Gilgamesh, dos tercios de dios, un tercio de hombre, vivía en Erech. Invencible entre los guerreros, gobernaba con mano de hierro: los jóvenes lo servían y no perdonaba doncella. El pueblo rogó la protección divina, y el señor del firmamento ordenó a Aruru (la diosa que había formado al primer hombre con arcilla) que moldeara un ser capaz de enfrentarse a Gilgamesh y tranquilizar a su pueblo.
Aruru formó una criatura a la que llamó Enkidu. Era peludo, tenía largas trenzas, se cubría con pieles, habitaba con las bestias y comía hierba. También se dedicó a destrozar las trampas y a salvar a los animales. Cuando Gilgamesh lo supo, ordenó que se le presentara una doncella desnuda. Enkidu la poseyó durante siete días y siete noches y al cabo las gacelas y las fieras lo desconocieron y él notó que sus piernas ya no eran tan ligeras. Se había transformado en hombre.
La muchacha halló que Enkidu se había tornado hermoso. Lo invitó a conocer el templo resplandeciente donde el dios y la diosa están sentados juntos, y a toda Erech, donde Gilgamesh imperaba.
Era la víspera del nuevo año. Gilgamesh se aprestaba a la ceremonia de la hierogamia cuando apareció Enkidu y lo desafió. La muchedumbre, aunque sobrecogida, sintió alivio.
Gilgamesh había soñado que estaba de pie bajo las estrellas cuando caía sobre él desde el firmamento un dardo que no se podía arrancar. Después, un hacha enorme se incrustaba en el centro de la ciudad.
Su madre le dijo que el sueño predecía la llegada de un hombre más fuerte, que después sería un amigo. Lucharon y Gilgamesh fue arrojado al polvo por Enkidu, quien advirtió que el otro no era un tirano jactancioso sino un valiente que no se arredraba. Lo levantó, lo abrazó, y anudaron amistad.
Espíritu aventurero, Gilgamesh propuso a Enkidu cortar uno de los cedros del bosque sagrado.
No es fácil —le respondió éste—: está guardado por el monstruo Humbaba, de voz de trueno, un solo ojo de mirada que petrifica a quien observa; lanza fuego por las narices y su aliento es una plaga.
—¿Qué dirás a tus hijos cuando te pregunten qué hacías el día en que cayó Gilgamesh?
Enkidu quedó convencido.
Gilgamesh hizo conocer su plan a los ancianos, al dios sol, a su propia madre, la reina celestial Ninsun, pero todos lo desaprobaron. Ninsun, que sabía de la tozudez de su hijo, rogó para él la protección del dios Sol y la obtuvo. Entonces nombró a Enkidu su guardia de honor.
Gilgamesh y Enkidu llegaron al monte de los cedros. El sueño los venció.
Soñó el primero que una montaña se desplomaba sobre él, cuando un hombre apuesto lo liberó de la carga abrumado y lo ayudó a ponerse en pie.
Dijo Enkidu:
—Está claro que derrotaremos a Humbaba.
Soñó Enkidu que el cielo retumbaba y la tierra se estremecía, que imperaban las tinieblas y caía un rayo y estallaba un incendio y que la muerte llovía del cielo, hasta que el resplandor aminoró, se apagó el fuego y las centellas caídas se tornaban ceniza.
Gilgamesh entendió el mensaje adverso, pero invitó a Enkidu a continuar. Derribó uno de los cedros, y Humbaba se precipitó. Por primera vez, Gilgamesh sintió miedo. Pero ambos amigos redujeron al monstruo y le cortaron la cabeza.
Gilgamesh se limpió el polvo y vistió sus ropas reales. La diosa Istar se le presentó y le pidió que fuera su amante: lo cubriría de riquezas y lo rodearía de deleites. Pero Gilgamesh conocía a la traidora e inflexible Istar, asesina de Tammuz y de innumerables amantes. Despechada, Istar pidió a su padre que lanzara a la tierra el toro celestial, y amenazó con quebrantar las puertas del infierno y dejar que los muertos superaran a los vivos.
—Cuando el toro descienda de los cielos, siete años de miseria y hambre cubrirán la tierra. ¿Lo has previsto?
Istar respondió que sí.
Entonces el toro fue lanzado a la tierra. Enkidu lo doblegó por los cuernos y le clavó la espada en el cuello. Con Gilgamesh le arrancó el corazón y lo ofrecieron al dios Sol.
Desde las murallas de Erech, Istar presenciaba la lucha. Saltó por encima de los baluartes y lanzó anatema contra Gilgamesh. Enkidu arrancó las nalgas del toro y las arrojó al rostro de la diosa.
—¡Me gustaría hacerte lo mismo!
Istar quedó derrotada y el pueblo aclamó a los matadores del toro celestial. Pero no es posible burlarse de los dioses.
Soñó Enkidu que los dioses estaban reunidos en asamblea deliberando sobre quién era más culpable, si él o Gilgamesh, en la muerte de Humbaba y del toro celestial. El más culpable moriría. Como no se ponían de acuerdo, Anu, el padre de los dioses, dijo que Gilgamesh no sólo había muerto a Humbaba sino cortado el cedro. La discusión se hizo violenta y los dioses se insultaron. Enkidu despertó sin conocer el veredicto. Narró su sueño a Gilgamesh y durante el largo insomnio que siguió recordó su despreocupada vida animal. Pero le pareció oír voces que lo consolaban.
Varias noches después volvió a soñar. Un fuerte grito llegaba del cielo a la tierra y una espantosa criatura con cara de león y alas y garras de águila lo atrapaba y se lo llevaba al vacío. Le salieron plumas de los brazos y comenzó a parecerse al ser que lo llevaba. Comprendió que había muerto y que una arpía lo arrastraba por la ruta sin retorno. Llegaron a la mansión de las tinieblas, donde las almas de los grandes de la tierra lo rodearon. Eran desmadejados demonios con alas emplumadas y se alimentaban de desperdicios. La reina del infierno leía en su tableta y sopesaba los antecedentes de los muertos.
Cuando despertó, ambos amigos supieron el fallo de los dioses. Y Gilgamesh cubrió el rostro de su amigo con un velo nupcial y, en el extremo del dolor, pensó: Ahora, ya he visto el rostro de la muerte.
En una isla de los confines de la tierra vivía Utnapishtim, un hombre muy, muy viejo, el único mortal que había logrado escapar a la muerte. Gilgamesh decidió buscarlo y aprender de él el secreto de la vida eterna.
Llegó al confín del mundo, donde una altísima montaña elevaba sus dos picos gemelos al firmamento y hundía sus raíces en los infiernos. Un portón era guardado por terribles y peligrosas criaturas, mitad hombre y mitad escorpión. Avanzó decidido y dijo a los monstruos que iba en busca de Utnapishtim.
—Nadie ha llegado hasta él ni logrado conocer el secreto de la vida eterna. Guardamos el camino del sol, que ningún mortal puede transitar.
—Yo lo haré —dijo Gilgamesh, y los monstruos, advertidos de que se trataba de un mortal no común, lo dejaron pasar.
Penetró Gilgamesh; el túnel se hacía cada vez más oscuro, hasta que un aire le llegó al rostro y entrevió una luz. Cuando salió a ella, se encontró en un jardín encantado, donde fulgían las piedras preciosas.
La voz del dios Sol llegó hasta él: Se hallaba en el jardín de las delicias y disfrutaba de una gracia que los dioses no habían otorgado a ningún mortal. «No esperes alcanzar más.»
Pero Gilgamesh avanzó más allá del paraíso, hasta que, rendido, llegó a una posada. La posadera Siduri lo confundió con un vagabundo, mas el viejo se dio a conocer y contó su propósito.
—Gilgamesh: nunca encontrarás lo que buscas. Los dioses crearon a los hombres y les dieron por destino la muerte; ellos se reservaron la vida. Sabrás que Utnapishtim vive en una isla lejana, más allá del océano de la muerte. Más he aquí que Urshanabi, su botero, se encuentra en la posada.
Tanto insistió Gilgamesh, que Urshanabi accedió a transportarlo, no sin advertirle que por ningún motivo tocase las aguas del océano.
Se munieron de ciento veinte pértigas, pero fue necesario que Gilgamesh utilizara su camisa como vela.
Cuando llegaron, Utnapishtim le dijo:
—¡Ay, joven, nada hay eterno en la tierra! La mariposa sólo vive un día. Todo tiene su tiempo y época. Más he aquí mi secreto, sólo conocido de los dioses.
Y le contó la historia del diluvio. El benévolo Ea lo había prevenido, y Utnapishtim construyó un arca donde se embarcó con su familia y sus animales. En medio de la tempestad navegaron siete días y el arca encalló en la cima de una montaña. Soltó una paloma, para ver si las aguas habían descendido, pero la paloma regresó por no hallar dónde posarse. Lo mismo ocurrió con una golondrina. Pero el cuervo no regresó. Desembarcaron e hicieron ofrendas a los dioses, pero el dios de los vientos los hizo reembarcar y los condujo hasta donde ahora estaban, para que morasen eternamente.
Gilgamesh comprendió que el anciano no tenía fórmula alguna que darle. Era inmortal, pero sólo por favor único de los dioses. Lo que Gilgamesh buscaba no lo hallaría de este lado de la tumba.
Antes de despedirse, el viejo le dijo al héroe dónde podía hallar una estrella de mar con espinas de rosa. ¡La planta otorgaba a quien la saboreara una nueva juventud! Gilgamesh la obtuvo del fondo del océano, pero cuando descansaba de su esfuerzo, una serpiente se la robó, la comió, se desprendió de su vieja piel y recobró la juventud.
Gilgamesh advirtió que su destino no difería del destino del resto de la humanidad, y regresó a Erech.
Cuento babilónico del segundo milenio a. C.
En Libro de sueños (1975)
©1995 María Kodama
© Random House Mondadori
Buenos Aires, 2013
También incluido en
La Biblioteca de Babel n° 32
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