Cada persona tiene sus propios motivos para convertirse en escritor,
y yo no soy una excepción. Pero por qué me convertí en el tipo de
escritor que soy y no en un Hemingway o en un Faulkner está ligado
a las experiencias de mi infancia. Han sido de gran ayuda en mi
carrera de escritor y son lo que me permitirán seguir trabajando en
el futuro.
Echando la vista atrás cuarenta años, a los inicios de la década
de 1960, vuelvo a visitar una de las épocas más extrañas de la China
moderna, una era de un fanatismo sin precedentes. Por un lado, el
país estaba azotado por una crisis económica y las penurias que sufría
la población. La gente luchaba por mantener la muerte alejada de sus
puertas, con muy poco que comer, vestida con trapos. Por otro lado,
era una época de intensas pasiones políticas, en la que ciudadanos
hambrientos se apretaban el cinturón y seguían al Partido en su
experimento comunista. Tal vez estuviéramos famélicos, pero nos
considerábamos las personas más afortunadas del mundo. Dos terceras
partes del planeta, creíamos, vivían en la más absoluta miseria, y era
nuestro deber sagrado rescatarles del mar de sufrimiento en el cual
se estaban ahogando. No fue hasta la década de los ochenta cuando
China abrió sus puertas al mundo exterior, cuando comenzamos por
fin a afrontar la realidad, como si despertáramos de un sueño.
Cuando era niño no sabía nada sobre fotografía, y aunque lo
hubiera sabido, no podría haberme permitido que me sacaran una
foto. De modo que tengo que componer una imagen de mi infancia
basada solamente en fotografías históricas o en mis propios recuerdos,
aunque me atrevería a decir que la imagen que obtengo tiene sentido
para mí. En ese entonces, niños de cinco o seis años como yo íbamos
prácticamente desnudos a lo largo de la primavera, el verano, y el
otoño. Nos cubríamos un poco la espalda solo durante los inviernos
terriblemente fríos. Esa ropa hecha jirones es inimaginable para
los niños de hoy día en China. Mi abuela me dijo en una ocasión
que aunque no existen adversidades que el ser humano no pueda
soportar, jamás tendremos acceso a toda la buena suerte que hay en
el mundo. Yo estoy de acuerdo con eso. Y también creo en la teoría
de Darwin de la ley del más fuerte. Cuando se arroja a alguien en
medio de las circunstancias más adversas tal vez demuestre poseer
una sorprendente vitalidad. Aquellos que no se adaptan se extinguen,
mientras que aquellos que sobreviven pertenecen al linaje más fuerte.
De modo que puedo decir que yo vengo de esa estirpe superior.
Durante aquellos días, teníamos una increíble habilidad para resistir
el frío. Teníamos la espalda al aire pero no pensábamos que el frío
fuera insoportable, a pesar de que los pájaros piaban quejándose del
clima helado. Si hubieras venido entonces a nuestro pueblo, habrías
visto a multitud de niños con la espalda descubierta, o llevando
apenas una na prenda de ropa, persiguiéndose por la nieve los
unos a los otros, pasándolo genial. Solo puedo sentir admiración
por cómo era de joven; en aquellos tiempos yo era un niño duro de
pelar, pese a ser mucho más enclenque de lo que soy ahora. Cuando
éramos pequeños éramos puros sacos de huesos: unos palillos con
tripas grandes y redondas, y la piel tan tersa que era casi transparente;
prácticamente podías ver al otro lado nuestros intestinos enrollados
y retorcidos. Nuestros cuellos eran tan largos y delgados que era un
milagro que pudieran soportar el peso de nuestras cabezas.
Y lo que nos carcomía por dentro era lo más sencillo del
mundo: todo en lo que pensábamos siempre era en comida y en
cómo conseguirla. Éramos como una jauría de perros hambrientos
rondando por las calles y los callejones, olisqueando el aire en busca
de algo con lo que alimentar nuestros estómagos. Infinidad de
cosas que ahora mismo a nadie se le pasaría por la cabeza meterse
a la boca, para nosotros entonces eran manjares. Nos comíamos las
hojas de los árboles, y una vez que las habíamos acabado, poníamos
nuestra atención en la corteza del árbol. Después de eso, roíamos
los troncos. Ningún árbol ha sufrido tanto en el mundo como los de
nuestro pueblo. Sin embargo, en lugar de desgastarnos los dientes,
nuestra peculiar dieta los volvió a$lados como cuchillos. Nada
podía resistírseles. Uno de mis amigos de la infancia se convirtió
en electricista cuando creció. En su caja de herramientas no tenía
alicates o navajas; todo lo que hacía era morder cables tan gruesos
como lapiceros con sus dientes; ésas eran las herramientas que
empleaba en su oficio. Yo también tenía dientes muy a$lados, pero
no tanto como los de mi amigo electricista. Ya que de otro modo, tal
vez habría acabado convirtiéndome en un excelente electricista y no
en escritor.
En la primavera de 1961 entregaron un montón de carbón
brillante a mi escuela de primaria. Nosotros vivíamos tan ajenos a la
realidad que no sabíamos qué era. Pero uno de los niños más listos
cogió un trocito y comenzó a devorarlo. La expresión de éxtasis de
su cara significaba que eso debía estar rico, así que nos lanzamos
sobre él, agarrando unos cuantos pedazos, y empezamos a devorarlos.
Cuanto más comía mejor sabía esa cosa, hasta que ya se convertía
en algo absolutamente delicioso. Entonces varios adultos del pueblo
que estaban mirándonos se acercaron para comprobar qué estábamos
comiendo con semejante placer, y se unieron a nosotros. Cuando el
director salió fuera para poner fin al festín solo consiguió empujones
y golpes. Me es imposible recordar cómo le sentó a mi estómago el
carbón, pero jamás olvidaré su sabor. Sin embargo no creas que no
nos lo pasábamos bien en esa época. Hacíamos muchísimas cosas
divertidas. En el primer puesto de la lista estaba comer cosas que
nunca antes habíamos pensado que fuera comida.
La hambruna duró un par de años o más, hasta mediados de la
década de los sesenta, cuando la vida empezó a mejorar. Aún no
teníamos suficiente que comer, pero cada persona tenía asignados
noventa kilos de cereal por año. Eso, junto con algunas verduras que
buscábamos por el campo, era suficiente para ir tirando, y cada vez
menos gente se moría de hambre.
Evidentemente, la experiencia de pasar hambre no puede por
sí misma transformar a uno en escritor, pero cuando me convertí
en uno tenía una comprensión más profunda de la vida gracias a
ello. Padecer mucho tiempo hambre me hizo ser consciente de lo
importante que es la comida para el ser humano. El éxito, los ideales,
la carrera laboral o el amor no valen nada con el estómago vacío. Por
la comida, perdí la dignidad. Por la comida, fui humillado como un
insignificante perro callejero. Por la comida, comencé de verdad a
escribir relatos.
Después de convertirme en escritor, empecé a pensar otra vez en
la soledad de mi infancia, así como a recordar las ocasiones en las
que me moría de hambre cada vez que me sentaba a una mesa llena
de comidas deliciosas. El lugar donde nací, el municipio de Gaomi,
en el Noreste del país, está situado en un punto donde convergen
tres condados. Es una zona vasta escasamente poblada que carece de
medios de transporte. Hasta hoy, mi pueblo está rodeado de llanuras
cubiertas de plantas y (ores silvestres. Me sacaron de la escuela
cuando era muy joven, de modo que mientras muchos niños estaban
en clase, yo sacaba el ganado al campo a pastar. Con el tiempo, llegué
a saber más sobre animales que sobre personas. Sabía qué les ponía
contentos, tristes, o qué les enfadaba. Sabía qué querían decir sus
expresiones, y sabía qué estaban pensando. En esas interminables
tierras sin cultivar solo estábamos unas pocas cabezas de ganado y
yo. Pastaban tranquilas, y sus ojos semejaban el azul de los océanos.
Cuando trataba de hablar con ellas, me ignoraban, preocupándose
tan solo de las deliciosas hierbas del suelo. De modo que me tumbaba
boca arriba y contemplaba las nubes esponjosas moviéndose sin rumbo
por el cielo, imaginando que eran grupos de hombres perezosos
y enormes. Pero cuando intentaba hablar con ellos, también me
ignoraban. Había multitud de pájaros sobrevolando el cielo: gaviotas,
alondras y otras razas comunes cuyos nombres no conocía. Su canto
me conmovía profundamente, a veces hasta el borde del llanto. Traté
de hablar con ellos, pero estaban demasiado ocupados como para
prestarme atención. Así que permanecía tumbado sobre la hierba,
atravesado por la tristeza, y comenzaba a dejar volar mi imaginación.
Con la mente sumida en un estado de ensoñación, todo tipo de
pensamientos maravillosos inundaban mi cabeza, ayudándome a
comprender el amor y la decencia.
Muy pronto aprendí cómo hablar conmigo mismo. Desarrollé
una insólita capacidad expresiva, siendo capaz de hablar sin parar
con elocuencia e incluso haciendo rimas. En una ocasión mi madre
me sorprendió por casualidad hablando con un árbol. Alarmada,
habló con mi padre.
—Como padre de nuestro hijo, ¿piensas que le ocurre algo malo?
Más adelante, cuando fui lo bastante mayor, me integré en el
mundo de los adultos como miembro de una brigada de trabajo, y la
costumbre que tenía de hablar a solas, que se había iniciado cuando
cuidaba al ganado, solo generaba problemas en mi familia.
—Hijo mío —me suplicaba mi madre—, ¿cuándo pararás de
hablar a solas?
Al ver la expresión de su cara se me llenaron los ojos de lágrimas y
le prometí que pararía. Pero en el instante en que estaba rodeado de
gente, las palabras afloraban desde mi interior, como ratas saliendo
de la ratonera. A eso normalmente le seguía un sentimiento de
remordimiento y la terrible seguridad de que había vuelto a fallar a
mi madre. Ese fue el motivo por el que elegí Mo Yan «No hables»
como seudónimo. Pero, como mi madre solía decirme muy a
menudo, exasperada, «un perro no puede evitar comer excrementos,
y un lobo no puedo parar de comer carne». Yo no podía dejar de
hablar, así de sencillo. Es un hábito que ha provocado que algunos
compañeros escritores se sientan ofendidos, ya que lo que sale de mi
boca es siempre la pura verdad. Ahora que estoy en plena madurez,
las palabras han comenzado a disiparse, lo que ha debido llenar de
tranquilidad al espíritu de mi madre si me está viendo desde allí
arriba.
Mi sueño de ser escritor tomó forma muy pronto cuando uno
de mis vecinos, un estudiante universitario especializado en Lengua
China, fue tachado de derechista y le expulsaron de la facultad,
enviándole al campo para trabajar. Trabajábamos uno al lado del
otro. Al principio, él era incapaz de olvidar que había sido estudiante
universitario, como re&ejaba su modo elegante de hablar y su
estilo re'nado. Sin embargo, muy pronto la severidad de la vida
en el campo y el trabajo agotador suprimió cualquier vestigio de su
pasado intelectual y le convirtió en un campesino corriente, como
yo. Durante los descansos que tomábamos en el campo, mientras
nuestros estómagos nos enviaban a la boca un regusto amargo,
nuestro principal entretenimiento consistía en hablar sobre comida.
Los dos, junto con otros jornaleros, describíamos con detalle manjares
suculentos que habíamos comido o de los que habíamos oído hablar.
Era comida que traspasaba el alma. Cualquiera que hablaba hacía
que se nos hiciera la boca agua.
Un anciano nos habló sobre todos los platos famosísimos que
había visto cuando trabajaba de camarero en un restaurante de
Qingdao: turnedó de solomillo, pollo frito y cosas por el estilo. Con
los ojos invadidos por la sorpresa, nos quedábamos mirando su boca,
que desprendía unas descripciones tan vivas que hasta casi podíamos
oler el aroma de esos platos deliciosos; parecía que fueran a caer del
cielo. El estudiante derechista dijo que conocía a alguien que había
escrito un libro cuyos derechos de autor habían generado miles, e
incluso decenas de miles de yuanes. El tipo comía cada día jiaozi,
esas deliciosas bolas de masa cocida rellenas con carne de cerdo, en
el desayuno, la comida y la cena, con el aceite chorreando con cada
mordisco. Cuando le dijimos que no nos creíamos que nadie fuera
tan rico como para comer jiaozi tres veces al día, el ex estudiante nos
contestó con desdén.
—¡Es escritor, por el amor de Dios! ¿No lo entendéis? ¡Escritor!
Eso era todo lo que necesitaba saber: conviértete en escritor y
podrás comer jiaozi de carne tres veces al día. Es lo mejor que puede
haber en la vida. Porque, ni los dioses podrían hacerlo mejor. Fue
entonces cuando decidí que algún día me convertiría en escritor
Cuando empecé, lo último que tenía en la cabeza eran propósitos
nobles. Al contrario que muchos de mis colegas, que se veían a sí
mismos como «arquitectos del alma», a mí no me importaba ni un
comino mejorar el mundo a través de la literatura. Como he dicho, mi
motivación era mucho más primitiva: ardía en deseos de comer bien.
No hay duda de que tras obtener un poco de fama, aprendí a usar
palabras pomposas, pero estaban tan huecas por dentro que no me
las creía ni yo. Debido a mi origen humilde, las historias que escribía
estaban repletas de opiniones de lo más comunes, y cualquiera que
buscara en ellas trazos de elegancia o belleza y estilo probablemente
se alejaría decepcionado. No hay nada que pueda hacer al respecto.
Un escritor habla de lo que sabe, y en la forma que le es más familiar.
Yo crecí solo y hambriento, testigo del sufrimiento humano y de la
injusticia. Mi corazón rebosa simpatía por la humanidad en general
e indignación por una sociedad plagada de desigualdades. Como es
lógico, a medida que mi estómago se habituó a estar lleno siempre
que yo quería, mi producción literaria experimentó un cambio. Poco
a poco entendí que una vida donde comes tres veces al día jiaozi
puede asimismo ir acompañada de penas y sufrimiento, y que este
sufrimiento espiritual no es menos doloroso que el hambre física.
El acto de dar voz a este dolor espiritual es, desde mi punto de
vista, la tarea sagrada de un escritor. Sin embargo, escribir sobre el
sufrimiento del alma no elimina mi preocupación por la agonía física
que conlleva el hambre. No sé decir si esto constituye mi fortaleza
o mi debilidad como escritor, pero sí sé que es lo que el destino ha
dictaminado para mí.
Mi obra más temprana es quizá la menos mencionada. Pero
debo hablar de ella, ya que forma parte de mi vida y de la historia
literaria china más reciente. Todavía recuerdo mi primer relato. En
él hablaba sobre la excavación de un canal. Un oficial subalterno
de la milicia comienza el día de pie frente a un retrato de nuestro
Presidente Mao dedicándole una sencilla plegaria: «¡Que vivas diez
mil años más. Que vivas diez mil años más. Que vivas diez mil años
más!». Después se marcha al pueblo para asistir a una reunión, en
la que se decide que llevará a su equipo de trabajo a un lugar a las
afueras del pueblo para cavar un canal gigantesco. Para mostrar su
apoyo a esta empresa, su prometida decide posponer la boda tres
años. Cuando un terrateniente local oye hablar sobre los planes de
excavación, se cuela en medio de la madrugada en la zona donde
está el ganado del equipo de trabajo, coge una pala y golpea la pata
de una mula negra que tenía que tirar de una carreta hasta el lugar
de construcción del canal. Lucha de clases. Reaccionando como si el
enemigo estuviera ahí mismo, la gente se moviliza para llevar a cabo
una violenta lucha contra el enemigo de clase. Al final el canal se
construye y el terrateniente es detenido. Nadie se dignaría a leer una
historia así estos días, pero eso era sobre lo que se escribía en aquella
época. Era el único modo que tenías para que te publicaran un libro.
Así que eso fue lo que escribí. Y aun así, no pude verlo impreso: no
era suficientemente revolucionario.
En 1976 murió nuestro Presidente Mao y la situación comenzó
a cambiar en China, incluida la literatura. Sin embargo, los cambios
eran lentos y débiles. Los temas prohibidos iban desde las historias
de amor a los errores del Partido; sin embargo, no podían frenar
las ansias de libertad. Los escritores se devanaban los sesos para
encontrar caminos velados y franquear así los tabúes. Este período
vio el auge de la denominada literatura de la cicatriz, vivencias
personales de los horrores de la Revolución Cultural. Mi carrera en
realidad no comenzó hasta comienzos de los años ochenta, cuando la
literatura china ya había experimentado cambios muy significativos.
Todavía existían algunos asuntos sobre los que no se podía hablar,
y se empezó a conocer a muchos escritores occidentales en el país,
desatando un frenesí de imitaciones chinas.
Como niño que creció en el campo y apenas disfrutó de educación
casi no conozco teorías literarias, y he tenido que con%ar únicamente
en mis propias experiencias así como en mi comprensión intuitiva
del mundo a la hora de escribir. Las modas literarias que no hacen
sino monopolizar los círculos literarios, incluidas las adaptaciones
al chino de las obras de escritores extranjeros, eran cosas que no
iban conmigo. Sabía que debía escribir sobre lo que me era familiar,
algo que, sin lugar a dudas, era diferente a lo que escribían otros
escritores, chinos o de Occidente. Esto no significa que las obras
occidentales no ejercieran influencia en mí. Es más, todo lo contrario:
algunos escritores occidentales me han marcado profundamente, y
me siento orgulloso de reconocer abiertamente esta influencia. No
obstante, lo que me distingue del resto de escritores chinos es que
no imito las técnicas narrativas de autores extranjeros, ni copio sus
argumentos. Lo que me agrada es explorar con exhaustividad aquello
que yace incrustado en sus obras para poder así entender su visión de
la vida, comprender cómo interpretan el mundo en el que vivimos.
Cuando leo las obras de otras personas, el escritor en realidad está
desarrollando un diálogo, en ocasiones hasta un relato, con mi cabeza,
y si se produce una conexión entre nuestras mentes nace una amistad
duradera; si esto no sucede, acaecerá una despedida amistosa.
Hasta ahora en Estados Unidos se han publicado tres de mis
novelas: Sorgo rojo, Las baladas del ajo y La república del vino. En Sorgo
rojo enfrento al lector con mi percepción sobre la historia y el amor.
En Las baladas del ajo pongo de manifiesto mi punto de vista crítico
sobre política y mi simpatía por los campesinos chinos. La república
del vino manifiesta mi pesar por el deterioro de la humanidad y mi
aversión por la corrupción de la burocracia. Aparentemente puede
parecer que cada novela no tiene absolutamente nada que ver con
las otras, pero en esencia todas ellas se asemejan bastante: expresan
el anhelo de una vida digna de un niño solitario con miedo a pasar
hambre.
Sucede lo mismo con mis obras más breves. En China el relato
corto posee muy poco prestigio. A los ojos tanto de los autores como
de los críticos, solo los novelistas pueden ser considerados escritores
que valgan la pena, mientras que los que escriben ficción breve
ejercerían un arte menor. Disculpadme si digo que esto es un error.
La altura de un escritor solo puede venir determinada por las ideas
que deja traslucir su obra, no por la longitud de ésta. Situar a un autor
en la historia literaria de un país no se puede juzgar dependiendo si
es o no capaz de escribir un libro que pese como un ladrillo, sino que
deben considerarse sus contribuciones al desarrollo y enriquicimiento
de la lengua nacional.
Me atrevería a decir, aun a riesgo de no parecer muy modesto, que
mis novelas han creado un estilo único de escritura en la literatura
china contemporánea. Sin embargo, estoy aún más orgulloso por lo
que he realizado en el ámbito de las historias breves. Durante los
últimos quince años aproximadamente, he publicado unos ochenta
relatos, de los cuales se incluyen en este volumen ocho, seleccionados
por mi traductor con mi apoyo incondicional. Representan tanto el
abanico de temas como la variedad de estilos de mi producción de
relatos breves. Una vez que hayas acabado este libro, poseerás un
buen cuadro de lo que he tratado de llevar a cabo en mi ficción breve.
«Shifu, harías cualquier cosa por divertirte» es mi último relato
(ha sido recientemente llevado al cine por el excelente director chino
Zhang Yimou con el título de Días felices). Pese a que podría parecer
que trata principalmente sobre las reducciones de plantilla, problema
al que se enfrentan hoy día los trabajadores de nuestro país, como
diría el refrán chino: «El alcoholismo no va en realidad sobre el
alcohol», este relato alberga mucho más de lo que parece a primera
vista. Lo que también deseo mostrar es cómo las jóvenes parejas de
enamorados deben esconderse para compartir su amor.
«Niña abandonada», escrito a mitad de los años ochenta, se
ocupa de uno de los problemas más espinosos de la sociedad china
contemporánea: la planificación familiar impuesta por ley en un
ámbito donde es habitual minusvalorar a las niñas en bene&cio de
los niños. Décadas de esfuerzos gubernamentales por implantar
la política de hijo único por familia ha conllevado unos resultados
impresionantes en las centros urbanos de China, donde el axioma
«los niños son mejores que las niñas» ha experimentado un retroceso.
Sin embargo, las familias rurales con más de un hijo son todavía la
norma, y el clásico desdén por las niñas continúa tan vigente como
siempre. El crecimiento sin freno de población sigue siendo uno de
los mayores conflictos de China, y ahora están comenzando a aparecer
toda una serie de problemas como consecuencia de la política de hijo
único por familia.
«El hombre y la bestia», escrito asimismo en los años ochenta,
prolonga la saga familiar de Sorgo rojo y describe cómo, bajo
circunstancias extraordinarias, los últimos retazos de humanidad
pueden protagonizar momentos de gloria.
Hacia finales de la década de los ochenta escribí «Historia de
amor», un cuento sobre el amor adolescente. Ambientado en los diez
años de la desastrosa Revolución Cultural, cuando cientos de miles
de hombres y mujeres jóvenes fueron enviados desde las ciudades a
las montañas y al campo, el relato habla de un joven campesino que se
enamora de una chica de ciudad mucho mayor que él, lo que supone
un giro en los acontecimientos poco común. Pero precisamente
es este enfoque el que me permite centrarme en los conceptos de
tristeza y belleza.
«La cura», «Niño de Hierro» y «Volando» pertenecen a una serie
de historias breves que escribí al comienzo de los años noventa. «La
cura» es un cuento sobre el canibalismo y la crueldad, mientras que
«Niño de Hierro» y «Volando» se pueden leer como fábulas.
Por último está «Jardín Shen», uno de mis últimos relatos escritos
en el siglo veinte. En él quiero mostrar cómo un hombre de mediana
edad da la espalda a un amor del pasado y acepta la realidad. En la
sociedad china actual, muchos hombres que han alcanzado el éxito
e incluso la fama viven rodeados de hipocresía. Y en el fondo sus
existencias no son más que un cúmulo de ruinas.
Como he dicho, soy un escritor sin formación teórica; pero poseo
una imaginación fértil, gracias en parte a las tradiciones populares
chinas, que trato constantemente de perpetuar. Puede que sea un
ignorante en lo que se re"ere a conceptos literarios rimbombantes,
pero sí sé cómo tejer una historia cautivadora, algo que aprendí siendo
niño de mi abuelo, de mi abuela, y de otros cuentacuentos de mi
pueblo. Los críticos que basen sus teorías de la literatura en teorías
cientí"cas de cualquier tipo, no me tendrán muy en cuenta. Pero me
encantaría verlos escribiendo un relato que capture la imaginación
del lector.
M.Y.
Beijing, 2001
Prefacio a Shifu, harías cualquier cosa por divertirte (1999)
Trad.: Cora Tiedra
Madrid, Kailas, 2011
Foto: Mo Yan © Zhu Zheng / Xinhua Press / Corbis
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