Reconozco la existencia de sonoridades elementales, del material musical en estado bruto, agradables por sí mismas, que acarician el oído y aportan un placer que puede ser completo. Pero por encima de este goce pasivo vamos a descubrir la música que nos hace participar activamente en la operación de un espíritu que ordena, que vivifica y que crea, puesto que en el origen de toda creación se descubre un deseo que no es el de las cosas terrenales. De modo que a los dones de la naturaleza se vienen a añadir los beneficios del artífice: tal es la significación general del arte.
Porque no es arte lo que nos cae del cielo en el canto de un pájaro, y sí lo es, en cambio, sin duda alguna, la más sencilla modulación conducida correctamente.
El arte, en su exacta significación, es una manera de hacer obras según ciertos métodos obtenidos, sea por aprendizaje o por invención. Y los métodos son los caminos estrictos y determinados que aseguran la rectitud de nuestra operación.
Hay una perspectiva histórica que, como toda visión de las cosas subordinada a las leyes de la gradación de los planos, no permite distinguir sino los planos más próximos. A medida que se alejan, escapan a nuestra comprensión y no nos permiten entrever más que objetos privados de vida y de significación útil. Mil obstáculos nos separan de estas riquezas atávicas que no nos entregan sino algunos aspectos de su muerta realidad. Todavía los alcanzamos más por la intuición que por un saber concreto.
No es necesario, pues, para comprender el fenómeno musical en sus orígenes, estudiar los ritos primitivos, los encantamientos, penetrar los secretos de la antigua magia. Recurrir a la historia, analizar la prehistoria, ¿no es, en realidad, irse demasiado lejos tratando de alcanzar lo inalcanzable? ¿Cómo dar razón de cosas que no hemos palpado? Si en tal sentido tomamos exclusivamente como guía a la razón, alcanzaremos conclusiones falsas, puesto que es el instinto lo que las ilumina. El instinto es infalible. Si nos engaña, no es instinto. En cualquier estado de cosas, una ilusión viva vale más, en lo que a estas materias atañe, que una realidad muerta.
Se ensayaba una vez en la Comédie Française un drama medieval en el cual el célebre trágico Mounet-Sully, según las indicaciones del autor, debía prestar juramento sobre una vieja Biblia. Para los ensayos, la Biblia a que nos referimos había sido reemplazada por la guía telefónica. «El texto ordena una vieja Biblia —exclama Mounet-Sully—; ¡que me traigan una vieja Biblia!» El administrador de la Comédie Française, Jules Clarétie, se apresura a ir a buscar a su biblioteca un ejemplar de los Testamentos en una magnífica edición antigua y lo lleva triunfalmente al actor: «Vea usted, mi querido decano —dice Clarétie—, es del siglo XV…» «Del siglo XV —dice Mounet-Sully—. Entonces, en el siglo XV debió de ser nueva…»
Mounet-Sully tenía razón, si se quiere, pero daba un crédito excesivo a la arqueología.
No podemos asir el pasado. No nos lega más que cosas dispersas. Se nos pierde esa ligadura que las unía. Nuestra imaginación rellena los espacios vacíos utilizando muy a menudo teorías preconcebidas; así ocurre, por ejemplo, que un materialista requiere las teorías de Darwin para poder colocar al mono antes del hombre en la evolución de las especies animales.
La arqueología no nos aporta, pues, certidumbre alguna, sino vagas hipótesis. A la sombra de estas hipótesis, ciertos artistas dejan en libertad a sus ensueños, considerándolos menos como elementos científicos que como fuentes de inspiración. Tan cierto es esto en la música como en las artes plásticas. Pintores de todas las épocas, sin olvidar la nuestra, pasean así sus divagaciones a través del tiempo y el espacio, y rinden culto al arcaísmo y al exotismo, uno tras otro, cuando no a la par.
Semejante tendencia no puede inducirnos, por sí misma, ni al elogio ni a la censura. Notemos solamente que esos viajes imaginarios no nos aportan nada preciso y no nos enseñan a conocer mejor la música. Nos asombramos a propósito de Gounod, en la lección precedente, de que hasta Fausto encontrase en sus comienzos, hace setenta años, oyentes reacios al atractivo de su melodía, e insensibles y sordos a su originalidad.
¡Qué decir entonces de la música antigua! ¡Cómo podríamos juzgarla a través del instrumento único de nuestro razonamiento! Porque, para ello, no podemos contar con el instinto; nos falta un elemento esencial de investigación: la sensación misma de la cosa.
En lo que a mí atañe, la experiencia me ha enseñado después de mucho tiempo que todo hecho histórico, próximo o lejano, puede muy bien ser utilizado como un estimulante que despierte la facultad creadora, pero nunca como una noción capaz de aclarar dificultades.
Nada puede fundarse sino sobre lo inmediato, puesto que todo aquello que se encuentra en desuso no puede sernos de utilidad directa. Es, pues, en vano remontarse más allá de ciertos límites a hechos que no nos permitirán ya que meditemos sobre la música.
No olvidemos que la música, tal como hoy podemos utilizarla, es la más joven de todas las artes, aunque sus orígenes son tan lejanos como los del hombre. Cuando nos remontamos más allá del siglo XIV, nos detienen dificultades materiales que se acumulan hasta el punto de reducir a conjetura lo que debía ser desciframiento.
Por lo que a mí respecta, no puedo empezar a interesarme por el fenómeno musical sino en tanto que emanación del hombre integral. Quiero decir del hombre armado de todos los recursos de sus sentidos, de sus facultades psíquicas y de las facultades de su intelecto.
Sólo el hombre integral es capaz del esfuerzo de alta especulación que debe ahora atraer nuestra atención.
Porque el fenómeno musical no es más que un fenómeno de especulación. Esta expresión no les debe asustar lo más mínimo. Supone simplemente, en la base de la creación musical, una búsqueda previa, una voluntad que se sitúa de antemano en un plano abstracto, con objeto de dar forma a una materia concreta. Los elementos que necesariamente atañen a esta especulación son los elementos de sonido y tiempo. La música es inimaginable desvinculada de ellos.
Para que nuestra exposición resulte más cómoda, hablaremos primeramente del tiempo.
Las artes plásticas se nos ofrecen en el espacio: nos proporcionan una visión de conjunto de la que tenemos que descubrir y gozar los detalles poco a poco. La música, en cambio, se establece en la sucesión del tiempo y requiere, por consiguiente, el concurso de una memoria vigilante. Por tanto, la música es un arte diacrónico, como la pintura es un arte espacial. La música supone, ante todo, cierta organización del tiempo, una crononomía, si se me permite el uso de este neologismo.
Las leyes que ordenan el movimiento de los sonidos requieren la presencia de un valor mensurable y constante: el metro, elemento puramente material por medio del cual se compone el ritmo, elemento puramente formal. En otros términos, el metro nos enseña en cuántas partes iguales se divide la unidad musical que denominamos compás, y el ritmo resuelve la cuestión de cómo se agruparán estas partes iguales en un compás dado. Un compás de cuatro tiempos, por ejemplo, podrá estar compuesto de dos grupos de dos tiempos, o de tres grupos: uno de un tiempo, otro de dos tiempos y otro de un tiempo, etcétera…
Observamos entonces que el metro, que no nos ofrece, por su naturaleza, sino elementos de simetría y presupone cantidades susceptibles de sumársele, está utilizado necesariamente por el ritmo, cuya misión consiste en ordenar el movimiento al dividir las cantidades proporcionales por el compás.
¿Quién de nosotros, al escuchar una música de jazz, no ha experimentado una sensación divertida y próxima al mareo, cuando ve que un bailarín o un músico solista que se obstina en marcar acentos irregulares no puede liberar su oído de la pulsación métrica regular mantenida por la percusión?
¿Cómo reaccionamos ante una impresión de esta naturaleza? ¿Qué es lo que más nos choca en este conflicto del ritmo y del metro? Es la obsesión de una regularidad. Las pulsaciones isócronas no son, en este caso, más que la manera de destacar la fantasía rítmica del solista, y ellas son las que determinan la sorpresa y crean lo imprevisto. Si pensamos en ello, caeremos en la cuenta de que, sin su presencia real o supuesta, no podríamos ni descifrar el sentido de tal fantasía ni gozar de su espíritu. La pulsación del metro nos revela la presencia de la invención rítmica. Gozamos, entonces, de una relación.
Este ejemplo me parece que aclara suficientemente las relaciones entre el metro y el ritmo, tanto en el sentido de la jerarquía como en el sentido crononómico.
¿Qué diremos entonces, ahora que estamos al tanto de la cuestión, si oímos hablar, como es frecuente, de un «ritmo acelerado»? ¿Cómo un espíritu sensato puede cometer tal error? Porque al fin y al cabo una aceleración no puede alterar más que el movimiento. Si yo canto dos veces más de prisa el himno de los Estados Unidos modifico su tempo; no cambio nada a su ritmo, puesto que las relaciones de duración permanecen invariables.
Me he querido detener un momento sobre esta cuestión tan elemental porque se la ve caprichosamente desvirtuada por los ignorantes que hacen un abuso desmesurado del vocabulario musical.
Más complejo y auténticamente esencial es el problema específico del tiempo, del cronos musical. Este problema ha sido recientemente objeto de un estudio, particularmente interesante, del señor Pierre Souvtchinski, filósofo ruso amigo mío. El pensamiento del señor Souvtchinski concuerda tan estrechamente con el mío propio, que no puedo hacer nada mejor que resumir su tesis.
La creación musical es juzgada por el señor Souvtchinski como un complejo innato de intuiciones y de posibilidades, fundado ante todo en una experiencia musical del tiempo —el cronos—, cuya incorporación musical no nos aporta sino la realización funcional.
Todos sabemos que el tiempo se desliza variablemente, según las disposiciones íntimas del sujeto y los acontecimientos que vengan a afectar su conciencia. La espera, el fastidio, la angustia, el placer y el dolor, la contemplación, aparecen así en forma de categorías diferentes —en medio de las cuales transcurre nuestra vida— y que suponen, cada una, un proceso psicológico especial, un tempo particular. Estas variaciones del tiempo psicológico no son perceptibles más que con relación a la sensación primaria, consciente o no, del tiempo real, del tiempo ontològico.
Lo que determina el carácter específico de la noción musical del tiempo es que esta noción nace y se desarrolla o bien independientemente de las categorías del tiempo psicológico, o simultáneamente a ellas.
Toda música, en tanto se vincula al curso normal del tiempo o en tanto se desvincula de él, establece una relación particular, una especie de contrapunto entre el transcurrir del tiempo, su duración propia y los medios materiales y técnicos con la ayuda de los cuales tal música se manifiesta.
El señor Souvtchinski hace aparecer así dos especies de música: una evoluciona paralelamente al proceso del tiempo ontològico, lo penetra y se identifica con él, haciendo nacer en el espíritu del auditorio un sentimiento de euforia, de «calma dinámica», por decirlo así. La otra se anticipa o se opone a este proceso. No se ajusta al instante sonoro. Se aparta de los centros de atracción y de gravedad y se establece en lo inestable, lo cual la hace propicia para traducir los impulsos emocionales de su autor. Toda música en la que domina la voluntad de expresión pertenece a este segundo tipo.
Este problema del tiempo en el arte musical es de una primordial importancia. He creído conveniente insistir en ello porque las consideraciones que entraña pueden ayudarnos a comprender los diferentes tipos creadores de los que habremos de ocuparnos en la cuarta lección.
La música ligada al tiempo ontològico está generalmente dominada por el principio de similitud. La que se vincula al tiempo psicológico procede espontáneamente por contraste. A estos dos principios que dominan el proceso creador corresponden las nociones esenciales de variedad y de uniformidad.
Todas las artes han recurrido a estos principios. Los procedimientos de la policromía y de la monocromia en las artes plásticas responden respectivamente a la variedad y a la uniformidad. Siempre he considerado que, en general, es más conveniente proceder por similitud que por contraste. La música se afirma así en la medida de su renuncia a las seducciones de la variedad. Lo que pierde en discutibles riquezas lo gana en verdadera solidez.
El contraste produce un efecto inmediato. La similitud, en cambio, no nos satisface sino a largo plazo. El contraste es un elemento de variedad, pero dispersa la atención. La similitud nace de una tendencia a la unidad. La necesidad de variación es perfectamente legítima, pero no hay que olvidar que lo uno procede a lo múltiple. Su coexistencia, por otra parte, está requerida constantemente, y todos los problemas del arte, como todos los problemas posibles, incluso el problema del conocimiento y el del Ser, giran ciegamente alrededor de esta cuestión: desde Parménides, que niega la existencia de lo múltiple, a Heráclito, que niega la existencia de lo uno. Solo el buen criterio como la suprema sabiduría nos invitan a afirmarlos a uno y a otro. Entretanto, la mejor actitud del compositor, en tal sentido, será la del hombre consciente de la jerarquía de los valores, que debe hacer una elección.
La variedad sólo tiene sentido como persecución de la similitud. Me rodea por todos lados. No tengo por qué temer su falta, puesto que nunca dejo de encontrarla. El contraste está por doquier: basta con señalarlo. La similitud está, en cambio, escondida; hay que descubrirla, y yo no la descubro más que en el límite de mi esfuerzo. Si la variedad me tienta, también me inquietan las facilidades que me ofrece, mientras que la similitud me propone soluciones más difíciles, aunque con resultados más sólidos y, por consiguiente, más preciosos para mí.
Claro está que no agotamos, con lo expuesto, ese tema eterno sobre el cual nos proponemos volver.
No estamos en un conservatorio y no tengo por tanto la intención de importunarles con pedagogía musical. No me incumbe recordar, en estos momentos, nociones elementales que la mayoría de ustedes conocen y que, en el supuesto caso de que las hubiesen olvidado, encontrarían claramente definidas en cualquier texto escolar. No me demoraré mucho sobre las nociones de intervalo, de acorde, de modo, de armonía, de modulación, de registro y de timbre, que no se prestan a equívoco, pero sí me detendré un instante sobre algunos elementos de la terminología musical que pueden inducir a confusiones, y trataré de disipar ciertos malentendidos, como lo he hecho hace un momento al referirme al metro y al ritmo, a propósito del cronos.
Ustedes saben perfectamente que la escala sonora constituye el fundamento físico del arte musical. También que la gama está formada por los sonidos de la serie armónica colocados según el orden diatónico en una sucesión diferente de la que ofrece la naturaleza.
Igualmente saben ustedes que se llama intervalo a la relación de altura entre dos sonidos, y acorde al complejo sonoro que resulta de la emisión simultánea de tres sonidos, por lo menos, de distintas alturas.
Hasta aquí todo va bien y se nos presenta con claridad, pero las nociones de consonancia y disonancia han dado lugar a interpretaciones tendenciosas que urge enjuiciar.
La consonancia, según el diccionario, es la fusión de varios sonidos en una unidad armónica. La disonancia es el resultado de la alteración de esta armonía por la adición de sonidos extraños. Hay que declarar que todo esto no está muy claro. Desde que aparece en nuestro vocabulario esta palabra, disonancia, trae consigo cierta sensación de algo pecaminoso.
Aclaremos: en el lenguaje escolar, la disonancia es un elemento de transición, un complejo o un intervalo sonoro que no se basta a sí mismo y que debe resolverse, para la satisfacción auditiva, en una consonancia perfecta.
Pero del mismo modo que el ojo completa, en un dibujo, los rasgos que el pintor conscientemente ha omitido, el oído puede ser solicitado igualmente para que complete un acorde y proporcione una resolución no efectuada. La disonancia, en este caso, tiene el valor de una alusión.
Todo esto supone un estilo en el que el uso de la disonancia estipula la necesidad de una resolución. Pero nada nos obliga a buscar constantemente la satisfacción en el reposo. El caso es que, desde hace más de un siglo, la música ha multiplicado los ejemplos de un estilo del que la disonancia se ha emancipado, y ya no está unida a su antigua función. Convertida en una cosa en sí, sucede que no prepara ni anuncia nada. La disonancia no es ya un factor de desorden, como la consonancia no es, tampoco, una garantía de seguridad. La música de ayer[15] y la de hoy unen sin contemplaciones acordes disonantes paralelos que pierden así su valor funcional y permiten que nuestro oído acepte naturalmente su yuxtaposición.
Sin duda, la instrucción y la educación del público no han corrido parejas con la evolución de la técnica; un uso semejante de la disonancia ha amortiguado la reacción de oídos mal preparados a admitirla, determinando un estado de atonía en el que lo disonante no se distingue de lo consonante.
Ya no nos hallamos en el sistema de la tonalidad clásica, en el sentido escolar de la palabra. Pero nosotros no hemos creado este estado de cosas, y no es culpa nuestra si nos encontramos ahora frente a una lógica musical nueva que habría parecido absurda a los maestros del pasado. Lo cierto es que esta lógica nos permite apreciar riquezas de cuya existencia ni sospechábamos.
Llegados a este punto, no es menos indispensable la obediencia, no a nuevos ídolos, sino a la eterna necesidad de asegurar el eje de nuestra música y de reconocer la existencia de ciertos polos de atracción. La tonalidad no es sino un medio de orientar la música hacia esos polos. La función tonal se halla siempre enteramente subordinada al poder de atracción del polo sonoro. Toda música no es más que una serie de impulsos que convergen hacia un punto definido de reposo. Esto es tan cierto en la cantinela gregoriana como en la fuga de Bach, en la música de Brahms como en la de Debussy.
A esta ley general de atracción, el sistema tonal tradicional no aporta más que una satisfacción provisional, puesto que no posee un valor absoluto.
Pocos son los músicos de hoy que no se dan cuenta de este estado de cosas. Con todo, no hay todavía posibilidad de definir las reglas que rigen esta nueva técnica. Esto no tiene nada de asombroso. La armonía, tal como se enseña en nuestros tiempos en las escuelas, impone reglas que no fueron fijadas sino mucho tiempo después de la publicación de obras de las que han podido ser deducidas, pero que sus autores ignoraban. Nuestros tratados de armonía basan así sus referencias en Mozart y en Haydn, quienes jamás oyeron hablar de tratados de armonía.
Lo que nos preocupa, pues, no es tanto la tonalidad propiamente dicha como aquello que se podría denominar la polaridad del sonido, de un intervalo o, incluso, de un complejo sonoro. El polo del tono constituye en cierto modo el eje esencial de la música. La forma musical sería inimaginable si faltaran esos elementos atractivos que forman parte de cada organismo musical y que están estrechamente vinculados a su psicología. Las articulaciones del discurso musical descubren una correlación oculta entre el tempo y el juego tonal. No siendo la música más que una secuencia de impulsos y reposos, es fácil concebir que el acercamiento y el alejamiento de los polos de atracción determinan, en cierto modo, la respiración de la música.
Puesto que nuestros polos de atracción no se encuentran ya en el centro del sistema cerrado que constituía el sistema tonal, podemos alcanzarlos sin que sea necesario someternos al protocolo de la tonalidad. Hoy día ya no creemos en el valor absoluto del sistema mayor-menor fundado sobre esa entidad que los musicólogos denominan escala de do.
La afinación de un instrumento, por ejemplo del piano, requiere la ordenación por grados cromáticos de toda la escala sonora accesible a dicho instrumento. Esta ordenación nos lleva a comprobar que todos estos sonidos convergen hacia un centro, que es el la del diapasón normal. Componer es, para mí, poner en orden cierto número de estos sonidos según ciertas relaciones de intervalo. Tal ejercicio conduce a la búsqueda del centro hacia el que debe converger la serie de sonidos que utilizo en mi empresa. Me dispongo entonces, una vez establecido el centro, a encontrar una combinación que le sea apropiada, o bien, en el caso de tener ya una combinación todavía no ordenada, a determinar el centro hacia el que debe tender. El descubrimiento de este centro me sugiere la solución. Satisfago así el gusto vivísimo que siento por esta especie de topografía musical.
El sistema anterior, que sirvió de base para construcciones musicales de un poderoso interés, no ha tenido fuerza de ley sino entre los músicos de un período bastante más corto de lo que se acostumbra imaginar, ya que no comprende más que de mediados del siglo XVII a la mitad del siglo XIX. A partir del momento en que los acordes no sirven ya exclusivamente para el cumplimiento de las funciones que les asigna el juego tonal, porque se apartan de toda obligación para convertirse en nuevas entidades libres de subordinaciones, el proceso queda cumplido: el sistema tonal ha vivido. La obra de los polifonistas del Renacimiento no entra aún en este sistema, y hemos visto que tampoco la música de nuestro tiempo está sujeta a él. Una sucesión paralela de acordes de novena bastaría para probarlo. Por ahí se ha abierto la puerta sobre lo que se ha llamado abusivamente atonalidad.
La expresión está de moda. Lo cual no quiere decir que sea clara. Bien quisiera saber cómo la interpretan quienes la emplean. La a, con su carácter privativo, indica un estado de indiferencia con relación al término al cual aniquila sin negarlo. Así entendido, la atonalidad no responde demasiado a lo que entienden quienes la emplean. Si se dijera de mi música que es atonal equivaldría a decir que me he vuelto sordo para la tonalidad. Ahora bien: puede ocurrir que me mueva, durante más o menos tiempo, dentro del orden estricto de la tonalidad, dispuesto a romperla conscientemente para establecer otra. En este caso no soy atonal, sino antitonal. No trato de hacer aquí una cuestión de palabras: es esencial saber lo que se niega y lo que se afirma.
Modalidad, tonalidad, polaridad no son sino medios provisionales, que pasan o que pasarán. Lo único que sobrevive a todos los cambios de régimen es la melodía. Los maestros de la Edad Media y del Renacimiento no sentían menos la necesidad de la melodía que Bach o Mozart, y mi topografía musical no solamente incluye la melodía, sino que le reserva el mismo lugar que desempeñaba bajo el régimen modal o tonal.
Es sabido que la melodía, en su acepción científica, es la voz superior de la polifonía, y que se diferencia de la cantinela sin acompañamiento, la cual es llamada monodia para distinguirla de aquélla.
Melodía, µελωδία en griego, es el canto del mélos, que significa «miembro», «trozo de frase». Son estas partes las que inducen al oído a notar una cierta acentuación. La melodía es, por consiguiente, el canto musical de una frase cadenciosa —y entiendo el término cadencia en un sentido general, no en su acepción musical—. La capacidad melódica es un don que no podemos desarrollar con estudios. Podemos, sin embargo, regular su evolución por medio de una crítica perspicaz. El ejemplo de Beethoven debe bastar para persuadirnos de que, de todos los elementos de la música, la melodía es el más accesible al oído y el menos susceptible de adquisición. He aquí uno de los más grandes creadores de la música, que pasó toda su vida implorando la asistencia de este don que le faltaba. De tal manera que ese admirable sordo llegó a desarrollar sus extraordinarias facultades en la medida de la resistencia que le opuso la única que le faltaba, del mismo modo que el ciego desarrolla en sus tinieblas la agudeza de su sentido auditivo.
Los alemanes rinden culto, como es sabido, a sus cuatro grandes B.[16] Más modestamente, y por necesidades del momento, elegiremos dos B, para mayor comodidad.
Por el tiempo en que Beethoven legaba al mundo riquezas debidas en parte a esa negación del don melódico, otro compositor, cuyos méritos nunca han sido equiparados a los del maestro de Bonn, lanzaba a todos vientos con infatigable profusión melodías magníficas y de la más rara calidad, y las distribuía gratuitamente, tal como las había recibido, sin siquiera pensar en reconocerse el menor mérito. Beethoven ha legado a la música un patrimonio que no parece sino fruto de su obstinada labor. Bellini recibió el don melódico sin haber tenido la necesidad de pedirlo, como si el Cielo le hubiese dicho: «Te doy justamente todo aquello que faltaba a Beethoven.»
Bajo la influencia del docto intelectualismo que reinó entre los melómanos de la categoría seria, fue moda, durante cierto tiempo, despreciar la melodía. Empiezo a pensar, de acuerdo con el gran público, que la melodía debe conservar su jerarquía en la cima de los elementos que componen la música. La melodía es el más esencial de todos ellos, no porque sea más inmediatamente perceptible, sino porque es la voz dominante de la sinfonía, no sólo en el sentido propio, sino también en el figurado.
Esto no es, desde luego, una razón para permitir que nos ciegue hasta el punto de hacernos perder el equilibrio y de que olvidemos que el arte musical nos habla por su conjunto. Volvamos a fijar la atención en la figura de Beethoven, cuya grandeza proviene de esa encarnizada lucha contra la melodía rebelde. Si la melodía fuese toda la música, ¿qué fuerzas podríamos entonces apreciar entre las que componen la obra inmensa de Beethoven, de las cuales la melodía es acaso la menor?
Si definir la melodía es fácil, no lo es tanto distinguir los caracteres de su belleza. Digamos, pues, que la apreciación de un valor es, en sí misma, susceptible de apreciación. La única pauta sobre la que basarnos en este sentido es la que se refiere a la fineza de una cultura que supone la perfección del gusto. En este terreno, nada es absoluto sino lo relativo.
Un sistema tonal o polar no nos es dado más que para alcanzar un cierto orden; es decir, en definitiva, una forma a la que tiende el esfuerzo creador.
De todas las formas musicales, la que se considera más rica, desde el punto de vista del desarrollo, es la sinfonía. Se designa habitualmente con este nombre a una composición en varias partes de las cuales hay una que confiere a la obra entera su cualidad de sinfonía: el allegro sinfónico, generalmente colocado al principio de la obra y que debe justificar su denominación cumpliendo con las exigencias de cierta dialéctica musical. Lo esencial de esta dialéctica reside en su parte central, el desarrollo. Es precisamente este allegro sinfónico, también llamado allegro de sonata, lo que determina la forma sobre la que se edifica, como es sabido, la música instrumental entera, desde la sonata para un instrumento solo y los distintos conjuntos de cámara (tríos, cuartetos, etc.), hasta las más vastas composiciones para grandes masas orquestales. Pero no les quiero importunar más con un curso de morfología que, en el fondo, no responde al fin de mis lecciones. Sólo apunto el tema para recordarles que existe en música una especie de jerarquía de las formas, del mismo modo que puede encontrarse en todas las demás artes.
Se ha convenido en distinguir las formas instrumentales de las formas verbales. El elemento instrumental goza de una autonomía que no posee el elemento vocal, que se encuentra vinculado a la palabra. En el curso de la historia, cada uno de estos elementos ha impuesto su sello a las formas que iba originando. Estas distinciones no constituyen en el fondo más que categorías artificiales. La forma nace de la materia; pero la materia se apropia con tanto gusto de las formas que revisten otras materias, que las mezclas de estilo son constantes e imposibilitan toda discriminación.
Grandes centros de cultura, como la Iglesia, acogieron y propagaron desde antiguo el arte vocal. En nuestros días, las sociedades corales no pueden responder a una misión semejante. Reducidas como se ven a defender y a ilustrar las obras del pasado, no pueden pretender un papel similar, pues la evolución de la polifonía vocal lleva largo tiempo estacionada. El canto, cada vez más ligado a la palabra, ha terminado por ser una parte de relleno, afirmando de este modo su decadencia. Desde que se da a sí mismo la misión de expresar el sentido del discurso, sale del dominio musical y no tiene ya nada más en común con él.
Nada muestra más a las claras el poder de Wagner y de ese Sturm und Drang que él desencadenó, que esa decadencia que consagró en su obra y que no ha cesado de afirmarse después de él. ¡Qué fuerza debió de tener este hombre que pudo romper una forma musical esencial con tanta energía que, aún hoy, cincuenta años después de su muerte, vivimos abrumados bajo el peso del fárrago y la batahola del drama musical! Pues el prestigio de la Gesamtkunstwerk [Obra de arte total] está aún vivo.
¿Y es esto lo que llamamos progreso? Puede ser. A menos que los compositores no encuentren la energía de librarse de esta herencia abrumadora guiándose por la admirable consigna de Verdi: «Torniamo all’antico e sarà un progresso!»
[15] Entendamos por esta expresión la música de fines y principios del siglo XIX, en la que se empieza a definir la disonancia como entidad de vida independiente. (N. del T.)
En Igor Stravinsky - Poética musical. En forma de seis lecciones (Cap. II)
Título original: Poétique musical
Igor Stravinsky, 1940
Traducción: Eduardo GrauFoto: Igor Stravinsky, Nov. 16 1934 -by George Hoyningen-Huene
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