El libro del Génesis ofrece dos versiones de cómo Dios creó al hombre. En el capítulo 1, versículos 27 y 28, se lee: «Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios le creó, y los creó macho y hembra; y los bendijo Dios, diciéndoles: “Procread y multiplicaos…”» Y en el capítulo 2, versículo 7: «Formó Yahvé Dios al hombre del polvo de la tierra y le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así el hombre ser animado»; en cuanto a la creación de la mujer, el versículo 18 no aporta una razón biológica, sino personal: «No es bueno que el hombre esté solo».
Todo ser humano, por así decirlo, es al mismo tiempo un miembro individual de la especie biológica Homo sapiens que llegó a ser lo que es mediante el proceso de la selección natural, y una persona única con una perspectiva única del mundo, dotada de una conciencia que es una y trina. Como afirmó san Agustín: «Porque yo soy, y conozco, y quiero: soy esciente y volente y sé que soy y quiero y quiero ser y conocer».[233] La condición humana resulta aún más complicada por el hecho de que el hombre es una criatura generadora de historia y de cultura, que por su propio esfuerzo ha sido capaz de transformarse a sí misma, después de que su evolución biológica se completara. Cada uno de nosotros, por tanto, hemos adquirido lo que solemos llamar una «segunda naturaleza», creada por la sociedad y la cultura en que nos tocó nacer. En este punto, la distinción entre individuo y persona se hace más imprecisa. Usar el término «individual» no sólo como una descripción biológica —un hombre, una mujer, un niño o niña, una persona rubia, etcétera—, sino también como una descripción sociocultural —un inglés, un francés, un alemán— es correcto en la medida en que nuestro pensamiento y manera de actuar, por más personales que imaginemos que son, aparecerían a ojos de un extranjero como el resultado de un condicionamiento social. La sociedad a la que pertenecemos puede, por otra parte, describirse legítimamente como una persona colectiva.
Así pues, en cuanto individuos somos creados mediante la reproducción sexual y el condicionamiento social, y somos lo que somos no porque lo hayamos escogido libremente, sino por nuestro origen y necesidades económicas, que son accidentales. No podemos actuar como individuos: simplemente mostramos un comportamiento característico de nuestra especie biológica y el grupo o grupos sociales a los que pertenecemos. En cuanto individuos somos contables, comparables, reemplazables.
Como personas que, de vez en cuando, podemos legítimamente decir «yo», llegamos a ser lo que somos —y el mito de nuestra descendencia común de un único ancestro, Adán, es un modo de explicarlo— no a partir de ningún proceso biológico, sino gracias a otras personas: nuestros padres, hermanos, amigos. Como personas, no somos miembros nolens volens de una sociedad; no obstante, somos libres de formar comunidades, grupos de seres racionales, unidos, como escribió san Agustín, por el amor de algo distinto de nosotros mismos: el amor, la música, la filatelia o cualquier otra cosa parecida. Como personas, somos capaces de ceder, de elegir hacer esto en vez de lo otro y de hacernos responsables por las consecuencias de nuestros actos. En cuanto personas, somos incontables, incomparables, irreemplazables.
Cualquier consideración de la naturaleza del lenguaje debe empezar haciendo una distinción entre nuestro uso de las palabras como un código de comunicación entre individuos, y nuestro uso de ellas en el habla particular. Muchos animales poseen un código de comunicación: señales sonoras, visuales u olfativas mediante las cuales los miembros individuales de una especie se transmiten unos a otros información vital para su supervivencia, sobre la comida, el sexo, el territorio, la presencia de enemigos, etcétera; tratándose de especies sociales, como la abeja, este código puede llegar a ser extremadamente complejo; sin embargo, ningún animal, hasta donde sabemos, se dirige personalmente a nadie, aunque algunos animales domesticados, como los perros, responden a sus nombres cuando los seres humanos se dirigen a ellos. Todas las señales animales, podría decirse, son afirmaciones hechas en tercera persona. La mejor manera de ilustrar nuestro modo de usar las palabras es acudir a uno de esos libros de frases para turistas que ofrece las equivalencias entre cuestiones del tipo «¿Podría decirme cómo se llega a la estación?» Si hago tal pregunta, no lo hago por simple curiosidad, sino porque es indispensable para mí conocer la respuesta, si de verdad quiero coger el tren. El individuo a quien se la planteo no tiene el menor interés en mí, ni yo por él. Una vez que le he preguntado y él me ha respondido cesamos de existir el uno para el otro. En lo que concierne a ambos, ninguno de los dos habría tenido ningún problema en conocer a una persona distinta. Ahora bien, sucede que en ciertas lenguas, como el inglés, lo convencional desde el punto de vista de la gramática es emplear la segunda persona: «tú», y la primera persona: «yo», en este tipo de frases, pero no es más que una pura convención. La tercera persona funcionaría igualmente bien, y algunas lenguas la emplean en estas circunstancias. En italiano, por ejemplo, cuando nos referimos a alguien con quien no tenemos una relación cercana, lo consecuente es usar la tercera persona: lei.
Cuando hablo en mi propio código lingüístico, sé por adelantado qué es exactamente lo que voy a decir: las palabras no son «mías» en ningún sentido. Y, dado el caso de que dos grupos lingüísticos compartan el mismo estilo de vida y las mismas necesidades sociales, la traducción exacta de una lengua a otra es posible. Si en determinada cultura existen los trenes, sin duda habrá una palabra que equivalga a «estación». Si sólo usáramos las palabras como un código de comunicación, parece probable que, igual que los animales, no existiera más que una lengua, si acaso con algunas variantes dialectales, como el canto de los pinzones varía del de los jilgueros.
Pero en cuanto que personas, somos capaces de hablar propiamente: cuando hablamos, una persona única se dirige a otra, y lo hace voluntariamente: si lo quisiera así, podría guardar silencio. Si hablamos como personas es porque deseamos abrirnos a los otros y compartir experiencias, no porque necesitemos hacerlo, sino simplemente porque compartirlas supone un placer para nosotros. Cuando hablamos de verdad, las palabras no acuden a nuestras órdenes listas para su uso: tenemos que hallarlas, y no sabemos con exactitud lo que vamos a decir hasta que lo hemos dicho, y decimos y escuchamos decir cosas que nunca habían sido dichas ni escuchadas. He aquí tres afirmaciones sobre el lenguaje que vale la pena recordar. La primera es de Karl Kraus: «El lenguaje no es el aya, sino la madre del pensamiento»;[234] la segunda, de Lichtenberg: «He extraído del pozo del lenguaje muchos pensamientos que en realidad no tenía, y que era incapaz de poner en palabras».[235] La última es de Eugen Rosenstock-Huessy:
El poder de la lengua supera el del pensamiento individual. La lengua es más sabia que el pensador que asume que piensa, cuando solamente habla y haciéndolo confía ciegamente en el material que la lengua le provee: ésta guía sus conceptos, inconscientemente, a un futuro desconocido.[236]
Para entender la naturaleza del lenguaje, no debemos empezar con proposiciones en tercera persona del tipo: «El gato está en la alfombra», sino con nombres propios, los pronombres personales de primera y segunda persona, con vocativos e imperativos, respuesta y obediencia: «Adán, ¿dónde estás? Aquí estoy, señor. Sígueme. Hágase en mí según tu palabra».
Cada niño recibe un nombre de sus padres. Entre las tribus primitivas, estos nombres son con frecuencia tecnónimos, es decir, palabras que definen la relación del niño con sus parientes vivos, o necrónimos, que definen su relación con los ancestros muertos. Pero sin importar qué sistema se use para darle nombre, el efecto sobre el niño es siempre el mismo: cuando oye que lo llaman por su nombre, toma conciencia de sí mismo como una persona única. Al ser pronunciado por sus padres, su nombre es, pronominalmente, la segunda persona del singular: «tú». Al responderles, su nombre es, pronominalmente de nuevo, la primera persona del singular: «yo». La segunda persona precede a la primera: respondemos y obedecemos antes de poder llamar a alguien o darle una orden. En las sociedades modernas, tenemos apellidos, que definen nuestra relación tanto con los vivos como con los muertos, y nombres propios que son autónimos, que, en nuestra generación y familia, nos pertenecen a nosotros mismos y a nadie más. Dos niños de la misma familia jamás reciben el mismo nombre.
Entre cristianos, es costumbre dar a los niños el nombre de un santo. Éste no tiene relación biológica alguna con el niño en cuestión: no es su ancestro. Al darle ese nombre, los padres declaran que su hijo no es solamente su hijo, una extensión de ellos mismos, sino también hijo de Dios: una creación nueva.
A lo largo de nuestras vidas, nuestra existencia se ve profundamente influida por los nombres: nombres de personas que conocemos y que amamos; nombres de ciertos personajes, ya sea históricos o ficticios, que encarnan para nosotros lo que entendemos por bondad, justicia, valor; nombres de artistas y científicos que han ayudado a que nos formemos un concepto de la vida y del mundo. De hecho, es posible decirle a alguien: «Hazme una lista de los nombres de tu vida y te diré quién eres».
Pero no sólo los nombres de las personas resultan importantes para nosotros. Es nuestro derecho y nuestro deber, como lo fue para Adán, nombrar todas las cosas y, para toda aquella cosa o criatura que suscita nuestro afecto, deseamos un nombre propio. Pero incluso en el caso de los nombres genéricos, sólo las flores y los animales que podemos nombrar son reales para nosotros. Como afirmó Thoreau: «Al conocer sus nombres, reconocemos de un modo distinto y comprendemos mejor las cosas».[237]
Dado que designan seres singulares, los nombres propios son intraducibles. Al traducir una novela alemana cuyo protagonista se llama Heinrich, el traductor debe dejar ese nombre tal cual y no, por ejemplo, adaptarlo al inglés y llamarlo Henry.
El nombre de un ser humano designa a éste, al mismo tiempo, como individuo y como persona; por esta razón los nombres tienen siempre género masculino o femenino. Pero los pronombres correspondientes a la primera y segunda persona del singular, que utilizamos para referirnos unos a otros en cuanto personas, no tienen género. El pronombre personal de la tercera persona del singular tiene género y, por tanto, hablando estrictamente, es impersonal. Resulta conveniente, desde el punto de vista gramatical, referirnos a alguien que no está presente como «él» o «ella», pero si al hacerlo realmente lo vemos como «él» o «ella», y no como Juan o Carmen, nos referimos al individuo, y no a la persona.[238]
Siempre que usamos los pronombres «tú» y «yo», no como una mera convención, sino intencionalmente, pronunciarlos viene acompañado de un tono sentimental característico.
El sentimiento que acompaña el «tú» es la atribución de una responsabilidad. Si un chico le dice a su novia: «Eres muy bella», y lo dice de verdad, está afirmando que ella es, cuando menos en parte, responsable de su aspecto físico, y que ese aspecto no es meramente el resultado de una afortunada combinación de genes. Si un hombre le dice a otro que lo ha lastimado: «Te perdono», está afirmando que el otro no es un lunático, o una cosa, sino una persona que sabía lo que hacía, y a quién.
De un modo parecido, el sentimiento que acompaña el «tú» supone el reconocimiento de una responsabilidad. Decir «Te quiero» es afirmar que, sin importar las causas o el origen de mis sentimientos, me hago responsable de ellos: no soy la víctima pasiva e inerme de la pasión. Los sentimientos que acompañan el «yo» y el «tú» tienen en común la sensación de estar en mitad de una historia con un pasado personal que recordar y un futuro personal por construir.
Como he dicho antes, es característico de las frases estrictamente convencionales tener equivalentes en todas las lenguas. Un fallo en la comunicación sólo puede deberse a la ignorancia o al malentendido.
Si intento preguntarle a un alemán cómo puedo ir a la estación de trenes, podría decir Hof, que quiere decir «granja», en vez de decir, correctamente, Bahnhof. Y si estoy en una gran ciudad, es posible que aquel «yo» individual me indique mal el camino. Ahora bien, dado que somos desconocidos, sin el menor interés personal entre nosotros, normalmente debo asumir que pretendía decirme la verdad: excluyo la posibilidad de una mentira deliberada, simplemente porque no puedo imaginar qué motivo podría tener aquel individuo para engañarme.
El lenguaje personal presenta mayores dificultades. Aun cuando dos personas compartan la misma lengua materna, nadie habla del mismo modo: lo que un hablante dice a la luz de su propia experiencia tiene que ser interpretado por su interlocutor a la luz de la suya, y ambas por supuesto no son idénticas. Cada diálogo es de algún modo una traducción.
Como escribió Franz Rosenzweig:
Traducir implica servir a dos señores: nadie puede hacer tal cosa. Por consiguiente, como suele suceder con las cosas que en teoría son imposibles, se convierte en la práctica en una tarea que todo el mundo realiza. Todos tenemos que traducir, y todos lo hacemos. Quien sea que hable debe traducir su pensamiento si desea que el otro lo comprenda; y no me refiero al «otro» en general, sino al que está frente a él, que abre mucho los ojos a causa de la sorpresa o que los entorna a causa del aburrimiento. El que escucha traduce las palabras que llegan a sus oídos al lenguaje que él mismo utiliza. La imposibilidad teórica de la traducción sólo puede significar para nosotros que, en el curso de lo «imposible» —los compromisos necesarios cuya secuencia constituye lo esencial de la vida—, esta imposibilidad teórica nos impondrá el coraje de ser modestos y pedir a la traducción, no lo imposible, sino aquello que sencillamente ha de hacerse. Así, cuando hablamos de escuchar, el «otro» no necesita tener mis ojos o mis oídos —lo que haría innecesaria no sólo la traducción, sino incluso el hecho de hablar o escuchar—. Lo necesario no es ni una traducción que esté tan lejos de serlo como para ser el original —puesto que esto eliminaría al escucha—, ni una que en efecto sea un nuevo original —lo que eliminaría al hablante.[239]
En el caso de las frases meramente convencionales no sólo debo asumir que no me están mintiendo, sino además, si ocurre un fallo en la comunicación, que éste se pondrá de manifiesto muy pronto: o bien consigo llegar a la estación, o no. En cambio, cuando hablamos en cuanto personas, el propio interés, la malicia, etcétera, a menudo hacen que digamos mentiras de manera deliberada, y a menudo esa mentira no puede demostrarse empíricamente. Si el chico dice a su novia «Te quiero», ella podría creerle, dudar de él o simplemente negarlo. «Negar, creer y dudar —como afirmaba Pascal— bien son al hombre lo que correr al caballo.»[240] Antes que aprender a dudar y negar, sin embargo, tenemos que aprender a creer. Privada de la guía de los instintos innatos, la especie humana debe echar mano de la confianza para poder avanzar. Si los niños empezaran a temprana edad a dudar de lo que les dicen sus padres, jamás aprenderían a hablar. Mentir, aun con las mejores intenciones, es un pecado mortal, puesto que cada vez que le decimos una mentira a alguien —aun con las mejores intenciones— no sólo renunciamos para siempre al derecho a que confíe en nosotros, sino que socavamos su fe en todos los hombres y en el lenguaje mismo. Existen buenas razones para que el diablo sea conocido como el padre de la mentira.[241]
El escepticismo, decía Santayana, es la castidad del intelecto.[242] Justamente. Pero una castidad que no se funda en una profunda reverencia al sexo no es más que un asunto de viejas estrechas.
Hay otros malos usos del lenguaje que, a la larga, quizá hagan más daño que una mentira deliberada. Aquel que miente deliberadamente es consciente de lo que hace: puede que mentir corrompa su alma, pero no su inteligencia o el idioma en el que miente. Sin embargo, cuando usamos palabras con propósitos para los cuales decir si son ciertas o falsas es irrelevante, corrompemos nuestra alma, nuestro intelecto y nuestro idioma: todo a la vez.
Podemos hablar, por ejemplo, no porque creamos que tenemos algo importante que decir, sino porque tenemos miedo del silencio, o de pasar inadvertidos. Y podemos escuchar o leer las palabras de otros no para aprender alguna cosa, sino porque estamos aburridos y tenemos que ocuparnos en algo. El parlanchín de cóctel y el periodista en el sentido peyorativo de la palabra son dos caras de la misma moneda: lo que la Biblia llama palabras ociosas, por las cuales se nos pedirán cuentas el día del Juicio.[243] Dado que el parlanchín no tiene, en realidad, nada que decir, y el periodista nada que escribir, las palabras que empleen no tienen consecuencias para ninguno de los dos. Como resultado, enseguida se olvidan del sentido exacto de las palabras y sus relaciones gramaticales precisas, y muy pronto, sin darse cuenta, están hablando o escribiendo cosas sin sentido.
Esta clase de corrupción del lenguaje ha sido intensamente promovida por la educación en masa y los medios de comunicación. Hasta hace muy poco, la mayor parte de la gente utilizaba un lenguaje que denotaba su clase social. Puede que su vocabulario fuera limitado, pero lo habían aprendido de primera mano de sus parientes y vecinos, de modo que conocían el significado correcto de las palabras que usaban, y no pretendían utilizar otras. Hoy en día, apostaría a que al menos nueve décimas partes de la población no conoce el significado del treinta por ciento de las palabras que suelen usar. Así, es perfectamente posible escuchar a alguien que está enfermo decir que se siente «nauseabundo», o leer a alguien que comenta una novela policíaca diciendo que es «enervante», o ver en la televisión a un presentador que dice, de la agencia de inversiones que patrocina su programa, que su mejor característica es una integridad «ignominiosa».
Dar conversación por mera cortesía es, desde luego, fundamental en una sociedad civilizada, y una de las razones por las que la cháchara se ha convertido en un verdadero problema en nuestros días es justamente que la conversación cortés ya no se ve como un arte que deba aprenderse. De niños, la única sociedad que conocemos la forman nuestros amigos, parientes, hermanos y hermanas, o la gente que nos cuida. Es solamente al crecer cuando nos topamos con desconocidos, con algunos de los cuales quizá lleguemos a hacernos íntimos, pero que en su mayoría no volveremos a ver jamás; por eso debemos aprender que no debemos hablar con desconocidos o, para el caso, con los lectores y la audiencia, del mismo modo en que hablaríamos con un viejo amigo. Una de las peores características de la sociedad actual es la generalizada indiscreción, auténticamente infantil, que ignora esas diferencias. Lo mismo en las conversaciones que en los libros, la gente parece, hoy en día, demasiado dispuesta a desnudarse frente a absolutos desconocidos.
De nuevo, mientras que sin duda es una bendición que nadie tenga que ser rico para disfrutar de las obras maestras del pasado —puesto que las ediciones populares, las bellas reproducciones en color y las grabaciones estereofónicas las han hecho accesibles para todo el mundo, con excepción de los más pobres—, esta facilidad de acceso, si se hace mal uso de ella —y eso es justo lo que hacemos—, puede convertirse en una maldición. Todos nos sentimos tentados a leer más libros, ver más pinturas, escuchar más piezas musicales de las que estamos en condiciones de asimilar, y el resultado de tal glotonería no es una mente más cultivada, sino cada vez más consumista. Todo lo que se ve, se mira o se escucha se olvida inmediatamente, sin dejar más huella de la que podría haber dejado el periódico de ayer.
Y aún más peligroso es el uso de las palabras como quien practica la magia negra. Igual que a la magia blanca de la poesía, a la magia negra le interesa el encantamiento; no obstante, mientras que el poeta se siente encantado por los asuntos sobre los que escribe y no desea otra cosa que compartir ese encantamiento con otros, quien practica la magia negra es perfectamente frío: no tiene encantamiento que compartir, más bien lo usa como una manera de ganar poder sobre los demás, y así obligarlos a que hagan lo que él les dice. No busca una respuesta libre para sus propuestas: exige un eco tautológico.
En todas las épocas la técnica de quienes practican la magia negra de las palabras ha sido fundamentalmente la misma: siempre que hablan, despojan a las palabras de su significado y las reducen a meras sílabas o sonidos verbales. Pueden hacerlo literalmente, como cuando los magos recitaban el padrenuestro al revés, o bien repitiendo una palabra una y otra vez tan alto como puedan, hasta que se convierta en un puro sonido. Para millones de personas hoy en día, palabras como «comunismo», «capitalismo», «imperialismo», «paz», «libertad», «democracia», han dejado de ser palabras, cuyo significado puede cuestionarse y discutirse, para convertirse en meros sonidos agradables o desagradables ante los cuales toda respuesta es tan involuntaria como los reflejos de las rodillas.
No supone una diferencia que la magia se emplee simplemente para el engrandecimiento del propio mago o si, como sucede más comúnmente, éste asegura servir a una buena causa. De hecho, cuanto más buena sea la causa a la que sirve, más daño hace el mago. La mayoría de los anuncios comerciales, vulgares como suelen ser, resultan inocuos en comparación. Si un anuncio me condiciona para comprar determinada marca de jabón de baño, dado que la ley prohíbe la venta de sustancias que puedan dañar la piel o dejarme más sucio que antes, que yo compre una marca u otra no le hace daño a mi cuerpo, ni me lo hace a mí. La propaganda política o religiosa es otro asunto, puesto que se trata de esferas en las que la libre elección es fundamental. «La justicia de Dios —dijo san Agustín— puede existir sin tu voluntad, pero no puede existir en ti al margen de tu voluntad.»[244] La propaganda, como la espada, intenta eliminar el consentimiento o el disentimiento y, en nuestra época, el lenguaje mágico ha venido a sustituir en gran medida la espada.
Puedo imaginarme la siguiente situación —aunque, gracias a Dios, sé muy bien que no ocurrirá jamás—. Un grupo de multimillonarios piadosos compran tiempo en radio y televisión en un momento en que, coincidentemente, la Iglesia tiene a su disposición un gran número de predicadores brillantemente demagógicos que conocen toda clase de trucos para atraer al público. Bombardeado por sermones, películas y musicales de tema religioso, el público se convence de que ir a la iglesia es lo mismo que estar a la última, así que todas las iglesias se llenan de gente los domingos. ¿Qué significaría algo así? Ni más ni menos que las conversiones en masa de los bárbaros en los siglos VIII y IX.
En el peor de los casos, de la poesía puede decirse que no puede ser empleada por quien practica la magia negra. Cuando alguien reacciona ante un poema, esa reacción es por fuerza voluntaria y consciente. Y la poesía no puede reducirse a cháchara. Incluso las mejores novelas pueden leerse como pasatiempo; incluso la música más extraordinaria puede utilizarse en un ascensor, pero a estas alturas no hay nadie que sepa cómo consumir un poema. Cuando leemos poesía, sólo podemos hacerlo del modo en que su autor pretendía que lo hiciéramos.
La poesía es el lenguaje personal en su forma más pura. Se ocupa solamente, exclusivamente, de los seres humanos en cuanto personas únicas. Lo que los hombres hacemos por necesidad o porque supone para nosotros una segunda naturaleza no puede ser tema para la poesía, porque ésta se funda en la gratuidad misma del lenguaje. Como afirmó Paul Valéry: «Cierto es que, en los versos, todo lo que es necesario decir, es imposible decirlo bien».[245] Antes que una palabra escrita, es una palabra hablada. Es imposible comprender un poema si no se pone atención al sonido de las palabras que lo componen, y su significado es el resultado de un diálogo entre esas palabras y la respuesta del lector. No se trata solamente de que cada poema sea único, sino de que su significado es único para cada persona que reacciona a su estímulo. Si de verdad puede hablarse la poesía como transmisora de conocimientos, se trataría del conocimiento al que se refiere la frase bíblica: «Conoció el hombre a su mujer»: conocer es inseparable de ser conocido por el otro. [246] Decir que la poesía se ocupa fundamentalmente de la persona humana no significa, desde luego, que lo haga abiertamente siempre. Siempre estamos íntimamente relacionados con la parte de la naturaleza que no es humana, y a menos que intentemos entender y relacionarnos con lo que no somos, jamás entenderemos lo que somos en verdad. El poeta ha de preservar y expresar con su arte lo que los pueblos primitivos comprendieron instintivamente, es decir, que, para el hombre, la naturaleza es un reino de analogías sacramentales. Como escribió Ralph Waldo Emerson:
El hombre es un analogista y estudia las relaciones entre todos los objetos. Ubicado en el centro de los seres, un haz de relaciones lo une con todos ellos. Y no es posible comprender al hombre sin estos objetos ni a estos objetos sin el hombre. Tomado en sí mismo, ningún fenómeno de la historia natural tiene valor: es estéril como un solo sexo; pero casadlo con la historia humana, y se llenará de vida… A causa de esta radical correspondencia entre las cosas visibles y los pensamientos humanos… [en la] poesía… todos los hechos espirituales son representados por símbolos naturales.[247]
Decir que un poema es una manifestación personal no quiere decir que sea un acto de autoexpresión. La experiencia que el poeta se empeña en encarnar en el poema corresponde a una realidad común a todos los hombres: solamente es suya en el sentido de que esa realidad ha sido percibida desde un punto de vista que nadie más puede tener.
Dado que ha tenido la suerte de ser el primero en percibirla, es su deber compartirla con los demás. George MacDonald ha dado una explicación teológica a todo este asunto:
En cada hombre hay… una cámara secreta en la que se aloja lo más peculiar de su vida, y en la que solamente Dios puede entrar… También existe una cámara en Dios, en la que nadie puede entrar, sino el único: el hombre peculiar; de tal cámara este hombre habrá de salir habiendo tomado para sus hermanos la revelación y la fortaleza. Para eso fue creado: para revelar los secretos del Padre.[248]
De nuevo, aunque un poeta habla en cuanto persona, no es etéreo como un ángel: es un miembro individual de la especie humana, nacido en una época y un lugar particulares. Aun siendo única, toda obra de arte genuina tiene dos características: permanencia y novedad. Cuando hablo de «permanencia» me refiero a que continúa siendo relevante para la experiencia humana mucho tiempo después de que su creador y la sociedad en la que este vivió han desaparecido. Cuando digo «novedad», hablo de aquellas características de lenguaje, estilo, presupuestos acerca de la naturaleza del universo y del hombre, etcétera, que permiten a los historiadores del arte determinar aproximadamente cuándo se creó.
El cometido del arte es manifestar lo personal y lo especial: el estudio de lo impersonal y lo necesario corresponde a las ciencias. Y aunque su objeto de estudio sea la necesidad, la ciencia es una actividad tan gratuita y personal como el arte. Suponer que las ciencias pueden decirnos cómo son realmente las cosas, con independencia de nuestras mentes, es un mito. No obstante, el conocimiento científico no es recíproco, como sí lo es el conocimiento artístico, sino que avanza en una sola dirección; aquello que los científicos saben, no los conoce a su vez. En cualquier caso, las palabras, por más abstractas que sean, son demasiado personales para constituir un lenguaje adecuado. La ciencia no descubrirá cuál es su verdadera naturaleza hasta que haya inventado un lenguaje universal e impersonal del cual se haya eliminado todo vestigio de poesía; digamos, el álgebra, sobre la cual Alfred North Whitehead señala:
El álgebra invierte la importancia relativa de los factores en el lenguaje ordinario. Es, en esencia, un lenguaje escrito, y la estructura misma de su escritura quiere ejemplificar los patrones que tiene como propósito transmitir. La disposición de los signos sobre la página es una instancia particular de aquello que busca transmitirse al pensamiento. El método algebraico es lo que más se aproxima a la expresión de la necesidad, en razón de su reducción de lo accidental al fantasmagórico carácter de la variable real.[249]
Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento definen las actividades de Dios en cuanto Creador, y sus relaciones con el hombre, en términos de lenguaje humano:
Como baja la lluvia y la nieve de lo alto del cielo, y no vuelven allá sin haber empapado y fecundado la tierra y haberla hecho germinar, dando la simiente para sembrar y el pan para comer, así la palabra que sale de mi boca no vuelve a mí vacía, sino que hace lo que yo quiero y cumple su misión.[251]
No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.[252]
Como indica el uso del singular, estas frases son analógicas, no literales. En cuanto seres humanos utilizamos, para hablar, oraciones compuestas por cierto número de palabras, y debemos decirlas en una lengua particular. Así es como hablan los dioses de la Ilíada, tanto entre ellos como cuando se dirigen a los hombres.
Hablan, y lo hacen en griego. Pero cuando el elohísta presenta a Dios diciéndole a Abraham: «coge a tu hijo, a tu unigénito, a quien tanto amas»,[253] no pensamos que Dios esté hablando en hebreo, o que Yahvé, como Zeus, tiene cuerdas vocales que producen sonidos audibles.
¿Cuál es, entonces, la analogía que se nos propone?
Primeramente, que Dios es una persona, no un objeto ni un concepto identificado con un nombre. Esto es: esa analogía niega que Dios sea el dios de la filosofía griega, To Theón, que no puede hablar, y al que no puede hablársele, sólo contemplarlo. Como afirma Rosenstock-Huessy: «Aproximarse a Dios como si se tratara de un objeto de discusión teórica es errar la senda antes de empezar a caminar. Mirarlo así es imposible: Dios es el poder que ha hecho que hablemos. Ha puesto las palabras vitales en nuestros labios»,[254] o Ferdinand Ebner: «Hablar de Dios, salvo en el contexto de una plegaria, es tomar el nombre de Dios en vano».[255]
En segundo lugar, la analogía nos propone que Dios actúa ejerciendo su autoridad o su poder, sin echar mano de la fuerza o de la violencia; la criatura, por tanto, tiene un papel que desempeñar en la creación divina. Si alguien me golpea y me hace perder el sentido, se trata de un acto de fuerza: que yo caiga al suelo no puede considerarse propiamente un acto que yo realice. Ahora bien, si alguien me ordena caer al suelo, puedo obedecer o desobedecer la orden. Si la obedezco, sólo puede deberse a una de estas dos razones:
- Porque siento un miedo irresistible ante las consecuencias de desobedecer. En ese caso, estoy obligado a obedecer, y mi acto no es propiamente mío.
- Porque acepto la autoridad de aquel que me ha dado la orden. Creo que es más sabio que yo y que me desea el bien. En este caso, caerme al suelo es mi propio acto.
Finalmente, si es verdad que el Verbo se hizo carne, lo que se impone a los hombres es que sus palabras y sus vidas estén en concordancia. Sólo el que es verdadero es capaz de decir la verdad. La verdad no es ideal, ni abstracta, sino concreta:
La «Palabra» que nos envía es una enunciación solamente en el sentido de que procede de él, pero no en el sentido de que lo que enuncia sea distinto de Él mismo.
Lo que Él nos comunica no podría ser Él mismo a menos de que lo que esa comunicación nos dice proceda de Él en cuanto Él mismo. Así, la palabra de Dios no sólo «está con Dios», sino que «la Palabra era Dios».
El Dios cristiano no es a la vez inmanente y trascendente.
Su realidad es otra que ser Aquel que se hace presente al ser: Él es quien hace ser al ser.[257]
Creer lo anterior supone poner en cuestión la poesía y todas las demás artes. El artista es un creador, no un hombre de acción. Puede que haya falsedades de corazón que corrompan la imaginación hasta el punto de hacerla incapaz de crear, pero no hay relación aparente entre la actitud moral de un creador y el valor estético de sus obras. Por el contrario, todo artista sabe que las fuentes de su arte se hallan en lo que Yeats llama: «la quincallería sucia del corazón»:[258] en sus momentos de lujuria, sus odios, sus envidias, y en aquello de lo que Goethe hablaba —dirigiéndose a todos los artistas— cuando escribió:
si contemplar buscaba, siendo bueno,
pero se alzaba hasta iluminar el cielo,
si con ansias de volar, al mal me entregaba.[259]
Cuando los dioses paganos se aparecían a los hombres, eran reconocibles de inmediato como tales por el pasmo y el asombro que causaban entre sus espectadores mortales, y a los poetas precristianos se les aclamaba como portavoces divinos porque su lenguaje era el del encantamiento mágico. Jesucristo, sin embargo, se niega a todo encantamiento: exige fe por parte de los hombres.
Desde que el Verbo se hizo carne, es imposible imaginar a Dios hablando de cualquier modo que no sea la prosa más sobria. Si Blake tuvo razón al decir que Milton, sin saberlo, estaba de parte del diablo, es porque Lucifer tendría que hablar en el lenguaje más elevado, pero atribuirle a Dios admirables discursos es convertirlo en una especie de Zeus, aunque sin los vicios de este. Como observó acertadamente el pietista alemán Johann Georg Hamann: «Si cuando Dios dijo: “Haya luz”, los ángeles hubieran aplaudido, quizá les habría preguntado: “¿Ahora qué tontería dije?”» [260]
En consecuencia, los teólogos cristianos se encuentran en la difícil posición de tener que usar palabras, que por su naturaleza son antropomórficas, para refutar las concepciones antropomórficas de Dios. Aun así, cuando esas concepciones antropomórficas salen a la palestra, él debe hablar: no puede refutarlas mediante el silencio. Los postulados dogmáticos de la teología no deben entenderse como proposiciones lógicas, ni como afirmaciones poéticas; más bien como esos largos chistes coronados con un desenlace absurdamente simple: tienen su punto, pero si uno hace demasiado esfuerzo para entenderlos, pierden toda la gracia.
El poeta, que no se ocupa del Creador, sino de sus criaturas, está en una posición menos incómoda; sin embargo, también para él la relación con las palabras es problemática. Podría decirse que la metáfora menos inadecuada para la verdad sería la palabra «silencio», y las palabras sólo pueden dar testimonio del silencio del modo en que las sombras dan testimonio de la luz. Tarde o temprano, todo poeta descubre la verdad que se esconde tras la observación de Max Picard: «El lenguaje de los niños es silencio transformado en sonido; el lenguaje del adulto es sonido que busca el silencio».[261] Quiero decir que el único testimonio del Dios viviente que la poesía puede dar es indirecto y negativo. Los dioses del politeísmo eran falsos, pero la poesía les atribuyó una cualidad que comparten con el único Dios: eran personas que podían hablarle a los hombres y a quienes éstos podían responder. La poesía no puede probar la existencia de Dios; sólo puede afirmar: «Si Dios existe, no puede ser el Dios abstracto de los filósofos». El testimonio de la ciencia es complementario. Sólo puede afirmar: «Si Dios existe, no puede ser Zeus sin sus vicios, que impone sus leyes sobre los hombres como un gobernante lo hace con sus gobernados». Como afirmaba Wittgenstein: «La ética ha de ser una condición del mundo, como la lógica».[262] Sin importar en cuántas herejías caiga, un artista, dada la naturaleza de su trabajo, no será nunca un gnóstico maniqueo, lo mismo que un científico no podrá ser nunca un pelagiano. Como escribió Simone Weil: «Solamente [la ciencia], y solamente en su más puro rigor, puede dar un contenido preciso a la noción de Providencia».[263]
Dios creó al hombre como una criatura generadora de cultura, dotada de imaginación y de razón y capaz de crear objetos de arte y de hacer investigación científica, así que afirmar que Jesucristo pone el arte en cuestión no significa que éste esté prohibido para un cristiano como lo estaría para un platónico, sino solamente que la naturaleza de la imaginación y la función del artista han de ser vistos de otro modo que en los tiempos precristianos. En la cultura mágico-politeísta, se creía que todos los acontecimientos eran causados por poderes personales que podían entenderse, y hasta cierto punto controlarse, por medio del lenguaje; lo más próximo, entonces, al concepto de necesidad era el mito de las Parcas, que decidían el devenir de los hombres con sus husos. En una cultura así, los poetas son los teólogos, los portavoces sagrados de la sociedad: son ellos quienes enseñan los mitos y rescatan del olvido las grandes hazañas de los héroes ancestrales. Aquello a lo que la imaginación, por su propia naturaleza, responde con emoción, a saber: lo manifiestamente extraordinario y poderoso, se identifica con lo divino. El poeta es aquel cuyas palabras se identifican sus protagonistas divinos, lo que sólo puede ocurrir si ha sido inspirado por las divinidades mismas. La venida de Cristo en la forma de un siervo al que es imposible reconocer con los ojos de carne y hueso, sino sólo con los ojos de la fe, pone fin a esa clase de reivindicaciones. La imaginación ha de entenderse como una facultad natural cuyo tema es el mundo fenoménico, no su creador. Para un poeta criado en una sociedad cristiana es perfectamente posible escribir un poema de tema cristiano, pero cuando lo hace asume ese tema como un aspecto de la religión, es decir: como un hecho cultural comparable a otros, no como un asunto de fe. La tarea del poeta no es la conversión del mundo.
El contraste entre la reivindicación de los relatos evangélicos, de ser la palabra de Dios, y la apariencia exterior y el estatus social de los personajes que aparecen en ellos, si aquella reivindicación se da por cierta, puede abolir los presupuestos de la estética clásica, tal como ha demostrado el profesor Erich Auerbach, en su notable libro Mímesis. Refiriéndose al pasaje de la negación de Pedro, Auerbach escribe:
La clase y el escenario del conflicto quedan por completo fuera del marco de la antigüedad clásica. Trátase, en último término, de una acción policíaca y sus consecuencias, en la que intervienen totalmente gentes ordinarias del pueblo, lo que, todo lo más, puede ser concebible en la antigüedad como bufonada o comedia… Una escena como la de la negación de Pedro no cabe dentro de ningún género antiguo: demasiado serio para la comedia, demasiado vulgar y de la hora para la tragedia, demasiado insignificante, desde el punto de vista político, para la historiografía; y, además, ha cobrado una forma directa que no se da en la literatura antigua. Esto podría apreciarse en un síntoma que acaso parezca insignificante a primera vista: el modo de emplear los parlamentos… en general, el parlamento se limita en los antiguos historiadores a grandes alocuciones dirigidas al Senado, al pueblo, a los soldados… En los Evangelios, por el contrario, el dramatismo del momento en que los personajes se sitúan frente a frente está reproducido con un sesgo tan directo que, comparado con él, incluso los diálogos de la tragedia antigua (Stichomythia) producen el efecto de muy estilizados.[264]
Los evangelios hicieron añicos las convenciones antiguas, pero sería un error suponer que las reemplazaron por alguna clase de principios estéticos positivos. Hicieron y hacen posible para los artistas buscar temas en áreas ignoradas hasta entonces, pero la naturaleza de la imaginación humana, como la de la razón humana, no puede cambiar: sólo se interesa de veras por aquello que le parece extraordinario, y solamente puede tratar de aquello que puede hacer interesante para los otros. Por ejemplo, en mi opinión, ni en la poesía ni en la ficción existe un retrato convincente de un santo. Parecería que la santidad sólo se puede dar a entender mediante un sesgo cómico, como en Don Quijote.
Hay un evento narrado por el Nuevo Testamento que, a la larga, ha tenido una gran influencia cultural; me refiero a Pentecostés. Al don que el Espíritu Santo concedió a los apóstoles en aquella ocasión se le conoce como «el don de lenguas», pero quizá sería más apropiado llamarlo el don de oídos. Jamás he conseguido comprender cómo algunos ventrílocuos, desde Montano hasta los Irvingitas, pueden haber tomado el relato de los Hechos de los Apóstoles, como para pretender que producir sonidos verbales que nadie puede entender es una prueba de inspiración divina. Lo que sucedió en Pentecostés fue estrictamente lo opuesto: un milagro de traducción instantánea:
Todos estos que hablan, ¿no son galileos? Pues ¿cómo nosotros los oímos cada uno en nuestra propia lengua, en la que hemos nacido?… los oímos hablar en nuestras propias lenguas las grandezas de Dios.[265]
Podría decirse que la maldición de Babel logró redimirse porque, por primera vez, los hombres desearon de corazón hablar y escuchar no sólo a personas como ellos, sino a completos desconocidos.
El resultado inmediato de Pentecostés, cuando la Iglesia sintió la llamada de convertir al mundo entero, fue la decisión de que las escrituras debían traducirse a otros idiomas. La traducción había sido relativamente rara en el mundo antiguo; muchas personas cultas sabían latín y griego, pero no sentían la menor curiosidad por lo que estaba escrito en algún otro idioma. Tras la caída del Imperio, la traducción de las escrituras a distintas lenguas bárbaras vino seguida de traducciones de obras literarias y filosóficas, de manera que hoy en día no existe ninguna literatura que no haya sido profundamente influida por otras. Cualquiera que verdaderamente ame su lengua materna sabe que no es posible entenderla sin el conocimiento práctico de cuando menos otros dos idiomas, del mismo modo que es imposible entender el propio país sin haber vivido al menos en otros dos países.
El lenguaje, como tal, siempre atañe a todos los hombres, pero aquellos artistas cuyo instrumento es el lenguaje, es decir, poetas y novelistas, se enfrentan con problemas muy particulares, que varían según el tiempo y el lugar. En ciertas culturas, por ejemplo las culturas politeístas, y en ciertas épocas, como el Romanticismo, se les concedió a los escritores un estatus social que hizo que tuvieran de sí mismos un concepto más alto del que debían. Hoy en día el riesgo es que no se tomen su arte suficientemente en serio. La reacción a la drástica disminución de su estatus podría traducirse en dos actitudes distintas. En un fútil intento de recuperar la importancia social perdida, podrían buscar convertirse en propagandistas de alguna buena causa: ser engagé, como suele ponerlo la jerga contemporánea. Tal como ha sido siempre, el mundo que nos rodea está lleno de grandes males y de una vergonzosa miseria, pero es una ilusión funesta y una sobreestimación de lo más chocante de la función del artista en el mundo pretender que, creando obras de arte, podemos hacer algo para erradicar los males y aliviar la miseria. La historia social y política de Europa habría sido la misma si Dante, Shakespeare, Goethe, Tiziano, Mozart, Beethoven, et al., jamás hubieran existido. Cuando se trata de males sociales, las únicas armas efectivas son dos: la acción política y la crónica precisa de los hechos: periodismo en el buen sentido. El arte es impotente.[266] Lo máximo que un escritor puede esperar hacer por sus lectores contemporáneos es, como señaló el doctor Samuel Johnson, posibilitarles disfrutar un poco más la vida o sentirse un poco más seguros en ella. Además, recordemos que, aunque los grandes artistas del pasado no cambiaron en nada el curso de la historia, sólo gracias a su obra podemos partir el pan con los muertos, y sin una comunión con los difuntos una vida auténticamente humana es imposible.[267]
La reacción opuesta sería imaginar que, si es verdad —y yo lo creo así— que el arte no es efectivo como mecanismo de acción, habría que conformarse dejando que sea una acción meramente frívola: en vez de hacer discursos políticos, inventémonos algunos happenings. Pero el artista pop, igual que su hermano engagé, olvida que el artista no es un hombre de acción, sino un creador, un fabricante de objetos. Creer en el valor del arte es asumir que es posible producir un objeto, ya sea una épica o un epigrama de dos versos, que permanecerá para siempre en manos del mundo. Las posibilidades de éxito son pocas, pero un verdadero artista no puede conformarse con menos. Hasta hace muy poco, esto parecía evidente en sí mismo, porque toda fabricación tenía el mismo fin: casas, muebles, herramientas, telas, cubiertos, trajes de novia, etcétera, todo se hacía para durar y para que pudiera pasarse de una generación a otra. Esto, sin duda, ya no es así: ese tipo de cosas se diseñan hoy, deliberadamente, para quedar obsoletas en unos pocos años. Por más deplorable que esto resulte, es posible debido a que esos objetos son hasta cierto punto necesarios: las personas precisan un lugar donde vivir, una silla donde sentarse… Pero las llamadas «bellas» artes, que son puramente gratuitas —nadie necesita de verdad leer un poema o una novela— no pueden seguir esa misma senda sin extinguirse.
Para evitar perder la cabeza, obtengamos consuelo de las obras maestras del pasado, porque lo primero que éstas nos enseñan es que los cambios sociales y tecnológicos no resultan tan funestos para una obra de arte genuina como temeríamos. Nuestro mundo puede ser completamente diferente de aquel en que estas obras fueron creadas, pero aún podemos entenderlas y disfrutarlas.
Es verdad que el futuro parece gris, pero me motiva un aparente cambio en nuestra mentalidad. Desde finales del siglo XVIII, y hasta hace muy poco, los científicos estaban convencidos, y convencieron a muchos otros, de que estaban en lo cierto, que, como escribió C. S. Lewis:
mediante inferencias a partir de lo que nos indica nuestra experiencia sensorial (perfeccionada gracias a distintos instrumentos), estamos en condiciones de conocer la realidad física última, más o menos como, mediante mapas, fotografías y libros de viajes, un hombre es capaz de conocer un país que nunca ha visitado; y en ambos casos la verdad sería una especie de réplica mental de la cosa misma.[268]
Muchos de ellos fueron incluso más lejos, y declararon haber descubierto que, al final, todo lo que sucede en nuestras mentes puede reducirse a fenómenos físicos, y estudiarse en este sentido. Consecuentemente, nuestros antepasados temían que los descubrimientos científicos terminarían por abolir todas las creencias y la sabiduría tradicional. De Copérnico a Darwin y a Freud, cada descubrimiento científico trajo consigo un auténtico jaleo. Los conservadores se negaron a creer que nada de eso pudiera ser cierto, mientras que los radicales sacaron conclusiones teológicas y filosóficas que los propios experimentos no garantizaban. Entre los artistas, hubo dos reacciones: algunos intentaron imitar a los científicos hasta donde fuera posible, y se unieron a ellos bajo el estandarte del naturalismo; otros, en cambio, apartaron los ojos del mundo fenoménico como si se tratara del mismísimo averno, e intentaron crear mundos puramente estéticos a partir de sus propios sentimientos subjetivos.
Ahora mismo, sin embargo, ya no hay razones para sentirse obligado a optar por ser un naturalista puro o un esteta puro, puesto que los científicos han descubierto que el conocimiento objetivo de las cosas en sí no es posible. Como ha escrito Werner Heisenberg:
En la medida en que en nuestro tiempo puede hablarse de una imagen de la naturaleza propia de la ciencia natural exacta, la imagen no lo es en último análisis de la naturaleza en sí; se trata de una imagen de nuestra relación con la naturaleza… La ciencia natural no es ya un espectador situado ante la naturaleza, antes se reconoce a sí misma como parte de la interacción de hombre y naturaleza. El método científico consistente en abstraer, explicar y ordenar, ha adquirido conciencia de las limitaciones que le impone el hecho de que la incidencia del método modifica su objeto y lo transforma, hasta el punto de que el método no puede distinguirse del objeto. La imagen del universo propia de la ciencia natural no es pues ya la que corresponde a una ciencia cuyo objeto es la naturaleza.[269]
Qué confuso y estupefacto habría estado un científico decimonónico, de haber podido asistir a una reunión en la cual Wolfgang Pauli presentó una de sus investigaciones. En la discusión que siguió a la conferencia, Niels Bohr afirmó:
Todos estamos de acuerdo en que su teoría es una locura, la cuestión que nos divide es si es suficientemente descabellada para tener posibilidades de ser cierta. Mi opinión es que no.[270]
Parece que hemos llegado a un punto en que el único mundo «real» para nosotros —si acaso esa palabra puede volver a usarse en algún sentido— es el mundo de los fenómenos tal como aparece —y ha aparecido siempre— ante nuestros sentidos: ése, al fin y al cabo, es el mundo en que todos, incluidos los científicos, nacemos, trabajamos, amamos, odiamos y morimos; un mundo en el que el sol viaja a través del cielo de este a oeste, un mundo en el que las estrellas penden del cielo como lámparas, en el que la medida última es el cuerpo humano y los objetos se mueven o permanecen en reposo.
Si aceptamos esto, es posible que los artistas nos volvamos a la vez más modestos y confiemos más en nosotros mismos, que al mismo tiempo miremos con humor nuestra propia vocación y sintamos respeto por la más admirable de las deidades romanas: el dios Término.[271] Ningún poeta, entonces, producirá la clase de obra que exige que el lector se pase toda la vida leyéndola, sin poder leer nada más. El reclamo de ser un «genio» devendrá entonces tan extraño como puede haberles parecido a los medievales. Podría haber, incluso, un retorno a la creencia, sin duda más sofisticada, en el mundo fenoménico como un reino de analogías sagradas.
Sin embargo, todo esto no son más que especulaciones. Mientras tanto, y pase lo que pase, debemos soportarlo lo mejor que podamos y avanzar. Estoy seguro de hablar por otros muchos, además de hacerlo por mí mismo, cuando recuerdo cuánto consuelo, en horas de duda y desencanto, he obtenido pensando en el ejemplo que, como poeta y ser humano, nos dejó el hombre en cuyo honor se fundaron estas conferencias.
Notas
[233] San Agustín, Confesiones
[234] Karl Kraus, Pro Domo et Mundo, 1912. La traducción es de Adán Kovacsics, en La Antorcha, Barcelona, Acantilado, 2011
[235] Lichtenberg, Aforismos, 1801
[236] Eugen Rosentock-Huessy, Literatura legal en Ostfalia, bajo el reinado de Federico II, 1912
[237] Thoreau, Diarios, 1906
[238] No estoy en condiciones de juzgar si la teoría del doctor Bruno Bettleheim, de que la causa de que un niño desarrolle autismo es la convicción de que sus padres desearían que no existiera, es correcta o no; sin embargo, la conducta lingüística de los niños autistas, tal como se registra en su libro La fortaleza vacía, resulta muy interesante. Uno de estos niños, «Joey», que en cierto momento dejó de utilizar pronombres personales, comenzó a usarlos de nuevo después de un tiempo de tratamiento, pero al revés: se refería a sí mismo como «tú» y al adulto con quien estuviera hablando como «yo». Después de seguir el tratamiento por un tiempo más prolongado, llegó a utilizar de nuevo el pronombre «yo» correctamente, además de identificar por sus nombres a algunos otros niños y a su terapeuta. No obstante, jamás volvió a emplear un nombre propio o un pronombre personal para referirse a ellos, sino sólo la tercera persona: los otros eran, sencillamente, «esa persona»; más tarde, introdujo otra diferenciación: «la persona pequeña» o «la persona grande».
[239] Franz Rosenzweig, Lutero y la escritura, 1926
[240] Pascal, Pensamientos. La traducción es de Xavier Zubiri, Madrid, Alianza, 2004
[241] Juan 8:44
[242] George Santayana, Escepticismo y fe animal: introducción a un sistema de filosofía, 1923
[243] Mateo 12:36
[244] San Agustín, Sermón 169
[245] Paul Valéry, introducción a Adonis de Jean de La Fontaine
[246] Génesis 4:1
[247] Emerson, «Lenguaje», en El espíritu de la naturaleza. La traducción es de Leandro Wolfson, Buenos Aires, Errepar, 1999
[248] George MacDonald, «The New Name», en Unspoken Sermons, 1867
[249] Alfred North Whitehead, «Language and Thinking», en Essays in Science and Philosophy, 1947
[250] Génesis 1:3
[251] Isaías 55:10-11
[252] Mateo 4:4
[253] Génesis 22:2
[254] Eugen Rosenstock-Huessy, The Christian Future or the Modern Mind Outrun, 1946
[255] No ha sido posible localizar esta cita.
[256] Auden no se refiere aquí a ningún autor francés digno de mención.
[257] Leslie Dewart, El futuro de la fe, 1966
[258] W. B. Yeats, «El abandono de los animales circenses». La traducción es de Daniel Aguirre, en Antología poética, Barcelona, Lumen, 2005
[259] Goethe, «Meine Dichterglut war sehr gering»
[260] Johann Georg Hamann, Schriften und Briefen, 1874
[261] Max Picard, El mundo del silencio, 1948
[262] Wittgenstein, Diario filosófico (1914-1916). La traducción es de Jacobo Muñoz e Isidoro Reguera, Barcelona, Ariel, 1982
[263] Simone Weil, «En qué consiste la inspiración occitana», en Escritos históricos y políticos. La traducción es de Agustín López y María Tabuyo, Madrid, Trotta, 2007
[264] Erich Auerbach, Mímesis, 1942. La traducción es de Ignacio Villanueva y Eugenio Ímaz, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 1983
[265] Hechos 2:7-11
[266] Un artista puede llegar a tener importancia política si, y sólo si, es perseguido por las autoridades, ya sea temporales o espirituales. Cuando una sociedad se halla bajo gobiernos dogmáticos o autoritarios que controlan todos los medios de información, es decir, sociedades en las que no existe el periodismo libre, el poeta o el novelista pueden, en ocasiones, decir algo que escape al ojo del censor y que tenga un impacto político real, ya que la gente no puede enterarse de la verdad a través de otras fuentes, y, sobre todo, teniendo en cuenta que el hecho de poner su seguridad en riesgo le da al artista autoridad moral.
[267] Aquí Auden reproduce una idea que también trata en un poema contemporáneo de este ensayo, «The Garrison» («El centinela»), incluido en su libro Epistle to a Godson («Carta a un ahijado»), 1972. Los versos dicen «personal song and language / … thanks to which it’s posible for the breathing / still break bread with the dead» («la canción personal y el lenguaje / gracias a los cuales todavía es posible para los vivos / partir el pan con los muertos»).
[268] C. S. Lewis, La imagen del mundo. Introducción a la literatura medieval y renacentista, 1964
[269] Werner Heisenberg, La imagen de la naturaleza en la física actual, 1955. La traducción es de Gabriel Ferrater, Barcelona, Orbis, 1986
[270] N. Bohr a W. Pauli, en Symposium on Basic Research, American Association for the Advancement of Science, 1959
[271] En la mitología romana, dios de los límites
W. H. Auden, 2013
Traducción: Juan Antonio Montiel
Foto: W.H. Auden by Cecil Beaton
No hay comentarios.:
Publicar un comentario