La manía de autoacusarse de Tolstoi, presente ya en sus años juveniles, le fue contagiada por Rousseau. Pero sus autoacusaciones se estrellan contra un Yo compacto. Por más que se reproche cuanto quiera, no llega a destruirse. Es una autoacusación que le da importancia, convirtiéndolo en el centro del mundo. Sorprende lo pronto que empezó a escribir la historia de su juventud: con ella comienza su quehacer literario.
No puede oír hablar de un tema nuevo sin querer estipular al punto "normas" que lo rijan. Las leyes, que le es imposible no buscar, constituyen su orgullo; pero en ellas busca al mismo tiempo una estabilidad. La necesita debido a la muerte, con la que tiene que vérselas continuamente y desde muy niño. A los dos años pierde a su madre; a los nueve, a su padre, y muy poco después a su abuela, cuyo cadáver contempla y besa en el ataúd.
Sin embargo, no es precoz. Acumula su obstinación mucho tiempo. Todas sus experiencias se sumergen, inmutables, en sus relatos, novelas y dramas. Son experiencias fuertes, y como nunca se resquebrajan, le confieren cierto aire monumental. Todo ser humano que se conserva así es una especie de monstruo. Los otros se debilitan al escurrirse de ellas.
Tolstoi ve la verdad demasiado como ley y concede a sus propios Diarios una especie de omnipotencia. Mediante la lectura de sus primeros Diarios, que abundan en verdades penosas, pero sobrevaloradas, sobre sí mismo, pretende educar a su mujer, que entonces tiene dieciocho años, y guiarla hacia sus propias leyes, todavía vacilantes. El choque que de esta manera le provoca se hará sentir durante cincuenta años.
Tolstoi es de aquellos que nunca dejan escapar una observación, un pensamiento o una vivencia: todo permanece extrañamente consciente. Es espontáneo en sus antipatías y repulsas; ingenuo en su aferrarse a costumbres e ideas tradicionales. Su fuerza radica en no dejarse persuadir: para llegar a nuevas convicciones necesita experiencias personales intensas. Su práctica de rendirse cuentas según el modelo de Franklin, con la que empieza muy pronto, tendría algo ridículo si todo en ella no se repitiera con una obstinación tan aterradora.
Sin embargo, hay declaraciones suyas, fascinantes, que compensan mucho de lo que nos dice en los Diarios: así, por ejemplo, en una carta a su esposa incorpora totalmente a su existencia la guerra ruso-turca de 1877-1878: "Mientras dure, no podré escribir. Es como si la ciudad ardiera. Uno no sabe qué hacer. Imposible pensar en otra cosa."
La evolución religiosa del Tolstoi tardío se halla bajo el signo de un imperativo inevitable. Lo que él mismo considera una decisión libre de su espíritu está determinado por una equiparación terrible: con Cristo. Pero su alegría, cualquier trabajo en el campo y ese predominio de las actividades manuales en él, tienen muy poco en común con Cristo.
En vez de un Cristo es más bien un hacendado regresivo, un patrón que vuelve a convertirse en campesino. Para reparar todo cuanto los amos han cometido, se sirve de los Evangelios. Cristo es su muleta. Lo que persigue es reconvertirse, a título plenamente personal, en campesino. No le interesa el derecho, sino la existencia del campesino, a la que no podría llegarse a través de la violencia. Pero también le importa ser Obras completas como campesino.
Su familia, que obstaculiza esta transformación, acaba por resultarle molesta. Su esposa se casó con el conde y el escritor; del campesino no quiere saber nada. Lo rodea con sus ocho hijos vivos, que no son, ni de lejos, hijos de un campesino.
Reparte sus propiedades en vida. Quiere deshacerse de ellas, y todas las disputas habituales entre herederos se desarrollan entre la esposa y los hijos, bajo sus propios ojos. Es como si se hubiera propuesto sacar a luz los aspectos más horribles de sus familiares.
La esposa se nombra editora de sus obras. Y consulta al respecto con la viuda de Dostoievski, a la que conoce expresamente con tal motivo. Uno se imagina a estas dos viudas, dos viudas muy hábiles, conversando juntas.
En los últimos años de su vida, Tolstoi acaba siendo desmembrado por dos iniciativas —podría decirse dos negocios—, resultado de lo que él realmente fue durante varios decenios.
Su mujer representa el negocio editorial e intenta obtener el máximo posible con la venta de las Obras completas. Chertkov, el secretario de Tolstoi, representa su fe, la secta o religión recién fundada. Él también es hábil, vela sobre cada declaración de Tolstoi y lo pone en el buen camino. Distribuye en todo el mundo sus panfletos y tratados, a buen precio. Usurpa cualquier frase del fundador que pueda ser útil a la fe y le pide copias del Diario in statu nascendi. Tolstoi le tiene apego a su discípulo predilecto y le permite todo. Se interesa por esta iniciativa, mientras que la de su esposa sólo suele inspirarle un amargo rencor. Sin embargo, ambas empresas tienen vida autónoma y casi no se interesan por él.
Cuando Tolstoi sufre un grave ataque que hace temer un desenlace en los minutos siguientes, su esposa exclama de improviso: "¿Dónde están las llaves?", refiriéndose a las llaves de los manuscritos.
He pasado la noche entera en una especie de embeleso, leyendo la vida de Tolstoi. En su vejez, víctima de sus familiares y discípulos, y objeto de todo lo que él había combatido con mayor empeño, su vida adquiere una importancia no lograda por ninguna de sus obras. Él mismo desgarra al observador, a cualquier observador, pues cada cual descubre, encarnadas en esa vida, convicciones que le resultan fundamentales junto a otras que aborrece profundamente. Todas se hallan articuladas y son reveladas sin miramiento alguno, no se olvidan, regresan continuamente. En él parecen compatibles cosas que en uno mismo combaten en forma violenta. Sus contradicciones lo hacen sumamente creíble. Es la única figura de edad que puede ser tomada en serio en nuestros tiempos modernos. Como deja que todo se ponga de manifiesto y no puede negarse crítica, sentencia ni ley alguna, parece estar abierto hacia todos los lados, incluso aquellos donde traza sus límites con más severidad.
Para mí es muy doloroso comprobar que un hombre capaz de calar a fondo y rechazar sin piedad el poder (bajo cualquiera de sus formas), la guerra, los tribunales, el gobierno, el dinero; que un hombre de una claridad tan inaudita e incorruptible hiciera una especie de pacto con la muerte, a la que temió mucho tiempo. Dando unos rodeos religiosos se aproxima a la muerte y se engaña tanto tiempo con respecto a ella que al final hasta es capaz de adularla. De esta manera consigue perder la mayor parte de su miedo a la muerte. La acepta con la inteligencia, como si fuera un bien moral. Hace toda clase de esfuerzos por observarla serenamente cuando mueren sus seres más queridos. Su hija Masha, la única tolstoiana adulta de la familia, muere a los treinta y cinco años. Él sigue de cerca su enfermedad y asiste a su muerte y entierro. Lo que anota al respecto lo muestra satisfecho: ha progresado en sus entrenamientos con la muerte, aprueba lo terrible: lo que tuvo que arrancarse violentamente unos años antes, al morir, a los siete años, su hijo predilecto Vanitchka, ahora ya ni le resulta difícil.
Y así, él mismo sigue sobreviviendo y se vuelve cada vez más viejo. No llega a conocer a fondo el proceso de la supervivencia. Se horrorizaría si supiera que la muerte de esos miembros más jóvenes de su familia consolida su conciencia de vivir y, de hecho, prolonga su propia vida. Cierto es que, pensando en Cristo, se augura a sí mismo el destino de un mártir; pero los poderes de este mundo, que él aborrece, se guardan muy bien de tocarlo. Lo máximo que le ocurre es ser excomulgado por la Iglesia. Sus adeptos más fieles son exiliados, pero a él se le permite quedarse en su propiedad y moverse libremente por todas partes. Sigue escribiendo lo que quiere y en algún lugar es publicado: no hay manera de hacerlo enmudecer. Supera incluso las enfermedades más graves.
Lo que el Estado no le hace, se lo hace su propia familia. Es su mujer, no el gobierno, la que instala vigilantes en la propiedad. La lucha a vida o muerte que lo enfrentará con ella no es debida a sus panfletos y llamados, sino más bien al ajuste de cuentas íntimo y cotidiano de Tolstoi consigo mismo: a sus Diarios. Es ella, su mujer, la que, aliada con sus hijos, lo acosa hasta la muerte. Así se venga de la guerra que siempre libró Tolstoi contra su sexo y el dinero; y debe decirse que es justamente el dinero lo que más le importa. Es ella quien, en vez de él, desarrolla esa manía persecutoria que, en principio, hubiera debido surgir en el escritor como consecuencia de su lucha sin cuartel contra enemigos poderosos. Ella hace de él un conjurado, pese a la vejez extrema de Tolstoi y a ser éste el más franco de todos los hombres. Hasta la muerte acuñará él su doctrina, grotescamente encarnada en su secretario Chertkov. Y la ama a un grado tal que su relación con Chertkov asume un carácter homosexual ante los ojos de su demente esposa. Los Diarios relacionados con el período inicial de su matrimonio representan para ella al auténtico Tolstoi. Por eso se adueñó de sus manuscritos, copiándolos meticulosamente. Su paranoia le dice que de Tolstoi no quedarán más que los manuscritos y los Diarios: de éstos debe apropiarse.
Sin embargo, ella odia la ejemplaridad de la vida del escritor, su incesante discusión consigo mismo, en la que ella también está comprometida. Y consigne, con diabólica energía, devastar los últimos años de esa vida. No puede decirse que sea más fuerte que él, pues al final, después de soportar tormentos indecibles, Tolstoi huye. Pero incluso en los últimos días, cuando cree haberse liberado de ella la tiene, secretamente, muy próxima a él: en sus momentos postreros ella le susurrará al oído que todo el tiempo ha estado allí.
He pasado diez días ocupado con la vida de Tolstoi. Ayer murió en Astapovo Y fue sepultado en Yasnaia Poliana.
Una mujer entra en su alcoba de enfermo; él cree que es su hija predilecta, ya difunta, y exclama en voz alta: "¡Masha! ¡Masha!" Así tuvo la alegría de reencontrar a uno de sus muertos; y aun cuando en realidad no fuese ella, el instante engañoso de esa dicha fue uno de los últimos de su vida.
Tolstoi murió con gran dificultad: ¡qué vida tan tenaz! No llegó a reconciliarse con la Iglesia, pues se hallaba rodeado de discípulos que lo protegieron contra los últimos emisarios de ésta.
Su mujer y sus hijos, que con excepción de Serguei: el mayor, eran todos individuos despreciables, se habían instalado en un vagón de lujo en la estación de Astapovo, a inmediata proximidad del moribundo. Éste advirtió que su mujer lo espiaba por la ventana y hubo que instalar una cortina. Se hallaba rodeado por seis médicos, sin duda no muchos, y por más que los despreciara, prefería los cuidados a los de su esposa.
No conozco nada más conmovedor que la vida de este hombre. ¿Qué cosa me subyuga tanto en ella y me mantiene atado hace diez días?
Es una vida completa hasta el último instante; hasta la muerte figura en ella todo cuando pertenece a una vida. En ningún punto ha sido abreviada, defraudada o falsificada. Todas las contradicciones de las que es capaz un hombre encuentran cabida en ella. Y así se presenta ante nosotros, completa, manifiesta en cada uno de sus detalles, pues todo, desde la juventud hasta los últimos días, se halla registrado de alguna manera.
Lo que a menudo me molesta en su obra, cierta sobriedad y buen tino, redunda en beneficio de sus escritos autobiográficos. Su vida tiene una sola tonalidad, resulta creíble, podemos abarcarla con la mirada y sucumbir, de hecho, a la ilusión de que una vida puede ser abarcada de esta forma.
Tal vez no exista ilusión más importante. Pues la teoría de que la vida de un ser humano se halla compuesta por un sinnúmero de detalles que nada tienen que ver unos con otros puede, sin duda, ser defendida, pero se ha extendido demasiado y sus consecuencias no han sido precisamente positivas. Le quita al hombre valor para resistir, toda vez que para ello es necesario sentir que uno permanece igual a sí mismo. Debe haber en el hombre algo de lo cual no se avergüence, algo que verifique y registre las vergüenzas necesarias. Esta parte impenetrable de la naturaleza interior posee una constancia relativa y se deja rastrear muy pronto si nos ponemos a buscarla seriamente. Cuanto más tiempo pueda un hombre perseguir esta constante, cuanto mayor sea el lapso temporal que abarque su actividad, tanto más importante será su vida. Un hombre que haya poseído conscientemente este elemento constante a lo largo de ochenta años, ofrece un espectáculo tan aterrador como necesario. Hace que la creación sea verdadera de un modo nuevo, como si pudiera justificarla mediante una intuición precisa, resistencia y paciencia.
Me he ocupado aquí tan sólo de la vida de Tolstoi y no de sus obras 1. De este modo lo que a veces encuentro aburrido en sus obras no ha logrado desorientarme. Su vida nunca es aburrida, es más bien prodigiosa y, debido a su final, es una vida ejemplar. Su evolución religiosa y moral carecería de valor si no lo hubiera conducido a la terrible situación de sus años tardíos y postreros.
El hecho de que al final huyera y no muriese en casa convirtió en leyenda su propia vida. Pero la época que precedió a su fuga quizás tenga más valor. La oposición de Tolstoi contra todo lo que no le parecía verdadero le granjeó la enemistad de sus seres más próximos: su mujer y sus hijos. Si hubiera abandonado a su mujer en el acto y no se hubiera inquietado por su vida, si le hubiera vuelto la espalda —y motivos no le faltaban para hacerlo— en cuanto la vida se le hizo insoportable a su lado, sería imposible tomarlo en serio. Pero se quedó y, a una edad muy avanzada, decidió arrostrar sus amenazas diabólicas. La paciencia del anciano provocó el estupor de los campesinos que lo rodeaban, y más de uno con los que hablaba llegó incluso a decírselo. La opinión de esa gente no le parecía despreciable: entre todos los hombres le seguían pareciendo los mejores.
En las batallas que tuvo que soportar se convertía, como él mismo escribió, en un objeto, y esto era lo que más lo incomodaba.
No estaba del todo solo. Tenía discípulos fieles, y uno a quien amaba particularmente porque dirigía contra él mismo, contra el maestro, el rigor de su doctrina. Tenía asimismo una hija totalmente entregada a él. Pero es todo esto lo que otorga su evidencia y concreción a los hechos que le conciernen. Todo no se lleva a cabo en él solo. Los demás se hallan incluidos.
Al final, la vida de Tolstoi se desarrolla como en Auto de fe 2: la lucha por el testamento, el continuo hurgar en papeles. Un matrimonio que había empezado en un clima de respeto y comprensión, con la mujer que copiaba repetidas veces, sin tregua, cada página escrita por él, concluye en la guerra más espantosa y en medio de una incomprensión absoluta. En los últimos años, Tolstoi y su mujer se hallan tan distantes entre sí como Kien y Teresa. Pero su tormento es más íntimo, ya que al cabo de varios decenios de convivencia saben más uno del otro. Además, hay hijos de este matrimonio y hay también adeptos del profeta, de modo que el escenario de los hechos no es tan aterradoramente vacío como el apartamento de Kien. En Auto de fe, la representación del conflicto tiene mayor relieve y por eso es tal vez más clara, pero como opera con medios que Tolstoi rechaza, parecerá aún más inverosímil a quienes compartan su visión de la "naturaleza". Incluso en sus momentos más atribulados, él no se hubiera reconocido en Kien sin duda alguna, mientras que probablemente hubiera visto a su mujer encarnada en Teresa.
Ya muy anciano, Tolstoi busca en el tratado de psiquiatría de Korsakov los síntomas de la enfermedad mental de su mujer. Ya debía conocerlos todos con suma exactitud. Pero nunca se interesó realmente por la locura: la había evitado, dejándosela despreciativamente a Dostoievski.
Poco antes de su fuga lee Los hermanos Karamazov, en particular el pasaje sobre el odio de Mitia hacia su padre, sobre odio, en cualquier caso. Lo rechaza, no lo admite; ¿sería posible que su rechazo moral del odio enturbie su visión con respecto a la subyugante representación de la novela dostoievskiana?
De cualquier forma, manda pedir, para la fuga, el segundo tomo de los Karamazov de casa de su hija Sasha.
1971
Notas
1. Debo muchas sugerencias a la biografía de Tolstoi escrita por Troyat,
que utiliza gran cantidad de material sólo accesible en lengua rusa.
2. Novela Die Blendung de Canetti (Trad. cast. Auto de fe, Barcelona, Muchnik Editores, 1980)
En La conciencia de las palabras (1975)
Trad. Juan José del Solar
Foto: Canetti at his desk, London 1950
by Johanna Canetti
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