No debemos olvidar que Sherlock Holmes tenía un hermano mayor, Mycroft Holmes, alto y discreto funcionario del Foreign Office, que el detective estaba obligado a consultar para los casos difíciles, porque era más inteligente que él, la verdadera mente deductiva de la familia. Y en cuanto al doctor Watson, que a su vuelta de Afganistán aterrizó de casualidad en el departamento del 221b de Baker Street porque alguien le dijo que un tal Holmes estaba buscando un coinquilino, si bien compartió durante un tiempo su vida con su admirado amigo, cuando un poco más tarde se casó, se fue a vivir con su mujer a las afueras de Londres y durante muchos años perdió de vista al gran detective. Estos detalles confirman que ni siquiera los mitos de papel, unidimensionales y concebidos según el más estricto funcionalismo que los obliga a repetir indefinidamente la misma serie de acciones que el lector espera de ellos, pueden escapar al principio de realidad que supone la pertenencia a una familia. Para su hermano mayor, Holmes resulta a veces un principiante inhábil, y a Watson, aunque amaba profundamente a su esposa, en comparación con las aventuras palpitantes que venían a golpear a la puerta roja de Baker Street, su consultorio y su vida doméstica debían parecerle de tanto en tanto lánguidos y grises. En cierto sentido, podría compararse una familia al papel pegamoscas: el que se demora un poco a su contacto corre el riesgo de quedar atrapado y debatirse hasta la muerte en ella. La familia es problemática hasta para quien no la tiene: el monstruo remendado por el Dr. Frankenstein, la Cenicienta y Jean Genet (que en algunos textos se reinvindica como una especie de mezcla de los dos primeros) revelan hasta qué punto la carencia de una verdadera familia puede alimentar una conciencia desdichada.
En literatura, de ficción o no, como lo prueban las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique, o el poema 23 de Trilce, de César Vallejo, dos de los más intensos momentos de la poesía en lengua española, el lugar que ocupa la familia es siempre significativo, y hasta podría concebirse una tipología para los textos de ficción, a partir del modo en que aparece en ellos el tópico familiar, que en muchos autores es omnipresente y en otros, lo que no deja de intrigarnos, vago y aun ausente. Los personajes de Borges, por ejemplo, no tienen por lo general familia; y el Borges poeta, aunque evoca a su padre algunas veces, sólo parece tener antepasados. Las dos o tres veces en que las relaciones familiares entran en sus relatos (Emma Zunz, La intrusa, entre otros), casi siempre es para resolver por la violencia algún conflicto: Emma se hace violar y mata a un hombre para vengar el suicidio de su padre, y en La intrusa dos hermanos enamorados de la misma mujer deciden asesinarla para preservar sus lazos familiares.
Hemingway es un caso semejante al de Borges: los temas familiares son vagos y esporádicos en sus relatos, y si hay una figura que a veces se distingue en ellos es, como ocurre también con Borges, la del padre; en Faulkner, en cambio, son omnipresentes, y representan una etapa decisiva en ese género fatigado que la crítica puso de moda hace más de medio siglo titulándolo «decadencia de una familia». Fundada por Emile Zola, quien, inspirándose en las teorías de Claude Bernard inventó también la literatura experimental, la saga familiar pobló sin tregua las bibliotecas mundiales durante varias décadas: los Rougon-Macquart, los Thibault, los Malavoglia, los Forsythe, los Buddenbrook, etcétera y, en el Caribe, con cierto atraso ya, los Buendía. Para diagnosticar la decadencia, Zola había fundado sus historias familiares en datos biológicos y sociales, como la teoría de la herencia y la influencia del medio, y aunque en la familia faulkneriana esas referencias siguen existiendo, el genio del autor fue capaz de introducir en el determinismo sociobiológico, así como según Malraux lo había hecho en la novela policial, la tragedia griega. Podría decirse que la decadencia alcanza su «fase terminal», como tantas otras cosas, en ciertos personajes de Samuel Beckett, como los Molloy, padre e hijo, o la pareja de Días felices.
Freud descubrió que los niños, a los dos o tres años, cuando empiezan a percibir que sus padres no son perfectos, se inventan padres ideales (un rey y una reina por ejemplo) para suplantarlos, pretendiendo que los que simulan ser sus padres no son más que un par de malvados que los han comprado a algún gitano o simplemente robado. Freud llamó a esa curiosa fantasía infantil la novela familiar. A partir de ese concepto, Marthe Robert elaboró más tarde la teoría de que toda ficción vendría a ser una especie de novela familiar, un modo de abolir el principio de realidad para construir una más gratificante. Podría detectarse un atisbo de ese mecanismo en La divina comedia: en la vida adversa de Dante, condenado al exilio de Florencia hasta su muerte, su libro fue una manera de reconstruir el universo según leyes que él mismo establecía, distribuyendo en él, a partir de sus ideas y de sus pasiones, castigos y recompensas. Se dotó de un padre espiritual, Virgilio, que lo guió por el infierno y el purgatorio, y una madre o amante mística, Beatriz, que lo llevó de la mano a recorrer el paraíso, en cuyo centro exacto instaló a su tatarabuelo Cacciaguida, que le relató la historia de su familia identificándola con la de Florencia y predijo su porvenir, anunciándole que más allá de las vicisitudes que lo esperaban (y que en realidad, cuando estaba escribiendo ese fragmento, muchas ya lo habían alcanzado desde hacía tiempo), pobreza, escarnio, exilio, terminaría por prevalecer sobre ellas y sobre sus enemigos.
Las que podríamos llamar familias caníbales abundan en literatura. Los arreglos de cuentas que se perpetran en ellas denotan, por su saña desmedida, más que cualquier otra situación dramática, la esencia tenebrosa de la especie humana. Esas querellas truculentas entre padres e hijos, entre hermanos, entre ramas colaterales de un mismo tronco familiar, proyectan a escala monumental las pulsiones que palpitan en cada uno de nosotros, por debajo de nuestros instintos más o menos domesticados. Los Lear, Hamlet y sus parientes, los Karamazof, los Sutpen en Absalón, Absalón de Faulkner, o el padre que carga, como una cruz, a su hijo moribundo, al que va reprochándole todos sus crímenes en el cuento No oyes ladrar a los perros de Juan Rulfo, son buenos ejemplos del grand guignol desaforado que puede representar una familia. Pero a veces los conflictos, aunque no menos tortuosos, suelen ser más sutiles: Ulrich y su hermana Ágata, en El hombre sin atributos, de Robert Musil, inician un incesto carnal y místico el día mismo en que asisten al velorio de su padre; en el delicadísimo Primer amor, de Turguenief, el padre y el hijo adolescente se enamoran de la misma muchacha, y en La metamorfosis de Kafka, es casi menos embarazoso para el héroe haberse convertido en un insecto que lidiar con las iniciativas de su familia, lo que le da al texto una comicidad sorda y oprimente.
Más de un lector habrá notado la ausencia de los griegos en lo que antecede: es que, como para casi todo el resto, para el tema de la familia los griegos merecen un párrafo aparte. Desde la reina Medea, la Extranjera, que por despecho amoroso mata a sus hijos para vengarse de su marido, hasta los Atridas, rencorosos y sangrientos, de cuyas mujeres Pavese decía que tratan a sus hombres como a caballos, y para quienes todo litigio familiar se dirime con un brutal homicidio, pasando por el parricidio de Edipo, los hijos que tuvo con su propia madre, Etíocles y Polinices, que se mataron entre ellos, y su hija Antígona que fue enterrada viva por querer darles sepultura, los caracteres primitivos y turbios de la tragedia muestran en claroscuro las aguas pantanosas en las que chapalea el pretendido «valor refugio» del conformismo actual. Porque el mito y la tragedia no son diagramas abstractos o letra muerta, sino palabras vivas que hablan eternamente de cada uno de nosotros: el crimen abominable de Medea reaparece con bastante frecuencia en las páginas luctuosas de los diarios, y en cuanto a las familias reinantes, vale la pena citar esta frase de Plutarco en su Vida de Demetrio (III, 1): «Casi todas las dinastías cuentan con muchos príncipes que mataron a sus hijos, a su madre o a su esposa; en cuanto al fratricidio se lo consideraba, como los postulados de los geómetras, una regla comúnmente admitida, necesaria a los reyes para su seguridad».
De Ulises, en cambio, un comentarista medieval declaró que, aunque se quedó más de lo debido en la isla de Circe, «quería a su patria, a su esposa, a su hijo, a su padre y a sus amigos». Como es sabido, su esposa Penélope, asediada por ciento veintinueve pretendientes que, por considerarla ya viuda, se instalaron en su casa exigiéndole que eligiera a uno de ellos para volverse a casar, gracias a una astucia postergó indefinidamente su decisión hasta la vuelta de su marido quien, disfrazado de mendigo, pudo estudiar secretamente la situación comprobando la fidelidad de su mujer. Con la ayuda de su hijo Telémaco masacró a los pretendientes y recuperó su familia y sus bienes. Pero la saludable ambigüedad griega rara vez se contenta con lo edificante. Varias tradiciones sostienen la infidelidad de Penélope, antes y después del regreso de Ulises. Sin duda la más sugestiva es la que afirma que, durante la ausencia de su marido, Penélope se acostó con los ciento veintinueve pretendientes, y que de esa unión populosa nació el dios Pan, Todo. Esta versión parece identificar a Penélope con la Diosa Blanca, la Gran Madre, figura central en los cultos de la prehistoria, de cuyo vientre fecundo salió a la luz del día, inacabada y sangrante, la familia humana.
En Juan José Saer, Trabajos
Buenos Aires, Seix Barral, 2005
Foto color sin atribución Vía
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