Alberti, Lorca y Dalí
Rafael Alberti, nacido en Puerto de Santa María, cerca de Cádiz, era una de las grandes figuras de nuestro grupo. Es más joven que yo —tiene dos años menos, si no me equivoco—, y al principio lo tomamos por un pintor. Algunos dibujos suyos, realzados en oro, adornaban las paredes de mi habitación.
Un día, tomando unas copas, otro amigo, Dámaso Alonso (actual presidente de la Real Academia de la Lengua Española), me dijo:
—¿Sabes quién es un gran poeta? ¡Alberti!
Al ver mi asombro, me tendió una hoja de papel y leí una poesía, que aún recuerdo cómo empezaba:
La noche ajusticiada
en el patíbulo de un árbol,
alegrías arrodilladas
le besan y ungen las sandalias…
En aquellos momentos, los poetas españoles procuraban encontrar adjetivos sintéticos e inesperados, como «la noche ajusticiada» y sorpresas como «las sandalias de la noche». Aquella poesía, que fue publicada en la revista Horizonte y marcó el comienzo de Alberti, me gustó en seguida. Nuestra amistad creció. Después de los años de la Residencia, en los que fuimos casi inseparables, volvimos a vernos en Madrid al principio de la guerra civil.
Después Alberti estuvo en Moscú, donde fue condecorado por Stalin y, durante el período franquista, vivió en la Argentina y en Italia. Ahora está otra vez en España.
Buenazo, imprevisible, aragonés de Huesca, estudiante de Medicina que nunca aprobó un examen, hijo del director de la Compañía de Aguas de Madrid, ni pintor, ni poeta, Pepín Bello no fue nada más que nuestro amigo inseparable.
Poco puedo decir de él, a no ser que en 1936, cuando empezó la guerra, solía propagar por Madrid las malas noticias: «Llega Franco. Va a cruzar el Manzanares.» Su hermano Manolo fue fusilado por los republicanos y él pasó el final de la guerra refugiado en una Embajada.
El poeta Hinojosa era hijo de una familia de ricos terratenientes de la región de Málaga (otro andaluz). Tan moderno y audaz en sus poesías como conservador en sus ideas y comportamiento político, se adhirió al partido de ultraderecha de Lamamié de Clairac y acabó fusilado por los republicanos. En la época en que nos conocimos en la Residencia, ya había publicado dos o tres libros de poesías.
Federico García Lorca no llegó a la Residencia hasta dos años después que yo. Venía de Granada, recomendado por su profesor de Sociología, don Fernando de los Ríos, y ya había publicado un libro en prosa, Impresiones y paisajes, en el que contaba sus viajes con don Fernando y otros estudiantes andaluces.
Brillante, simpático, con evidente propensión a la elegancia, la corbata impecable, la mirada oscura y brillante, Federico tenía un atractivo, un magnetismo al que nadie podía resistirse. Era dos años mayor que yo e hijo de un rico propietario rural. En principio, fue a Madrid para estudiar Filosofía, pero pronto dejó las clases para lanzarse a la vida literaria. No tardó en conocer a todo el mundo y hacer que todo el mundo le conociera. Su habitación de la Residencia se convirtió en uno de los puntos de reunión más solicitados en Madrid.
Nuestra amistad, que fue profunda, data de nuestro primer encuentro. A pesar de que el contraste no podía ser mayor, entre el aragonés tosco y el andaluz refinado —o quizás a causa de este mismo contraste—, casi siempre andábamos juntos. Por la noche nos íbamos a un descampado que había detrás de la Residencia (los campos se extendían entonces hasta el horizonte), nos sentábamos en la hierba y él me leía sus poesías. Leía divinamente. Con su trato, fui transformándome poco a poco ante un mundo nuevo que él iba revelándome día tras día.
Alguien vino a decirme que un tal Martín Domínguez, un muchachote vasco, afirmaba que Lorca era homosexual. No podía creerlo. Por aquel entonces en Madrid no se conocía más que a dos o tres pederastas, y nada permitía suponer que Federico lo fuera.
Estábamos sentados en el refectorio, uno al lado del otro, frente a la mesa presidencial en la que aquel día comían Unamuno, Eugenio d’Ors y don Alberto, nuestro director. Después de la sopa, dije a Federico en voz baja:
—Vamos fuera. Tengo que hablarte de algo muy grave.
Un poco sorprendido, accede. Nos levantamos.
Nos dan permiso para salir antes de terminar. Nos vamos a una taberna cercana. Una vez allí, digo a Federico que voy a batirme con Martín Domínguez, el vasco.
—¿Por qué? —me pregunta Lorca.
Yo vacilo un momento, no sé cómo expresarme y a quemarropa le pregunto:
—¿Es verdad que eres maricón?
Él se levanta, herido en lo más vivo, y me dice:
—Tú y yo hemos terminado.
Y se va.
Desde luego, nos reconciliamos aquella misma noche. Federico no tenía nada de afeminado ni había en él la menor afectación. Tampoco le gustaban las parodias ni las bromas al respecto, como la de Aragon, por ejemplo, que cuando, años más tarde, vino a Madrid a dar una conferencia en la Residencia, preguntó al director, con ánimo de escandalizarle —propósito plenamente logrado—: «¿No conoce usted algún meadero interesante?» Juntos, los dos solos o en compañía de otros, pasamos horas inolvidables.
Lorca me hizo descubrir la poesía, en especial la poesía española, que conocía admirablemente, y también otros libros. Por ejemplo, me hizo leer la Leyenda áurea, el primer libro en el que encontré algo acerca de san Simeón el Estilita, que más adelante devino Simón del desierto. Federico no creía en Dios, pero conservaba y cultivaba un gran sentido artístico de la religión.
Guardo una fotografía en la que estamos los dos en la moto de cartón de un fotógrafo, en 1924, en las fiestas de la verbena de san Antonio en Madrid. En el dorso de la foto, a las tres de la madrugada (borrachos los dos), Federico escribió una poesía improvisada en menos de tres minutos, y me la dio. El tiempo va borrando poco a poco el lápiz y yo la copié para no perderla. Dice así:
La primera verbena que Dios envía
Es la de San Antonio de la Florida,
Luis: en el encanto de la madrugada
Canta mi amistad siempre florecida,
la luna grande luce y rueda
por las altas nubes tranquilas,
mi corazón luce y rueda
en la noche verde y amarilla,
Luis, mi amistad apasionada
hace una trenza con la brisa.
El niño toca el pianillo
triste, sin una sonrisa,
bajo los arcos de papel
estrecho tu mano amiga.
Después, en 1929, en un libro que me regaló, escribió unos versos, inéditos también, que me gustan mucho:
Cielo azul
Campo amarillo
Monte azul
Campo amarillo
Por la llanura desierta
Va caminando un olivo
Un solo
Olivo.
Salvador Dalí, hijo de un notario de Figueras, llegó a la Residencia tres años después que yo. Quería dedicarse a las bellas artes, y nosotros, no sé por qué, le llamábamos el pintor checoslovaco.
Al pasar una mañana por delante de su cuarto, vi la puerta abierta y eché un vistazo. Estaba dando los últimos toques a un retrato de gran tamaño, que me gustó mucho. En seguida, dije a Lorca y a los demás:
—El pintor checoslovaco está terminando un retrato muy bonito.
Todos acudieron a la habitación, admiraron el retrato y Dalí fue admitido en nuestro grupo. A decir verdad, él y Federico serían mis mejores amigos.
Los tres andábamos siempre juntos. Loica sentía por él verdadera pasión, lo cual dejaba indiferente a Dalí.
Dalí era un muchacho tímido, con una voz grave y profunda, el pelo muy largo, que después se hizo cortar, una viva irritación hacia las exigencias cotidianas de la vida y un atuendo extravagante, consistente en un sombrero muy grande, una chalina inmensa, una americana que le llegaba hasta las rodillas y polainas. Causaba la impresión de que se vestía así por afán de provocación, cuando lo hacía, simplemente, porque le gustaba, lo cual no impedía que a veces la gente le insultara por la calle.
Dalí también escribía poesías, y las publicaba. En 1926 ó 1927, siendo todavía muy joven, participó en Madrid en una exposición con otros pintores, como Peinado y Viñes. En junio, cuando tuvo que presentarse al examen de ingreso en Bellas Artes y le hicieron sentarse ante el tribunal para el examen oral, exclamó de pronto:
—No reconozco a ninguno de los que están aquí el derecho a juzgarme.
Me marcho.
Y se marchó, efectivamente. Su padre vino de Cataluña a Madrid para tratar de arreglar las cosas con la Dirección de Bellas Artes. Resultó inútil. Dalí fue expulsado.
No puedo explicar día a día lo que fueron aquellos años de formación y encuentros; nuestras charlas, nuestro trabajo, nuestros paseos, nuestras borracheras, los burdeles de Madrid (los mejores del mundo, sin duda) y nuestras largas veladas en la Residencia. El jazz me tenía cautivado, hasta el extremo de que empecé a tocar el banjo. Me había comprado un gramófono y varios discos norteamericanos, que escuchábamos con entusiasmo mientras bebíamos grogs al ron, que yo mismo preparaba (el alcohol estaba prohibido en la Residencia, incluso el vino con la comida, so pretexto de evitar las manchas en los manteles blancos). De vez en cuando montábamos una obra de teatro, casi siempre Don Juan Tenorio, de Zorrilla, que creo que aún me sé de memoria.
Conservo una fotografía en la que aparezco yo de don Juan con Lorca, que hace de Escultor, en el acto quinto.
Yo había instituido también lo que nosotros llamábamos «las mojaduras de primavera» y que consistía, estúpidamente, en echar un cubo de agua a la cabeza de cualquiera. Alberti se habrá acordado de ellas al ver a Fernando Rey regar en el andén de una estación a Carole Bouquet en Ese oscuro objeto del deseo.
La chulería es un comportamiento típicamente español, compuesto de agresividad, insolencia viril y autosuficiencia. Yo he incurrido en ella algunas veces, especialmente en mis tiempos de la Residencia, para arrepentirme en seguida. Un ejemplo: a mí me gustaban el garbo y la gracia de una bailarina del «Palace del Hierro» a la que, sin conocerla, llamaba la Rubia. Yo frecuentaba aquel baile sólo por el gusto de verla bailar. Era una clienta habitual, no una bailarina profesional. Un día, cansados de oírme hablar de ella, Dalí y Pepín Bello decidieron ir conmigo. La Rubia estaba bailando con un hombre serio, con gafas y bigotito, al que yo puse el mote de el Médico. Dalí declaró estar terriblemente desilusionado. ¿Por qué le había molestado? La Rubia no tenía ningún encanto, ninguna gracia.
—Es porque su pareja no vale nada —respondí.
Me levanté, me acerqué a la mesa a la que acababan de sentarse la muchacha y el Médico y dije a éste:
—He venido con dos amigos para ver bailar a la señorita; pero usted la estropea. No vuelva a bailar con ella. Eso es todo.
Di media vuelta y volví a nuestra mesa, esperando recibir un botellazo en la coronilla, costumbre bastante difundida en aquella época. Pero nada. El Médico, que no me había contestado, se levantó y sacó a bailar a otra. Avergonzado y arrepentido, me acerqué a la Rubia y le dije:
—Siento mucho lo que acabo de hacer. Y yo bailo aún peor que él.
Era verdad. Por cierto que nunca bailé con la Rubia.
Durante el verano, cuando los españoles se iban de vacaciones se iban de vacaciones, llegaban a la Residencia grupos de profesores norteamericanos con sus esposas, algunas muy guapas, que iban a perfeccionar el español. Para ellos se organizaban conferencias y visitas. En el tablero de anuncios del vestíbulo podía leerse, por ejemplo: «Mañana, visita a Toledo con Américo Castro.»
Un día, el anuncio rezaba: «Mañana, visita a El Prado con Luis Buñuel.» Me siguió un nutrido grupo de norteamericanos, que no sospechaban la superchería, lo cual me dio un primer atisbo de la inocencia norteamericana. Mientras los llevaba por las salas del Museo, les decía lo primero que me pasaba por la imaginación: que Goya era torero y mantuvo funestas relaciones con la duquesa de Alba, que el cuadro de Berruguete Auto de Fe es una obra maestra porque en él aparecen ciento cincuenta personajes. Y, como todo el mundo sabe, el valor de una obra pictórica depende del número de personajes. Los norteamericanos me escuchaban muy serios, y algunos hasta tomaban notas.
Pero unos cuantos fueron a quejarse al director.
García Lorca
Poco antes de Un chien andalou, una disensión superficial nos separó durante algún tiempo. Luego, como andaluz, susceptible, creyó, o fingió creer, que la película era contra él. Decía:
—Buñuel ha hecho una peliculita así (gesto de los dedos), se llama Un chien andalou, y el perro (chien) soy yo.
En 1934, nos habíamos reconciliado totalmente. Aunque yo encontraba a veces que se dejaba sumergir por un número demasiado grande de admiradores, pasábamos juntos largos ratos. Frecuentemente, acompañados por Ugarte, subíamos a mi «Ford» para relajarnos durante unas horas en la soledad gótica de El Paular. El lugar se hallaba en ruinas, pero seis o siete habitaciones, muy escasamente amuebladas, estaban reservadas a las Bellas Artes. Se podía incluso pasar la noche en ellas, a condición de llevar un saco de dormir. El pintor Peinado —con el que, cuarenta años más tarde, volvería a encontrarme por causalidad en este mismo lugar— acudía con frecuencia al viejo monasterio desierto.
Era difícil hablar de pintura y poesía cuando sentíamos aproximarse la tempestad. Cuatro días antes del desembarco de Franco, García Lorca —que no podía apasionarse por la política— decidió de pronto marcharse a Granada, su ciudad. Yo intenté disuadirle, le dije:
—Se están fraguando auténticos horrores, Federico. Quédate aquí. Estarás mucho más seguro en Madrid.
Otros amigos ejercieron presión sobre él, pero en vano. Partió muy nervioso, muy asustado.
El anuncio de su muerte fue una impresión terrible para todos nosotros.
De todos los seres vivos que he conocido, Federico es el primero. No hablo ni de su teatro ni de su poesía, hablo de él. La obra maestra era él. Me parece, incluso, difícil encontrar alguien semejante. Ya se pusiera al piano para interpretar a Chopin, ya improvisara una pantomima o una breve escena teatral, era irresistible. Podía leer cualquier cosa, y la belleza brotaba siempre de sus labios.
Tenía pasión, alegría, juventud. Era como una llama.
Cuando lo conocí, en la Residencia de Estudiantes, yo era un atleta provinciano bastante rudo. Por la fuerza de nuestra amistad, él me transformó, me hizo conocer otro mundo. Le debo más de cuanto podría expresar.
Jamás se han encontrado sus restos. Han circulado numerosas leyendas sobre su muerte, y Dalí —innoblemente— ha hablado incluso de un crimen homosexual, lo que es totalmente absurdo. En realidad, Federico murió porque era poeta. En aquella época, se oía gritar en el otro bando: «¡Muera la inteligencia! » En Granada, se refugió en casa de un miembro de la Falange, el poeta Rosales, cuya familia era amiga de la suya. Allí se creía seguro. Unos hombres (¿de qué tendencia? Poco importa) dirigidos por un tal Alfonso fueron a detenerlo una noche y le hicieron subir a un camión con varios obreros.
Federico sentía un gran miedo al sufrimiento y a la muerte. Puedo imaginar lo que sintió, en plena noche, en el camión que le conducía hacia el olivar en que iban a matarlo.
Pienso con frecuencia en ese momento.
A finales del mes de setiembre, me fue concertada una cita en Ginebra con el ministro de Asuntos Exteriores de la República, Álvarez del Vayo, que quería verme. En Ginebra se me diría por qué.
Salí en un tren absolutamente abarrotado, un verdadero tren de guerra. Me encontré sentado delante de un comandante del P.O.U.M., obrero ascendido a comandante, personaje del lenguaje feroz que no cesaba de repetir que el Gobierno republicano era una porquería y que, ante todo, era preciso destruirlo.
Hablo de él solamente porque, más tarde, en París, habría de utilizarlo como espía.
En Barcelona, hice trasbordo y me encontré con José Bergamín y Muñoz Suay, que se dirigían a Ginebra con una decena de estudiantes para participar en una reunión política. Me preguntaron qué clase de documentos llevaba, se lo dije, y Muñoz Suay, exclamó:
—¡No podrás cruzar la frontera! ¡Para pasar, hace falta el visado de los anarquistas! Llegamos a Port Bou, bajo el primero del tren y, en la estación repleta de hombres armados, veo una mesa a la que se hallan sentados con aire majestuoso tres personajes, como los miembros de un pequeño tribunal. Son anarquistas.
Su jefe es un italiano barbudo.
A su petición, les muestro mis documentos, y me dicen:
—No puedes pasar con eso.
El idioma español es, ciertamente, el más blasfematorio del mundo. A diferencia de otros idiomas, en los que juramentos y blasfemias son, por regla general, breves y separados, la blasfemia española asume fácilmente la forma de un largo discurso en el que tremendas obscenidades, relacionadas principalmente con Dios, Cristo, el Espíritu Santo, la Virgen y los Santos Apóstoles, sin olvidar al Papa, pueden encadenarse y formar frases escatológicas e impresionantes.
La blasfemia es un arte español. En México, por ejemplo, donde sin embargo, la cultura española se halla presente desde hace cuatro siglos, nunca he oído blasfemar convenientemente. En España, una buena blasfemia puede ocupar dos o tres líneas. Cuando las circunstancias lo exigen, puede, incluso, convertirse en una letanía al revés.
Una blasfemia de este tipo, proferida con la más intensa violencia, es lo que escucharon sin inmutarse los tres anarquistas de Port Bou.
Después de lo cual, me dijeron que podía pasar.
Y, ya que hablo de blasfemia, añadiré que en las ciudades antiguas de España, en Toledo por ejemplo, se veía escrito en la puerta principal de acceso: Prohibido mendigar y blasfemar, y ello bajo pena de multa o de un breve período de arresto. Prueba de la fuerza y la omnipresencia de las exclamaciones blasfemas. Cuando regresé a España, en 1960, me pareció que la blasfemia se oía mucho más raramente en las calles. Pero quizá me equivocaba… y oía con menos claridad que antes.
En Ginebra, sólo estuve unos veinte minutos con el ministro. Me pidió que fuese a París para ponerme a disposición del nuevo embajador que iba a nombrar la República. Este embajador sería Araquistain, un socialista de izquierda que yo conocía, antiguo periodista y escritor. Necesitaba hombres de confianza.
Salí inmediatamente para París.
En Mi último suspiro. Memorias
Título original: Mon dernier soupir
Luis Buñuel, 1982
Traducción: Ana María de la Fuente
Barcelona, Debolsillo, 2012
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