para Monsieur Hoetinck
Rembrandt tuvo, quizá más que cualquier otro pintor, su visión, su sueño si se quiere, del mundo que llevaba en él y del mundo en que vivió. Pronto percibimos que cada cuadro, cada dibujo, es un fragmento de un universo rembrandtesco al que pertenecemos, pero secretamente y a menudo de manera inconsciente, como pertenecemos a los nervios, las arterias, los glóbulos blancos y rojos que circulan en la noche del cuerpo. El viejo Saúl escondiendo detrás de una cortina todo el dolor humano; el joven jinete polaco, que es Tito, respirando el aire del peligro; el Buen Samaritano del museo de Cracovia, que tan pocas veces se ha visto en Europa occidental, donde el salvajismo del mar bravío y de los bosques otoñales apenas permite vislumbrar, corriendo a lo largo de una peligrosa playa, el carruaje del hombre rico que no se ha parado para socorrer al herido (y que pronto tal vez necesitará también él ayuda), y menos visible todavía, insignificante, perdido en un rincón de sombra, el Buen Samaritano curando al herido; la mujer, ni siquiera hermosa, que se arremanga generosamente las faldas para refrescarse las piernas en el río; el conmovedor dibujo de Saskia delgada y febril, esa Saskia antes engalanada con plumas y joyas de la que debió enorgullecerse el joven pintor al tomarla por esposa; un boceto de una mujer que mea, rechazado —no se sabe por qué— por la mayoría de los editores entre los escasos dibujos eróticos del maestro; y esas dos mujeres sentadas junto a una cuna, una de las cuales proyecta sobre la pared su sombra de Parca, y ese Niño pródigo como disuelto en el perdón.
Detengámonos: ciertos claroscuros, ciertos juegos de luz se reproducen de cuadro en cuadro, como en el teatro el efecto producido por un gran director. Artificios, dicen unos; símbolos de una misteriosa penetración dentro de las cosas, dirán otros. En cualquier caso, esas luces y esos contrastes de sombra no están omnipresentes: hay otros cuadros que nos confrontan con la frialdad de una estancia vacía y gris; una silueta anónima destaca tras una ventana en el crepúsculo; un anfiteatro a plena luz agrupa a unos médicos con indumentaria burguesa, pero el calor de la vida impregna sus cuerpos mientras que el cadáver, cuya disección hacen, está frío. El artificio equilibra exactamente la falta de artificio. Los rostros, ninguno igual a otro, ni siquiera tienen entre sí ese aire de familia de los personajes vislumbrados en sueños de quienes pensamos a la vez que «es él» y que es «alguien distinto». No esconden ni revelan ningún secreto, como algunas caras a un tiempo obsesionadas y obsesionantes de Vinci y de Caravaggio. Comprendemos que ese gran conocedor de semblantes pasara tantas horas y tantos años fijando sus propios rasgos, o más bien el cambio que los hacía cada vez distintos sin dejar de ser los suyos. Esa bola de huesos y de carne, esa fisionomía tan pronto vulgar como patética, la tenía siempre al alcance de sus pinceles; podía, cuando quería, colocarla a la luz apropiada delante de un espejo. Y es gracias a la ayuda de ese cómodo accesorio como pudo seguir a ese alguien en el transcurso de la vida, desde la firme y carnosa envoltura de la juventud hasta la sustancia degradada de la ancianidad. Y de esa forma demostró, como nadie lo había hecho antes o después que él, la incesante mudanza y el incesante pasar, las series infinitas que constituyen a cada hombre, y al mismo tiempo ese yo no sé qué de innegable que es el Sí mismo, casi invisible a la vista, fácil de olvidar o de negar, esa identidad que nos sirve para medir al hombre que cambia.
De entre tantas obras maestras no hay ninguna que me emocione tanto como los Dos negros del Mauritshuis. Tal vez la lectura de documentos me informaría del cómo y del porqué eligió pintar a esos dos hombres jóvenes de raza negra a los que adivinamos desconocidos, enfermizos y desheredados. ¿Quiénes son? Rembrandt, en las calles de Amsterdam, tropezaría seguramente con algunos negros, esclavos sin duda o, peor aún, desechos abandonados de esclavos; quizá viese, amarrado a lo largo de algún muelle, un barco negrero. ¿Fragmento de una gran composición jamás realizada, de una Epifanía con sus Reyes Magos (pero son dos y no tres, y sin la barba ni la majestad que les hubieran prestada tantos viejos pintores)? ¿O simplemente servidores de los reyes y, en este caso, tan diferentes de los negros robustos y sumisos que llevan sin esfuerzo las arcas y bultos de sus amos o que sujetan por las riendas a los camellos? Estos dos hombres jóvenes, tan visiblemente destruidos, difieren también en todo de los cinco Estudios de negros de Rubens, magníficos animales humanos, muy a sus anchas vestidos con los ricos trajes de la época barroca, manifestando a la vez la fuerza y la seguridad de existir.
En cambio éstos son flacos, casi demacrados, y sus ojos desorbitados o hundidos, de párpados rosados, son los de hombres que han conocido los golpes y la fiebre, en todo caso, lo intolerable. ¿Son dos amigos, dos hermanos? De cualquier forma, muy unidos por la amistad y la fraternidad de la desgracia. Ni siquiera quejumbrosos o visiblemente temerosos, ni agobiados o reivindicativos, como los hubieran representado a partir del siglo XVIII los pintores de buenos sentimientos. Más humanos que negros, más hombres que esclavos, sólo más sometidos aún que la mayoría de entre nosotros al ultraje de existir. Van vestidos, como tantos otros personajes de Rembrandt, con harapos raídos y de un dorado gastado que los convierte en príncipes miserables. Su herencia africana es en ellos a la vez muy clara y muy individual: no son unos negros cualesquiera, son dos negros cuya tribu y área de origen podría, sin dudas, identificar un etnólogo... En cada uno sentimos la presencia de un destino personal, de un sino que les tocó y que podría ser el nuestro (hubiéramos podido nacer negros; hubiéramos podido y aún podemos caer prisioneros), pero a cada experiencia han debido aportar lo que poseen de dignidad, de valor e incluso de dulzura.
Han conocido el miedo: el esclavo de la izquierda, sobre todo, lo indica; tal vez fuese el menos inteligente, o el más destrozado. Sus labios gruesos han debido conocer la mordaza y sus hombros los latigazos. El hombre de la izquierda, el que se diría más robusto de los dos, parece apoyarse en su compañero y depender de él para existir. El otro, que se mantiene muy derecho, tan noble a pesar de sus perdidas fuerzas, posee la regia indiferencia de las razas orgullosas. Nada de lo que fue le impide ser lo que es.
En una isla de Georgia, en ese estado del sur que fue un vivero y un pudridero de esclavos, y en donde incluso hoy las sectas irreductibles, los grupos unidos por la noción de superioridad del hombre blanco, normal y protestante están quizá más arraigadas que en otros lugares, se enseña una cala cualquiera, de la cual cuenta la leyenda que fue el lugar en donde un barco negrero desembarcó antaño sus presas, al menos las que llegaban vivas después de largos meses de terror, de sofoco y de infecciones durante la travesía. Hombres libres, puede que jefes en su país, vendidos por alguno de los suyos ávido del oro de los blancos, habían pasado de un continente, cuyo nombre ignoraban, a orro cuya existencia ni siquiera sospechaban. La leyenda asegura que una vez liberados de sus cadenas, después de que los guardianes los soltaran en aquella playa que era casi una marisma, con la intención de volver a encadenarlos después para llevarlos en montón al mercado de la ciudad, se vio a aquel grupo de hombres entrar en el mar como si quisiera refrescarse en él, cantando inexplicablemente una de las largas baladas de su país, acompañadas de gritos o prolongadas por murmullos profundos emitidos con la boca cerrada, de esas que hacen llorar. Seguían avanzando y muy pronto sólo se vio de ellos unos hombros relucientes, unas cabezas rizadas cuyas grandes bocas no dejaban de cantar. Después, sólo unos cuantos harapos flotando en el mar. Habían venido de su patria por el formidable océano, en un barco-prisión, y se habían dicho que volverían libres por esos grandes caminos del mar, sin imaginar siquiera la muerte o aceptándola. Estos dos amigos apoyándose uno al otro, estos dos frágiles príncipes gastados por la miseria y los malos tratos, a no ser que sea la miseria y los malos tratos los que han hecho de ellos dos príncipes, se hunden ante nuestros ojos en la penumbra de Rembrandt y desaparecen igual que lo hubieran hecho en el mar.
29 de septiembre de 1986
Mount Desert
En Peregrina y extranjera, XVIII (1989)
Título Original: En pèlerin et ètranger
Trad. Emma Calatayud
Alfaguara, 1992
Oil painting, Holland, The Hague, Mauritshuis, circa 1661
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