¿Para qué sirve la poesía? Desde la
apología que de ella hiciera Sir Philip Sidney y la defensa de Shelley, han
surgido muchas otras respuestas. Una de las más convincentes es la de W. H.
Auden en su poema titulado "En memoria de W. B. Yeats", escrito entre
la muerte de Yeats, en enero de 1939, y la invasión de Polonia perpetrada por
Alemania más adelante ese mismo año, que condujo al estallido de la Segunda Guerra
Mundial. Sus versos finales son una suerte de plegaria a la sombra del poeta
muerto, pidiéndole que asegure la continuidad de la poesía en sí misma y que
garantice su constante virtud de transformación: "Que al corazón y a todos
sus desiertos/La fuente curativa pueda abrazar./Y que en la celda misma de
sus tiempos/Al hombre libre se le enseñe a alabar."
Sería difícil no leer estos versos como algo más que una elegía. No es
solamente una mirada retrospectiva lo que los hace resonar como un guante
arrojado al rostro de la historia: se trata de la voz del espíritu acorralado y
oponiendo resistencia. Antes incluso de que el siglo veinte alcanzara la mitad
de su recorrido, había suficientes acontecimientos para que los poetas y la
poesía se sintieran abrumados, desde las guerras de trinchera hasta el ascenso
del nazismo, y aun así las estrofas de Auden suenan intrépidas. Existe un
impulso definido, carente de disculpas en los versos, enfáticamente rimado y
confiadamente métrico, lo cual significa que el poema fluye con una fuerza
indomable, mitad grito de guerra, mitad lamento.
Un grito de guerra que celebra a la poesía porque se halla del lado de la vida, de la continuidad del esfuerzo y de la amplitud del espíritu. Ciertamente, el efecto de la conclusión de Auden resulta tan poderoso que lo hace contradecir algo que él mismo dice un poco antes en el poema, en un verso que es, tal vez, el más citado y con mayor frecuencia malentendido: "Pues la poesía no hace que ocurra nada."
Un grito de guerra que celebra a la poesía porque se halla del lado de la vida, de la continuidad del esfuerzo y de la amplitud del espíritu. Ciertamente, el efecto de la conclusión de Auden resulta tan poderoso que lo hace contradecir algo que él mismo dice un poco antes en el poema, en un verso que es, tal vez, el más citado y con mayor frecuencia malentendido: "Pues la poesía no hace que ocurra nada."
Esto también encarna una especie de desafío, pero del tipo que constantemente
se malentiende. La aseveración, en un principio, parece reconocer que la poesía
de alguna manera se queda corta, falla en cuanto a su función: claro que eso
sólo resultaría cabal si la función de la poesía fuera, ciertamente, hacer que
ocurriera algo además de su propia existencia. Auden, de hecho, no reconoce
ninguna de estas dos cosas; su verso surge en un pasaje donde no hay la menor
sugerencia de que la poesía, tomada simplemente como lo que es, sea nada menos
que una necesidad de vida.
La paradoja radica, pues, en que justo cuando Auden componía su famoso
verso, había poetas que agitaban el sistema en otras regiones de regímenes
totalitarios del mundo, y no por medio de escritos propagandísticos, sino al no
abandonar las fascinantes y concentradas disciplinas de la escritura lírica.
Fueron, por ejemplo, los poetas rusos que
ponían manos a la obra en lo que Auden llamaba "los ranchos del
aislamiento y las penas trabajadoras", quienes se hallaban entre los
causantes de la más profunda ansiedad política detrás de los muros del Kremlin.
La década de los años treinta sufrió la más oscura represión stalinista en la Unión Soviética ,
período en el cual poetas y escritores se veían silenciados no sólo por el
censor, sino también por el verdugo. En 1937, pongamos por caso, la poesía de
Osip Mandelstam tenía ya muchos años de no publicarse: él vivía desterrado,
lejos de Moscú, temiendo por su vida y al mismo tiempo viviendo para que su
poesía sobreviviera y permaneciera para siempre como lo que Auden llamaba
"una boca".
A principios de esa
década, había vuelto a escribir una especie de poesía lírica que, cual desafío,
estaba a tono con las leyes de su propia naturaleza artística, y esto quería
decir que se hallaba fatalmente fuera de tono respecto de las leyes artísticas
de la tierra en la
Unión Soviética.
Dado que entendía los derechos y las libertades de la poesía lírica como
equivalentes de los derechos y las libertades fundamentales del ser humano
negados por el Estado, la vocación de Mandelstam como poeta se volvió la
expresión de un humanismo profundamente comprometido y de profunda oposición.
Era como si hubiera prestado juramento para encarnar una suerte de Antígona de
la imaginación, para obedecer las leyes de su musa más que las leyes de sus
maestros. Para él, "la inmutabilidad del habla articulada" era de una
importancia estremecedora. En un poema llega incluso a declarar que un poeta
fulminado por un verso es como la tierra fulminada por un meteoro; a partir de
esa imagen se pueden proyectar tanto la planta como el alzado de su poética y
de su filosofía.
Según el pensamiento de Mandelstam, no se podía fijar un sitio para la
doctrina de la necesidad histórica, que a fin de cuentas quedaba reducida a la
línea ideológica de partido que los poetas debían promover y a la que se debían
suscribir. En cuanto a lo que a él concierne, el logro creativo en el arte y en
la vida implica el pasar por alto la necesidad, la diestra evasión de la
siguiente movida obvia, la terminante añadidura de lo impredecible. El asunto llega
como una aparición y aun así no se puede considerar fuera de lugar: he aquí lo
que hace de los grandes poemas algo indispensable e imposible de contradecir,
lo que los hace sucesos en y acerca de sí mismos.
Se puede responder a la pregunta de qué es lo que la poesía de Mandelstam
hace ocurrir diciendo que abre una brecha rumbo a la creación de otros poemas,
y al decir poemas me refiero no sólo a obras hechas de palabras y después
impresas en libros; también me refiero a la palabra en ese su sentido más
amplio, definido por el poeta Les Murray. Para él, "poema" puede
significar un gran sistema de creencias o una ética de la conducta. Y el siglo
veinte nos presenta con toda claridad un período durante el cual la cuestión
toda de la relación de la poesía con los valores humanos se conformó a un costo
extremo en las vidas de los poetas mismos, un período en el cual el equivalente
secular de la santidad se alcanzaba, con frecuencia, gracias a la devoción por
la vocación, y en el cual se ha dado hasta un cierto martirologio de los
escritores.
Basta pensar en nombres como los de Marina Tsvietáieva, Samuel Beckett y
Paul Celan para recordar con qué rigor, a qué costo y en medio de qué soledad
tan singular hollaron el camino del arte y lo siguieron hasta sus últimas
consecuencias.
En el compromiso de esta voluntad –podríamos decir, citando equivocadamente
a Dante– iba implícito su tormento. Su sendero era una vía ascética, no tanto
en un bosque oscuro como en una vía negativa lingüística, y fue a instancias de
una vocación artística que cambiaron sus vidas y las vivieron, en bien del
lenguaje, llevando al lenguaje más allá.
Sin embargo, el camino ascético no fue el único elegido por la poesía en
este siglo. La extraordinaria fecundidad y fuerza hipnótica de poetas como
Vladimir Mayakovsky, Federico García Lorca y Dylan Thomas debe, a su vez,
tomarse como una respuesta noble a los tiempos que les tocó vivir. Sus muertes
prematuras acaso los volvieron héroes culturales y los revistieron del glamour
de los estereotipos románticos; pero vaya si se yerguen como recordatorios de
las fuerzas del daimon del arte, su alianza con la voz cantante de Orfeo, el
mero poder hechizante de su discurso rítmico. Dylan Thomas penetró el oído de
los hablantes de lengua inglesa a mediados de siglo con una confianza
apocalíptica; lástima que luego, en los años cuarenta y cincuenta, la luz de la
fe en la vida misma comenzara a desvanecerse.
Después del holocausto, una nueva oscuridad se proyectó sobre el siglo. Se
instaló en la conciencia como una segunda caída, que no era parte de algún mito
de creación y redención, sino en verdad parte del registro histórico, lo
inimaginable al fondo de cualquier espejo en el cual los seres humanos acaso
optaran por mirar su reflejo. Aparece, por ejemplo, como telón de fondo
pesadillesco en poemas de Sylvia Plath que poseen calidad de parteaguas, como
"Papacito" y "Doña Lázara", publicados en su poemario Ariel
, de 1965. Éstos y otros poemas de Plath sí lograron que algo ocurriera de
cierta manera muy política: el resurgimiento y desafío de su obra, la
combinación de logro artístico y liberación personal que implicaban, todo eso
comenzó muy rápidamente a conducir la corriente de lo que en un principio se
llamó liberación de la mujer, después feminismo y, por último, política de
género.
La obra de Plath, dicho de otro modo, tuvo un efecto definitivamente
cinético. "Cinético" es el vocablo empleado por el Stephen Daedalus
de Joyce, con objeto de describir el arte que provoca un efecto de saldo o
remanente sobre la vida. Arte que puede apropiarse, digamos, con propósitos
políticos o como estímulo para propósitos eróticos. Y tal efecto de apropiación
de la poesía en la vida es, por supuesto, un fenómeno bastante común.
Si uno se pregunta hasta qué punto la visión compasiva de un Neruda o un
Brecht ayudó a los pobres y a los reprimidos, o a qué grado Hugh MacDiarmid
contribuyó a la evolución de una nueva conciencia nacional en Escocia, no
hallará una respuesta exacta; pero hay, en cambio, una certidumbre en que algo
real y positivo sí ocurrió. De igual modo, no cabe duda de que la obra de
poetas-soldados durante la
Primera Guerra Mundial afectó sus actitudes respecto de la
masacre masiva y la lealtad a las mitologías nacionales; de que los poetas de
Europa Oriental que se negaron a plegarse a las ideologías comunistas
mantuvieron vivo el espíritu de la resistencia que triunfó en 1989; de que
Allen Ginsberg y los poetas de la generación beat en general cambiaron el clima
de la cultura norteamericana, contribuyeron al movimiento en contra de la
guerra de Vietnam y aceleraron la revolución sexual; de que las poetas de
surgimiento posterior al de los logros de Plath llenaron de género su propuesta
y afectaron el clima social y político; de que los poetas pertenecientes a
minorías étnicas han tenido éxito al incorporar sus poemas a una obra más
amplia de solidaridad y otorgamiento de poderes; y así sucesivamente.
La obra de todos estos poetas, en el sentido más obvio de la expresión, sí
hizo que algo positivo ocurriera. No obstante, doy por hecho que ninguna poesía
digna de llamarse tal es indiferente al mundo por el cual y al cual responde.
La función de respuesta, tal como lo ha señalado el poeta estadounidense Robert
Pinsky, es precisamente lo que hace a la poesía responsable en el sentido más
profundo: capaz y dispuesta a ofrecer una respuesta, pero una respuesta en sus
propios términos. Y son esos términos los que con frecuencia fuerzan al poeta a
recluirse en aquellos "ranchos del aislamiento y penas trabajadoras"
a que aludía Auden.
Comencé con una elegía para un poeta porque justamente con motivo de la
muerte de un poeta experimentamos con mayor fuerza la necesidad de la poesía, y
la gratitud más grande para con él por haber hecho cosas, como decía Rilke,
"capaces de eternidad". Cuando muere un poeta, siempre surge una
contradicción entre nuestra gratitud por lo que ha ganado el arte y nuestros
sentimientos de pérdida personal, y esta ambivalencia queda poderosamente
expresada en un par de versos de Tadg Dall O h-Uiginn, poeta irlandés del siglo
XV, escritos en memoria de su hermano, que era poeta a su vez. Ante el hijo de
su madre muerto, en palabras de O h-Uiginn, "La poesía se ha acobardado/
Una duela de barril se ha aplastado/ Y el muro del aprendizaje se ha derribado".
A pesar de la intensidad de la pena que se expresa, las imágenes también
ofrecen un magnífico panorama de la reciedumbre inmemorial de la poesía, como
la obra de contención de la madera y la piedra. Y precisamente por eso cité los
versos de O h-Uiginn a principios de noviembre del año pasado, en el entierro
de Ted Hughes. Con la muerte de este gran poeta inglés de la segunda mitad de
nuestro siglo se esclareció por completo que, a solas, él había hecho un
recordatorio de Inglaterra, por así decirlo, que había hecho recordar a buena
parte del país y de la cultura mucho de lo que acarrean su tierra y su lengua.
En cierto sentido, él volvió a enarcar el barril colocándole una nueva duela.
Este poeta moderno de Yorkshire, que en los años sesenta publicó un poema
titulado "El Toro Moisés", habría hecho muy buenas migas con Caedmon,
el primer poeta inglés, que comenzó a vivir como trabajador de una granja en
Nortumbria, un coterráneo norteño con el arpa bajo un brazo y el bulto de
forraje bajo el otro.
Al término de un siglo que ha visto las nubes de hongo sobre Japón y el humo
de las cámaras de gases sobre Europa, las regiones de sequía y los casquetes
polares derritiéndose, la lluvia ácida y la erosionada capa de ozono, Hughes
logró reconocer todas las verdades destructivas y, aun así, seguir cantando
como Caedmon acerca de la gloria de la creación. En su elegía a su amigo y
suegro, el granjero Jack Orchard, Ted escribió versos que ahora expresan
nuestro propio sentimiento de pérdida:
The trustful catle,
with frost on their backs
waiting for hay, waiting for warmth,
stand in a new emptiness.
From now on, the land
will have to manage without him.
[El confiable ganado, con escarcha en el lomo,
espera la pastura, espera el calor,
parado en un nuevo vacío.
De ahora en adelante, la tierra
tendrá que vérselas sin él.]
En este contexto, viene a la mente la frase de Auden, "el cultivo de un
verso", como la vieja relación, presente en la palabra
"cultivar", entre el cultivo y la cultura, relación que originalmente
deriva del verbo latino colere. Así que esto también me recuerda algo
que una vez dijo el poeta Joseph Brodsky en mi presencia, algo muy audenesco en
cuanto a su simple claridad y convicción. Los seres humanos, dijo, se han
puesto sobre la tierra para crear la civilización.
Y si aceptamos esa definición de nuestra raison d´etre humana,
entonces tendremos que admitir que en un siglo en el cual la inhumanidad nunca
se ha hallado fuera del alcance, los poetas han sido fieles a tal propósito y
han probado, ciertamente, constituir su centro.
Traducción de Pura López Colomé
Seamus Heaney, "La fuente curativa"
Fractal n°12, enero-abril, 1999, año 3, volumen IV, pp. 11-18
Imagen: Seamus Heaney, portraits taken shortly after winning the 1995 Nobel Prize, 1996
Photo: Bobbie Hanvey
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