29 de abril de 2018

Pascal Quignard: El libro del corazón inescrutable





1. La habitación secreta

Hay una habitación oculta en la casa de las mujeres, donde duermen. Ningún hombre tiene derecho a ingresar en ella. Allí es donde se renueva la sociedad de los francos. Las Madres, a las que también llaman las Fuentes, conservan celosamente su secreto. Ellas se lo comunican a las muchachas en su adolescencia, y a partir de ese día las muchachas dejan de ser muchachas, pasan y se vuelven mujeres. Berehta (Berthe), la hija de Karel (Charles), era una de esas madres. “Cor inscrutabile” es el sobrenombre latino que Hartnid recibió de su madre. Porque Jeremías había escrito en Profecías XVII, 9: “El corazón de todos los hombres es depravado. Es inescrutable. ¿Quién podría conocerlo?”

Para Juan fue el águila porque profetizaba.

Para Nithard fue la oca porque estaba escribiendo sin cesar en todas las lenguas. 

Para Hartnid habría podido ser el caballo en tanto que vagaba, cabalgaba, en tanto que sentía afecto por su belleza, su ímpetu, su tamaño, su gracia, su cabellera, su sexo, pero en virtud de lo que había dicho su madre fue el “corazón inescrutable”. 


2. El perro de caza que se llamaba Hedeby

El perro de caza del duque marítimo Angilbert estira sus patas hacia adelante ladrando. La perra se da vuelta. El perro guardián monta sobre el trasero que le presenta la perra, se agarra como puede, lo más que puede, vigorosamente, sobre su espinazo, con sus patas delanteras. La penetra de atrás hacia adelante largo rato. 

Un día, en el jardín interno, en 807, en Aix-la-Chapelle, Emmen, hija de Emmen, está mirando ese abrazo. Le dice a Hartnid que está parado a su lado: 

–Es algo espantoso en los perros. También en los hombres es espantoso. 

–¿Lo ha visto hacer? –le preguntó el joven príncipe Harnid a la princesa Emmen. 

–Sí. 

Hartnid se ruborizó a su lado. Tiene entonces nueve años de edad. 

–Yo no vi nunca a un hombre haciendo con una mujer lo que hace Hedeby con ese desdichado animal. 

La princesa continuó: 

–Esto es lo que me parece: sólo resulta maravilloso con los caballos. Cabalgar sólo funciona con los caballos. ¿Ha visto usted, Hartnid, un sexo más bello que el de los caballos cuando se despliega, se curva y se tensa? ¿Ha contemplado una cabellera más hermosa que la crin de un caballo salvaje que flota atrás de su cara cuando corre sobre los cereales, los cardos, los musgos, las retamas, las piedras, los líquenes que cubren la planicie? 


3. La seguidora de Aude

En un pueblo, que pertenecía a la abadía de Stavelot, los campos de escanda, de repollo, de trigo, formaban un semicírculo. 

Luego terminaban todos, de repente, como un anfiteatro de cereales y de viñas, en el bosque extremadamente oscuro, espeso, tupido, enmarañado, salvaje de las Ardenas. 

Un bosque tan denso, tan negro, tan antiguo, tan primitivo, que no se atrevían a cruzar la linde sin tomar algunas precauciones y coser entre las ropas dos o tres talismanes. 

De allí salían en hordas, de golpe, los jabalíes. 

Devastaban los campos, los frutales, los viñedos, los huertos, en el lapso de un súbito chaparrón de abril, en lo que dura un rayo. 

Aun cuando el brezal de Chooz, más lejos, se interrumpía con el Mosa, enfrente, a pocos metros, también el río se topaba contra la pared del bosque. 

Y resultaba aún más infranqueable. 

Llamaban a ese lugar el Agujero del Diablo. 

Las nubes se estancaban arriba. 

Las nubes gravitaban durante días y días encima del pueblo de los monjes de la abadía de Stavelot. 

Las nubes estaban de alguna manera apresadas por la curva del río en virtud de la pared del acantilado.

Acantilado inasequible. 

Piedra inescalable. 

Las nubes se aferraban a los espinos, se ataban a las cumbres que rociaban de lluvia durante meses. 

Lucilla dijo tímidamente: 

–Conocí a Aude y le serví.

Hartnid dijo: 

–Ya hace cincuenta años que no existe más. Dijeron de usted que era en verdad la hija del prefecto Roland con otra mujer. 

–Es cierto. 

–Usted es inteligente, es bella. 

Ella estaba incómoda. Quiso complacer.

–Ya distingo mejor lo que le puedo aportar. Pero usted, ¿qué me daría a cambio de mi inteligencia y de mi belleza?

–Mi valentía y mi miedo.

–Yo sólo tomaría la primera mitad. 

–Es un todo. 

–La primera mitad podría haber sido el todo si usted hubiese trabajado en ello. 

–De ninguna manera, porque mi miedo no depende de mi valentía. Fue a pedido del califa que gobierna Zaragoza que las tribus francas se comprometieron en una nueva guerra contra los ataques del emir que reina sobre Córdoba. Yo no soy más que un príncipe a medias. Un príncipe bastardo. Pero no le tengo miedo ni al cansancio de la expedición, ni a la nieve de las montañas, ni a la violencia del combate, ni a la muerte que puedo encontrar allí de golpe. 

–Sea entonces más preciso cuando habla de su miedo. 

–Cuando regrese, usted me dirá si me quiere. Que usted no acepte convertirse en mi esposa es lo que me da miedo. 

–¿Y si yo no lo quiero desde ahora? 

–Acabo de decirle que es lo que temo.

–Sí, pero si expreso de otro modo mi pregunta, ¿qué me responderá, príncipe bastardo? ¿Cuál será su pensamiento si yo no lo esperase aquí hasta entonces? 

–Si usted no me hubiese esperado, no traeré ninguna alteración al curso de la existencia que usted tuviera entonces. En cambio, si usted aguarda…

–No lo esperaré. 

Ella dijo eso pero agarró su mano, la estrechó, la apretó muy fuerte. 

Ella no soltó de inmediato su mano. Después le dio la espalda, se fue, apuró el paso, partió. 

Su aroma partió. 

Él se quedó solo con su mano ardiendo. 

Con algo invisible alrededor de su cara, que era el resto de su perfume. 

Miró la baranda de madera del bote, se subió sin apoyar la mano que ella había tocado con su mano maravillosa. 

Después miró el agua. 

Después se dio vuelta y miró la costa y vio la silueta de Lucilla alejándose. 

Al cabo de algún tiempo, abrió la mano que la mujer había estrechado mucho más tiempo del que era necesario, y se la llevó a los ojos. Escondió sus ojos detrás de la mano que ella había quemado al tocarla. Entonces se puso a llorar tras el dorso de esa mano. Se sentó en el banco de remo. Lloró todo lo necesario. Eso era el miedo en el fondo de sí mismo. Las lágrimas incontrolables eran su miedo. La fragilidad ante lo que amaba: es lo que era su único miedo pero era inmenso. Desde la infancia, no había visto más que rostros fríos, a veces excedidos, a los que su presencia importunaba, a los que sus deseos molestaban, a los que su niñez cansaba, y se iba a sollozar lejos de las miradas severas. 

Sólo su gemelo, que se llamaba Nithard, conocía sus lágrimas, velaba por sus retiros, disimulaba sus fugas, pero no decía nada. 

Lo protegía pero no lo tranquilizaba.

Hartnid sollozó tanto que se fue lejos de las miradas del mundo, luego se dirigió entonces a Aramitz, a Hasparren, cruzó el Adour, pasó la cumbre de Bigorre, bajó hacia la tierra roja de España.

Ella lo esperó seis años. Vio volver a un cadáver. 

El cadáver todavía hablaba un poco.

–Lo esperé –le dijo ella. 

–Se equivocó porque no ha vuelto mucho. 

–¿Me sigue amando ese no mucho?

–La amo. 

–Entonces me caso con usted porque yo también lo esperé y yo también lo amo. 

Las lágrimas subieron a sus ojos, brotaron de sus párpados y las dejó correr en silencio frente a ella. 

Lucilla tomó su rostro flaco en sus manos, acarició sus mejillas espinosas y huecas, todas húmedas. 

–Usted no va a ser pesado sobre mi vientre, Hartnid –murmuró ella. 

No solamente ella lo desposó sino que estaban felices los dos. 


4. El Amo de las bayas

Antiguamente, un día el Amo de las bayas (Heidelbeermann), al final del invierno, le ofreció a Hartnid una baya pequeñita, estropeada, muy sucia, un poco violeta y un poco rosada, maloliente. Hartnid la tomó delicadamente entre sus dedos y deseó regalársela a la mujer que amaba. Esta última, que se llamaba Lucilla, cometió el error de rechazarla con asco. Por tal motivo es que los hombres padecen la muerte. 

Un día, el Amo de las bayas le dijo a Hartnid: 

–Si se quiere evitar la muerte, hay que ponerse de rodillas todas las noches junto a su cama de helechos o su lecho de paja, y recitar de memoria la cancioncita que favorece los arándanos. 

Pero nadie supo nunca la letra de la cancioncita de los Arándanos, esa costumbre se abandonó. 

La mujer rechazó la baya. El pájaro llegó y se posó sobre su hombro. Hartnid partió. 


5. La mancha de Hugues el Campanero en el muro

Antiguamente, un día, en el monasterio de Saint-Riquier, en 811, el maestro guardabosques del conde Angilbert murió por un hachazo mal intencionado que le cortó el cuello. ¿Por qué? El asunto sigue siendo enigmático. El cura que tenía a su cargo los oficios del día le pidió a Frater Lucius que fuera al pueblo a buscar muy rápidamente a Hugues, el maestro campanero. 

Lucius golpea la puerta para avisarle al campanero que fuese a hacer doblar las campanas por una muerte. 

Su esposa sale de la casilla. 

Mira al Frater Lucius con asombro mientras éste le explica qué lo hizo venir.

La mujer de Hugues le dice al hermano: 

–Sabe usted, Lucius, Hugues me dijo que estaba con usted en la abadía. 

–No. No es así. 

–Ya veo. 

–Me esforcé con una copia toda la mañana sin que haya dejado mi taburete de roble. 

–Entonces vamos a ver algo que considero personalmente asqueroso. 

–No querría –respondió el Hermano Lucius. 

–No importa si quiere o no. Tenga a bien seguirme. 

Ella no se toma el trabajo de cerrar la puerta de su casa. Pisa la cola del gato amarillo que se quedó acostado en el umbral, que da un grito y salta por el aire. Ella tironea la manga de la ropa del hermano. Repite: 

–Sígame, señor cura. 

–No soy cura. Soy monje. Me gustan los gatos y considero que usted no tiene derecho a maltratarlos. 

–Yo maltrato a quien quiera y usted verá a quién voy a maltratar. 

Arrastra al Hermano Lucius detrás de sí y llega hasta el arquero que está en su garita al final de la calle. Lo agarra también del brazo.

–Necesito de ti y de tu arma. Sígueme, arquero. 

Los tres se dirigen hacia la plaza. 

–¿Está segura de que es necesaria nuestra presencia? –pregunta el arquero. 

Ella hace señas de que se callen de inmediato. 

La esposa del campanero se descalza. 

Tiene sus zapatos en la mano y avanza en silencio sobre el pavimento frío. 

De repente les señala con el dedo dentro de la taberna a Hugues que está bebiendo con una muchacha. 

El maestro campanero gira la cabeza en ese preciso momento hacia la ventana y ve a su mujer que lo está viendo. Se escapa con tanta violencia, tanto terror, tanto apuro, que su sombra se queda pegada en el muro de la taberna. Incluso cuando murió, incluso después de que su cuerpo fuera enterrado (en Soufflenheim, ocho años más tarde, en 819, luego de la ceremonia de casamiento del rey Luis el Piadoso con Judith Welf, princesa de Baviera), su sombra siguió adherida a ese muro. La siguen mostrando todavía y dicen: 

–Es la sombra del campanero. Se fue tan rápido que no tuvo tiempo de llevársela consigo. 

La historia, célebre entre los francos, no termina ahí. 

Un pintor sajón, que se llamaba Creekevild, originario de Aix-la-Chapelle (Aachen), un día que había ido a beber y a disfrutar, vio esa sombra en el muro de la taberna.


6. Origen de la Sombra de Saint-Riquier

Un día, antiguamente, un pintor que pertenecía a la corte palatina, y que venía de las Aguas Palatinas (Aachen) encargado de pintar la bóveda y el oculus de la cripta que baja a la fuente de San Marcoul bajo la abacial del primer rey franco Riquier, descubrió esa sombra en el muro de la taberna del pueblo que colinda con el claustro de la abadía. Tuvo la idea de hacer un mundo con ello. Creekevild el Pintor no modifica la mancha que produjo la huida del campanero. La mancha le parece un emblema del adiós a este mundo, además de ser su vestigio. La sombra de un espanto que provoca una huida –que es la misma que observan todos los monjes del mundo. Se abstiene de incorporarle el menor trazo. No despliega allí ni el más tenue color. La deja ser y la interpreta como un lago lleno de misterios. La rodea con dos orillas; una donde se acerca un cisne para bañarse; la otra en donde llega a beber un unicornio. Por encima, una hilera de sauces conduce a una fuente. Una reina, que parece ser Herminia, o una diosa, que en ese caso es muy similar a Arduina, huye de los caballeros cristianos que la persiguen. Ella mira hacia atrás, a lo lejos, la línea completamente negra del bosque oscuro. Primero se la ve inclinándose e introduciéndose bajo las ramas. Luego galopa en el sotobosque. Ella los hace perderse –pero logra perderlos tan prontamente que se perdió ella misma mientras se apartaba furtivamente de ellos. En adelante, vaga largo tiempo sin saber por dónde avanza y sin adivinar cuál puede ser en verdad el lugar hacia el cual se dirige. La noche se desvanece poco a poco. Llega cerca de un albergue de piedras amontonadas que los pastores han construido en la montaña. Es el amanecer. Cae el rocío del alba. Ella baja del caballo. Se duerme cerca del agua de la fuente que conduce al lago negro totalmente intacto de cualquier silueta de seres vivos. El agua que brota empuja sus pequeñas olas contra la orilla cubierta de florcitas de lis entre el canto de los pájaros que comienzan a sacudirse. Luego está el sonido agudo de las cornamusas de ocho pastorcitos que llegan entre los álamos y que se divierten respondiéndoles a los pájaros con sus melodías. Descubren entonces a la bella jinete que duerme. Retiran las puntas de cuerno de sus bocas, se acercan a la diosa del bosque dormida. Ven los dos senos maravillosos que se levantan suavemente. Se atemorizan por el brillo de sus cabellos que son como hilos de oro: hacen silencio ante ellos. Los ocho se sientan para mirarla respirar y dormir. Ya no tocan más su cancioncita. Han dejado sus ocho caramillos a sus pies. Trenzan ocho canastas tan rubias como los cabellos de la reina que irradian alrededor de los párpados cerrados. Un ciervo de dos metros de altura se aproxima lentamente. Los cabritos y los ocho pastorcitos que los cuidan se levantan y se apartan para dejarlo pasar. El ciervo de diez ramificaciones de cuerno llega a examinar al caballo de la joven mujer que por su parte estira su cuello hacia él, en señal de lealtad, antes de apartarse apaciblemente. El caballo no le tiene ningún miedo al ciervo. El gran ciervo baja lentamente su cornamenta y va a beber cerca de la diosa Arduina que duerme en el fondo de su propio bosque. El ciervo lame el agua que brilla entre las piedras de la costa y luego cae sobre sus rodillas. Entonces la diosa abre sus ojos negros, más negros que las cornejas que vigilan el sol. Ella llora y así todo se une al agua que va al lago sombrío del Origen en el que nació. Porque pareciera que esa agua misteriosa que se derrama sobre la cara de los hombres a veces la alcanza, cuando es posible que en el fondo de cada ser vivo ella solamente se seque. Conocí a muchos hombres en el fondo de los cuales esa agua se había evaporado. 


7. Aparición de Santa Verónica en la bahía de Menton

Hubo también una mancha que se depositó en un lienzo. Un hombre tenía tanto miedo por tener que morir prontamente que una mujer que no valía gran cosa, en una callejuela de Jerusalén, enjugó su rostro con el velo que rodeaba sus cabellos. Juan escribió en su Libro: “Primum caelum et prima terra abiit et mare jam non est. Prima abierunt. Et ego Johannes vidi.” (Cielo y tierra se borraron y el mar ya no estaba. Entonces yo, que llevaba el nombre de Juan, vi y entonces comprendí que el Origen se deshacía.)

Todas las cosas que habían sido las primeras en surgir en la corteza de la tierra, después de haber brotado del agua, se aniquilan unas después de otras. 

Se vio, a lo lejos, en una especie de bruma que empezaba a aparecer sobre el mar, a una mujer perdida que se levantaba detrás del mundo exterior que a su vez se había desvanecido al mismo tiempo que las presencias originarias y los diferentes fulgores. 

Era una sombra que tenía en sus manos un rostro que llevaba sobre su vientre. 

Fue de esa manera que Santa Veronica, proveniente del templo tan frágil que domina Jerusalén, apareció en silencio en las aguas de la bahía de Menton. 

Una muerta errante, majestuosa, con la sonrisa llena de pena, el vestido lleno de sombra, ganó altura, en la orilla del Aqueronte, mientras el barro la aspiraba. 

El agua inmunda le llegaba a los muslos. 

Ella arremangó su túnica y se veía, rodeado de pelos rubios y suaves, delicados, sedosos, mojados, resplandecientes, ya no el rostro de un dios, sino un pequeño agujero negro que atraía obstinadamente la mirada. 

¡Oh, prostituta que vas aquí y allá y que te abres a las sombras excitadas que lanzan grititos para acceder al otro mundo! 

Nosotros, los hombres, no introducimos más que un pobre pescado gris en tu oscuridad. 


8. La ruta de Louviers

Nací en un país donde todos los nombres terminaban en bec o en beuf. Bec era el arroyo. Beuf era la cabaña. Tourlaville designaba la granja de Thorlak. Yo vivía en Verneuil frente a la ruina de una iglesia dedicada a San Juan Evangelista. La palabra Louviers no quería decir guarida de lobos sino “lugar antiguo” en aquel tiempo. En Vernon, junto a la iglesia colegial, se alza todavía una hermosa casa extremadamente antigua, con balcones de madera, que posee una magnífica Anunciación del Nacimiento del Señor. Esa casa, que por mucho tiempo sirvió de albergue, es llamada “El Tiempo de Antaño”. 


9. Theotrade silenciosa se da vuelta y ve a Berthe y al duque marítimo

La mujer se dio vuelta. Miró al hombre que amaba que estaba hablando con su hermana mayor. Luego observó a su alrededor a sus amigos y a los príncipes y a los servidores y a los esclavos. Todas las miradas huían, dejaban este mundo. Pero no importa: ella ama al hombre que habla con su hermana. Deja furtivamente la corte para seguirlos. Ellos se apresuran y alcanzan la fuente bajo un arco de piedra. Hay grandes y pesadas matas de glicinas que cuelgan a lo largo del muro. Ella ve que su hermana agarra su sexo, le saca su sombrero de carne, la extraña serpiente empieza a palpitar entre sus dedos y ella lo hace entrar en ella. 


10. Sobre nuestras vidas milagrosas

En los relatos que datan de los tiempos antiguos a menudo se mencionan prodigios. No es que en el presente haya menos que intervengan en el curso de nuestras vidas, tan inopinadamente como antaño. Pero su advenimiento ya no se inscribe en el alma como en el tiempo antiguo, cuando nada nuevo la solicitaba verdaderamente dentro de la repetición de las tareas de la vida común. 

El recuerdo de su sorpresa se atenúa además porque se abstienen de anotarlos en los libros de memorias, en las res gestae, en las crónicas, en los diarios íntimos, en los libros de historia, en las agendas. 

De manera que los milagros nos parecen menos numerosas aun cuando pululen. 

Numerosos ascetas toman el camino del paraíso pero es cierto que en nuestros días han renunciado a testimoniar su liberación. Desconfían de sus congéneres. ¿Por qué divulgarían su felicidad? Temerían excitar sus celos. Permanecen secretos y concentrados en su soledad donde su misma serenidad se incrementa hasta el instante en que mueren sin que se hayan separado de ella ni un segundo. La ola permanece en el fondo de ellos. No sube a sus párpados. Sin dudas aman su felicidad con más fuerza que los hombres de la Antigüedad. Protegen más del siglo la alegría insensata de los últimos instantes de sus vidas. 

11. Sobre la euforia de los hombres y las mujeres

Porque antiguamente cuando nos acercábamos a nuestra alegría, hombre y mujer, nos ocurría que reteníamos el aliento. 

Y con ello el placer, que entonces nos tomaba desprevenidos, resultaba incrementado. 

Tal es la razón de ello, según lo que dijo San Anselmo en el sermón al que tituló con el salmo ¡Retengan sus almas! Dicho sermón tal vez sea la más bella homilía que los hermanos cristianos hayan escrito durante toda su historia. 

Esperar su goce es esperar un extraordinario desfallecimiento cuya hora se desconoce. 

El cuerpo ni siquiera está seguro de que ni esa exaltación ni esa caída vayan a tener lugar. 

Para las mujeres, para los hombres no hay manera de prepararse para lo va a sobrevenir o se va a escapar. Se trata de un desfallecimiento frente al cual no cabe sino abrir bien grandes los ojos mientras se cierran por sí mismos y se hunden de un solo salto en una oscuridad totalmente diferente a la noche. ¿Qué es la felicidad, si no hundirse? No hay alegría donde no se encuentre una huella de imprevisible desvanecimiento. Tal es la homilía que quise ofrecerles hoy, hermanos míos. Retengan sus almas, como Dios lo hizo en persona, hasta ese grito que fue solamente el del abandono. ¡Entonces en Sus labios volvió a posarse la Antigua lengua! Pero no quiero hablar por más tiempo frente a ustedes de ese borrado en lo negro absoluto que está en el fondo del mundo, porque arrastra con él a quien lo evoca. 


12. Macra

–Magra entraste, magra tienes que salir de esta morada también. Tu rostro no es más que tu frente y una mirada que brilla. ¿Tus cabellos? Un recuerdo de tu infancia. 

–¡Ya nada ronda mis oídos sino voces desaparecidas! 

Sar tomó la palabra y le respondió a Hartnid:

–No me mires a la luz. Ya no tengo un rostro que se me parezca. Mis ojos están hundidos. ¡Mordí el anzuelo de la muerte! ¿Cuándo? Es preciso que busque entre mis recuerdos. ¿En qué momento se abrieron las trampas para que se cerraran así tan rápidamente sobre mis días? 

–No era de noche. El agua de la bahía estaba cubierta de knerrirs y de drakkars. Los soldados mataban a los monjes y a los curas. El conde rodaba en el agua. 

–Esta es la verdad. Las preguntas son tres. Dónde “¿dónde?”, cuándo “¿cuándo?”, por qué “¿por qué?”

–No entiendo lo que dices. 

–Entonces te voy a plantear de otro modo la pregunta que me obsesiona ahora y que tal vez las reúne. ¿Por qué, mientras yo estaba en mi cueva en lo alto del acantilado, mientras tú tenías los pies en el agua, batiéndote con valor entre las olas contra las espadas y los remos y las picas y las hachas, todas las preguntas se cerraron y, por así decir, quedaron selladas sin que me diera cuenta? ¿Por qué ya no me interesa más nada desde que te fuiste adonde mis ojos no ven más, a lo invisible? 



13. El sermón sobre el amor de San Agustín

San Agustín dijo que era como la luz que bañaba de golpe nuestras caras al nacer como el amor en que se forman. ¡Oh, hermanos míos!, exclamó de repente desde lo alto de su cátedra en la gran basílica romana de Cartago. En verdad les digo que la luz no es primaria. ¡En verdad les digo, el amor no es lo primero! El amor lucha tanto como puede contra el odio a todo lo que es distinto. Todo lo que ignora lo deja desamparado y está más dispuesto a huir de ello de lo que se siente cerca de acercársele. El amor es como un niño que tiene miedo al desconocido que entra en la casa de su padre. El amor contiene tanto como puede la agresividad que amenaza sus ojos, que ahora se abren de par en par con el espanto. Sus ojos están menos fascinados por lo que ven que por el miedo de ver. Cuando un cuerpo desea un cuerpo, la impaciencia que lo posee refrena tanto como puede la violencia que inflige en la violación que la concluye. Pero no es más que un freno. No es más que una retención. Hay cólera en el deseo así como no hay nada más que destrucción en el hambre. ¿Dónde están las pequeñas frutas de las frambuesas aterciopeladas, tiernas, repujadas y rojas, dónde están las bayas brillosas y oscuras de los arándanos, dónde están los granos dorados de los racimos de uvas después de que ustedes los introdujeron entre sus labios? Descienden en una noche que no puedo nombrar. ¿Dónde está la cierva que corría por el claro en el primer momento del amanecer? ¿Y dónde se encuentra el conejo que saltaba toda la noche con tanta felicidad sobre el pasto de la pradera? Una vez que dejaron el olor suculento de las brasas donde se asan, una noche que no puedo nombrar se cierra sobre ellos. De tal modo la luz no es tamizada en la penumbra donde los amantes se rozan, cuando una levanta su vestido por encima del rostro, cuando el otro baja sus calzones hasta los pies. Es la oscuridad primaria que nos precede lo que entonces regresa a ellos tanto como a nosotros. Es la noche de nuestras madres lo que avanza poco a poco sobre los cuerpos que se desnudan: alzándose en una inmensa ola, vuelve con una fuerza que no se explica con el cuerpo que fue concebido antaño y al que todavía envuelve. Entonces los amantes cierran muy fuerte los ojos para gozar más y abandonarse por completo a la inmersión en el antiguo mundo que llama a sus almas para disociarlas totalmente y a fin de confundirse allí.




En Las lágrimas, II
Título original: Les Larmes
Traducción: Silvio Mattoni
Buenos Aires, El cuento de plata, 2017

Foto arriba: Pascal Quignard por Sophie Bassouls/Corbis Images











































Abajo: Silvio Mattoni (foto original sin atribución vía)

















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