5 de noviembre de 2012

Andrei Tarkovski: Sacrificio (Esculpir en el tiempo)




Sven Nykvist and Tarkowski around the camera

A. Tarkowski and Sven Nykvist shooting the miniature house


La idea de mi película Sacrificio es anterior a Nostalghia; las primeras notas y borradores nacieron cuando aún vivía en la Unión Soviética. En el centro estaba la vida de un hombre enfermo de cáncer, Alexander, curado de su enfermedad por ofrecer un sacrificio. Desde aquella vieja versión, escrita hace muchos años, me ha preocupado la idea del sacrificio, que se ha ido convirtiendo cada vez más en una parte de mi vida. Se reforzó aún más con las experiencias y las vivencias en los primeros años del exilio, aunque debo decir que mis convicciones no han cambiado sustancialmente en el extranjero. Tan sólo se han ido desarrollando, se han visto confirmadas; he profundizado en ellas. Del mismo modo, el plan de mi última película ha ido adquiriendo contornos cada vez más claros, sin que cambiara la idea de fondo. Es fácil responder, sin rodeos, a la pregunta de qué es lo que me fascinaba en el tema del sacrificio. A mí, como persona con convicciones religiosas, me interesa sobre todo alguien capaz de entregarse en sacrificio, ya sea por un principio espiritual, ya sea para salvarse a sí mismo, o por ambos motivos a la vez. Un paso así presupone apartarse radicalmente de toda intención primaria y egoísta; es decir, esa persona actúa en un estado existencial más allá de la lógica «normal» de los acontecimientos, ha quedado libre del mundo material y de sus leyes. A pesar de ello (o quizá incluso precisamente por ello) su acción origina transformaciones visibles. El espacio en que se mueve quien está dispuesto a sacrificarlo todo, e incluso a entregarse él mismo en sacrificio, es algo así como el contrapeso de nuestros espacios de experiencias empíricas; pero no por ello es menos real que éstos. Hubo momentos en que este punto de partida me iba acercando paso a paso a la realización práctica de una idea: rodar una película importante sobre el tema del sacrificio. Cuanto más duras se iban haciendo mis experiencias con el materialismo del mundo occidental, cuanto más iba reconociendo el sufrimiento a que conduce a buena parte de la humanidad el haber sido educada en un pensamiento materialista, con esas psicosis omnipresentes que expresan la incapacidad del hombre moderno para comprender por qué la vida ha perdido para él lodo incentivo y le parece cada vez más podrida, sin sentido y angustiosamente exigua…; cuanto más sucedía todo esto, tanto más clara sentía la necesidad de rodar esa película.

Porque uno de los aspectos del retorno de la persona a una vida normal, llena de espiritualidad, es su actitud frente a sí mismo: o se vive la vida de un consumidor dependiente de los desarrollos tecnológicos o materiales en general, entregado ciegamente al supuesto progreso, o se reencuentra la propia responsabilidad interior, que se dirige no sólo hacia uno mismo, sino también hacia los demás. Es aquí, en ese paso consciente a la responsabilidad y a lo que sucede en ella y con ella, donde se hace posible lo que solemos llamar «sacrificio», la realización de la idea cristiana del entregarse a sí mismo. Si lo tomamos en sus últimas consecuencias, deberíamos decir que una persona que no sienta (aunque sea en términos muy modestos) la capacidad de entregarse por una persona o una cosa, ha dejado de ser persona. Está a punto de cambiar su vida por la de un robot, que funciona mecánicamente.

Por supuesto, soy consciente de que la idea del sacrificio no es muy popular hoy en día. Casi nadie tiene el deseo de sacrificarse por otra persona o por alguna cosa. Lo que resulta decisivo son las implacables consecuencias de ese comportamiento: la pérdida de la personalidad, sustituida por un egocentrismo aún más acusado que el que impregna ya muchas relaciones interpersonales y también las de muchos grupos de población en su convivir con otros, incluso con sus vecinos. Y sobre todo la pérdida de la última oportunidad existente para dar espacio al desarrollo interior en vez del «progreso» material, posibilitando así de nuevo una existencia llena de dignidad.

Un ejemplo basta para explicar hasta qué punto el mundo civilizado ha caído en manos del materialismo. El hambre se puede superar fácilmente: con dinero. Al mismo mecanismo —dinero a cambio de mercancías— se somete quien en su depresión o su desesperación acude a su psiquiatra: pasa por una sesión, aligera su alma por dinero y después quizá incluso se sienta mejor, de forma parecida a quienes en un burdel compran «amor», a pesar de que el amor no se puede comprar con dinero, al igual que la paz del alma.

En cuanto a la forma, mi nueva película es una parábola: narra acontecimientos que se pueden interpretar de formas muy diferentes, porque no sólo reflejan la realidad, sino que están llenos de un sentido determinado. La primera idea llevaba por título La bruja y preveía como núcleo de la acción la sorprendente curación de un hombre, enfermo de muerte, a quien su médico de cabecera ya ha comunicado la terrible verdad sobre su fin, presumiblemente cercano. El enfermo entiende la situación en que se encuentra; con desesperación se da cuenta de que está condenado a muerte. Un buen día, llaman a su puerta. Ante él, un hombre (el personaje que prefiguraba a Otto, el cartero, en Sacrificio) que le trae el absurdo mensaje de ir a ver a una mujer dotada de poderes mágicos, conocida como bruja, y dormir con ella. El enfermo obedece y recibe así el don de la curación, que sorprendido le confirma pronto su amigo el médico. Está absolutamente curado. Pero repentinamente aparece aquella mujer, la bruja, en medio de la lluvia. Y otra vez suceden cosas incomprensibles: por ella, Alexander abandona su atildada casa, se despide de su vida anterior, se enfunda —como un vagabundo— un viejo abrigo y se va con la mujer.

Ésta es, en resumidas cuentas, la historia de un sacrificio, pero también de una salvación. Es decir, espero que Alexander encuentre salvación, que —como aquella figura en la versión fílmica definitiva, rodada en Suecia en 1985— encuentre la salvación en un sentido mucho más amplio que el que puede expresarse en la liberación de una enfermedad (aunque sea una enfermedad mortal), la salvación, en este caso, a través de una mujer.

Lo curioso es que mientras en mi imaginación las figuras de la película (mejor dicho: del primer esbozo de película) se iban transformando y la acción iba siendo cada vez más densa y estructurada, este proceso lento, casi independiente de circunstancias externas y propósitos concretos, iba ganando no sólo una vida propia, sino que también entraba en mi vida personal y empezaba a organizarla. Ya durante los trabajos preparatorios de Nostalghia no conseguía superar la impresión de que esa película proyectaba una parte de mi propio destino. Si partimos del guión, Gorchakov, el protagonista, sólo quería permanecer un breve espacio de tiempo en Italia, pero enferma y muere allí; no es que prescinda de volver a su patria rusa porque así lo haya decidido, porque no desee volver: el destino decide por él. Tampoco yo había pensado quedarme en Italia una vez terminado el rodaje. Por ello fue también muy molesta la experiencia de que también yo, como Gorchakov, tenía que obedecer a una voluntad más alta. Esta experiencia se vio reforzada por la muerte de Solonitsin, el actor principal de todas mis películas. Estaba previsto que hiciera no sólo el papel de Gorchakov en Nostalghia, sino también (así lo había previsto con gran antelación) el de Alexander en La bruja. Anatoli Solonitsin murió de la misma enfermedad que cambia la vida de Alexander, la misma que hoy, años después, me afecta también a mí. ¿Qué significa todo esto? No lo sé. Sólo puedo darme cuenta de lo siguiente: una imagen poética, que he creado en algún momento, se convierte en realidad concreta, palpable, se materializa y —lo quiera o no— empieza a ejercer influencia en mi vida. El trato con una realidad de este tipo, surgida sin colaboración consciente, pero con origen en la mente de aquel a quien luego afecta, no es precisamente agradable. Más bien sucede todo lo contrario: uno mismo se ve como un instrumento o un juguete, deja de ser una personalidad en un sentido autónomo, con responsabilidad propia;, es como si le partieran a uno por la mitad; se siente mitad y ya no dispone plenamente de sí mismo. Si la vida va siguiendo paso por paso las ideas que uno ha desarrollado, entonces las ideas ya no le pertenecen; son sólo mensajes, que se reciben y se transmiten.

Por eso Pushkin tiene razón cuando afirma que todo poeta, todo artista verdadero es, contra su propia voluntad, profeta. Él mismo sufrió lo indecible por este papel predeterminado que le tocaba ostentar. La capacidad de ver el futuro y de predecirlo le parecía el más horrible de los dones de los que puede disponer una persona. De forma supersticiosa estaba atento a signos y símbolos a los que concedía una cualidad de prefigurar el destino. Se dice que, cuando en tiempos de los decabristas le llamaron a Moscú, dio la vuelta de inmediato en cuanto un conejo se cruzó en su camino. De este modo escapó a la ejecución. Una de sus poesías habla de los tormentos de la vocación profética, de la inexorabilidad de la imposición de que, siendo poeta, tener que ser también profeta. Cuando, tras muchos años de olvido, volví a recordar aquellos versos, palabra por palabra (fue en relación con experiencias de los últimos años), adquirieron para mí repentinamente la fuerza de una revelación. Me dio la impresión como si el poeta no hubiera guiado él solo la pluma cuando los escribió en 1826:

«Arrebatado por la ambición del espíritu
vegetando en el desierto, se me acercó
un serafín de seis alas
allí donde el camino se abre en cruz.
Con sus dedos de luz
suavemente mis ojos tocó:
Ojos de profeta, sin miedo,
verdaderos, en mí despertaron,
en mi oído penetró su dedo
y lo llenó de sonido.
Y oí el tremor de los cielos,
de los ángeles el vuelo,
del fondo del mar los animales,
del viñedo el crecer junto al suelo.
Y en mi garganta penetró,
arrancóme de la boca mi lengua,
vana, pecadora y temerosa.
Por los impávidos labios
mano sangrienta metió
el sabio aguijón de la serpiente.
Y mi pecho su espada cruzó
a sacarme el tembloroso corazón;
en la herida abierta dejó
carbón ardiendo, de ascua lleno.
Tirado en la arena, como muerto,
me ordenó la voz de Dios:
«¡Álzate, profeta, ve y oye,
predícame de ciudad en ciudad!
Y caminando de aldea en aldea
quema con tu palabra el corazón.»

A diferencia de mis películas anteriores, Sacrificio, aun manteniendo el carácter poético de mis otras obras, tiene acentos dramáticos mucho más poderosos. En cierto sentido se podría decir que las películas anteriores tienen una disposición impresionista; sus episodios, con algunas excepciones, están sacados, de forma convencional, de la vida real: son auténticos y por ello también comprensibles para el espectador. Al preparar la nueva película, sin embargo, no me limité a elaborar acciones episódicas según modelos reales de experiencia y según las leyes de la dramaturgia. La estructura de la película y su mensaje poético están más conectados entre sí que en películas anteriores. Con ello se complica la estructura del todo y queda marcada por una forma poética, como de parábola. Si en Nostalghia prácticamente no hay desarrollo dramático (los únicos episodios dramáticos son la lucha con Eugenia, el suicidio de Domenico y la escena final, el triple intento de Gorchakov de llevar una vela encendida a través de la piscina termal vacía), en Sacrificio cada una de las figuras aparece como un carácter, entre los que se producen conflictos que buscan una liberación. Sus posiciones cambian, sus actitudes se transforman. Pero ya en Nostalghia, Domenico compartía con Alexander, el protagonista de Sacrificio, la capacidad de cometer acciones cuya motivación fuera estrictamente espiritual y que ponían de manifiesto un cambio. La actuación de los dos tiene todas las características del sacrificio, aunque en el caso de Domenico no tenga ningún resultado visible.

Mi nueva película es diferente. Alexander es un hombre que vive en un estado permanente de postración, que fue en tiempos actor, hasta cansarse del continuo «hacer teatro» y decidir cambiar de vida, un hombre que de forma instintiva percibe el peligro de la tecnología moderna para cualquier vida espiritual, un hombre cansado de la palabra, que busca el silencio, para luego poder actuar; ese hombre hace partícipe al espectador de los efectos de su sacrificio. Pero no en ese sentido superficial, a través del que muchos directores de cine degradan hoy al espectador y le obligan a ser un mero testigo ocular. En consonancia con su forma de parábola, todo lo que sucede en Sacrificio permite una multiplicidad de interpretaciones. Hay varias lecturas, lecturas diferentes, y ésa era mi intención: no quiero imponer a nadie una solución determinada, aunque por supuesto tengo mis propias ideas respecto a todo ello. Una interpretación que quisiera ser unívoca contradiría en cualquier caso la estructura interna de la película. Aún así, será inevitable que cada cual interprete los acontecimientos desde su punto de vista e intente disolver en contradicciones unas relaciones que son muy complejas. Personas con una actitud religiosa, por ejemplo, verán quizá en la oración de Alexander el motivo para que no se dé la catástrofe nuclear: sería la respuesta de Dios a la oración de una persona radicalmente decidida a la conversión, que ha quemado todas las naves, que incluso ha destruido su propia casa y está dispuesto a separarse de su hijo, a quien ama con locura. Para espectadores con tendencias esotéricas quizá la escena clave sea el encuentro con la bruja María; a partir de ésta son explicables todas las demás; y para los otros no habrá habido guerra atómica: todo habría sucedido sólo en la fantasía enferma de un extraño ser medio loco, a quien, como consecuencia lógica, de su comportamiento, se encierra en el manicomio, sin que el mundo vuelva a tener noticia de él.

En la realidad que crea la película, al final todo es diferente que al principio. La escena inicial y la final, el regar el árbol seco (símbolo para mí de la fe), marcan puntos entre los que el desarrollo de los acontecimientos que surgen va adquiriendo una dinámica propia cada vez más acusada. No sólo por el hecho de que Alexander, al final, resulta ser superior a todos los demás; también está el doctor, que al comienzo es un tipo relativamente simple, pletórico de salud, de origen modesto, y permite que la familia de Alexander le convierta casi en un esclavo; también él ha cambiado al final, tanto que se da cuenta del ambiente envenenado que reina en la familia y es capaz de llamar a esas energías negativas por su nombre; es más, intenta escapar definitivamente a ellas, decidiendo tajantemente su marcha a Australia. Incluso Adelaide, la egocéntrica mujer de Alexander, adquiere una nueva dimensión humana por la transformación de su relación con Julia, la criada.

Por encima de ello, Adelaide sigue siendo hasta el final una figura absolutamente trágica, que ahoga a su alrededor cualquier síntoma de personalidad y que —en el fondo sin quererlo— oprime a otras personas, incluyendo a su marido. Casi no es capaz de reflexionar y sufre por ello, pero en secreto extrae también de ese sufrimiento sus fuerzas de destrucción. En cierto sentido, es ella la causa de la tragedia de Alexander. Y como en el fondo se interesa muy poco por otras personas, va siguiendo su propio instinto agresivo de autoafirmación. Su campo de percepción es estrecho, por lo que más allá de él no sabe reconocer otro mundo. Y aunque lo viera, no sería capaz de comprenderlo.

La figura opuesta a Adelaide es María, aquella criada de la casa de Alexander, modesta y sencilla, siempre tímida e insegura. Entre ella y el dueño de la casa no parece posible al principio ningún acercamiento. ¿Cómo sería posible? Pero más tarde se llega a aquel encuentro nocturno, después del cual Alexander ya no puede seguir viviendo como antes: ante la inminente catástrofe experimenta el amor de aquella sencilla mujer como un regalo de Dios, que justifica todo su destino. El milagro que percibe le transforma. No fue fácil encontrar para cada uno de los ocho papeles de la película el actor ideal. Pero estoy convencido de que, al final, llegamos a un plantel ideal de actores y actrices que se identificaron plenamente con los personajes en aquel argumento que parece propio de teatro de cámara. Durante el rodaje no tuvimos problemas técnicos o de otro tipo, excepto una dificultad que al final puso en crisis buena parte de nuestros esfuerzos, amenazando con destruirlos totalmente y llevándonos a todos a la desesperación: cuando rodamos la escena en que Alexander prende fuego a su casa, falló la cámara. Cuando sucedió esto, la casa estaba ya en llamas, ardiendo ante nuestros ojos, sin que pudiéramos detener el fuego y rodar aquella escena tan importante. Cuatro meses de trabajo duro y costoso perdían su sentido. El que en pocos días pudiéramos reconstruir con tablas y vigas una segunda casa, idéntica a la que había destruido el fuego es casi un milagro y es una demostración más de lo que son capaces los hombres cuando creen en algo. Y la tremenda tensión en que estábamos todos sólo se superó cuando con otra cámara conseguimos filmar —siguiendo el guión— toda la escena del incendio, de principio a fin. Nos abrazamos, felicísimos y liberados de aquel peso. Fue uno de esos momentos en que comprendí lo fuerte que era la cohesión de nuestro equipo. Quizá haya escenas en Sacrificio —escenas de sueños, por ejemplo, o también aquella del árbol seco— que, bajo determinados aspectos psicológicos y de cara a las diferentes posibilidades de interpretación de la parábola, ocupen un lugar clave, aún más que la escena en que Alexander, cumpliendo sus votos con Dios, prende fuego a su casa. Pero mi intención fue incorporar emocionalmente al espectador al comportamiento aparentemente absurdo de una persona que tiene por pecaminoso todo lo que no es imprescindible para la vida. Conviene que el público participe en aquel acto, supuestamente de locura, que lo viva en el tiempo real, distorsionado por la consciencia enferma de Alexander. Por eso es éste el plano más largo de mi película, que con sus seis minutos quizá sea incluso el plano más largo en toda la historia del cine.

Es la escena en que el silencio de Alexander se convierte en hechos. «Al principio era la palabra. Y tú callas. Eres como un esturión mudo», dice Alexander al comienzo al chiquillo, que, tras su operación en la garganta, necesariamente tiene que escuchar en silencio la leyenda del árbol seco sobre el monte, esa leyenda que le cuenta su padre paseando a orillas del mar. Al final, el propio Alexander, impresionado por la noticia de la inminente guerra atómica, hace un voto de silencio: «…Y yo seré mudo, nunca más volveré a hablar con hombre alguno, me separo de todo lo que me une a esta vida. Ayúdame, Señor, y haré todo lo que he prometido hacer.» Dios escucha a Alexander, le toma la palabra. Y ahí se encierra una consecuencia terrible y consoladora. Terrible porque con el cumplimiento de sus votos se aparta definitivamente del mundo al que hasta entonces pertenecía, perdiendo así no sólo la unión con su familia, sino también (lo que a los ojos de quienes le rodean es aún más terrible) la posibilidad de ser calibrado con las normas éticas habituales. A pesar de ello, o precisamente por ello, Alexander es para mí el prototipo de la persona llamada por Dios, elegido para descubrir ante todo el mundo los mecanismos de la existencia que nos amenazan, que destruyen la vida, que irremisiblemente nos llevan a la perdición; elegido para llamarnos a la conversión, a la última posibilidad de salvación que tiene el hombre.

En cierto sentido también son llamados por Dios los demás: Otto, el cartero, instrumento quizá de la providencia divina, que —como dice— va coleccionando acontecimientos misteriosos, inexplicables; una persona que nadie sabe de dónde procede y cómo llegó hasta aquel lugar, en donde realmente suceden muchas cosas inexplicables. Y está el hijo pequeño de Alexander, y María, la bruja: para todos ellos la vida está llena de milagros incomprensibles; viven en un mundo imaginario, no en el mundo real; no son personas empíricas o pragmáticas. Ninguno de ellos cree en lo que puede tocar con las manos; confían más en las imágenes de su fantasía. Todo lo que hacen se aparta de forma extraña de los esquemas normales de comportamiento; tienen dones que en la vieja Rusia se atribuían a los santones. Éstos, ya por su porte exterior de peregrinos y mendigos harapientos, dirigían la mirada de quienes vivían en una situación ordenada hacia la existencia de otro mundo, lleno de profecías, sacrificios y milagros, al margen de la regularidad racional. Sólo el arte nos ha conservado restos de todo ello.

En la medida en que la mayor parte de la humanidad civilizada ha ido perdiendo la fe, ha perdido también la comprensión del milagro: hoy muchos son incapaces de poner su esperanza en cambios sorprendentes, al margen de cualquier lógica experimental, cambios en acontecimientos, en percepciones o conocimientos. Y mucho menos están dispuestos a permitir que tales fenómenos no programados entren en la propia vida, confiando en su fuerza transformadora. La sequía interior que acompaña este déficit podría reducirse si cada persona comprendiera que no puede configurar su camino según sus propios gustos, sino que tiene que actuar dependiendo del Creador, sometido a su voluntad. Pero el hecho es que hoy ni siquiera goza de simpatías el debatir los más sencillos problemas éticos-morales. Y mucho menos en el cine. Hace diez, quince años, había un público amplio dispuesto para ello, mientras que hoy la mayoría de las películas no son otra cosa que una mercancía, celuloide para ganar dinero. Pocos productores, pocas instituciones están dispuestos a apoyar el cine de autor, cualquier cine de categoría artística, limitando así al menos el crecimiento desmesurado de una mentalidad, cada vez más extendida, absorta en los beneficios económicos.

En ese sentido, y aunque sólo sea de forma colateral, Sacrificio se puede ver también como un rechazo al cine comercial, como un fin en sí mismo. Pero es más importante ver que mi película no se dirigía a favor o en contra de ciertos fenómenos aislados de los modos de vida y de la mentalidad modernos, sino que quería mostrar su debilidad total, buscando fuentes escondidas de nuestra existencia. Las imágenes, las impresiones visuales lo consiguen mejor que la palabra, precisamente en nuestro tiempo en que la palabra ha perdido su dimensión mágica, admonitoria. Las palabras se van degradando cada vez más hasta ser sólo sonidos huecos, no significan ya —ésta es la experiencia de Alexander— nada más. Nos ahogamos en informaciones, pero los mensajes más importantes, los que podrían transformar nuestras vidas, ésos ya no nos alcanzan.

A pesar de todo, a pesar del gran silencio apocalíptico del que nos habla la revelación, ¿hay motivos de esperanza? La respuesta la da quizá la vieja leyenda del riego paciente y perseverante de un árbol seco que he elaborado en esa película, que para mí es la más importante. Porque el monje, que contra toda razón fue subiendo año tras año los cubos de agua a la cima del monte, creía de forma concreta y fiel en los milagros de Dios. Por eso, un buen día se le reveló uno de esos milagros: por la noche, las ramas secas habían florecido.



Andrei, interpreter Layla Alexander outside the House



En Esculpir en el tiempo
Título original: Sapeischatljonnoje wremja
Andrei Tarkovski, 1984
Traducción: Enrique Banús Irusta, supervisada por J. M. Gorostidi Munguía
Madrid, Rialp, 1991

Fotos: © Lars-Olof Löthwall and the Swedish Film Institute

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