Seguir viviendo, Ruth Klüger
Dos colas de prisioneros sometidos a la «selección» para ser trasladados. Adónde… ninguno lo sabe. Pero, si no es mentira todo lo que dicen, como tantas veces, trasladados fuera de Auschwitz, da igual adónde. La diferencia parecía casi irrelevante y, sin embargo, es enorme, tan grande como la diferencia entre vivir y morir. La diferencia es, según se quiere creer, herniarse a trabajar o que te maten. En todo caso, herniarse a trabajar y que no te maten hasta después.
En una de las colas para la «selección» hay una madre y una chica. Una madre que, a pesar de su debilidad física, aún mantiene las características de la edad adulta, cierta huella de esa edad que se considera adecuada para herniarse a trabajar. El hombre de las SS apunta el número que lleva tatuado en el brazo. Y detrás está la chica, su hija, que no tiene más que trece años. Tiene trece años y está flaca como una brizna de paja. Tan sólo en su cabeza de niña existen ya esas propiedades de la edad adulta que se anticipan al cuerpo de los niños cuando se encuentran en la necesidad de vivir con una responsabilidad inconcebible para la infancia. La niña es rechazada, el hombre de las SS no apunta el número de su tatuaje. Esto es una condena a muerte inmediata.
La muerte en la cámara de gas es algo conocido por todos. Lo desconocido es cuándo llegará, cuánto tiempo le queda a cada uno hasta la muerte y cómo ese tiempo se irá desgranando de día en día. Sólo se trata, pues, del preámbulo desconocido de un final conocido.
Cuando la muerte ya es un asunto decidido, cuando ya no cabría esperar ninguna posibilidad de que intervenga el azar para salvarte es justo cuando mayor papel tiene éste. El azar quiere que la hija obedezca a su madre y vuelva a ponerse al final de la cola de selección.
Junto al SS en funciones, que sentado, relajado y de buen humor, mandaba de vez en cuando a algunas de las jóvenes desnudas hacer movimientos gimnásticos, probablemente para que la aburrida tarea tuviese también su lado placentero, estaba en pie la escribienta, la reclusa. ¿Qué edad podía tener, diecinueve, treinta años? Me vio en la cola cuando yo estaba ya prácticamente delante. Abandonó entonces su puesto, y, casi tan cerca que el SS podría haberla oído, vino rápidamente hacia mí y me preguntó a media voz, con una inolvidable sonrisa de su irregular dentadura:
—¿Cuántos años tienes?
—Trece.
Y ella, mirándome fijamente, con enorme insistencia en la voz:
—Di que tienes quince. […]
—Pues qué poco crecida está aún —dijo el señor de la vida y la muerte—. […] Y ella, evaluando con el mismo tono la mercancía: —Pero de constitución fuerte sí que es. Tiene unas piernas bien musculosas, ésta puede trabajar. Mírela usted[11].
Aquí hallamos la explicación más breve posible para lo imprevisto hecho realidad: «Allí había una que trabajaba para aquella administración que ponía todo su empeño en ayudarme sin conocerme en absoluto. El hombre, a quien ella quizás le era un poco menos indiferente que lo que era yo, cedió. Ella escribió mi número, yo había conseguido una prolongación de mi vida»[12].
Ruth Klüger lo dice todo en esa frase de una forma inmediata. El motor de este lenguaje es un estilo tan directo que no se para a perder tiempo, del mismo modo en que, una vez encarrilados hacia la muerte, no hay vuelta atrás. Lo que dice ya conduce a lo siguiente. Nada de historias, sólo fragmentos de inicios que cuentan al lector lo único que necesita para comprender la base sobre la que se sostiene cada cosa. Por ello es memoria, escrita en contra de la narración. Memoria que va calando poco a poco como un auténtico desafío. Lo estético del libro se cimenta sobre la reflexión que late en cada frase. Aquí se piensa en la frase y se descarta lo pensado. La reivindicación ética que se mantiene inalterable en todas sus facetas es aquí el punto de orientación para escribir. En este libro se alza una moral personal rebelde que se domina justo antes de estallar de rabia. «Bueno, dice la gente con ligereza, ellos entienden eso muy bien, hay muchas personas altruistas, y allí hubo una así»[13]. Y pregunta la autora: «¿Por qué no preferís asombraros conmigo? […] A mi juicio, su acto fue arbitrario, el de ella, voluntario. Voluntario porque las circunstancias sólo permitían inferir lo contrario, porque su decisión rompió la cadena de las causas»[14].
La palabra libre como antónimo de arbitrario. De un modo casi incidental, como de pasada, Ruth Klüger nos enseña que la libertad siempre es lo contrario de la arbitrariedad. No necesita ninguna otra palabra más allá del proceso concreto. La elección de las palabras ya refleja su postura y no puede separarse de la reivindicación ética. Este libro demuestra que la moral marca el tratamiento de la lengua de una forma tan infalible como el tratamiento de la vida cotidiana en el mundo. Que la ausencia de compromiso determina este tratamiento por completo, o no lo hace en absoluto. Y sólo funciona como una forma de responsabilidad sobre otros cuando no se ve, cuando es uno mismo quien la necesita para entender las cosas. De Ruth Klüger se puede aprender que la moral empieza donde no mira nadie más que uno mismo… en el más pequeño gesto. Si hay algo privado, es la moral.
Oskar Pastior, quien en 1945, a los diecinueve años, fue condenado a cinco de trabajos forzados en un campo soviético, me dijo: «Los intelectuales fueron los que primero abandonaron su moral en el campo de trabajo, mucho antes que la gente sin educación». Los intelectuales estaban acostumbrados a mostrarse en sociedad. Dado que la realidad del campo de prisioneros era justo lo contrario, es decir, la disolución de la sociedad para transformarse en muerte por trabajo, hambre o frío, el sistema moral de los intelectuales se viene abajo enseguida. En cambio, la llamada gente sencilla conservaba una sola frase en la cabeza: «Eso no se hace».
Esta frase, breve y aun cuestionable, bastaba, sin embargo, para seguir siendo responsable frente a los demás en todas las situaciones. Pues la frase encierra una imagen de la diferencia entre lo que se hace y lo que no se hace, una diferencia que no es ideológica. Cuando esta frase es capaz de volverse en contra de las personas es que éstas ya han incurrido previamente en una culpa imperdonable.
Ruth Klüger también habla de que esta frase les faltaba a los presos políticos alemanes de los campos de concentración. Como socialdemócratas o comunistas se les consideraba enemigos de Hitler y ellos mismos se tenían por tales. Ahora bien, esta postura política no excluía el desprecio por los judíos. También Jorge Semprún lo menciona en sus libros. Y Hans Sahl escribe: «Ahora lo importante es cómo organizamos la huida […]. Somos seis barracones. En cada barracón hay cien personas, en total seiscientas. De esas seiscientas, de unas trescientas se sospecha que son pronazis. De trescientas que quedan, un diez por ciento pertenece a la emigración política. El resto lo componen los emigrantes “por motivo económico”» (Die Wenigen und die Vielen, «Los pocos y los muchos»). Él lo dice entre comillas, y yo sabía a qué se refería. Emigrantes «por motivo económico» era el nombre que en los círculos políticos se daba a aquellos que habían tenido que abandonar Alemania «únicamente» por motivos racistas.
Dice Ruth Klüger: «Era como si por el solo hecho de estar viva se hubiese penetrado en un inmueble ajeno, y el que te dirige la palabra te hace saber que tu existencia no es deseable. Del mismo modo en que dos años antes […] no era deseable mi presencia en las tiendas arias. Ahora, la rueda dentada había seguido girando y el suelo que pisas quiere que desaparezcas»[15].
«El suelo que pisas quiere que desaparezcas», escribe Ruth Klüger, y también estas palabras revelan cómo los nazis pretendían hacer creer que su política se sustentaba en leyes naturales: ellos mismos inventaron la idea de raza. Como la naturaleza no apoyaba su odio, inventaron las leyes de la barbarie y una industria de la muerte: cámaras de gas o la «reutilización» del cabello humano y el oro de los dientes. Y, de repente, su lengua significaba una cosa de la que antes jamás se hubiera creído capaces a las palabras: «Susto terrible», dice Ruth Klüger, «la disolución del trato social entre las personas»[16].
Con la misma naturalidad y contundencia con que separa las dos palabras arbitrariedad y libertad, Ruth Klüger une las palabras amor y juicio. «Quien no quiere perder el juicio tiene razón porque el juicio, en su calidad de facultad humana por excelencia, tiene que ser para nosotros tan preciado como el amor. Pero en Auschwitz el amor no podía salvar, y el juicio tampoco»[17]. O: «El entendimiento es un abrirse confiadamente al mundo»[18].
A través de Seguir viviendo. Una juventud llegamos a saber muchas cosas sobre los niños y ancianos que guardaban la fila delante y detrás de los adultos. La locura los aplasta en la fragilidad de sus cuerpos, aún frágiles por naturaleza o, por naturaleza, ya debilitados por la vida:
Las viejas de Auschwitz, su desnudez y desamparo, las necesidades de los viejos, la vergüenza robada. Las viejas en las letrinas de masas, qué difícil era para ellas hacer su deposición, o al revés, cuando tenían colitis. Todo en público. Lo corporal era muchísimo menos natural que en los jóvenes o en los niños, y sobre todo en aquella generación de mis abuelas, que todavía había nacido en el pudoroso, en el pudibundo siglo XIX. Y luego los cadáveres desnudos, hacinados en camiones, revueltos en pleno sol, asediados por las moscas, cabellos enmarañados, vello pubiano escaso, Liesel sale corriendo horrorizada, yo, fascinada, sigo con los ojos clavados largo tiempo[19].
Habla de Liesel, una amiga de Viena. Sin aliento y en términos un tanto extraños hace Ruth Klüger el retrato interior de esta niña:
Cuando volví a ver a Liesel en Birkenau, la tomé como punto de referencia, porque ella ya llevaba más tiempo allí […]. Entonces ella […] por así decir me abrió los ojos. Ella estaba al corriente de la muerte. Su padre pertenecía al comando especial. Ayudaba a eliminar los cadáveres. Ella hablaba de los pormenores con la misma indiferencia con que los niños de la calle hablan de las relaciones sexuales, pero también con el mismo reto subliminal, con la misma oferta latente de corrupción. Así me enteré por ella de las perversidades de las matanzas y de las modalidades de la profanación de cadáveres. Por ella supe que a nuestros cadáveres les arrancaban el oro de las dentaduras […]. Su padre confiaba en ella y le contaba todo. Yo le vi una o dos veces, un hombre alto y fuerte, de facciones toscas que parecían laceradas y devastadas, como los rostros de los locos. […] Yo le temía y le evitaba.
Liesel no era una niña sentimental. […] Pero era también una niña, y lo que a mí me revelaba era más de lo que ella misma podía digerir[20].
Aquella Liesel había tenido la posibilidad de ofrecerse voluntaria para salir de Auschwitz y contaba, pues, con una tregua de vida casi segura. Ella sí habría sido lo bastante fuerte como para que la aceptaran para herniarse a trabajar. Su padre, en cambio, no. Estaba demasiado familiarizado con la anatomía de la máquina de la muerte. Había sido «elegido» como una pequeña pieza más del gran aparato. Tenía que hacer funcionar la trampa de los asesinos y después, por saber demasiado, su única salida fue la cámara de gas. Liesel, aquella niña tan impertinente y tan poco sentimental, no quiso abandonar a su padre y fue gaseada con él. Esta historia tampoco se cuenta sino en forma de bosquejo. Pero se graba en la mente en el punto en que se calla conscientemente.
La autora no erige un monumento a ninguno de los muertos. Se rebela contra la «reverencia que se torna fácilmente en repugnancia»[21]. No coloca a ningún muerto en un pedestal. En lugar de eso, los coloca justo a la altura de la mirada precisa. Es difícil mantener esa altura que todos los sentidos alcanzan. Es muy raro que Ruth Klüger dé cifras. La estadística de los muertos se mantiene como algo abstracto. Habría números solitarios delante de muchos ceros. «Cuando sentimos temor o alegría, ella [la estadística] guarda silencio»[22], leemos en el libro. Y cuando tiene que recurrir a un número, dice muy seca: «Yo lo he leído»[23].
En el terreno del exterminio, la curiosidad infantil por la sexualidad se ve sustituida por las historias sobre profanación de cadáveres y dientes de oro robados. En el libro de Ruth Klüger se repiten estos choques prohibidos a modo de comparaciones que sólo surgen porque la locura lo impregna todo, sustituyendo a todo lo demás. Son comparaciones que superan la capacidad de horror de quienes sólo podemos estar acostumbrados a él en un grado moderado, comparaciones que no alcanzamos a comprehender ni con todos los medios de que disponen nuestros sentidos y nuestro lenguaje: el episodio en que la hija rechaza la proposición de suicidarse que le hace la madre se compara con la negativa a dar un simple paseo vespertino: «No se puede renunciar a las comparaciones»[24], dice la autora lacónicamente en otro contexto muy distinto, hablando de comparaciones entre Auschwitz y otros horrores de la historia. Y con ello se refiere a mantener despierta la capacidad sensorial que se desarrolla en circunstancias extremas con el fin de saber reconocer enseguida cuándo algún punto de la normalidad comienza a tender hacia el extremo.
La muerte ya había rozado a la niña en Auschwitz un año antes de la selección para el campo de trabajo, con sólo doce años, a propuesta de la madre:
Birkenau era el campo de exterminio de Auschwitz y constaba de muchos pequeños campos o subcampos. […] campeaba […] la decana del bloque, o sea la jefa de la barraca, vociferando, insultando, ordenando, qué sé yo, mientras que nosotras estábamos echadas o tumbadas en las literas, pues para que todo el mundo estuviese de pie no había sitio suficiente. Su tono de voz era intimidatorio y yo, al igual que un perro joven, casi sólo atendía al tono de voz. […] La que hablaba era también una reclusa. […] Aquella misma noche, cuando por fin, en grupos de cinco, yacíamos en una barraca, en el jergón de paja de una litera intermedia, mi madre me explicó que la alambrada eléctrica de allá fuera era mortal, y me propuso que nos fuésemos juntas a esa alambrada. […] Tenía doce años[25].
La niña rechaza la propuesta de su madre: «La idea de terminar en una alambrada eléctrica, en medio de sacudidas […] sobrepasaba mi capacidad de imaginación». Y escribe Ruth Klüger: «Mi madre aceptó mi negativa con la misma tranquilidad que si se hubiese tratado de una invitación a dar un pequeño paseo en tiempos de paz. —Bueno, entonces no»[26].
Compás por compás, este libro requiere una posición ética. Sus detalles son crudos y aparecen revueltos. Tiene un aliento frío. Ruth Klüger habla de sí misma pero nos arrastra hasta lo más profundo de una hipótesis, de la pregunta: qué harías tú si…
Nunca hemos vuelto a tocar el tema. A veces sí que he sentido el impulso de preguntar:
—Oye, ¿dijiste aquello en serio? […] Solamente cuando yo tuve hijos me di cuenta de que se puede defender la idea de matar una misma a sus hijos en Auschwitz, en lugar de esperar. Yo habría concebido allí, eso es seguro, la misma idea que ella y, posiblemente, la habría llevado a cabo de un modo más consecuente que ella[27].
Su relato es una especie de montón de añicos de historias que se convierten en ejemplos de muchas cosas que no se deben o no es posible decir. Son paradigmáticas sin necesidad de que un dedo las señale:
Una vieja que estaba junto a mi madre fue perdiendo poco a poco los nervios, lloriqueaba, se quejaba, y yo estaba furiosa, impaciente, de que su cerebro no resistiese, de que así, a la gran desgracia de nuestro desamparo colectivo, ella añadiese la pequeña desgracia de su desamparo personal. Mi reacción era seguramente una forma de defenderme contra lo inaudito, contra el hecho de que una persona mayor perdiese la razón en presencia mía. Finalmente, la vieja lo hizo. Se sentó en el regazo de mi madre y orinó. Todavía veo como si fuese hoy el rostro, entonces todavía sin arrugas, tenso y asqueado, de mi madre, a la media luz del vagón, al apartar de su regazo a la vieja, pero sin brutalidad, sin malas maneras. Mi madre, que no es un modelo para mí, lo fue sin embargo muchas veces y aquel instante se ha quedado grabado. Fue un movimiento de un pragmatismo humano, como el de una enfermera que se desprende de un paciente que se aferra a ella[28].
También aquí nos alcanza como un dardo una comparación que de por sí duele. Nos topamos con ella de golpe, en un momento, mediante el laconismo. Es esa forma totalmente directa de decir las cosas lo que hace tan poético este libro. Despliega una cruda locuacidad a lo largo de este hilo ético, o bien guarda silencio, según le parece oportuno. El lugar en el que los prisioneros bajan del vagón de ganado nos lo presenta Ruth Klüger negándose a describirlo: «Pero el aire no era fresco, olía como no huele nada en este mundo»[29]. O: «Yo iba al trabajo, los ojos clavados en el camino, con la esperanza de que pudiese haber en él algo comestible, porque una vez alguien encontró una ciruela. Yo pensaba, quizás una manzana, aunque estuviese verde o semipodrida»[30].
Ciruela y manzana… dos palabras bastan para describir el hambre crónica. Del mismo modo en que, en otro punto, basta el bocadillo de manteca que se come un civil alemán bien alimentado durante un descanso del trabajo:
El hombre tenía curiosidad, era evidente que yo no iba con la idea que se suele tener de los condenados a trabajos forzados. Una niña-reclusa, famélica y de cabello oscuro, pero que hablaba un alemán irreprochable, una niña no apta para ese trabajo, que donde tenía que estar era en el colegio. Ese también era el tema de nuestra conversación. Cuántos años tenía, me preguntó. Yo reflexioné si la verdad sería adecuada en aquel contexto, o sea que sólo tenía trece. […] Ya no sé qué le respondí, pero sí sé que yo sólo tenía una idea en la cabeza: hacer que terminara regalándome su bocadillo de manteca. El motivo no era sólo el hambre […]. Me cortó, sí, con su navaja un trocito que me tuve que comer, dándole las gracias, al momento. […] Y yo lo quería, no sólo para comerlo, sino también para compartirlo, no sólo por amor al próximo, sino para hacerme valer[31].
Cada frase perturba la paz de la anterior, en la que nos habíamos acomodado. Nos arrebata esa supuesta comodidad porque la sinceridad de la frase siguiente no está satisfecha con la de la anterior. En esto consiste el desasosiego de la sinceridad sin concesiones.
También sobre la paranoia personal como forma de protección dentro de la totalidad de un entorno paranoico resulta muy revelador el libro de Klüger. Dice:
Yo creo que los neuróticos obsesivos, con tendencia a la paranoia, eran los que mejor se adaptaban a Auschwitz, pues habían llegado a un lugar en el que el orden, o el desorden, social había dejado atrás su manía persecutoria. […] Mi madre, en el campo de exterminio, reaccionó bien desde el principio. Como ella entendió al momento lo que allí estaba en juego, nada más llegar propuso el suicidio para las dos, y cuando yo me negué percibió la primera y única escapatoria [que era presentarse a la selección para el campo de trabajo][32]. Pero yo pienso que no fue el raciocinio sino una hondamente arraigada manía persecutoria la que la llevaba a reaccionar así[33].
La madre se salvó gracias a una paranoia latente que jamás llegó a brotar, pero que siempre rozó los límites de la cordura. Dice la autora:
Pero el precio es elevado en exceso. Esa locura, que ella lleva consigo de un modo latente como quien lleva un gato dormido que sólo en ciertas ocasiones se estira, bosteza, arquea el lomo y vagabundea silenciosamente, de pronto rechina los dientes y se lanza con las garras extendidas contra un pájaro, luego se va a dormir otra vez: un animal de presa semejante no me gustaría a mí tenerlo conmigo, aunque en el próximo campo de exterminio me pudiese salvar la vida[34].
De nuevo, una comparación que no soporta su propio ser: la paranoia como un gato dormido dentro de la cabeza.
Los alemanes después de la guerra y su tratamiento del tema de los campos de concentración constituyen una dimensión propia en este libro. En la lengua coexisten tres palabras: Gastarbeiter (trabajadores invitados[35]), Kriegsgefangene (presos de guerra) y Zwangsarbeiter (trabajadores forzados). Esta última no la dicen. Pero esta táctica que pretende parecer una imprecisión lingüística no es fruto de la ligereza o la chapuza, sino un falseamiento consciente. Elude la responsabilidad. Con una ligereza que hace aguas por todas partes —bienintencionada, si cabe—, la generación de la posguerra suaviza lo que la generación de la guerra falseó de forma agresiva. Pero la generación de posguerra adolece igual que la anterior de la falta de una postura propia, de una postura ética con respecto a los hechos. Suavizar los hechos bajo el disfraz de la inseguridad sobre lo que pasó implica correr un tupido velo sobre aquello que no deja de ser un abismo para los supervivientes. Esta forma de protección es egoísta. Los supervivientes son personas rotas. La bondad, sin embargo, sólo puede venir de personas intactas. Pero lo que quieren las personas rotas es que los otros se impliquen con cabeza y a través del conocimiento preciso. A diferencia de las personas intactas, las rotas tienen un oído especial para el doble sentido, la trampa de las palabras. Para las muchas lenguas de la lengua alemana. Para lo pérfido de los dichos y refranes.
«El trabajo te hace libre», decían los asesinos. «Hablar es plata, callar es oro», reza aún el refrán en esta lengua que robaba el oro de los dientes a los muertos. «Vive y deja vivir», decían los asesinos en pleno funcionamiento de su máquina de matar. Los supervivientes sospechan incluso de aquellos giros de la lengua que, en principio, no se ven tan claros. Las frases hechas convierten lo dicho en algo absoluto. En alemán, acompañaron la escalada hasta el asesinato. Tal vez en todas las lenguas, pero especialmente en la alemana, deberíamos pasarnos sin estas supuestas verdades y encontrar las palabras que surgen en la propia boca. Yo no soporto los pareados en las oficinas públicas, en los tranvías y el metro, en los carteles de publicidad o los trenes alemanes, esos dardos de rima facilona, como si ya quedaran así preparados para siempre, sin pensar en el libro de Ruth Klüger. Y sin pensar en lo que la lengua alemana ha adoptado del yiddish. Y que en ese alemán faltan rachmones para «compasión», naches para «alegría» o mitzve para «buena acción». «Vuestro yiddish está tomado de la jerga de los pequeños delincuentes»[36], dice Ruth Klüger.
En Si esto es un hombre, Primo Levi cuenta cómo llegó a Alemania después de 1945 para trabajar como químico. En mitad de una conversación especializada con químicos alemanes, mira el reloj y se da cuenta de que tiene que salir corriendo para tomar el tren. «Me piro», dice, y los químicos alemanes se echan a reír. En una situación así no se usa «pirarse», le explican. Y Primo Levi responde: «Mi alemán es aprendido en Auschwitz y me niego a refinarlo».
Al igual que Paul Celan, Ruth Klüger toma conciencia de lo que es: «No dominar otra lengua que la de los detractores de ese pueblo. No tener ocasión de aprender otra»[37]. Y se agarró a esa lengua que existía antes en calidad de palabra sensible, a los jirones de poemas, incomprensibles para una niña. No obstante, aquellos jirones de baladas aún los podías recitar para tus adentros. Y daban fuerza a los pies para pasarse horas en el patio sin moverse, en formación mientras pasaban lista. «Las baladas de Schiller se convirtieron después en mis poesías-del-recuento»[38]. Tiene la sensación de que «Quien sólo tiene vivencias, sin rimas y sin pensamientos, corre peligro de perder el juicio, como la vieja sentada en el regazo de mi madre»[39].
Mis sentidos se agudizaron ante la frase: «en el diminuto espacio antes del cero, allí está la libertad»[40]. Y ante la siguiente, donde dice que: «La perpetua capacidad de educación del hombre […] es justamente lo que llamamos libertad. […] Quien es libre es insondable y no se puede uno fiar de él. Quien es libre puede ser peligroso para los demás»[41]. Y desde luego, es inolvidable y lo resume todo la definición: «Libertad significaba irse»[42]. En situaciones normales, la libertad sencillamente se conserva. Uno no suele pensar más que en sí mismo cuando se trata de este concepto. La palabra libertad suena grandilocuente cuanto gozamos de libertad. En el caso extremo, en el caso de Ruth Klüger, la palabra se queda muy corta incluso para expresar el deseo de libertad, y desde luego es impensable que pudiera resultar demasiado grande. Con sólo pensar en la libertad, las personas como Ruth Klüger tenían algo que ganar, «por ejemplo, la vida». Y «una paz que no llegaba hasta nosotros pero que parecía posible de alcanzar. Se la podía sentir, a pocos pasos de lo antinatural de nuestra existencia»[43]. Esa libertad también significa que «una tiene una deuda extraña, no se sabe con quién. Una quisiera quitar algo a los verdugos para dárselo a las víctimas, pero no sabe cómo. […] se realizan actos sustitutorios dando y exigiendo, actos que carecen de sentido a la luz de la razón»[44].
Este libro fue escrito desde una reflexión tan fría como desasosegada. Por una persona a la que el daño llevó a una susceptibilidad casi alérgica. Una persona que reivindica una ética personal en su grado máximo.
Ruth Klüger asistió como invitada al encuentro del PEN-Club de Mainz de 1995. Estaba sentada con todos los demás en la sala cuando, en la mesa de la presidencia, un jurista dijo que Adenauer había hecho lo correcto al devolver su cargo a Globke[45]. Puso este ejemplo para demostrar al público cuál era la manera más «eficiente» de tratar a los criminales y simpatizantes de la Stasi. Al hilo de los movimientos revolucionarios del 68, el mismo jurista había denunciado con argumentos sólidos la culpa personal que recaía sobre los juristas del régimen nazi. Se ve que un buen día olvidó su postura del pasado.
Hasta esa frase, Ruth Klüger había permanecido pacientemente sentada en la sala. En algún momento se había quitado un zapato. Al oír aquello de boca del jurista, se apresuró a ponerse el zapato otra vez. Se apresuró a echarse la correa del bolso al hombro. Como la correa del bolso se le resbaló del hombro, agarró el bolso con la mano. Salió de la sala con la correa del bolso colgando. A toda prisa y haciendo ruido. Si en aquel momento no les hubieran dejado paso libre a sus pies, habría sido capaz de trepar por encima de la gente sentada, de las sillas y hasta por las paredes. Toda la sala se dio cuenta de que huía. Con el bolso sujeto por la última punta, apretándolo bien fuerte contra las costillas. En mi mente resonaba como un grito la frase: «libertad significaba irse». Y me preguntaba qué haría en el instante siguiente, cuántas cosas no empezarían a chocar en su clarividente cabeza. Cuántas veces tendría que respirar bien hondo en aquella ciudad alemana para recuperar la serenidad. También me vino a la cabeza mi padre, miembro de las SS. Y la cantidad de alemanes que, cincuenta años después de terminada la guerra, seguían hablando de su derrota.
Notas
[11] Ruth Klüger, Seguir viviendo, trad. de Carmen Gauger, Galaxia Gutenberg, Barcelona 1997, pág. 134.
[12] Ibid., págs. 134-135.
[13] Ibid., pág. 136.
[14] Ibid.
[15] Ibid., pág. 115.
[16] Ibid., pág. 124.
[17] Ibid., pág. 130.
[18] Ibid., pág. 273.
[19] Ibid., págs. 124-125.
[20] Ibid., pág. 120.
[21] Ibid., pág. 114.
[22] Ibid., pág. 110.
[23] Ibid., pág. 140 et pass.
[24] Ibid., pág. 114.
[25] Ibid., pág. 116.
[26] Ibid., pág. 117.
[27] Ibid., pág. 118.
[28] Ibid., pág. 112.
[29] Ibid., pág. 114.
[30] Ibid., pág. 153.
[31] Ibid., págs. 157-170.
[32] La frase entre corchetes es mía, falta en la traducción española publicada. (N. de la T.)
[33] Op. cit., pág. 130.
[34] Ibid., pág. 131.
[35] Con este término se refiere a los inmigrantes turcos, españoles e italianos que,
a partir de mediados de los cincuenta, fueron a trabajar a Alemania a través de programas
de intercambio. (N. de la T.)
[36] Op. cit., pág. 211.
[37] Ibid., pág. 107.
[38] Ibid., pág. 126.
[39] Ibid., pág. 129.
[40] Ibid., pág. 137.
[41] Ibid., pág. 187.
[42] Ibid., pág. 172.
[43] Ibid., pág. 167.
[44] Ibid., pág. 185.
[45] Hans Globke fue uno de los juristas que dictaron las Leyes Raciales de Núremberg desde
el Ministerio del Interior del régimen de Hitler. Sin embargo, después de la guerra no fue condenado,
sino que ocupó un cargo importante en el equipo de gobierno de Adenauer. (N. de la T.).
En Herta Müller: En la trampa, II
Título original: In der Falle. Drei Essays
Herta Müller, 2009
Traducción: Isabel García Adánez
Foto: Herta Müller ©Steffen Roth
¿Todo el texto es una cita de un libro? ¿El libro es En la trampa?
ResponderBorrarGracias.
Sí, el texto es uno de los ensayos contenidos (como dice a pie de post) en
ResponderBorrarEn Herta Müller: "En la trampa", II
Título original: "In der Falle. Drei Essays"
Herta Müller, 2009
Traducción: Isabel García Adánez