Antiguamente, los filósofos temían a los sentidos; ¿no habremos olvidado demasiado ese temor?
Hoy todos los filósofos, tanto los actuales como los futuros, somos sensualistas, y no en cuanto a
la teoría, sino en la práctica. Aquéllos, por el contrario, estimaban que los sentidos corrían el
riesgo de atraerlos fuera de su mundo, del frío reino de las «ideas», y de llevarlos a una isla
peligrosa y más meridional donde temían que se les derritieran sus virtudes de filósofos igual
que la nieve se derrite al sol. El requisito para filosofar antes era ponerse cera en los oídos, un
verdadero filósofo no tenía entonces oídos para la vida; como la vida es música, negaba la
música de la vida —considerar que toda música es música de Sirenas constituye una
superstición muy antigua del filósofo.
F. Nietzsche, La Gaya ciencia, § 372
I
El primer testimonio que tenemos de las Sirenas es el de Homero, en la Odisea, la
aventura de Ulises. Más antiguo es el lance que con ellas tuvo el navío Argos, con Orfeo y
su cítara sobre el puente, aunque el texto que lo narra es posterior en bastantes siglos.
En el relato de Homero no se nos habla de su aspecto, ni se dicen sus nombres o su
número, aunque al referirse a ellas utiliza el dual y la tradición acostumbra a llamarlas
Agláope y Telxíope. Su apariencia la conocemos desde muy antiguo gracias a la
iconografía, frecuentemente asociada con ritos funerarios, aunque no sólo. En principio, se
trata de figuras con cuerpo de ave y cabeza de mujer. A partir de aquí se diversifican las
variantes: con brazos, con el torso entero de mujer, tañendo instrumentos musicales que a
su vez se diversifican según las épocas… También su número varía, pueden ser dos como
en Homero, pero también tres o cuatro. Sin embargo, todos los testimonios coinciden en
que lo que más específicamente las caracteriza es la funesta atracción de su canto, su
seducción abismal: mujeres pájaro que cazan a lazo, que cautivan, y atan a los hombres
con su música como las agavilladoras amarran los haces de espigas. En los nombres que
de ellas nos han llegado se expresa con nitidez la fascinación que se les atribuye:
Aglaofonos (la de esplendorosa voz), Agláope (la de espléndido aspecto), Leukosia (la
blanca, la resplandeciente), Ligia (la de voz clara, aguda), Molpe (la del canto y el baile),
Parténope (la de aspecto de virgen), Pisínoe (la de mente persuasiva), Teles (la
encantadora), Telxíone (la de mente encantadora), Telxíope (la de aspecto encantador)…
En todos ellos, el brillo, el resplandor, la luz que ciega, el agudo que rompe el cristal,
también.
Existe sin embargo una discrepancia importante en los dos textos mayores que dan
testimonio de los poderes de su canto, el de Homero y Las Argonáuticas de Apolonio de
Rodas. Así, mientras Apolonio les atribuye un canto inarticulado, bestial, maléfico, al que
Orfeo opondría su música mesurada, Homero les hace decir: «¡Ven aquí, con nosotras,
Ulises, honra de los aqueos! Acércate y detén la nave para que oigas nuestra voz. Nadie ha
pasado en su negro bajel sin que oyera la suave voz que fluye de nuestros labios; sino que
se van todos después de recrearse con ella y de aprender mucho; pues sabemos cuántas
fatigas padecieron en la vasta Troya argivos y teucros, por la voluntad de los dioses, y
conocemos también todo cuanto ocurre en la fértil tierra».
II
Las Sirenas cantaban, pero sólo Butes saltó…
Butes es uno de esos personajes medio secretos, tan frecuentes en la escritura de
Pascal Quignard, quienes por más que su aparición resulte luminosa no por ello dejan de
pertenecer a la más completa oscuridad, héroes del todo discretos. El ejemplo con el que
convocan es siempre desmesurado, siempre se trata de una experiencia crucial. Y sin
embargo, ¿qué sabemos de ellos?
Intrusos —los llama Quignard en ocasiones, tanto a estos personajes como a los temas,
problemas o textos que devuelve al presente con su escritura—. Según la etimología latina
a la que se remite, intrusos serían aquellos que se hacen un lugar a empujones allí donde
no se contaba con ellos. Personajes desconocidos o casi, de pronto en el centro. Y sin
embargo no, de lo que se trata no es de proponer una lección histórica diferente, sino
simplemente de devolver a la luz de lo vivo experiencias confiscadas por una determinada
lectura de la historia, hacer vacilar esas certidumbres y restaurar aquellas experiencias
posibles cuyo cristal acostumbra a ser siempre una buena pregunta y su telón de fondo la
infinita novedad del pasado. Lascaux se descubrió en 1940 —acostumbra a repetir
Quignard al respecto.
Desde los tiempos de los Petits traités (1981-1990) hasta la serie Dernier Royaume,
iniciada en 2002, los textos de Quignard están hechos así, para eso, y al detalle —Butes es
un magnífico ejemplo de ello—. La indagación estilística de Quignard viene de antiguo, y
algún día se le prestará toda la atención reflexiva que reclama, seguro. Y es que, lejos de
adscribirse a la coquetería de la escritura fragmentaria sin más, de lo que se trata es de la
búsqueda de un género literario blanco, un no-género —así lo ha llamado a veces— en el
que puedan coexistir en una misma prosa esos intrusos que como espectros irrumpen a
diario en la vida de nuestra experiencia, tanto si se trata de emociones como de
pensamiento…
Héroe discreto Butes, en fuga, como el propio Quignard siempre: a los dieciocho
meses, él mismo lo ha contado en diversas ocasiones, se niega a aprender la lengua
común, se niega a comer, a hablar, a obedecer… A veces ha remitido incluso su tarea
como escritor a este autismo primero —sería el suyo así el testimonio de quien podría no
haber hablado…—. Luego abandonará la filosofía, la enseñanza, se exiliará de los círculos
de la inteligencia parisina, para acabar dimitiendo de su cargo en la editorial Gallimard.
Como un pensador nómada en el ángulo muerto entre lo social y el tiempo, ni arcaizante
ni postmoderno, simplemente en tránsito en el ángulo del mundo —así parece entender a
menudo su tarea Quignard…
Personaje medio secreto Butes, su gesta parece estar ahí ante todo para hablarle a la
vida secreta de cada cual. Con ocasión de la publicación del libro que lleva precisamente
por título Vie secrète (1998), Quignard se extenderá en la caracterización de estas formas
de vida que inventan pasajes secretos para escapar de la mediación social, para separarse
del mundo. Frente a la comodidad del tópico que insiste en reconducir toda experiencia a
la mediación social fuera de la cual nada existiría, Quignard repite que la lectura hace
posible escapar de la educación que se recibe, como la literatura permite emanciparse del
lenguaje o el amor extirparse de la familia y el grupo. También su rechazo de la filosofía,
su fuga de toda prosa discursiva se asienta sobre el mismo ángulo de atención. Y es que
para los filósofos es como si los hombres nacieran ya dotados de identidad, como Adán y
Eva, con treinta años cumplidos —dijo entonces—. Para nada tienen en cuenta la
existencia de un mundo primero anterior a este segundo mundo de nuestra existencia
social: los hombres nacen, y este nacimiento suyo viene a romper un vínculo
inimaginable, original, oscuro y cardíaco, el mundo de antes de que se tuviera voz, el
mundo acuático de cuando todavía no se ha comenzado a existir en la atmósfera. Y al
hablar así está bien claro lo que dice, Butes nos acaba de regalar una maravillosa parábola
al respecto. Su distancia de las certidumbres de la prosa discursiva y la filosofía es inversa
pero simétrica a su interés por el misterio siempre abierto de la música, su convicción de
que la música puede pensar allí donde la filosofía tiene miedo.
Y sin embargo, ¿podría decirse que todo lo que acabamos de leer no es sino una
explicación de por qué Butes saltó?
III
La diagonal que idealmente traza Butes con su salto, entre el canto de las Sirenas y la
música de Orfeo, hace que irrumpan inevitablemente aquí otras referencias. La de Maurice
Blanchot sería tal vez la menos obviable. Teniendo en cuenta el lugar preeminente que, en
Le livre à venir y en L’Espace littéraire, le dedica a ambos mitos, es irremediable tratar de
poner en contraste ambas miradas. Sabemos que, para él, la astucia de Ulises es tanto la
salvación que abre la posibilidad del relato de la aventura como la pérdida de Eurídice es
para Orfeo el principio de un lamento que no puede tener fin —así tensa Blanchot los dos
lances entre los que Butes parece dibujar su diagonal—. Aunque «es posible —nos
advierte Michel Foucault, en La pensé du dehors— que bajo el relato triunfante de Ulises
reine el lamento inaudible por no haber escuchado mejor y durante más tiempo, por no
haberse zambullido lo más cerca posible de la voz admirable donde tal vez el canto iba a
tener lugar. Y bajo los lamentos de Orfeo resplandece la gloria de haber visto, durante
menos de un instante, el rostro inaccesible, en el momento mismo en el que se giraba y
regresaba a la noche: himno a la claridad sin nombre y sin lugar». En cualquier caso, lo
que queda claro desde el principio es la distancia que separa ambas miradas. Al contrario
que Quignard, Blanchot, aun ponderando los dos extremos, privilegia claramente la
versión que da Homero de la naturaleza del canto de las Sirenas, y de ella extrae el hilo su
reflexión. Se recordará lo que dice en el primer capítulo de Le livre à venir, que lleva
precisamente ese mismo nombre, «El canto de las Sirenas»:
«Las Sirenas: realmente parece que cantaban; pero de un modo insatisfactorio, pues
sólo dejaban entender la dirección en que se abrían las verdaderas fuentes y la felicidad
verdadera del canto. Sin embargo, con sus cantos imperfectos, que no eran sino un canto
venidero, conducían al navegante hacia ese espacio en que verdaderamente comenzaría el
cantar. Por tanto no lo engañaban, sino que lo llevaban realmente a su objetivo. Pero, una
vez alcanzado el lugar, ¿qué es lo que pasaba?, ¿qué lugar era ése? Uno en el que ya sólo
se podía desaparecer, porque en esta región de fuente y origen hasta la música había
desaparecido más radicalmente que en ningún otro paraje del mundo: un mar en el que se
hundían, sordos, los vivos, y en el que las Sirenas —lo que prueba su buena voluntad— un
día tuvieron, también ellas, que desaparecer.
¿De qué naturaleza era el canto de las Sirenas? ¿Cuál era su punto débil? ¿Por qué este
fallo hacia ese canto tan poderoso? Los unos siempre han respondido que era un canto
inhumano: un ruido natural, sin duda (¿es que hay otros?), pero al margen de la naturaleza,
en todo caso extraño para el hombre, muy profundo y despertando en él ese placer
extremo de caer, imposible de satisfacer en las condiciones normales de la vida. Pero,
dicen los otros, lo más extraño era el embrujo: no hacía más que reproducir el canto de los
hombres, y, como las Sirenas, aun siendo sólo animales muy bellos a causa del reflejo de
la belleza femenina, podían cantar como cantan los hombres, convertían el canto en algo
tan insólito que hacían surgir en quien lo escuchaba la sospecha de inhumanidad en todo
canto humano. Por tanto, ¿es de desesperación de lo que habrían muerto los hombres,
apasionados por su propio canto? A causa de una desesperación muy cercana al rapto.
Había algo maravilloso en este canto real, canto común, secreto, canto simple y cotidiano,
que no podían sino reconocer enseguida, cantado irrealmente por potencias extrañas y,
digamos, imaginarias, canto del abismo que, una vez escuchado, abría en cada palabra un
abismo e invitaba con fuerza a desaparecer en él.
Este canto, no lo olvidemos, iba dirigido a navegantes, gente de riesgo y ademán
audaz, y él mismo era navegación: era una distancia, y lo que revelaba era la posibilidad
de recorrerla, de hacer del canto el movimiento hacia el canto y de este movimiento la
expresión del mayor de los deseos»[*].
Se hace evidente que cuando Blanchot habla de canto está pensando en la promesa de
sentido que lo conduce, en lo que el canto dirá, entendido éste ante todo como poema, y el
poema como matriz primera de un espacio literario del que la especificidad irreductible de
la música quedaría evacuada. Aunque tal vez no sea enteramente correcto hablar aquí de
dos visiones distintas, no del todo. Más bien se diría que ambos escuchan la voz de las
Sirenas de muy diferente manera…
IV
¿Dónde está el oído del que escribe?
A veces la escritura ocupa el segundo tiempo de un movimiento binario en el que la
escucha se entrega al primer tiempo. En ese tiempo anterior a la palabra inscrita, el oído se
mece en un espacio sonoro que tensa la lengua y la mano que luego recorrerá el blanco
espacio del papel. Antes de sentir la tensión en la lengua y la mano, se percibe en el oído.
El oído tiende hacia o se tensa entre.
La escritura puede entonces asumir una disposición o
instalarse en el intervalo que dibuja ese oído tensado en un entre.
El oído de Quignard parece asumir ambas posiciones. Primero, el oído es tentado por
el zambullirse en el agua de Butes. La llamada de la mar en la que Butes perece será una
constante a la que se unirá la tensión dramática que el escritor anima con la distinción
entre dos tipos de música: la voz de las Sirenas y la música de Orfeo. La tensión se sitúa
entre Orfeo y las Sirenas, aunque como Vladimir Jankélévitch advierte en La musique et
l’ineffable, libro al que Quignard se remite, la voz de las Sirenas aún no es música para el
oído humano.
El oído del que escribe se emplaza en el entre que teje esa voz cuya música escapa a lo
humano y el canto de Orfeo. En ese intervalo la palabra de Quignard deja aflorar el poder
que la música ejerce: la llamada de ese mar que engulle a Butes y la posibilidad de regreso
del Hades por el canto de Orfeo.
V
¿Escribir en el entredós, entonces?
Renacido de nuevo a la palabra tras sus períodos infantiles de mutismo, Quignard elige
escribir como una forma de estar en el lenguaje callándose, y ese quehacer directamente
engastado en el silencio le entrega una evidencia simple que se convierte en tutelar: que la
palabra escrita, la literatura dice lo que la oralidad no puede decir. Y que el silencio tan
intenso de la lectura y la convocatoria íntima de la música nos asoman al mismo mar.
Entonces, escribir un libro silencioso bien pudiera ser lo más parecido, lo más próximo a
hacer música, ese lenguaje sin significado que sin embargo toma nuestro cuerpo, en fuga
ambos de las significaciones convencionales de la lengua común. Un libro debe ser un
pedazo desgarrado del lenguaje, un pedazo que se le arranca a la palabra —ha dicho en
alguna ocasión.
Y también: Quiero perseverar en el arte, en el silencio líquido de la lengua escrita.
¿Podría decirse que alguno de los secretos de la perfección del texto que acaba de
leerse tiene que ver con esa perseverancia, con ese modo de asomarse a la mar, de
escuchar su canto?
VI
¿Orfeo o el canto de las Sirenas? Dos tipos de música que desgranan para Quignard dos
estados del ser. En ambos la música se hace invocación, llamada que conduce a lo humano
o a la muerte. La música es el tejido sonoro que sostiene toda una vida, desde el estado
fetal hasta su desfallecimiento con la pérdida del último aliento. La primera música que se
escucha parece tejida por la voz de las Sirenas. Su voz emplazada en una tesitura aguda,
voz de mujer, deja escuchar para Quignard la llamada originaria que yergue. Es un canto
animal, una voz acrítica, continua, en la que no es posible un reconocimiento del decir.
No es un canto humano y, por ello, es una música de perdición. En esta música se pierde el
ritmo que marca el tiempo de lo humano. La invocación de las Sirenas conduce fuera de lo
humano e impide el regreso. La suerte de aquél que las escucha sólo puede ser su
aniquilación.
Los verdaderos músicos —escribe Quignard— «son los que aflojan la cuerda de la
lengua. Dejan una parte de la humanidad».
Los verdaderos músicos son entonces los que encantan el oído ligándolo a un canto
que destensa el lenguaje, canto en el que brota un tiempo sin mesura humana. En su
música se pierde el aliento y se siente el dolor de estar vivo. Con ellos, la música no es
tanto lenguaje como fuerza que arrastra. Uno de estos músicos, afirma Quignard, fue
Franz Schubert, sin él —prosigue— no comprenderíamos el estado originario de los
primeros días de existencia atmosférica.
La música de Schubert crea un espacio en el que el tiempo como medida del
movimiento es sometido a un desencajamiento continuo. Sus melodías se niegan a seguir
un hilo causal, se presentan como evocaciones de un errar. Con ellas se difumina la forma
musical y se pone en un brete a una memoria apurada por el reconocimiento. Como
explica Morton Feldman, en el Schubert tardío el paso de una idea musical a otra es
excesivamente explícita, como si se tratara de un mal jugador de poker Schubert muestra
las cartas. Dejando al descubierto las costuras de sus obras, sosteniendo repeticiones casi
idénticas que parece que no dejan paso a la conclusión de sus obras, este músico llamado
en su tiempo «el de las divinas longitudes» sitúa su música en un espacio sonoro en el que
es posible dejar de contar para tender el oído a momentos de tensión que dan cuenta de ese
aflojar la cuerda de la lengua. La música de Schubert se encamina hacia un espacio sin
discurso.
Todo otro espacio es el que forja el segundo tipo de música al que Quignard alude: la
música de Orfeo. Esta música que entona un canto acompañado por la cítara es ya una
música humana pues deja escuchar la medida audible del tiempo. El canto de Orfeo es
articulado, tanto porque es un canto discontinuo que se corta como el lenguaje, como por
el modo en que articula el grupo social. El canto de Orfeo no es como el de las Sirenas una
invocación dirigida a un particular, a Ulises, a Butes… su canto transforma al individuo en
sujeto social, por ello es un canto colectivo. La música órfica forja la unanimidad de la
mecánica social, de la mecánica del poder. El ritmo que siguen los compañeros de Butes
sentados en el banco de su navío da cuenta de esa unanimidad. La música los ata al banco
forjando una disciplina corporal y mental necesaria para que el navío avance. Esta música
fragua una perfecta tecnología social.
Sólo Butes es el disidente, escribe Quignard. Sólo Butes se levanta de ese banco y
sigue la invocación de las Sirenas. En ese banco quedan sus compañeros, dirigidos por esa
música humana cuya representación mayor puede ser, como Quignard apunta, las filas de
la orquesta que siguen a un director. La orquesta, ese espacio que antaño se reservaba a la
danza, acoge —principalmente en su formación clásica y romántica— un conjunto
instrumental en el que los músicos se mantienen en su mayor parte sentados, olvidados del
baile y observando atentamente las indicaciones del director y la música escrita sobre la
partitura. La música se escribe sobre el papel al tiempo que el cristianismo combate la
danza por considerarla inmoral; así, lentamente, la fijación corporal hará olvidar las
antiguas danzas pírricas o báquicas. Sólo las danzas de la corte —patrones de medida—, y
más tarde las danzas populares estilizadas con ritmos que se avienen a la creación de esa
tecnología social tendrán su lugar en las filas de una cierta música humana.
Butes, Schubert y otros músicos verdaderos abandonan esas filas mecidas por el canto
de Orfeo. Pero, una gran parte de la música occidental, como Quignard recuerda, siguió
remando en su banco, entonó la necesidad de la cohesión social, de la música que unifica.
Desde la constitución del canto litúrgico —apenas la sola expresión vocal durante siglos
sometida al discurrir del texto divino—, hasta la polifonía que la siguió y donde aún las
mujeres tenían prohibida su participación, la música vocal parece dar razón de esa
exclusión de la voz de las Sirenas. Las voces agudas son en esta música cantadas por
hombres en falsete. Y algo de ese falsete se percibe, de vez en cuando, en el canto
colectivo que ata a cada uno a su banco. Como la voz de falsete pobre en armónicos, así el
canto colectivo requiere la pérdida de los armónicos del individuo que se integra en el
grupo social. La voz de falsete, voz que hace de la cabeza el lugar de resonancia, bien
podría dar el tono del tipo de racionalidad que debe sustentar la mecánica social que funda
la música de Orfeo.
VII
¿Orfeo o el canto de las Sirenas? ¿Música humana o música animal? ¿Música que conduce
a la colectividad o música de perdición individual?
Seducido por el canto de las Sirenas Butes elige volver a la condición originaria, a la
voz del agua, pero allí sólo puede perecer ahogado. Por eso la música es para Quignard la
«isla» imposible de alcanzar. Pero queda una cierta escucha, la de la voz del mar. Ponerse
a la escucha de las olas que llegan a la orilla y regresan en un vaivén que no cesa. De pie,
ante el mar, se puede escuchar el estruendo del agua que en un gran crescendo se precipita
sobre la orilla para después, horadando la arena bajo los pies, arrastrarse hacia dentro con
su resaca y su sonido que, en diminuend, parece sumirse en la profundidad del mar. La voz
del mar, la voz de las Sirenas, invoca el latir del tiempo que escapa a lo humano en el
movimiento de las aguas.
El oído del que escribe está de pie escuchando ese mar.
El oído del que escribe está sentado en la sala de conciertos escuchando la orquesta.
El oído del que escribe está sintiendo la tensión de la música: el canto de las Sirenas y
el canto de Orfeo. Se escribe entonces en la tensión que la música forja, sabiendo como
Quignard que la música piensa en alta mar cuando la filosofía siente temor.
Tensado el oído entre la voz de las Sirenas y la voz de Orfeo se presiente que tal vez,
en el origen, en el vientre materno, supimos un día cómo piensa la música; que, tal vez,
como la cabeza de Orfeo en el agua, un día entonamos un canto ahora perdido. Tensado el
oído del lector con la palabra de Quignard no se puede por más que preguntar como en
una cantilena cuya duración se desconoce:
«¿Qué pensaba antaño nuestra cabeza en el agua?»
[*] Con todos los matices que se quiera, la lectura que lleva a cabo Foucault en el texto
citado, La pensé du dehors, sigue la misma dominante, subrayando en el canto de las
Sirenas la voz atrayente que promete un canto futuro, tal como se desprende de la lección
de Homero. «Las Sirenas son la forma inasible y prohibida de la voz atrayente. No son
sino enteramente canto. Simple surco plateado en el mar, cresta de la ola, gruta abierta
entre las rocas, playa inmaculada, ¿qué son, en su ser mismo, sino la pura llamada, el
vacío feliz de la escucha, de la atención, de la invitación a la pausa? Su música es lo
contrario de un himno: ninguna presencia resplandece en sus palabras inmortales; sólo la
promesa de un canto futuro recorre su melodía. Seducen no exactamente por lo que dan a
oír, sino por lo que brilla en la lejanía de sus palabras, la posteridad de lo que están
diciendo. Su fascinación no nace de su canto actual, sino de lo que se compromete a ser.
Ahora bien, lo que las Sirenas le prometen a Ulises que cantarán es el pasado de sus
propias hazañas, transformadas por el futuro en poema: “Conocemos los males, todos los
males que los dioses en los campos de la Tróade infligieron a las gentes de Argos y de
Troya”. Ofrecido como en hueco, el canto no es más que la atracción del canto, pero no
promete al héroe otra cosa sino un doble de lo que ya ha vivido, conocido, sufrido,
ninguna otra cosa sino lo que él mismo es. Promesa a la vez falaz y verídica. Miente, ya
que quienes se dejen seducir y pongan proa hacia las playas no encontrarán sino la muerte.
Pero dice la verdad, ya que es a través de la muerte como el canto podrá elevarse y contar
hasta el infinito la aventura de los héroes. Y sin embargo, hay que renunciar a oír este
canto puro —tan puro que no dice más que su retiro devorador—, taparse los oídos,
atravesarlo como si se fuera sordo, para continuar viviendo y empezar así a cantar; o más
bien, para que nazca el relato que no morirá hay que estar a la escucha, pero hay que
permanecer al pie del mástil, atados los pies y las manos, y vencer todo deseo por medio
de una astucia que se hace violencia a sí misma, sufrir todo sufrimiento permaneciendo en
el umbral del abismo atrayente, y reencontrarse finalmente más allá del canto, como si se
hubiera atravesado vivo la muerte, pero para restituirla en un lenguaje segundo».
Miguel Morey y Carmen Pardo: «Las voces del agua»
Postfacio en Pascal Quignard, "Butes"
[L'Escala, marzo 2011]
En Butes
Título original: Butes
Pascal Quignard, 2011
Traducción: Miguel Morey y Carmen Pardo
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