1 de agosto de 2020

Thomas Bernhard: Goethe se muere




La mañana del veintidós, Riemer me exhortó a que, en mi visita a Goethe, fijada para la una y media, hablase por un lado en voz baja y por otro en voz no demasiado baja con aquel hombre, del que sólo se decía ahora que era el más grande de la nación y al mismo tiempo el más grande de todos los alemanes hasta la fecha, ya que, por una parte, oía unas veces con claridad francamente aterradora y otras no oía ya casi en absoluto, y no se sabía lo que oía ni lo que no oía, y, aunque al conversar con aquel genio en su lecho de muerte, que, más o menos inmóvil, miraba casi todo el tiempo hacia la ventana, lo más difícil era encontrar el volumen sonoro adecuado en el propio discurso, resultaba posible sin embargo, sobre todo con la mayor atención de los sentidos, encontrar en esa conversación que ahora, en realidad, sólo entristecía exactamente ese término medio apropiado para aquel espíritu, que de forma evidente para todos había llegado a su final. Él, Riemer, había hablado en los tres últimos días varias veces con Goethe, dos en presencia de Kräuter, al que, al parecer, Goethe había encarecido que permaneciera con él constantemente y hasta su último instante, pero una vez sin embargo solo, porque Kräuter, sin duda debido a un súbito malestar a consecuencia de la entrada de Riemer en la habitación de Goethe, había abandonado a éste precipitadamente, con lo que Goethe en seguida, como en los viejos tiempos, había hablado con Riemer de El dudar y el no dudar, exactamente como en aquellos primeros días de marzo en los que, según Riemer, Goethe había vuelto una y otra vez sobre ese tema, una y otra vez, y una y otra vez con la mayor viveza, después de, según Riemer, haberse ocupado a finales de febrero casi exclusivamente y al mismo tiempo como ejercicio matutino cotidiano con Riemer, por consiguiente sin Kräuter y por consiguiente sin aquella persona que acechaba la muerte de Goethe, calificada una y otra vez por Riemer de antiespíritu, del Tractatus logico-philosophicus y después de haber calificado el pensamiento de Wittgenstein, en general, de a la vez el más próximo al suyo y de sucesor del suyo; ya que el suyo, precisamente cuando se había tratado de decidir entre lo que Goethe había tenido que admitir y reconocer durante toda su vida como aquí y durante toda su vida como allá, había quedado en definitiva cubierto, si es que no totalmente oculto por el pensamiento de Wittgenstein. Goethe, al parecer, se había excitado tanto con el tiempo con ese pensamiento, que conminó a Kräuter a que hiciera venir a Wittgenstein, que, costase lo que costase, lo trajera de Inglaterra a Weimar, por todos los medios y tan pronto como fuera posible, y efectivamente, Kräuter había podido convencer a Wittgenstein para que visitara a Goethe, de forma curiosa, precisamente ese día veintidós; Goethe había tenido ya a finales de febrero la idea de invitar a Wittgenstein a Weimar, según Riemer ahora, y no sólo a primeros de marzo, como afirmaba Kräuter, y había sido Kräuter quien había sabido por Eckermann que Eckermann había querido evitar por todos los medios el viaje de Wittgenstein a Web mar, a casa de Goethe; Eckermann había contado a Goethe cosas tan desvergonzadas sobre Wittgenstein, según Kräuter, que Goethe, entonces todavía en plena posesión de sus fuerzas y, como es natural, también de las físicas y diariamente todavía en condiciones de ir a la ciudad, es decir, de dejar por completo el Frauenplan para ir hasta cerca de la casa de Wieland, pasando por la casa de Schiller, según Riemer, que Goethe prohibió a Eckermann decir nada más sobre Wittgenstein, ese hombre digno del mayor respeto, como al parecer dijo Goethe literalmente a Eckermann que los servicios que él, Eckermann, le había prestado a él, Goethe, hasta entonces y de hecho siempre, resultaban nulos de pleno derecho en aquel día y aquella hora, la más triste de las horas de la historia de la filosofía alemana, él, Eckermann, por su vileza al desacreditar a Wittgenstein ante él, Goethe, se había hecho imperdonablemente culpable ante él y debía dejar al instante la habitación; al parecer, Goethe dijo la habitación, muy en contra de su costumbre, porque sólo llamaba siempre a su alcoba la cámara, de repente, según Riemer, había arrojado a la cabeza de Eckermann la palabra habitación y Eckermann se había quedado allí un momento totalmente mudo, no había podido decir palabra, según Riemer, y había dejado a Goethe. Quería quitarme lo que es más sagrado para mí, dijo Goethe al parecer a Riemer, él, Eckermann, que me lo debe todo, al que se lo he dado todo y que no sería nada sin mí, Riemer. Goethe, después de haber dejado Eckermann la cámara, había sido a su vez incapaz de decir palabra, al parecer sólo repetía la palabra Eckermann, realmente tantas veces que a Riemer le pareció que Goethe estaba a punto de volverse loco. Sin embargo, Goethe se había repuesto luego rápidamente y había podido hablar con Riemer, ni una palabra más sobre Eckermann pero sí sobre Wittgenstein. Para él, Goethe, era la felicidad más alta saber que estaba en Oxford su más próximo allegado, separado sólo por el Canal, según Riemer, quien precisamente al contarlo me pareció de lo más digno de crédito y no, como siempre, exaltado e inverosímil; de repente, el relato de Riemer tenía la autenticidad que normalmente echaba siempre en falta en sus relatos, Wittgenstein en Oxford, dijo Goethe al parecer, Goethe en Weimar, un feliz pensamiento, querido Riemer, quién puede apreciar lo que vale ese pensamiento salvo yo, que soy el más feliz de los hombres con ese pensamiento. Riemer subrayó una y otra vez que Goethe había dicho varias veces el más feliz de los hombres. Refiriéndose a Wittgenstein en Oxford. Cuando Riemer dijo en Cambridge, Goethe dijo al parecer Oxford o Cambridge, es el pensamiento más feliz de mi vida, y esta vida ha estado llena de los pensamientos más felices. De todos esos pensamientos felices, el pensamiento de que Wittgenstein existe es el más feliz para mí. Riemer, al principio, no había sabido cómo establecer una relación entre Goethe y Wittgenstein, y había hablado con Kräuter, pero éste, lo mismo que Eckermann, no había querido saber nada de una visita de Wittgenstein a Weimar. Mientras que Goethe, como sé por manifestaciones que él mismo me hizo, quería ver a Wittgenstein tan pronto como fuera posible, Kräuter decía continuamente que Witt genstein no debía venir antes de abril, marzo era la peor de las épocas, el propio Goethe no lo sabía, pero él, Kräuter, lo sabía, Eckermann, en muchos aspectos, no se había equivocado al intentar apartar a Goethe de Wittgenstein, lo que naturalmente era absurdo, según me dijo Kräuter, porque Goethe no se había dejado apartar nunca de nada por Eckermann, pero Eckermann tenía siempre un instinto seguro, según me dijo Kräuter cuando pasábamos precisamente por delante de la casa de Wieland; Eckermann, en ese día dudoso, el día en que Goethe, de forma inconfundible, había reclamado a Wittgenstein la venida en persona de su sucesor, por decirlo así, había ido demasiado lejos; él, Eckermann, había sobrestimado sencillamente ese día las fuerzas, las fuerzas físicas y psíquicas de Goethe, lo mismo que sus propias competencias, y Goethe, a causa de Wittgenstein y de nada más, se había separado de Eckermann. Un intento de las mujeres de abajo (¡que estaban en el vestíbulo!) de disuadir a Goethe de su propósito, convertido ya en decisión firme, de echar realmente a Eckermann para siempre a causa de Wittgenstein, lo que naturalmente no podían comprender las mujeres, fracasó, durante dos días, como me consta, Goethe rehusó toda visita femenina a la cámara, precisamente Goethe, le dije a Riemer, que no fue capaz de pasar un solo día sin mujeres mientras vivió; al parecer, Eckermann estaba con las mujeres abajo en el vestíbulo, desconcertado, como dijo luego Kräuter, y las mujeres lo asediaban, por decirlo así, para que atribuyera el asunto al mal estado general de Goethe y no se lo tomara totalmente en serio, en cualquier caso no tan seriamente como se lo tomaba Eckermann en aquel momento, y una de las mujeres, ya no sé cuál de las muchas que había en el vestíbulo, subió a ver a Goethe para interceder por Eckermann, pero fue imposible hacer cambiar de opinión a Goethe, que al parecer dijo que ninguna persona en el mundo lo había decepcionado de forma tan hiriente como Eckermann, y que no quería volver a verlo jamás. Ese jamás de Goethe había podido oírse aún con frecuencia en el vestíbulo, incluso cuando hacía tiempo que Eckermann había salido de la casa de Goethe, sin que luego, efectivamente, se le volviera a ver. Nadie sabe dónde está Eckermann hoy. Kräuter ha hecho investigaciones, pero todas esas investigaciones han resultado inútiles. Incluso hizo intervenir a la gendarmería de Halle y de Leipzig y, según Riemer, también a Berlín y Viena comunicó Kräuter la desaparición de Eckermann, según Riemer. Realmente, Kräuter, según Riemer, había intentado aún varias veces disuadir a Goethe del pensamiento de hacer venir a Wittgenstein a Weimar, y la verdad es que no era seguro, según Kräuter, que Wittgenstein viniera realmente a Weimar, aunque Goethe, el más grande de los alemanes, lo invitara, porque el pensamiento de Wittgenstein hacía en todo caso vacilar esa seguridad, según Kräuter literalmente, y él, Kräuter, según Riemer, había puesto en guardia a Goethe de forma sumamente prudente contra la venida de Wittgenstein a Weimar, no había actuado de forma tan torpe ni realmente confiada como Eckermann, que en el caso de Wittgenstein había ido sencillamente demasiado lejos, porque se había sentido seguro en el asunto, ya que no sabía que, en lo referente a las ideas y pensamientos de Goethe, nunca y en ningún caso se podía estar seguro, lo que probaba que Eckermann, hasta el final, no pudo deshacerse de la estrechez de espíritu que por el propio Eckermann conocemos, según Riemer, pero ni siquiera Kräuter consiguió disuadir a Goethe de hacer venir a Wittgenstein a Weimar. A un espíritu así no se le envía un telegrama, dijo Goethe al parecer, a un espíritu así no se le puede invitar sencillamente de forma telegráfica, había que enviar a un mensajero de carne y hueso a Inglaterra, dijo Goethe al parecer a Kräuter. Al parecer, Kräuter no dijo nada a eso y, como Goethe estaba decidido a ver a Wittgenstein cara a cara, como dijo entonces Riemer patéticamente, porque, al parecer, Kräuter lo dijo exactamente de esa forma patética, Kräuter, por difícil que le resultara, tuvo que someterse finalmente al deseo de Goethe. Goethe dijo al parecer que, si hubiera tenido mejor salud, habría viajado por sí mismo a Oxford o Cambridge para hablar con Wittgenstein sobre El dudar y el no dudar, no le habría importado nada ir a ver a Wittgenstein, aunque los alemanes no comprendieran un pensamiento así, eso él, Goethe, no lo tomaba en absoluto en consideración, lo mismo que nunca había tomado en consideración lo que pensaban los alemanes, precisamente porque él era el alemán, lo que le resultaba totalmente natural decir, iría de buena gana a Inglaterra al final de mi vida, dijo Goethe al parecer a Kräuter, pero no me bastan ya las fuerzas para ello, por lo que me veo obligado a proponer a Wittgenstein que venga a verme. Naturalmente, dijo Goethe al parecer a Kräuter, Wittgenstein, por decirlo así mi hijo filosófico, según Kräuter, que responde de la literalidad de esa declaración de Goethe, vivirá en mi casa. Y por cierto en la habitación más cómoda de todas las que tenemos. Haré arreglar esa habitación exactamente como creo que gustará a Wittgenstein. Y, si se quedara dos días, ¡qué más podría desear yo!, exclamó Goethe al parecer. Kräuter, según Riemer, se espantó al parecer por esas imaginaciones concretas de Goethe. Se disculpó y dejó al menos por unos momentos la habitación de Goethe para comunicar a las mujeres del vestíbulo e incluso de la cocina de abajo, según Riemer, el plan de Goethe de invitar a Wittgenstein a su casa. Naturalmente, las mujeres no sabían siquiera quién era Wittgenstein, dijo al parecer Kräuter a Riemer. Pensaron que Kräuter se había vuelto loco. Ese Wittgenstein es de repente el hombre más importante para Goethe, dijo Kräuter al parecer a las mujeres de la cocina, con lo que ellas lo tomaron por loco. Una y otra vez recorrió Kräuter la casa de Goethe, diciendo: Wittgenstein es el más importante para Goethe, y todos los que lo oían se llevaban al parecer las manos a la cabeza. ¡Un pensador austríaco!, exclamó Kräuter también, al parecer, ante el médico que trataba a Goethe y venía dos veces diarias, con lo que ese médico (¡no daré su nombre para que no pueda querellarse!) dijo al parecer a Kräuter que él, Kräuter, había enloquecido, a lo que Kräuter dijo al médico, al parecer, que era él, el médico, quien estaba loco, a lo que el médico respondió que Kräuter debía estar en Bethel, a lo que Kräuter dijo al parecer al médico que era él quien debía estar en Bethel. Finalmente, Kräuter había creído que, entre tanto, Goethe se habría calmado en su pensamiento de invitar a Wittgenstein a Weimar e incluso a su casa y, al cabo de un rato, volvió a entrar en la habitación de Goethe. El genio, según Riemer, dijo al parecer Kräuter, estaba ahora junto a la ventana, contemplando una dalia helada del jardín. ¡Mire, Kräuter, esa dalia helada!, exclamó al parecer Goethe, y su voz era al parecer tan fuerte como siempre, ¡eso es el dudar y el no dudar! Goethe, al parecer, permaneció largo rato junto a la ventana y encargó a Kräuter que visitara a Wittgenstein en Oxford o Cambridge (¡realmente le era por completo indiferente dónde!) y lo invitara. Según creo, el Canal está helado, ¡lo que quiere decir que tendrá que envolverse en un buen abrigo de piel!, dijo Goethe al parecer a Kräuter. Envuélvase en un buen abrigo de piel, busque a Wittgenstein e invítelo a Weimar para el veintidós de marzo. Es el deseo de mi vida, Kräuter, ver a Wittgenstein precisamente el veintidós de marzo. No tengo otro deseo. Si Schopenhauer y Stifter vivieran aún, los invitaría a los dos con Wittgenstein, pero Schopenhauer y Stifter no viven ya y por eso invito sólo a Wittgenstein. Y, si lo pienso bien, dijo Goethe junto a la ventana, con la mano derecha apoyada en el bastón, Wittgenstein es el más grande de todos. Al parecer, según Riemer, Kräuter hizo notar a Goethe la dificultad de viajar a Inglaterra en esta estación fría y desapacible, atravesando media Alemania, atravesando el Canal y llegando a Londres y más allá. ¡Espantoso Goethe!, exclamó al parecer Kräuter, según Riemer, y entonces Goethe, con la misma energía: ¡Vete, Kräuter, vete! A lo que Kräuter, según Riemer con su conocida alegría por el mal ajeno, no tuvo más remedio que desaparecer y emprender el viaje. Las mujeres hicieron terribles aspavientos a su alrededor. Trajeron toda una serie de abrigos de piel propiedad de Goethe, unas dos docenas, entre ellos también el de viaje que Goethe conservaba aún de Cornelia Schellhorn y nunca llevaba por santas razones, entre ellos, según Riemer, también un abrigo de piel de Katharina Elisabeth Schultheiss, y por último también otro que Ernst August olvidó una vez en casa de Goethe, y precisamente por éste se decidió finalmente Kräuter, porque, según Kräuter, según Riemer, era precisamente el adecuado para llevar en ese viaje a Inglaterra. Finalmente, Kräuter estuvo antes de dos horas en la estación y partió. Entonces Riemer, como dijo, tuvo tiempo para estar con Goethe, y Goethe le confió a él, Riemer, muchas cosas sobre Kräuter, pero también sobre Eckermann y los otros, que no los dejaban en muy buen lugar. Así, según Riemer, Goethe se quejó de Kräuter inmediatamente después de su partida hacia Inglaterra, diciendo que éste, Kräuter, siempre le había descuidado. Goethe no se explicó más, ni tampoco se explicó Riemer conmigo, pero al parecer Goethe había utilizado continuamente con Riemer, refiriéndose a Kräuter, la palabra descuidado. Al parecer, Goethe dijo incluso, repetidas veces, que Kräuter era tonto. Y al parecer, que Eckermann era aún más tonto. Tampoco Ernst August había sido el gran Ernst August por el que ahora se le tenía. Era más tonto, dijo Goethe al parecer, más vil de lo que se supone. Al parecer, calificó también a Ulrike de tonta. Y también de tontos a la señora Von Stein y a su círculo. A Kleist lo había aniquilado, lo que no lamentaba. Riemer no sabía qué pensar de ello, mientras que yo creía saber lo que quería decir Goethe. A Wieland, a Herder, los había estimado siempre más de lo que parecía por su trato. Las banderas restallan al viento, dijo al parecer Goethe, ¿de dónde es eso? Riemer no tenía idea, yo dije que de Hölderlin, Riemer se limitó a sacudir la cabeza. El teatro nacional lo había arruinado él, Goethe, según Riemer, dijo al parecer Goethe, en general, él, Goethe, había destruido el teatro alemán, pero la gente no lo descubriría, como muy pronto, hasta dentro de doscientos años. Lo que yo escribí fue sin duda lo más grande, pero también algo con lo que paralicé la literatura alemana para siglos. Yo he sido, amigo mío, dijo Goethe al parecer a Riemer, el paralizador de la literatura alemana. Todos han caído en la trampa de mi Fausto. En definitiva, todo, por grande que sea, ha sido sólo un desahogo de mis sentimientos más íntimos, una parte del todo, según cuenta Riemer, pero en ninguna fui lo más grande. Riemer había creído que Goethe hablaba de alguien completamente distinto, no de sí mismo, cuando dijo a Riemer: de esa forma engañé a los alemanes, que se prestan a ello más que nadie. ¡Pero a qué nivel!, exclamó al parecer el genio. Serio y con la cabeza baja, Goethe había contemplado al parecer el retrato de Schiller que tenía en su mesilla de noche y había dicho: A él lo he aniquilado, con toda violencia, lo he destruido de forma totalmente consciente, primero lo enfermé y luego lo aniquilé. Él quería hacer lo mismo que yo. ¡Pobre! ¡Una casa en la Esplanade, como tenía yo en el Frauenplan! ¡Qué error! Ése me da lástima, dijo Goethe al parecer, quedándose luego largo rato en silencio. Qué suerte, dijo Riemer, que Schiller no haya podido oír ya eso. Al parecer, Goethe acercó el retrato de Schiller a sus ojos y dijo: ¡Me dan lástima todos esos débiles que no saben estar a la altura de la grandeza porque les falta el aliento! Luego, al parecer, volvió a dejar en la mesilla de noche el retrato de Schiller, que una amiga de Wieland había hecho al parecer para Goethe. Los que vengan detrás de mí lo tendrán difícil, dijo entonces Goethe al parecer. En esos momentos, Kräuter estaba ya lejos. No volvimos a saber de él, salvo que, en Magdeburgo, había adquirido una reliquia de Bach, un rizo del cantor de Santo Tomás, que había querido traer a Goethe a su regreso. A Kräuter le hace bien haber desaparecido por cierto tiempo del entorno de Goethe, dijo Riemer. De esa forma podemos conversar sin ser en absoluto molestados, y Goethe está por una vez sin ese antiespíritu e infraser. Goethe se ha separado de Eckermann, según Riemer, y se separará también de Kräuter. Y las mujeres, según Riemer, no desempeñan ya ningún papel en su vida. Es la filosofía lo que cuenta, no ya la poesía. Ahora se le ve con más frecuencia en el cementerio, es como si buscara un lugar para él, siempre lo encuentro en el lugar que, para mi gusto, es el mejor. Al abrigo del viento, totalmente apartado de todos los otros. No sospechaba en absoluto, según Riemer ahora en la Esplanade, en la que, de repente, había comenzado la inquietud de la mañana, que Goethe había llegado a sus últimos días. Cuando esta noche vuelva a estar con él, según Riemer hablando de Goethe, seguiré hablando con él de El dudar y el no dudar. Organizaremos el tema, según Goethe siempre, y lo abordaremos y destruiremos. Dice que todo lo que hasta ahora ha leído y meditado no es nada o, por lo menos, casi nada, en comparación con lo de Wittgenstein. No sabía ya qué o quién lo había llevado a o hacia Wittgenstein. Un librito de cubierta roja, de la Bibliothek Suhrkamp, dijo una vez Goethe a Riemer, quizá, más no puedo decir. Pero fue mi salvación. Es de esperar, así dijo Goethe a Riemer, según Riemer, que Kräuter sabrá imponerse en Oxford o Cambridge y Wittgenstein vendrá pronto. Ya no me queda mucho tiempo. Al parecer, Goethe pasaba días enteros en la cámara y, como opina Riemer, sólo esperaba a Wittgenstein. Así es, sólo aguardaba ya a Wittgenstein, que es, para él, él y lo más alto, según Riemer. Ha puesto el Tractatus bajo su almohada. La tautología carece de condiciones de verdad, porque es verdad sin condiciones; y la contradicción no es verdadera bajo ninguna condición, dijo al parecer con frecuencia él, Goethe, citando a Wittgenstein, en esos días. De Karlsbad, al parecer, llegaron votos de mejoría de la administración del balneario, también de Marienbad y de la hermosa Elenbogen enviaron a Goethe una copa de cristal en la que está representado con Wittgenstein. Nadie sabe cómo saben en Elenbogen que Goethe y Wittgenstein son una misma cosa, según Riemer, pero en la copa son una misma cosa. Una hermosa copa. De Sicilia, un profesor que vive en Agrigento envió una invitación a Goethe para visitar su colección de manuscritos goethianos. Goethe escribió al profesor que no estaba ya en condiciones de atravesar los Alpes, aunque amaba más su resplandor que el rumor de las olas. Goethe se había refugiado totalmente en la correspondencia, según Riemer, en una especie de correspondencia filosofante de despedida. Escribió a París a cierta Edith Lafontaine, que le había enviado poemas para que los juzgara, que se dirigiera a Voltaire, encargado de responder por él las cartas de pedigüeños literarios. El propietario del Hotel Pupp de Karlsbad se dirigió a Goethe preguntándole si él, Goethe, no querría comprar su hotel por ochocientos mil táleros, como suele decirse sin personal. Por lo demás, día tras día llegaba solo al Frauenplan el habitual correo vulgar y de mal gusto, que las secretarias ordenaban y Goethe tiraba, no por su propia mano naturalmente, sino por medio de Kräuter o de mí, según Riemer, lo mejor era que teníamos muchas estufas grandes a las que podíamos arrojar ese correo sin valor, importuno y sin sensibilidad alguna. Toda Alemania, sin excepción, creía de pronto poder dirigirse por carta a Goethe. Eckermann llevaba todos los días enormes cestos llenos de cartas a las distintas estufas. De esa forma, Goethe se calentaba la mayor parte del tiempo con el correo que recibía en sus últimos años. Pero volviendo a Wittgenstein. Kräuter, como me dijo entonces Riemer, había llegado efectivamente hasta Wittgenstein. Éste, sin embargo, había muerto de cáncer un día antes de la visita de Kräuter. Él, Kräuter, según Riemer, sólo había visto a Wittgenstein de cuerpo presente. Un hombre enjuto de rostro demacrado. En el entorno de Wittgenstein, según había informado Kräuter, nadie sabía nada de Goethe. De forma que Kräuter, deprimido, partió de nuevo. Ahora la gran duda, según Riemer, era si se debía comunicar a Goethe o no la muerte de Wittgenstein. Precisamente en estos momentos, le dije a Riemer, pasábamos por delante de la casa de Schiller, volvíamos al Goethe agonizante, ahora totalmente confiado a los cuidados de las mujeres que lo rodeaban, precisamente en estos momentos yo habría recogido a Wittgenstein en la estación. Riemer miró el reloj, mientras yo quería decirle lo siguiente: nadie, salvo Goethe, deseaba tanto que Wittgenstein viniera a Weimar como yo. Habría sido para mí también el momento culminante de mi existencia, dije existencia cuando Goethe habría dicho vida. Siempre que Goethe decía vida, decía yo existencia, así había sido en Karlsbad, en Rostock, en Fráncfort, en Rügen, en Elenbogen. Aunque Wittgenstein y Goethe, de pie o sentados frente a frente, hubieran guardado silencio todo el tiempo, y aunque hubiera sido brevísimo, habría sido el momento más hermoso que puedo imaginarme, si hubiera sido testigo. Riemer dijo que Goethe había puesto el Tractatus por encima de su Fausto y de todo lo que él había escrito o pensado. Así es también Goethe, dijo Riemer. Un hombre así. Cuando Riemer la pasada mañana, es decir el veintiuno, dijo entonces, había entrado en la habitación de Goethe, en la que, para su sorpresa, la de Riemer, estaba Kräuter, que, con la mano derecha, un tanto tullida, levantada en el aire y con tres dedos fanáticamente estirados parecía señalar a Goethe, el cual, yaciente, con cuatro cojines bordados por Ulrike bajo la cabeza parecía aguardar ya sólo su pública exposición, que a él, Goethe, sólo le quedaban ya tres días (¡en lo que él, Kräuter, se equivocó en definitiva!), al parecer Goethe dijo al principio sólo que la culpa era del gallo, varias veces dijo Goethe al parecer: la culpa es del gallo. Kräuter, todavía afectado por su misión en Inglaterra, según Riemer, metió al parecer un paño en el agua fría que había en una palangana sobre una sillita de cocina pintada de blanco junto a la ventana, y retorció el paño tanto tiempo sobre la palangana que a Riemer le pareció una eternidad, un tiempo que Kräuter, según Riemer, alargó realmente de una forma monstruosa. Mientras Kräuter retorcía el paño sobre la palangana, Goethe al parecer, ya muy débil, según Riemer, miraba al jardín por la ventana abierta, mientras él, Riemer, estaba todo el tiempo bajo el dintel de la cámara de Goethe. No había tenido fuerzas para decirle a Goethe que Wittgenstein no vendría, según Riemer, y también Kräuter se guardó de anunciar a Goethe la espantosa noticia, nunca habrían dicho ninguno de los dos que hacía tiempo que Wittgenstein estaba muerto. Y, aunque para las personas que rodeaban a Wittgenstein Goethe era desconocido, Kräuter, por consideración a Goethe, había respondido varias veces a Goethe, porque se lo había preguntado: todos conocían a Goethe, todos. Y Goethe había parecido siempre muy agradablemente conmovido. Al parecer, Goethe no había notado al principio la entrada de Riemer en su cámara y había dicho a Kräuter muy tranquilo que, si pudiera decidir ahora quién de todos los que había encontrado en su vida (¡no en su existencia!), realmente de todos, deseaba tener ahora junto a su cama, sólo podría pronunciar el nombre de Eckermann, lo que a nosotros, a Kräuter y a mí, según Riemer, nos sorprendió como es natural. Al oír el nombre de Eckermann, que Goethe había pronunciado de repente, al parecer, otra vez totalmente tranquilo, Kräuter se había sobresaltado y había vuelto la espalda a Goethe. A mí esa observación me pareció venida de un espíritu ofuscado, según Riemer ahora. Kräuter, ¿no está Riemer ahí?, dijo entonces Goethe de pronto, lanzándome una mirada, según Riemer, pero distinta de otras veces. Para mí era evidente que aquel veintidós era el último día de Goethe. Ocho días habían pasado desde la muerte de Wittgenstein. Y ahora, él también, había pensado yo. Kräuter me confesó luego que también él había tenido ese pensamiento en ese instante. Luego, Kräuter había vuelto a apretar en seguida el paño frío y húmedo contra la frente de Goethe, de la repulsiva forma teatral, según Riemer, que conocemos en Kräuter. Y también en Eckermann. Entonces, según Riemer, Goethe dijo al parecer que él, al haberse hecho tan grande como era ahora, había aniquilado por completo todo lo que había junto a él y en torno a él. En realidad, no había levantado a Alemania sino que la había aniquilado. Sin embargo, los ojos del mundo estaban ciegos para ese pensamiento. Él, Goethe, los había atraído a todos para destruirlos, para hacerlos desgraciados en el sentido más profundo de la palabra. Sistemáticamente. Los alemanes me veneran, aunque les he hecho más daño que nadie, para siglos. Kräuter asegura que Goethe hizo esa declaración muy tranquilo. Durante todo el tiempo, según Riemer, tuve la impresión de que Goethe había contratado a un actor del Teatro Nacional para que fuera su último cuidador, al haberse vinculado en fin de cuentas a Kräuter, y yo pensé, mientras veía a Kräuter actuar así al lado de Goethe, cómo apretaba el paño contra la frente de Goethe, cómo Kräuter estaba allí mientras Goethe decía: ¡Soy el aniquilador de los alemanes!, y luego, en seguida: ¡Pero no me remuerde la conciencia!, cómo colocaba la mano de Goethe, porque Goethe mismo no tenía ya fuerzas para ello, un poco más alta sobre la sobrecama, de acuerdo con su sentido estético, el de Kräuter, según Riemer, pero sin embargo no de manera que las dos manos de Goethe estuvieran juntas como las de un muerto, lo que el propio Kräuter tendría que haber considerado de mal gusto, cómo Kräuter finalmente enjugaba con un pañuelo una gota de sudor del rostro de Goethe, mostrando en general una solicitud tan repulsiva, que a él, Riemer, debía afectarlo al menos, si es que no herirlo mortalmente; que quizá precisamente a un espíritu como Goethe, al que tenemos que considerar en definitiva como grande, probablemente incluso como el más grande, le viniera bien al final un Kräuter tan depravado, capaz de aumentar aún de la forma más decidida su propia abyección y charlatanería precisamente junto a una grandeza de espíritu como la de Goethe, cuando ésta llegaba a su fin. Hasta el grado más extremo de la traición, según Riemer. Wittgenstein no vivirá en el Hotel Elefante, dijo Goethe aún al parecer, aunque él mismo estaba ya en su lecho de muerte, sino en mi casa, al lado mismo de mi cámara. Ningún otro reúne las cualidades para ello. ¡Quiero a Wittgenstein a mi lado!, dijo Goethe al parecer al propio Riemer. Cuando Goethe murió entonces, precisamente el veintidós, pensé en seguida qué extraña decisión del destino era que Goethe hubiera invitado a Wittgenstein a Weimar precisamente para ese día. Qué señal del cielo. El dudar y el no dudar, fue lo penúltimo que dijo Goethe al parecer. Es decir, una frase de Wittgenstein. Y, poco después, las dos palabras que son sus más famosas: Mehr Licht! (¡Más luz!). Sin embargo, lo último que dijo Goethe realmente no fue Mehr Licht! sino Mehr nicht! (¡Más nada!). Sólo Riemer y yo —y Kräuter— estábamos presentes. Los tres, Riemer, Kräuter y yo, nos pusimos de acuerdo para hacer saber al mundo que lo último que dijo Goethe fue Mehr Licht! y no Mehr nicht! Por esa mentira, que es una falsificación, sufro todavía hoy, después de haber muerto hace ya tiempo Riemer y Kräuter.






En Goethe se muere (relatos)
Título original: Goethe schtirbt
Thomas Bernhard, 2010
Alianza Editorial, 2012
Traducción: Miguel Sáenz

Foto: Thomas Bernhard © Andrej Reiser


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