Querido Gustavo, espero que esta voz no te suene demasiado de ultratumba, porque ha pasado tanto tiempo desde que te prometí contestar aquellas preguntas que me habías hecho en Caracas y que me has vuelto a hacer ahora por carta, que quizá esta respuesta te sorprenda o te parezca una especie de extraño mensaje del más allá. Primero de todo quiero decirte que estoy muy contento de que mi voz la escuches otra vez en tu casa y te digo buenos días, o buenas noches, no sé, según la hora, a ti y todos los tuyos y también de alguna manera a todos aquellos amigos que estaban en tu casa la noche que pasé con ustedes y que figura entre mis mejores, más gratos y cordiales recuerdos venezolanos. Pero como esta cassette tiene una duración limitada, vamos entonces a lo mucho que me vas a hacer trabajar, porque aquí mirando tu papel, veo una cantidad impresionante de preguntas que trataré de contestar lo mejor posible.
—¿Has escrito relatos o textos literarios en francés?
—La contestación es simple, es prácticamente negativa, aunque a veces, me ha divertido escribir pequeños textos en francés, porque fueron pensados en francés, nacieron así. Pero son textos para mi consumo propio y todo lo que de mí se publica en francés en Francia, ha sido escrito en español y luego traducido. Hay sin embargo, una serie de pequeños textos, que hice para un amigo, el pintor Julio Silva, que preparaba unas ediciones de lujo para bibliófilos, con una serie de litografías suyas. Eso fue pensado y escrito en francés y algunos que, te sonará divertido, algunos los traduje yo mismo al español y los incluí después en Ultimo round, por ejemplo ese texto que se llama "Los discursos del Pinchajetas", está originalmente escrito en francés- Pero, sigo pensando y escribiendo en español y sé que no voy a cambiar. Es una pregunta que los franceses me hacen con alguna frecuencia; les asombra que después de 24 años aquí, yo no me decida a escribir en francés. La verdad es que no tengo ningún interés en tomar esa decisión: es un idioma que conozco muy bien y del cual me valgo todo el tiempo para hablar; pero, mi lengua literaria es y será hasta el final el español, es demasiado hermosa, para dejarla de lado.
—¿Han sido traducidos al francés, cuentos o novelas tuyas, aparte de Los premios?
—Sí, desde luego, me sorprende un poco que no lo sepas; aunque es verdad que no tienes porque tener libros míos en francés. Pero podrías haberlos visto, acaso en alguna librería en Caracas. Prácticamente, todo lo mío ha sido traducido al francés. Lo primero fue Los premios, luego Rayuela y después tres tomos de cuentos y la novela 62, y ahora, hace unos pocos meses, el Libro de Manuel. En este momento están terminando la traducción de Octaedro, que deberá aparecer en octubre.
—Dice Alfred Mac Adam: "Cortázar nunca ha sido un escritor revolucionario en el sentido literario de la palabra, aunque sí ha creado esa impresión, usando últimamente, una retórica revolucionaria". ¿Qué criterio te merece esa opinión?
—Bueno, una serie de chasquidos de lengua, así: bla, bla, bla. Porque de ninguna manera creo que yo haya utilizado una retórica revolucionaria. Lo que pasa es que el señor Alfred Mac Adam debe ser profundamente reaccionario, y naturalmente, cualquier mensaje de tipo revolucionario que yo pueda haber escrito o firmado, le huele a retórica, de la misma manera que a nosotros, la gente de izquierda, el lenguaje de la derecha nos parece altamente retórico, en ese sentido todos tenemos culpa.
Lo que me gustaría saber es qué entiende él por eso de que yo nunca he sido un escritor revolucionario en el sentido literario de la palabra, porque si bien no pretendo haber hecho nada trascendental, se me ocurre de todas maneras que mis libros han sido siempre experimentales, en el sentido literario, como dice Mac Adam, y ¿qué es lo experimental si no lo revolucionario en una perspectiva histórica? Yo creo que, por ejemplo, las consecuencias que tuvo un libro como Rayuela en el conjunto de América Latina, su tentativa de modificar los parámetros usuales de la novela sicológica, han tenido un sentido revolucionario; ahora si por revolucionarios se entienden unos señores que avanzan al asalto con ametralladoras en la mano, desde luego que Mac Adam tiene razón.
—El mismo Mac Adam dice en forma abrupta lo siguiente: "mucho antes de ser el campeón de las letras americanas, —supongo que quiere decir latinoamericanas—, fue un escritor típico de su generación, la misma de Onetti, de Sábato y de Adolfo Bioy Casares, con un ojo en la narrativa angloamericana, otro en la francesa y con la mente influida por la circunstancia político-social de su país". "¿Qué hay de cierto en esto?
—Bueno, lo curioso es que él tiene razón, lo malo es que lo diga tan malévolamente, tiene razón porque yo pertenezco a esa generación de Onetti, de Sábato y de Adolfo Bioy Casares y casi a la de Borges; gente que efectivamente leía enormemente la narrativa angloamericana, que leía también enormemente la literatura francesa y que tenía su mente influida por la circunstancia político-social de su país- Es curioso que esta frase pueda ser dicha con una intención casi de denigración; yo creo que en América Latina, una cultura de tipo universal no es nunca despreciable en la medida en que lo que definitivamente dé una obra sea lo latinoamericano y no los modelos anglosajones o los modelos franceses. Yo no sé si me equivoco, creo que no, porque no tengo falsas modestias, creo que mi literatura es profundamente latinoamericana y particularmente muy argentina; ahora, creo también que si no hubiera tenido, como dice Mac Adam, un ojo, los dos ojos en lo que sucedía en el resto del mundo, mi obra hubiera sido diferente y probablemente menos satisfactoria.
—En la nota de prólogo de Pameos y Meopas Julio Cortázar dice: "mis últimos años están y estarán dedicados a ese hombre nuevo que queremos crear". ¿Será este hombre nuevo el resultado de cambios sociales o de un replanteamiento total del hombre? ¿Será posible esta replanificación?
—Sí, es la segunda parte de tu pregunta la que yo suscribo, el replanteamiento total del hombre, pero desde luego, también creo que ese replanteamiento no es posible si no es paralelo a una profunda modificación en los cambios sociales. Es una típica ilusión liberal, la de creer que bajo el sistema capitalista, dentro del cual estamos más o menos sometidos, según los países donde vivimos, es posible replantear la definición del hombre, porque inmediatamente hay una rápida y muy hábil recuperación por parte del "establishment" capitalista que tiene el talento, a veces el genio, de apoderarse incluso de aquellas obras que son profundamente antagonistas a su sistema, y colocarlas en el lado que le conviene. Metafóricamente me hace pensar en los "posters" con la fotografía del Che Guevara, que se venden aquí en Europa, al lado de los "posters" de los Beatles, o al lado del "poster" de alguna estrellita de cine, más o menos desnuda.
En síntesis, y de una manera muy poca satisfactoria porque esto había que desarrollarlo mucho más, yo tengo la impresión de que cuando se habla de hacer la revolución, lo he dicho muchas veces, tiene que ser un doble camino de fuera hacia adentro, o sea la revolución en la acción, el cambio social, la liquidación del imperialismo y del capitalismo por un sistema que, para mí es el sistema socialista en su sentido más amplio. Y, paralelamente, simultáneamente, la revolución de dentro a afuera, es decir es el replanteamiento de la definición misma del hombre. En la medida en que se hagan las revoluciones y el hombre siga siendo el hombre viejo, pues, caeremos en lo que han caído algunas revoluciones en este mundo, es decir, iremos hacia un fracaso.
—Críticos animados de la mejor voluntad en el tratamiento del tema relativo al cuestionamiento que se te ha hecho de mostrarte poco preocupado por la Argentina, entre comillas, lo más que han logrado decir es que el tratamiento de esquemas nacionales en tu obra tiene lugar en estratos profundos y por la captación de ciertos imponderables que no dependen, precisamente, de un tipismo superficial o de una ambientación condicionada por el costumbrismo. Aun a riesgo de pedirte que lluevas sobre mojado, y hables una vez más de lo que tantas veces hablado, ¿podrías traducir algo de esto a términos más de la calle, vale decir más propio de gente de letras?
—Yo realmente no sé, Gustavo, qué significa eso de decirme o de verme como poco preocupado por la Argentina. En realidad mi preocupación en estos últimos años va mucho más allá de la Argentina, es una preocupación latinoamericana; y es verdad, por ejemplo, que desde el 11 de setiembre de 1973, Chile es para mí una especie de herida abierta y que, como tú lo sabes, todo lo que hago así en el plano público, está orientado en la lucha contra la Junta Militar chilena. Ahora, eso no significa en absoluto una despreocupación por la Argentina, yo no soy un escritor argentino con exclusión de las otras maneras de ser latinoamericano. Muy al contrario, creo que todo lo que se hace por un país latinoamericano se está haciendo por todos los países latinoamericanos;, esa es la razón por la cual, muy poco tiempo después del triunfo de la Revolución cubana, fui yo a Cuba y volví cuatro o cinco veces; absolutamente convencido, como lo sigo en este mismo instante, de que lo que se haga por Cuba, se lo hace también por la Argentina o por Venezuela, con las diferencias lógicas y necesarias que hay en nuestras definiciones o indefiniciones latinoamericanas. De manera que en definitiva, lo que hay en ese cuestionamiento de los críticos, es siempre la vieja cuestión nacionalista, la vieja cuestión chauvinista, que yo desprecio y que dejo completamente de lado, porque sé que encubre resentimientos poco nobles y en general poco inteligentes.
—En muchas ocasiones se ha insistido en tu parentesco literario con Jorge Luis Borges, cuyo nombre en este caso se acompaña del invariable e inexpresivo doble epíteto de tu "maestro y compatriota". Parece que nadie discute esto, creo que ya ni tú mismo. En cambio en alguna singular ocasión se ha mencionado a Horacio Quiroga entre los escritores que de alguna manera se vincularon a tu formación. Como especial admirador de la obra de Quiroga, me gustaría saber en qué sentido te interesó la obra del gran salteño.
—Bueno, con respecto a Borges y lo de maestro y compatriota; compatriota claro que sí, maestro también, pero no de una manera explícita. Curiosamente, yo lo he dicho por escrito, la gran lección que me ha dado Borges a mí, que nos ha dado a todos los que creo hemos sabido aprovecharla, es en el fondo una lección semántica, una lección de rigor en la escritura y a mí me ha dado eso y no más. Es decir, la temática de Borges, tú sabes que me es ajena; el hecho de que hayamos escrito cuentos fantásticos, él y yo, no nos acerca sino analógicamente, porque, no sé como expresarme mejor, pero para decirlo con una metáfora, yo diría que los cuentos de Borges fueron escritos en su cuarto y que los míos fueron escritos en la calle. Toda la diferencia está un poco en eso. Y en ese plano haces muy bien en mencionar a Horacio Quiroga entre los escritores que se vincularon a mi formación. Yo leí a Quiroga de muy joven, al mismo tiempo que a Borges; y aunque evidentemente admiré y admiro más a Borges por la perfección y la universidad de su mensaje literario, siento en Horacio Quiroga una cercanía, un parentesco, equivalente al que en el plano de la novela sentí, en esa misma época, en alguien como Roberto Arlt. Los cuentos de Quiroga, los cuentos fantásticos sobre todo, responden, creo, mucho más a mi preferencia, a la forma en que yo siento ese género, que lo que podría darme la temática, incluso la mecánica de Borges.
—Podría decirse que es por precaución ante el riesgo que señala el tantas veces destacado epígrafe de Jacques Vaché, era Rayuela, que tú no quieres asumir ninguno de los dos extremos a que te fuerzan algunos críticos: la representación de Argentina y la representación de la no Argentina- Esta pregunta puede parecer insidiosa, pero ten la seguridad de que no es así. ¿No es una forma de cómoda evasión evitar definirse al respecto?
—Bueno, Vaché lo dice, ¿no?. No hay nada que pueda embromar más a alguien que estar obligado a representar un país, porque: ¿es que en literatura hay que representar alguna cosa? Yo no lo creo. La representación supone un acto deliberado, sentarse delante de una máquina de escribir, diciendo, bueno, yo soy un escritor argentino y ahora voy a escribir representando a mi país. Todas esas cosas son perfectas tonterías, como comprendes. Si la representación de la Argentina, en mi caso, está dada por una fatalidad, por el hecho de ser argentino, por haber amado la Argentina, haberme criado allí, con todos sus valores y sus disvalores, con sus cualidades y con sus defectos, con sus llenos y con sus vacíos; en ese sentido yo represento, creo, a la Argentina, en cada una de las líneas que he escrito. En cuanto a la representación de la no Argentina, confieso que no lo entiendo, es una cosa que se me escapa como excesivamente abstracta. Yo creo ser argentino, en gran parte de lo que he escrito, especialmente en muchos de los cuentos y en las novelas, es posible que después, en textos más teóricos, en ensayos, en todo eso que llena Ultimo round y La vuelta al día en ochenta mundos, mi visión de lo literario, mi enfoque un poco crítico, sea no argentino, es decir sea un enfoque quizás más polarizado en Europa, por el hecho de la hipercultura europea que yo tengo; y no siento la menor vergüenza de hablar de cultura europea, incluso de hipercultura, porque, curiosamente, esa hipercultura europea ha sido un poco la hormona que en mi caso ha dado todavía más fuerza a mi representación de dentro hacia afuera de lo argentino, de la argentinidad en literatura.
Es en el fondo —tú te das cuenta—, la raíz de aquel cambio de opiniones, tan lamentable en otro sentido, que tuve con José María Arguedas. En ninguna manera yo podía aceptar, y no aceptaré jamás el punto de vista de Arguedas, que es un poco aquello de Martín Fierro, ¿no?: "Nunca salgas del rincón donde empezó tu existencia". Bueno, Arguedas no salió nunca del rincón donde empezó su existencia y su obra es una obra magnífica; pero él era Arguedas y yo Cortázar. Y Cortázar salió de su rincón e hizo una obra que cada uno juzgará como quiera, pero que está basada justamente en el hecho de haber salido de su rincón, de haberse ido a otro lado y desde allá hacer lo suyo. Entonces, como tú ves, te contesto esto con algún énfasis, con alguna emoción, pero es que es el tipo de pregunta que a la vez me irrita y me exalta.
—En cuentos como Bestiario, Los venenos y Final del juego, sobresale una particular sensibilidad para captar aspectos del mundo del niño y del adolescente, siempre en el ambiente nacional. La experiencia que revelan, ese nexo en el tiempo y en el espacio con lo propio, ¿no significan un modo de determinarte en cuanto a tus raíces vitales, que difícilmente pueden trasladarse o trasplantarse sólo por obra de la ficción?
—Sí, yo creo que tienes razón, mucha razón. Toda vez que yo he tratado de niños y de adolescentes en mis libros, ha sido con referencia a mí mismo, de una manera más o menos traspuesta o a otros niños, a otros adolescentes, verdaderos o imaginarios o compuestos por una serie de recuerdos verdaderos combinados literariamente, pero todo eso situado en lo que tú llamas el ambiente nacional. Es decir: la niñez, la adolescencia, para mí, es exclusiva y profundamente argentina. No se me ocurriría creo, situar, personajes infantiles, fuera de ese contexto que yo conocí y que yo sufrí en mi país.
—Para algunos críticos, tanto Rayuela como el Libro de Manuel se refiere a la vida de los latinoamericanos en París, en estrecha relación con tu propia situación, y a la visión de Latinoamérica desde París, también en paralelo con el caso de tu residencia. ¿Cómo ves tú esto?
—Bueno sí, obviamente es así; es decir ya no estamos hablando de niños y de adolescentes, estamos hablando de adultos y el que habla es un adulto, cuya segunda mitad de la vida ha transcurrido y transcurre en París; transcurre en Europa. De manera, entonces, que la visión de Latinoamérica en esos libros, se hace objetivamente desde París, aunque subjetivamente siga siendo desde la Argentina en mi caso. Rayuela, en ese sentido, proporciona, creo, un buen ejemplo: la segunda mitad del libro que sucede en Buenos Aires, creo yo que no tiene absolutamente nada de parisiense; es de nuevo un libro enteramente argentino, como lo es Los Premios. En cuanto a la primera parte que explica o que trata de la vida de un grupo de latinoamericanos en el barrio latino de París, es lógico que la óptica esté situada allí, es lógico que refleje la experiencia de un argentino que está en Europa. No, no creo que esto pase de una simple comprobación de hechos, no me parece que tenga mayor proyección literaria.
—Cuando leí el Libro de Manuel tuve la impresión siguiente: es la obra de un hombre que ya no hará más literatura, o que con ella cierra totalmente un gran ciclo, para empezar otro, o para empezar otra cosa distinta, no sé qué. ¿Es demasiado absoluta esa impresión?
—Bueno, sí, yo creo que es demasiado absoluta; incluso los hechos tenderían a desmentirlo, si tú admites que mi libro Octaedro es literatura y yo creo que sí, que lo es. De los cuentos de Octaedro, dos de ellos fueron escritos antes del Libro de Manuel o durante, pero todos los demás fueron posteriores, es decir que no creo que el Libro de Manuel haya cerrado en mí las compuertas. En el momento en que te estoy hablando, acabo de terminar un cuento y hay cuatro o cinco que me rondan en la cabeza, como las avispas que hay aquí en Saignon y que tienen ese zumbido que da la noción tan hermosa del verano-
—Pocos libros me han impresionado como el Libro de Manuel. Recuerdo que al leerlo escribí sobre él un comentario que nunca publiqué, donde decía algo así como que el escritor descreído ante las palabras, ante el lenguaje, ante tantas cosas, terminaba por conceder sólo condición afirmativa a la acción, etc. Esto me interesa mucho. ¿En verdad va por ahí la cosa?
—No, Gustavo, no va por ahí. Yo no soy un escritor descreído ante las palabras y ante el lenguaje; yo descreo de ciertas palabras y sobre todo, de cierto lenguaje. Descreo de las retóricas que siguen siendo tan abundantes en América Latina, incluso en el lenguaje que pretende ser, y que cree muchas veces honestamente ser revolucionario. En ese sentido yo he dicho cosas que han parecido muy crueles a algunos compañeros de lucha, les he criticado discursos de combate, diciéndoles que utilizaban la misma retórica y el mismo lenguaje que el adversario en sus discursos de combate- Hay ciertos discursos revolucionarios que salvo el tema, serían exactamente iguales a los discursos de un Kissinger; y eso yo no lo puedo tolerar; ni en la política, ni en la historia, ni en la literatura, porque justamente está mostrando hasta qué punto el hombre viejo se nos cuelga de los pies, para no dejarnos ir, sin él, a nuestra liberación definitiva, a nuestra revolución, esa, la de fuera hacia dentro y la de adentro hacia afuera. Pero yo no soy un pesimista de la palabra y del lenguaje. Lejos de eso, en este mismo momento, ese cuento de que te hablaba hace un minuto que terminé, intenta una experimentación en el plano del lenguaje, que va probablemente a escandalizar, porque hay ahí un juego de tiempo verbales que va a sacar de sus casillas a mucha gente, pero creo que es la prueba de mi optimismo en materia de lenguaje. Si yo no creyera en eso, si no creyera que se lo puede llevar adelante, que se lo puede cambiar, que se lo puede modificar, y que hay que hacer todo eso, que no podemos seguir quedándonos en el lenguaje de Castelar o de Pío Baroja, o de Rivera o de Gallegos, pues, no me tomaría el trabajo, no me molestaría en escribir una línea más.
—En tu intervención en el Primer Encuentro Latinoamericano de Periodistas, dijiste, en términos que a primera vista parecerían fuera de la medida cortazariana: "La palabra latinoamericano es para mí un gran corazón angustiado que necesita como nunca la sangre de la verdad en estos tiempos de confusión y tormenta". Y me parece que, dentro del espíritu que ya apuntaba el Libro de Manuel, la pasión que revelan estas palabras se corresponde con una consciente y plena búsqueda de lo latinoamericano, en proyección dilatada de lo nacional, que define tu actitud. ¿Es así?
—Me parece que esta pregunta está ya contestada con lo que hemos hablado antes, de manera que podemos eliminarla.
—Es común que se te caracterice como proyectado hacia planos de universalidad que la crítica destaca en tu obra. ¿No consideras que la introducción de formas muy particularizadas y regionales de lenguaje, lunfardo, etc., en tus libros, limita esa universalidad?
—Mira, Gustavo, yo he pensado eso muchas veces, he hecho fríamente el balance de la cosa y he tomado mi propia decisión. Porque, si algo hay que pueda matar a un escritor, y te puedo dar ejemplos, es el hecho de que se ponga a escribir con una especie de decisión previa hacia lo universal; es decir, que se ponga a escribir en un lenguaje que le garantice la comprensión, en el caso nuestro, de toda América Latina y de España, del mundo entero de habla hispánica. Un escritor que se siente a la mesa con la intención de ser comprendido en Madrid, en Guanajuato y en Jujuy al mismo tiempo, es un escritor que está perdido, que está perdido de antemano- Eso no significa que yo crea, que debemos hacer lo contrario, es decir, escribir una literatura profundamente particularizada y regional. No; a menos que eso esté en la índole de un escritor determinado, y en ese caso es perfectamente su derecho: escribir en el lenguaje que le da la gana. Estimo que un escritor como yo, que miro un poco por encima de los límites inmediatos de mi circunstancia, cuyos temas además abarcan polarizaciones muy grandes, que van de América a Europa, de Europa a América y que flotan en una serie de climas y de dimensiones: físicas y metafísicas, es evidente que si yo expresara o tratara de expresar todo eso, basándome exclusivamente en el lunfardo, estaría condenado al fracaso más absoluto, porque además habría una traición interna. Tú sabes muy bien que el problema del fondo y la forma es completamente falso; es evidente que no hay fondo realizado literariamente, no hay fondo literario verdaderamente expresado si no encuentra, si no tiene de una manera fatal la forma que le corresponde. Es decir, entonces, que en mis libros, cuando los personajes típicos argentinos en ese caso, sueltan frases en lunfardo como es frecuente en el Libro de Manuel, en 62 y en Los Premios, me parece que la cosa está perfectamente justificada, aunque eventualmente un madrileño no pueda comprenderlo. Y tú sabes que en definitiva eso no ha sido un problema, porque de una manera o de otra, finalmente todo el mundo, termina por comprendernos a nosotros, como nosotros podemos comprender el argot madrileño porque el contexto va dando el sentido de las cosas, y no es necesario ir al diccionario. Se nos puede escapar una que otra palabra, se nos puede escapar cierto sabor, un cierto sobreentendido de algunas cosas. Pero esas pérdidas son lógicas en toda literatura. No te olvides que el hecho de traducir un libro, por ejemplo, supone una inmensa pérdida y que en ese sentido no es posible disponer, ni con un lenguaje universal, ni con un lenguaje local, del cien por cien del mensaje de un escritor. La pérdida es inevitable.
—Ya con tu obra y tu edad, creo que es posible hablar sin complejos sobre esto: ¿qué importancia concedes a las influencias literarias en la formación y desarrollo de un escritor?
—Desde luego que se puede hablar sin complejos y para mí no ha sido necesario llegar a la edad que tengo para referirme sin la menor inhibición a esta cuestión. Yo sé que es un problema delicado para muchos escritores, que yo califico en el fondo de escritores débiles. Hay gente que tiene una especie de miedo instintivo no sólo a ser influido en su obra, por otros escritores del pasado o contemporáneos, si no que llega a creársele un terrible complejo, cada vez que los críticos al analizar su obra le señalan determinadas influencias, con o sin razón. Por mi parte este tipo de debilidad, que es en el fondo una especie de debilidad moral de un escritor, no tiene sentido- En primer lugar, hay que partir del principio de que las influencias son una fatalidad; porque influencia equivale a decir cultura, equivale a decir tradición, equivale a decir estar al término de una ruta preparada, empezada por otros que vinieron antes o que trabajan paralelamente a nosotros. Siempre pienso, y la he citado algunas veces, en esa frase de Gide que dice: "todo ya ha sido dicho, pero como nadie escucha, hay que volver a empezar". En algún sentido, la originalidad no existe; en un plano absoluto yo creo que tal vez todo ha sido dicho. Y sin embargo, la maravilla de la literatura está en que al volver a decir esas cosas, se las dice de alguna manera, no de nuevo, sino nueva. Hay una especie de palingenesia en el hecho, en el acto literario; y en ese sentido, entonces, cuando las influencias son legítimas y no son una mera imitación, no son un producto de la sumisión a otros talentos, yo creo que la influencia o las influencias constituyen uno de los terrenos de cultivo en que se mueve la labor de un escritor. Por lo que se refiere a mí, puedo decirte que hay dos tipos de influencias. Supongo que es el caso de todos los escritores. Por un lado aquéllas que yo puedo percibir e identificar; creo, por ejemplo, que yo no hubiera escrito cuentos fantásticos, que no hubiera entrado en la dimensión del cuento, si de niño no hubiera estado sometido, como lo estuve, a la magia de los cuentos de Edgar Allan Poe. Esta influencia es profundamente perceptible en mí mismo, yo la siento, la acato y al mismo tiempo tengo la impresión de que es una influencia que no se traduce en mis cuentos de una manera tal que los lectores puedan decir al terminar de leer un cuento mío: hombre, esto parece un cuento de Edgar Poe. Es decir que se trata de una influencia no solamente asimilada, sino que me da posibilidades de creación, que mis cuentos no tienen absolutamente ningún carácter imitativo, que son a su manera originales, que son míos y no de Edgar Poe. Pero, al mismo tiempo, yo reconozco la presencia de su particular manera de ver y de sentir unas realidades diferentes de la realidad cotidiana; y creo que él puso en marcha un mecanismo que en mí todavía no se ha detenido.
Esto en cuanto a las influencias, digamos, perceptibles por un escritor. Y luego están esas otras influencias que circulan en un plano mucho más profundo, mucho más secreto, y que el escritor, por más honesto que sea consigo mismo, no consigue ver, ni siquiera las busca demasiado. En principio las ignora, y entonces una de las funciones más importantes de la crítica inteligente y lúcida, es la de alcanzar a rastrear y a extraer del conjunto de la obra, ese tipo de influencia que se le escapa al mismo autor. A mí me ha sorprendido muchas veces, al leer tesis y largos trabajos críticos, algunos de ellos muy hermosos y profundos, que se han hecho sobre mis cuentos y mis novelas, descubrir hasta qué punto es exacto lo que ve el crítico, y que a, mí se me había escapado en un plano consciente.
Yo he sufrido en mi juventud la influencia directa y violentísima del surrealismo francés; sin embargo, no es una influencia para mí tan perceptible, tan precisa, tan definible como la de Poe. Han sido necesarios trabajos críticos que han puesto en evidencia hasta qué punto ciertos mecanismos de lo que yo había escrito, pueden estar basados, pueden tener una especie de subyacencia en la mentalidad subrealista tal como se traduce en la obra de Raymond Roussel o de un Alfred Jarry. Ahora, que para terminar con este tema de las influencias, conviene también señalar la existencia de un tipo de crítica, que personalmente me interesa muy poco y que consiste en ver en cualquier obra literaria nada más que las influencias. Hay libros enteros, por ejemplo, dedicados, digamos para citar un nombre, a Pablo Neruda, en donde descubren las infinitas referencias, asociaciones de influencias que puede contener la poesía de Neruda; y cuando se llega al final del largo y erudito libro en cuestión, uno se da cuenta de que el crítico se olvidó de una sola cosa: de la existencia de Pablo Neruda como creador. Y esto curiosamente me lleva a pensar, porque se repite con mucha frecuencia y es lamentable, que es precisamente un cierto tipo de crítica que parece desconfiar de la posibilidad de la creación pura, de la imaginación, de los poderes mito-poéticos del alma humana. Confieso que me siento mucho más inclinado hacia una crítica que también contiene la imaginación necesaria para captar la creación y el trabajo del creador, sin necesidad de tantas muletas, de tantas referencias; históricas, de tanta erudición un poco escolástica en la mayoría de los casos.
—Considerando tu experiencia literaria y lo que es para mí evidente, tu apasionada búsqueda de lo latinoamericano, ¿qué te gustaría ahora escribir sobre Latinoamérica?
—Fíjate, Gustavo, aquí no te puedo contestar, porque yo no sabré nunca lo que quiero escribir, lo que me gusta escribir. Lo sé en el momento en que empiezo a escribirlo. A mí, y lo he dicho ya algunas veces con referencia a mis novelas y sobre todo a mis cuentos, la literatura me cae como puede caerme una piedra. Yo digo literatura; quiero decir una situación literaria, ese estado de ánimo que te pone frente al papel y que te hace empezar algo. Yo no soy un hombre de esquemas, ni de planes, por eso es que mis novelas son siempre más trabajosas que mis cuentos, porque de todas maneras suponen un andamiaje, suponen una estructura necesaria, para que funcionen como novela. Yo no puedo saber lo que voy a escribir mañana o pasado; puede ser exactamente lo contrario de lo que podía imaginarme ahora, a la luz de lo que llevo ya hecho. Pero desde luego, te puedo decir en líneas generales, que no creo que vaya a cambiar en lo que me queda de día, en lo que me queda de vida —día y vida, curiosa confusión, que no es una confusión después de todo—, no creo que yo vaya a cambiar en lo que se refiere, digamos, a la tentativa profunda que subyace en la temática anecdótica que puede variar enormemente de un cuento a otro, de una novela a otra. Yo creo que lo latinoamericano seguirá siendo ese terreno de fondo, ese lugar donde descanso, como descansa un árbol en sus raíces. Lo europeo, seguirá siendo para mí, siempre como, prosiguiendo la metáfora, como el agua que ayuda a crecer el árbol, que lo ayuda a dar sus frutos y sus flores, pero las raíces están ya puestas, están ya asentadas, están en tierra argentina, latinoamericana.
—Desde la perspectiva que puedes asumir a estas alturas ¡de tu vida, ¿qué beneficios ha aportado a tu desarrollo literario tu permanencia en París y no en Buenos Aires?
—Beneficios es una palabra de doble filo; no sé cómo entenderla exactamente. Yo hablaría más bien de la óptica de un escritor y no es la primera vez que lo digo, porque me di cuenta tempranamente de eso, de que el hecho de estar en Europa me llevó a mí a ver con mucha mayor lucidez algunos problemas latinoamericanos, algunas constantes y sobre todo algunas necesidades históricas que, si me hubiera quedado en la Argentina, tal vez se me hubieran escapado. Ese otro epígrafe de Rayuela, de Apollinaire: "Hay que viajar muy lejos, y seguir amando su casa", creo yo que es profundamente válido en lo que a mí se refiere. No solamente he amado cada vez más mi casa, mientras viajaba lejos, sino que la he conocido mejor: he descubierto desvanes, graneros, y sótanos que no hubiera conocido, si hubiera vivido en la misma casa. De la misma manera que, como tú debes saberlo, probablemente, tú conoces menos bien Caracas que quizás algunos de esos extranjeros que se enamoraron de la ciudad, y que la recorrieron minuciosamente durante meses o años; como es el caso de aquellos viajeros ingleses que venían en el siglo pasado a la Argentina y que nos han dejado descripciones, relatos de nuestro país, que de ninguna manera se le hubiera ocurrido hacer a un argentino, porque ni viajaban ni conocían, ni sentían el deseo de conocer, como esos extranjeros que llegaron a nuestras tierras.
Todo esto que te estoy diciendo y que refleja una experiencia personal, no significa en modo alguno, y lo subrayo especialmente, una generalización; no estoy diciendo que para conocer América Latina haya que vivir fuera de América Latina. No estoy diciendo que para sentirse muy argentino, haya que ser un exiliado argentino. Muy al contrario, hablo de una experiencia individual, personal, que para mí ha sido positiva. En otros casos puede no serlo, y es evidente que en cada uno de nuestros países existen hombres que los conocen mucho mejor que yo, y que son capaces de expresar su realidad, sin necesidad de irse y sin necesidad de alejarse. Vuelvo a pensar aquí en José María Arguedas, que reflejó admirablemente un cierto Perú, una cierta realidad peruana, sin salir del lugar donde vivía.
(Bueno y con esto termino esta larga lata, que espero pueda serte de alguna utilidad. Desde luego, si te hubiera contestado por escrito, hubiera meditado más despacio las respuestas y te hubiera evitado el trabajo de la transcripción y la redacción, suprimiendo todas las equivocaciones y las repeticiones de frase, lo cual, va a estar a tu cargo, ahora. En ese sentido, Gustavo, te diré que cuentas con mi colaboración, si te fuera necesaria y quisieras hacer uso de esta charla entre tú y yo y publicarla en algún lado. Es decir, de verdad me gustaría mucho recibir la transcripción, ya un poco puesta en limpio por ti y releer lo que aquí te he improvisado, porque creo que entre los dos podríamos ajustar un texto y darle su sentido más auténtico.
Bueno, y ahora es esa despedida que siempre es un poco tonta cuando uno está grabando y no tiene a su amigo delante, pero en fin, es como si te diera la mano, es como si te diera un gran abrazo a ti, a todos los tuyos y a los amigos. Espero que no pase demasiado tiempo sin que algún avión me lleve a Caracas, y podamos volver a encontrarnos y charlar mucho. Que sigas bien).
Encuentro con Julio Cortázar
Grabación hecha en París, a partir de preguntas formuladas por Gustavo Luis Carrera
Colección Encuentros (Instituto de investigaciones literarias)
Ediciones de la Facultad de Humanidades y Educación Universidad Central de Venezuela
Caracas, 1978
Foto: JC en Geneva (Suiza) 1966 © Rene Burri/Magnum Photos
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