Aquellos tiempos en que las mujeres tomaban los hábitos para ocultar al mundo, tanto como a ellas mismas, los avances de la edad, la disminución de su fulgor, la desaparición de sus atractivos..., en que los hombres, cansados de gloria y de fasto, abandonaban la Corte para refugiarse en la devoción... La moda de convertirse por pudor desapareció con el gran siglo: la sombra de Pascal y un reflejo de Jacqueline se extendían, como prestigios invisibles, sobre el mundo cortesano; sobre la más frívola belleza. Pero todos los Port Royal fueron destruidos para siempre, y, con ellos, los lugares propicios para las agonías discretas y solitarias. Ya no hay la coquetería del convento: ¿dónde buscar aún, para dulcificar nuestra decadencia, un marco sombrío y suntuoso juntamente? Un epicúreo como Saint-Evremond imaginaba uno a su gusto, tan lenificante y relajado como su «savoir vivre». En aquellos tiempos, era preciso contar con Dios, ajustarlo a la incredulidad, englobarlo en la soledad. ¡Transacción llena de agrado, irremediablemente pasada! Nosotros precisaríamos claustros tan despojados, tan vacíos como nuestras almas, para perdernos en ellos sin la ayuda de los cielos, y en una pureza de ideal ausente, claustros a la medida de ángeles desengañados que, en su caída, a fuerza de ilusiones perdidas, permaneciesen aún inmaculados. Y a esperar una ola de retiros en una eternidad sin fe, una toma de hábitos en la nada, una Orden liberada de los misterios, y ninguno de cuyos «hermanos» se reclamaría de nada, desdeñando su salvación tanto como la de los otros, una Orden de la salvación imposible...
Breviario de podredumbre
Traducción Fernando Savater
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