Hace unos meses, en casa de un amigo muy querido, un director de cine me puso las manos en los hombros al despedirse y me dijo:
—No me tenga miedo. Nunca estropearé una novela suya. Yo escribo los guiones de mis películas y en caso de estropearlos lo hago con lo que es mío.
Semanas atrás leí en un importante diario bonaerense una crítica entusiasta motivada por el estreno de una película basada en la estrecha cornisa de un cuento. Sugería el crítico que se publicaran los buenos guiones para enseñanza y estímulo de aquellos que aspiran a escribirlos —en un futuro que siempre creen cercano— y también para deleite de la creciente tribu de cineastas.
Esto es sólo un principio. Los recuerdos de ambas anécdotas me traen, serpiente de verano, los consejos que leí en periódicos y revistas antes de salir de vacaciones. Los autores pensaron correctamente que, además de bronceadores y bichos inflamables, era conveniente tener en cuenta que no todo es diversión y escapismo en las playas y ondas estivales sino que además era apropiado y saludable para las neuronas —el sol se encarga del superimportante resto— llevar algunos libritos, claro está que sin obligación de atenta lectura. Alcanza con recordar nombres de autores, títulos de obras y textos de hinchadas solapas para quedar bien con el círculo, siempre sinuoso, de amigos del alma, a la hora inexorable del retorno a la ciudad y a los últimos coletazos del verano. Y a la siempre reiterada maldición del trabajo. Pero es inevitable seguir viviendo y alguien ordenó sudar para tener pan y repartirlo.
Pasando revista a las indicaciones de los magisters que hace florecer el verano, uno se encuentra con que coinciden en sabias semiórdenes. Éstas van, valores decrecientes, de Joyce —buena broma— hasta Corín Tellado —perversa broma.
Es de esperar que los veraneantes de regreso hayan tenido inteligencia suficiente para obedecer y comprar libros que quedarán intonsos durante otoño e invierno.
Pero, como todos los libros no eméticos que me fueron aconsejados ya eran viejos y releídos, cargué con veinte policiales de Fleuve Noir y otro que me vino de USA. El libro se llama, en benévola traducción, Un tiempo al sol y su autor es Tom Dardis.
Trata el libro de guionistas colocados en la meca de actores, escritores y toda una muchedumbre de ambiciosos y desesperados sin actividad definible.
Hablemos con exclusiones de los que importan o me importan. Hablemos, respetando jerarquías, de William Faulkner, escritor muy, infinitamente muy por encima del lector medio norteamericano y de la opinión ciega de las Hijas de la Revolución u otra cómica asociación de señoras que decretan cuál es el libro del mes, qué deben leer sin incurrir en pecado puritano sus así protegidos compatriotas.
Y ahora volvemos a los guiones. El libro mencionado me enseñó mucho sobre las peripecias de talentos como Scott Fitzgerald, Nathanael West, James Agee y Aldous Huxley en ese paraíso del dólar que llaman Hollywood.
Comencemos por mi preferido que es, simultáneamente, el más grande de todos ellos.
Faulkner trabajó allí, con ciertas interrupciones, durante cuatro años. Hay que destacar esfuerzos en guionar la novela de Raymond Chandler llamada El sueño eterno. Durante tres meses, junto con dos colaboradores, trató desesperadamente y sin éxito de lograr una historia coherente, hasta que Howard Hawks, el director, dijo:
—Mientras haya mucha acción, no importa demasiado si el público entiende mucho o poco.
Para el triunfo de la película resultante se combinaron el protagonismo de Humphrey Bogart, la dirección de Howard Hawks y, naturalmente, el grano de arena que pudo colocar William Faulkner. La crítica lo reconoció y pudo detectar en el diálogo entre Marlowe, detective, y Sternwood, general, lo que podría haber sido una conversación entre el mismo Faulkner y algún viejo coronel sudista. Y, sin embargo, William Faulkner no cambió una sola palabra del diálogo de Chandler. (Aquí es forzoso recordar el cuento de Borges titulado, según creo, Pierre Menard, autor del Quijote. Cierro el paréntesis advirtiendo que cito de memoria el nombre del nonato escriba francés y, mucho menos recuerdo cuál de los tres acentos lleva su apellido, debido al error de haber prestado las obras completas del proteico argentino, por el que mantengo amistad y admiración, a un amigo poco escrupuloso).
Pero, una vez más, volvamos a los guionistas de la meca del oro, de la fábrica de sueños y otros títulos que le han sido dados a través de los años; algunos irreproducibles aunque hayan sido formulados en inglés o americano. También, Céline mediante, en francés.
Los guiones de El sueño eterno y Tener y no tener fueron los mejores trabajos que hizo William Faulkner para Hollywood. Y aceptó las leyes de los estudios, los colaboradores no deseados, las torpes críticas de los productores por una sola razón: su fracaso en conseguir dinero como derechos de autor por medio de sus libros. Es decir que el más grande escritor de su época en USA, y también en el ancho mundo, no lograba vivir de lo que escribía, no gustaba a los lectores porque la inmarcesible belleza de su obra resultaba velada por el pequeño trabajo de comprensión que exigía la lectura de sus páginas. Y para más inri los profesores de literatura consideraban que Faulkner no era muy respetuoso del idioma inglés. Afortunadamente, opino, él sentía que las licencias lo ayudaban a expresarse.
Sus primeros cuatro libros tuvieron un promedio de ventas de dos mil ejemplares. Los críticos se asombraron, se asustaron y tuvieron prisa en olvidarlo.
Por Santuario, su obra más vendida a causa de la violencia y la obscenidad insertas deliberadamente por su autor, que tenía el capricho de no morirse de hambre, no le produjo un céntimo porque su editor se declaró en quiebra. Algún dinero obtuvo de la horrorosa película supuestamente basada en el libro.
Luego, cuando publicó Luz en agosto, y no Luz de agosto como desaprensivamente tradujo algún editor hispanoamericano, y viendo que el libro no daba dinero, Faulkner se vio forzado a dar el sí a una propuesta de la M. G. M. Eran los grandes tiempos de esta productora: contaba con Irving Thalberg y Louis B. Mayer, los cuales tenían pretensiones de hacer un «cine cultural», siempre, como es natural, que esa loca fantasía no significara pérdidas para la empresa. Así que Faulkner tuvo que aceptar depender de sus mecenas. El destino, tal vez en respuesta de sus cartas desesperadas: le iban a rematar la casa, le iban a cortar la luz eléctrica, no podía pagar a los negros que lo servían. Una de ellas decía: «No tengo más que 60 cents en el bolsillo y ésa es la pura verdad». En esas circunstancias aceptó feliz un puesto en Hollywood: quinientos dólares semanales. Esto hizo que Faulkner comentara:
—En realidad mucho más dinero del que yo haya visto nunca. Jamás pensé que hubiera tanto dinero en todo Mississippi.
Debo destacar que Faulkner no tenía amor por su trabajo y que sólo le interesaban los dólares para salvar la gran casa blanca que se había construido, dar de comer a su numerosa familia y poder continuar representando lo que siempre fue íntimamente: un caballero del Sur.
No todo marchó bien con los guiones, ya parecía costumbre que los superiores los rechazaran. Sobre diecisiete guiones que escribió, solamente dos fueron aceptados. Pero Faulkner seguía haciéndolos y en un período en que la paga se redujo a trescientos semanales supo conseguir horas y whisky para redactar el mejor de sus libros: ¡Absalón, Absalón!
Esto, tomado de Dardis, lo dedico a tanta gente que dice no poder escribir por falta de tiempo, por la necesidad de cumplir tareas aliterarias. Creo que un verdadero escritor, uno que nació para serlo, siempre puede robar horas para dar salida a la implacable vocación. Y no importa quién sea la víctima.
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