enmarcadas con elegancia), hasta la flor del calabacín, el romero, el apio, el
brócoli. «Lo Stato di Mangiare» dedica una emisión especial al pesto a la
genovesa, con los ingredientes fundamentales (albahaca, piñones, queso de
oveja, ajo). Otra serie (fechada en 1927) exalta el pepino bajo forma de
dirigible. Durante la Segunda Guerra Mundial el Estado de Mangiare es invadido
por el ejército de Antipasto: una inscripción superpuesta indica los sellos de
la zona ocupada. Después de la guerra, una región de Mangiare, llamada Pasta,
se proclama autónoma; el «Poste Paste» emite una serie que es un esplendoroso
muestrario de variedades de fideos. También la nostalgia por la madre patria
del norteamericano en Europa se concentra en visiones comestibles: la fruta.
Las sugestivas láminas dcdicadas a un país llamado «My Bonnie» («My Bonnie lies
over the ocean», dice la canción) están punteadas de cerezas aparentemente
todas iguales, pero cada una con una gradación de rojo diferente y un nombre,
tomados de catálogos de establecimientos agrícolas.
En una palabra, este presunto introvertido era un hombre
para nada replegado sobre sí mismo, sino proyectado hacia afuera, hacia las
cosas del mundo, escogidas, reconocidas y nombradas una por una con delicadeza
y precisión amorosa. Tal vez lo que le interesaba más en los sellos era
justamente la función celebratoria: quería contraponer a las celebraciones
oficiales, programadas, burocráticas de los ministerios de correos de todo el
mundo, un ritual de celebraciones privadas, conmemoraciones de encuentros
mínimos, consagraciones de las cosas únicas e insustituibles: la albahaca, una
mariposa, una aceituna. Sin la ilusión de arrancarlas al fluir del tiempo que
rápidamente transforma la serie de sellos postales en vestigios del pasado.
(1981)
La enciclopedia de un visionario
En el principio fue el lenguaje. En el universo que Luigi
Serafini habita y describe, creo que la palabra escrita ha precedido las
imágenes: letra cursiva minuciosa y ágil y (hemos de admitirlo) clarísima, que
siempre nos sentimos a un pelo de poder leer y que sin embargo se nos escapa en
cada una de sus palabras y cada uno de sus caracteres. La angustia que ese Otro
Universo nos transmite no viene tanto de su diferencia con el nuestro como de
su semejanza: lo mismo la escritura que verosímilmente podría haberse elaborado
en un área lingüística extraña para nosotros, pero no impracticable.
Reflexionando se nos ocurre que la peculiaridad de la lengua de Serafini no
debe de ser solamente alfabética sino sintáctica: las cosas del universo que
este lenguaje evoca, como las vemos ilustradas en las láminas de su
enciclopedia (Codex Seraphinianus, ed. Franco María Ricci) son casi
siempre reconocibles, pero la conexión entre ellas es lo que nos parece
trastocado, con acercamientos y relaciones inseperados. (Si he dicho «casi
siempre» es porque hay también formas irreconocibles, y tienen una función muy
importante, como trataré de explicar más adelante.) El punto decisivo es éste:
la escritura serafiniana, sí tiene el poder de evocar un mundo en el que la
sintaxis de las cosas está trastocada, debe contener, oculto bajo el misterio
de su superficie indescifrable, un misterio más profundo que corresponde a la
lógica interna del lenguaje y del pensamiento. Las imágenes de la existente
contornean y superponen sus nexos, el desorden de los atributos visuales genera
monstruos, el universo de Serafini es teratológico. Pero también en la
teratología hay una lógica cuyos lineamentos nos parece ver aflorar y
desvanecerse de un momento a otro, como los significados de esas palabras
diligentemente trazadas con la pluma.
Como el Ovidio de las Metamorfosis, Serafini cree en la
contigüidad y la permeabilidad de todo territorio del existir. Lo anatómico y
lo mecánico intercambian sus morfologías: brazos humanos que en vez de terminar
en una mano, terminan en un martillo o una tenaza; piernas que se apoyan no en
pies sino en ruedas. Lo humano y lo vegetal se completan: véase la lámina del
cultivo del cuerpo humano: bosque en la cabeza, trepadoras que suben por las
piernas, prados en la palma de la mano, claveles que florecen saliendo de las
orejas. Lo vegetal se acopla a lo merceológico (hay plantas de tallo caramelo
envuelto, espigas‑lápiz, hojas‑tijeras, frutas‑fósforos), lo zoológico a lo
mineral (perros y caballos a medias petrificados), y del mismo modo el cemento
a lo geológico, lo heráldico a lo tecnológico, lo selvático a lo metropolitano,
lo escrito a lo viviente. Así como ciertos animales asumen la forma de otras
especies que viven en el mismo hábitat, así los seres vivientes se contagian de
las formas de los objetos que los circundan.
El traspaso de una forma a la otra es seguido fase por fase
en la pareja humana abrazada que gradualmente se transforma en un caimán. Es
una de las más felices invenciones visuales de Serafini, a cuyo lado pondría,
en mi selección ideal, los peces que al aflorar del agua semejan grandes ojos
de estrellas de la pantalla; y las plantas que crecen en forma de silla, que
basta cortarlas y desbastarlas para tener la silla de paja completa; y añadiré
además todas las figuras en las que aparece el motivo del arco iris.
Para mí las imágenes que más desencadenan el trance
visionario de Serafini son tres: el esqueleto, el huevo, el arco iris. El
esqueleto parecería el único núcleo de realidad que resiste tal cual es en este
mundo de formas intercambiables: vemos esqueletos a la espera de ponerse la
envoltura de piel y carne (que cuelga de ganchos flojos como ropa vacía) y
después de la operación de vestirse se miran perplejos al espejo. Otra lámina
evoca una ciudad de esqueletos, con las antenas de televisión hechas de huesos,
un camarero que sirve un hueso en un plato.
El huevo es el elemento originario que aparece en todas sus
formas, con cáscara o sin ella. Huevos sin cáscara caen de un tubo sobre un
prado que cruzan arrastrándose como organismos dotados de perfecta autonomía
locomotriz, para treparse luego a un árbol y dejarse caer de nuevo asumiendo
los contornos característicos de los huevos fritos.
En cuanto al arco iris, tiene una importancia central en la
cosmología serafiniana. Puente sólido, puede sostener una ciudad entera; pero
es preciso decir que esta ciudad cambia de color y de consistencia al mismo
tiempo que lo que la sostiene. Del arco iris, por agujeros circulares del tubo
iridiscente, salen ciertos animalitos bidimensionales y multicolores, de formas
irregulares y nunca vistas, que podrían ser el verdadero principio vital de
este universo, corpúsculos generadores de la incontenible metamorfosis general.
En otras láminas vemos que en el cielo, para tender los arco iris, hay una
especie de helicóptero que puede dibujarlos en la forma clásica del
semicírculo, pero también en nudo, en zigzag, en espiral, en gotas. Del
fuselaje de nube de este aparato penden, colgados de hilos, muchos de esos
corpúsculos policromos. ¿Un equivalente mecánico del polvillo iridiscente
suspendido en el aire? ¿O anzuelos para pescar los colores? Son estas las
únicas formas indefinibles en el cosmorama serafiniano, como dije antes. Seres
de forma afín aparecen como corpúsculos luminosos (¿fotones?) en un enjambre
que sale volando de un fanal, o como microorganismos atentamente catalogados al
abrirse la sección botánica y la zoológica de esta enciclopedia. Quizá tengan
la misma consisteneia de los signos gráficos: constituyen otro alfabeto, más
misterioso y más arcaico. (Formas análogas aparecen esculpidas en una especie
de Piedra de Rosetta, junto a la «traducción»). Tal vez todo lo que Serafini
nos muestra es escritura: sólo el código varía. En el universo‑escritura de
Serafini, raíces casi iguales son catalogadas con nombres diferentes, porque
cada barba de raíz es un signo diferencial. Las plantas retuercen sus tiernos
tallos como las líneas trazadas por la pluma, penetran en la tierra de la que
apenas han brotado para aparecer de nuevo o para hacer nacer flores
subterráneas.
Las formas vegetales prolongan la clasificación de las
plantas imaginarias iniciada por la amable Nonsense Botany de Edward
Lear, y continuada por la sideral Botanica Parallela de Leo Lionni. En
el vivero de Serafini hay hojas‑nube que asperjan las flores, hojas‑telaraña
que capturan insectos. Los árboles se desarraigan solos y caminan, van a la
orilla del mar de donde zarpan batiendo las raíces como hélices de motoscafo.
La zoología de Serafini es siempre inquietante,
teratomórfica, de pesadilla. Una zoología cuyas leyes evolutivas son la
metáfora (una serpiente‑salchicha, una vibora‑lazo con zapatillas de tenis), la
metonimia (un pájaro que es una sola pluma que culmina en una cabeza de
pájaro), la condensación de imágenes (un palomo que es también un huevo).
A los monstruos zoológicos siguen los monstruos
antropomórficos, tal vez tentativas fallidas en el camino de la hominización.
Que el hombre se haya convertido en hombre empezando por los pies lo había
explicado un gran antropólogo como Leroi‑Gourhan. En las láminas de Serafini
vemos una serie de piernas humanas que tratan de encontrar un complemento no en
un torso sino en un objeto como un ovillo o un paraguas, o bien en una
luminosidad de estrella que se enciende y se apaga. De esta última especie
vemos una multitud de seres de pie sobre barcas a la deriva que descienden un
río pasando bajo los arcos de un puente, en una de las figuras más misteriosas
del libro.
La física, la química, la mineralogía inspiran a Serafini
las páginas más calmas por ser más abstractas. Pero la pesadilla se reanuda con
la mecánica y la tecnología, donde el teratomorfismo de las máquinas resulta no
menos inquietante que el de los hombres. (Aquí las comparaciones remiten a
Bruno Munari y a toda una genealogía de inventores de máquinas locas.)
Si pasamos a las ciencias humanas (que incluyen la
etnografía, la gastronomía, los juegos, los deportes, la vestimenta, la
lingüística, el urbanismo) debemos tener en cuenta que es difícil separar el
sujeto hombre de los objetos, pegados ahora a él en una continuidad anatómica.
Hay también una máquina perfecta que satisface todas las necesidades del hombre
y a su muerte se transforma en ataúd. La etnografía no es menos caprichosa que
las otras disciplinas: entre los diversos tipos de salvajes catalogados con sus
trajes característicos, sus instrumentos y sus habitaciones, está el hombre de
las basuras y el hombre de la desratización, pero el más dramático es el hombre
de la calle o el hombre‑calle, con traje de asfalto adornado con la franja
blanca de la siñalética.
Hay una angustia en la imaginación de Serafini que quizá
alcance su culminación en la gastronomía. Y, sin embargo, también aquí se
revela su particular alegría, expresada sobre todo en las invenciones
tecnológicas: un plato provisto de dientes que mastican los alimentos, de modo
que puedan ser absorbidos por una pajita; un mecanismo de suministro de peces
como si fueran agua corriente, a través de cañerías y grifos, de manera de
tener pescado fresco a domicilio. Me parece que la verdadera «gaia scienza» es
para Serafini la lingüística. (Sobre todo por lo que concierne a la palabra
escrita; la palabra hablada, que vemos colgar de los labios como una papilla
negruzca, o bien extraída con caña de pescar de la boca abierta, despierta
todavía cierta angustia.)
La palabra escrita es también viviente (basta pincharla con
un alfiler para verla sangrar), pero goza de autonomía y corporeidad, puede
llegar a ser tridimensional, policroma, levantarse colgando de globitos desde
la página, o bajar a ella con paracaídas. Hay palabras que para tenerlas
sujetas a la página hay que coserlas, haciendo pasar el hilo a través de los
ojales de las letras anilladas. Y si se mira la escritura con lupa, el sutil
hilo de tinta resulta recorrido por una espesa corriente de significado: como
una autopista, como una multitud hormigueante, como un río bullente de peces.
Al final (es la última lámina del Codex) el destino de toda escritura es
deshacerse en polvo y también de la mano que escribe sólo queda el esqueleto.
Líneas y palabras se despegan de la página, se desmenuzan, y de los montoncitos
de polvo asoman los pequeños seres color arco iris y se ponen a saltar. El
principio vital de todas las metamorfosis y de todos los alfabetos reanuda su
ciclo.
(1982)
En Colección de arena
Trad.: Aurora Bernárdez
Trad.: Aurora Bernárdez
Foto: Carlo Gajani, Ritratto di Italo Calvino, 1975