Y detrás de los mitos y las máscaras,
el alma, que está sola.
J. L. Borges
Los premios literarios despiertan las apetencias secretas de la mayoría de los escritores y también su no menos mayoritario público desdén: quienes no los reciben denuncian que están amañados por una conjura de necios y mercachifles, mientras que los galardonados creen de buen tono minimizar sus laureles y hasta suspirar con fingida resignación ante ellos. Unos y otros tributan homenaje a los autores tenazmente desconocidos en tales concursos, sea porque su excelencia no recompensada parece confirmar la de otros que no lograron serlo pese a intentarlo, sea porque se les agradece el no aumentar la nómina de contendientes. Lo cierto es que el público lector se deja seducir alegremente por los oropeles y corre a comprar el último premio Nobel español o chino como si de ello dependiera su beatitud cultural. Este entusiasmo por la reputación consagrada le obliga a tragarse frecuentemente notables bodrios, pero también le revela de vez en cuando un recóndito hechicero que mejora la calidad espiritual de su vida. Depende del premio en cuestión, del ocasional acierto o inspiración del jurado, del azar eventualmente favorable: como casi todo el resto, depende de que la persona debida esté el día preciso en el lugar adecuado.
Mi amigo Cioran me decía que todo éxito se debe a un malentendido. Lo cual no invalida, desde luego, los merecimientos de quien alcanza el éxito..., sólo los compromete un tanto en espera de pruebas ulteriores. El éxito internacional de la obra de Borges se funda en última instancia en su calidad, pero su difusión popular se vio decisivamente propulsada primero por un premio que obtuvo y más tarde por otro premio que nunca consiguió. Del segundo, el Nobel, hablaremos más adelante. En cuanto al primero, fue el premio Formentor de 1961, que compartió nada menos ni nada más que con Samuel Beckett (y luego con Vladimir Nabokov, que se refirió a sus dos predecesores diciendo: “Me siento como un ladrón entre dos santos”, añadiendo con su habitual ferocidad: “A Borges no lo he leído y a Beckett, desgraciadamente, sí”). Ya Borges había logrado otros galardones, como el Premio Nacional de Literatura argentina en 1954, pero fue sin duda el Formentor la anécdota que prioritariamente favoreció su difusión en Europa y Norteamérica. A partir de tal reconocimiento tributado por los más distinguidos editores del viejo continente, sus obras -especialmente Ficciones- fueron traducidas con celeridad y profusión a la mayoría de las lenguas culturalmente relevantes, iniciando la larga andadura de la “borgesmanía” que ya nunca ha cesado, primero entre influyentes exquisitos de cada uno de los países y luego entre la multitud apasionada e ingenua de los lectores de a pie. Ya nada volvió a ser igual en la vida del poeta argentino: pasó de la discutida notoriedad local a la celebración universal y se convirtió en icono de todas las culturas, repetido, comentado, parodiado y zarandeado “del uno al otro confín”, como la fama del pirata cantada por Espronceda. También se inició una noria cosmopolita de viajes y conferencias que, a pesar de sus achaques, siguió in crescendo hasta el final de sus días.
Pero no fue la pleamar de la fama capaz de alterar el estilo ni las preocupaciones que motivaban a Borges como escritor: en cambio fue otro irremediable azar, la ceguera, el que impuso poco a poco sutiles transformaciones en su empeño creativo. Para empezar, le empujó más y más a cultivar la poesía y dentro de la poesía aquella que se somete a los cánones clásicos de la rima. Así lo explica él mismo en su esbozo autobiográfico: “Una consecuencia importante de mi ceguera fue mi abandono gradual del verso libre en favor de la métrica clásica.
De hecho, la ceguera me obligó a escribir nuevamente poesía. Ya que los borradores me estaban negados, debía recurrir a la memoria. Es evidente que resulta más fácil memorizar el verso que la prosa, y el verso rimado más que el verso libre. Podría decirse que el verso rimado es portátil. Uno puede caminar por la calle o viajar en subterráneo mientras compone y pule un soneto, ya que la rima y el metro tienen virtudes mnemotécnicas”. Margarita Yourcenar ha señalado que el tiempo es también un escultor poderoso e inventivo, cuya tarea artística tiene como materia prima las obras cinceladas por humanos a las que metamorfosea bellamente desmoronándolas y enmoheciéndolas. La ceguera -desde luego junto al tiempo mismo, una de cuyas advocaciones es la memoria- colabora en el acuñamiento de la obra tardía de Borges, acentuando y simplificando sus perfiles al roerla, rotundizándola, homogeneizándola bajo una pátina de suave emoción intelectual y permitiendo al cabo ciertas monotonías que algunos estamos dispuestos a defender como variaciones melancólicas y cada vez más despojadas hacia lo esencial. “Creo con firmeza que para escribir bien hay que ser discreto” (Autobiografía): la pérdida de la visión y la acumulación de los años facilitaron a Borges el ejercicio de esa virtud, que ni aprecian ni practican la mayor parte de sus colegas contemporáneos..., por no mencionar a quienes han venido después.
Estos cambios en la forma de hacer y de decir implican menos perentoriamente la alteración que la continuidad. Quizá a ello se refiere el propio título de su compilación poética de 1964: El otro, el mismo, en la que se yuxtaponen versos de veinte años atrás con obras del momento. El Poema conjetural, uno de los más significativos, llega del pasado: en él se narran -como ya hemos indicado, la poesía de Borges es prácticamente siempre narrativa, casi nunca exclamativa o ditiràmbica- las vertiginosas reflexiones del doctor Francisco Laprida, un vago ancestro al que todo destinaba como a Borges a una existencia libresca pero que acaba muriendo como hombre de acción y comprende que ése también es su destino: “Ya el primer golpe, / ya el duro hierro que me raja el pecho, / el íntimo cuchillo en la garganta”. El perdurable interés de Borges por el destino y la mitología judaicas, que le llevó a imaginarse una ascendencia vagamente hebrea, cristaliza en su poema El Golem, cuyos antecedentes están sin duda en la novela de su dilecto Gustav.Meyrink y en su frecuentación más bien episódica del erudito cabalista Gershom Scholem, al que conoció personalmente en su viaje a Israel en 1969 (la aportación más evidente al poema de este sabio es su propio apellido, que afortunadamente rima en consonante con “golem”). La pieza regresa a la rumia del poder creador de la palabra, como en El otro tigre, y al proceso ad infinitum del soñador que sueña y a su vez es soñado, como en Las ruinas circulares y uno de los sonetos de Ajedrez. También en este libro hay sonetos estupendos, que acaban por lo general en pareados shakespearianos; el final del dedicado Al vino, curioso en alguien tan poco dado al abuso etílico, encierra a mi juicio una referencia a su condición actual limitada por la ceguera:
Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia
como si ésta ya fuera ceniza en la memoria.
Con frecuencia incluye algunos de sus punzantes ejemplos de ironía metafísica. Mi preferido es el que concluye el poema El alquimista, protocientífico buscador experimental que pretende encontrar el aurum non vulgi de la inmortalidad, pero al que aguarda un desenlace más corriente:
Y mientras cree tocar enardecido
el oro aquel que matará la Muerte
Dios, que sabe de alquimia, lo convierte
en polvo, en nadie, en nada y en olvido.
Al año siguiente, en una línea de versos aún más engañosamente fácil y popular, publicó Para las seis cuerdas, breve serie de milongas en encomio de compadritos y cuchilleros, o de los matreros. Las composiciones aceptan la métrica tradicional del género y adoptan su tono hagiográfico, a veces sentencioso, un poco al modo de los corridos mexicanos dedicados a Villa o Zapata. En casi todos estos poemitas deliciosos, llenos de la nostalgia algo zumbona de quien canta no a lo perdido sino a lo que nunca fue, incluye algún toque suave e intencionado de humor. En una reconoce que la memoria del pueblo es generosa en el ascenso moral de los desaparecidos y comenta: “No hay cosa como la muerte / para mejorar la gente”. En otra se pregunta por el destino postrero de aquel Nicanor Paredes que él conoció en su juventud: “¿Qué hará usted, don Nicanor / en un cielo sin caballos / ni envido, retruco y flor?”. Pero quizá la estrofa que mejor resume su afición a estos malevos, lo mismo que a tantos vikingos o héroes de batallas pasadas, sea ésta:
Entre las cosas hay una
de la que no se arrepiente
nadie en la tierra. Esa cosa
es haber sido valiente.
En 1967, Borges comete su primer matrimonio. La agraciada fue Elsa Astete Millán, a la que había conocido en su juventud. En estas insuficientes páginas 110 me he referido a la vida amorosa de Borges y ello por dos sencillas razones: la ignorancia y el desinterés. Personas más próximas que yo a la intimidad del escritor han aportado numerosos testimonios -complejos, contradictorios, y me temo que no todos bienintencionados- sobre sus encuentros y desencuentros en este campo. Yo no podría hacer nada más que espigar entre esas confidencias y repetir algunas, sin que ninguna autoridad o ciencia me respaldase. Creo que a eso se le puede llamar sin complejos “cotilleo”, pero carezco de ese hábito que tan lucrativo resulta a determinadas revistas y programas de televisión. Por otra parte, la cuestión me interesa poco y yo aquí -el lector ya fue previamente advertido- no pretendo relatar lo que la vida fue para Borges (supongo que él lo cuenta mejor que nadie en sus libros), sino aquello de la vida de Borges que interesa a mi propia vida como beneficio literario. Los respetables galanteos no entran en mi cómputo. Baste decir que Jorge Luis -el varón agraciado pese a una tendencia madrugadora a cierto aire como macizo y algo tieso que se “espiritó” con los años, tímido pero amablemente risueño- animó sus días con la presencia inspiradora de numerosas mujeres: Haydée Lange, Estela Canto, Susana Bombal, Victoria Ocampo, Cecilia Ingenieros, Alicia Jurado, María Esther Vázquez, Elsa Astete, muchas más con un grado u otro de aproximación, cuyos nombres aparecen en sus dedicatorias o como colaboradoras de alguno de sus libros... hasta llegar a la compañía, que la muerte convirtió en definitiva, de María Kodama. Probablemente fue más púdicamente enamoradizo que arrolladoramente enamorador, a diferencia de su amigo y cómplice literario Adolfo Bioy Casares. No parece aventurado decir que, como Antonio Machado, “amó lo que ellas puedan tener de hospitalario”, sobre todo a partir de la pérdida de la vista, y que la más sacralizadamente hospitalaria de todas hasta la extrema vejez resultó ser su madre, de cuya absorbente tutela no podemos decir si le resultó imposible o simplemente incómodo privarse. En fin, dejémoslo estar. Como él mismo podría haber dicho, “le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en que vivir”. Es seguro que disfrutó y padeció, como tantos: lo que más puede interesarnos a nosotros de su gozo y su padecimiento está inmejorablemente perpetuado por sus páginas. Consignemos para concluir por ahora que su primer y tardío matrimonio apenas duró tres años. Después de otro libro de versos y prosas breves, Elogio de la sombra -cuyo título encierra un homenaje al japonés Junichiro Tanizaki-, vuelve por fin a las narraciones en El informe de Brodie, aparecido en 1970. La obra era sumamente esperada porque Borges llevaba ya diecisiete años sin publicar cuentos, sin duda la faceta de su obra que gozaba de más populosa aceptación. El libro ciertamente constituye una sorpresa. Cualquiera habría podido suponer que la ya total ceguera debería acentuar su inclinación por los argumentos fantásticos y la dimensión más obviamente onírica de los relatos, pero los de El informe de Brodie resultan ser todo lo contrario. En una prosa cada vez más sencilla, más sabiamente humilde y desprovista de oropeles sonoros, narra historias de corte estrictamente naturalista, incluso costumbrista a veces, aunque a su modo siempre alusivo de implicaciones trascendentes a la mera cotidianidad. La única excepción es la que da título al volumen, una parábola quizá no demasiado lograda en forma de homenaje explícito a Jonathan Swift. Dos de las restantes -El duelo y El otro duelo- tratan de antagonismos muy distintos que sólo se cancelan con la muerte: el primero de ellos es entre dos mujeres que rivalizan a través de la pintura; el segundo, de dos hombres que se detestan y cuya pugna alcanza finalmente su desenlace en una ordalía trágica que ninguno de ellos hubiera elegido. Otro de ellos, La señora mayor, esencialmente melancólico, comprime en pocas páginas una penetrante reflexión sobre la vejez y la vanidad de las efemérides que celebran con superfluo énfasis aquello cuya sustancia misteriosa el tiempo ha desvirtuado. Pero sin duda los cuentos que se reparten las preferencias de la mayoría de los lectores son el primero de la serie La intrusa y el penúltimo, El evangelio según Marcos.
La intrusa parece, en su brevedad extraordinariamente densa, el resumen de un guión cinematográfico que quizá hubiera correspondido rodar a Sam Peckinpah. Es también uno de los cuentos más misóginos de Borges, una descarnada apología de la fraternidad masculina amenazada por la tentación agobiante de una mujer, demasiado intensa para poder ser compartida inocentemente como el resto de las cosas que usan y descartan en su primitivismo los dos protagonistas. La frase final que atrozmente les reconcilia (“A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con sus pilchas. Ya no hará más perjuicios”), le fue -según refiere él mismo- propuesta a Borges por su madre, que además de leerle y transcribirle sus escritos colaboraba por lo visto incidentalmente en algunos de ellos..., sobre todo cuando trataban de ajustarle las cuentas a las “intrusas”. El evangelio según Marcos es a mi entender el mejor de todos y uno de los happy few del autor. También recrea un ambiente de atraso y semibarbarie aislada en la infinitud del campo, en el que se extravía un “civilizado” -en el sentido que Joseph Conrad solía dar a la palabra-, quien no calcula el impacto que la lectura de una leyenda piadosa puede tener en iletrados que nada saben de ficciones, pero no por ello dejan de esperar oscuramente un redentor. El clima del relato, oscuro y fervoroso, remite cinematográficamente hablando no ya a Peckinpah, sino más bien a Ingmar Bergman, que sin duda habría sabido visualizar adecuadamente ese galpón a través del cual se ve el firmamento, porque las vigas del techo han sido arrancadas para fabricar de nuevo la Cruz.
Ninguno de los dos grandes directores cinematográficos mencionados se ocuparon explícitamente, que yo sepa, de la obra de Borges. En cambio lo hicieron otros: en el Festival de Venecia de 1970 se presentó la película La estrategia de la araña, dirigida por Bernardo Bertolucci y libremente basada en su cuento Tema del traidor y el héroe, así como también un film de Alain Magrou sobre su relato Emma Zunz. Un par de años antes el cineasta argentino Hugo de Santiago había realizado Invasión, con un guión de Borges y sobre argumento de Borges y Bioy Casares. El mismo director realizó en 1974 el film Los otros, también sobre una idea de Borges y Bioy. En cuanto al Evangelio según Marcos, contó con una decente realización cinematográfica a cargo de Héctor Olivera, pero también en 1971 tuvo otra teatral, escrita por Domenico Porzio bajo el título El Evangelio según Borges y escenificada por el Teatro Estable de Turín. De modo más indirecto pero muy explícito, es jocundamente “borgiana” la estupenda novela de Umberto Eco El nombre de la rosa (1983), luego llevada al cine más que correctamente por Jean Jacques Annaud. Además del propio título de la obra, que podría ser el de un poema del autor argentino, Eco introduce el personaje de un bibliotecario ciego -transparentemente bautizado Jorge de Burgos- que guarda el secreto de una inmensa colección de manuscritos medievales y muere literalmente envenenado por las páginas de un libro prohibido. En la película, las escaleras y anaqueles de la biblioteca son presentados según la estética onírica y recurrente de los grabados de Escher, que convienen perfectamente a La biblioteca de Babel escrita por Borges. Lo único antiborgiano es el carácter atrabiliario del monje Jorge de Burgos, cuya enemistad con el humor, al que considera causa de la perdición terrenal del hombre, le lleva a destruir el único infolio que reproduce el perdido tratado de Aristóteles sobre la comedia..., obra que sin duda hubiera hecho las delicias bibliofílicas del auténtico Borges.
No fue desde luego Umberto Eco -que sin duda guarda parentesco con él por la afición compartida a los jeroglíficos eruditos y a la filosofía considerada como pasatiempo eminente- el primero de los grandes escritores o pensadores del siglo dedicado a “colaborar” en la promoción de Borges como leyenda cultural contemporánea. Ya Valéry Larbaud había advertido tempranamente, al volver de Argentina, que “Borges vale el viaje”. Entre sus primeros traductores al francés contó nada menos que con Paul Bénichou y Roger Caillois, aunque también Julio Cortázar (cuya primera publicación -el memorable cuento Casa tomada- fue un acierto de Borges) echó una mano cuando llegó el caso. Con Caillois mantuvo en Sur una polémica no especialmente cordial sobre los orígenes de la narración detectivesca, que Borges -asistido por toda la razón del mundo, que el gran Caillois me perdone- situaba con intransigente precisión en Los asesinatos de la calle Morgue de Edgar Allan Poe, desdeñando las memorias de Vidocq y otros brumosos precedentes. En Inglaterra su primer destacado valedor fue sir Herbert Read, el simpático anarquista esteta que también ofició como su anfitrión en varios viajes a las islas. La primera antología de sus relatos publicada en Nueva York, con el título de Labyrinths, estuvo prologada por André Maurois (sólo la gente de mi edad se acuerda ya de él, pero entonces era importante), y fue el novelista español Francisco Ayala el encargado de presentarla al público en la Universidad de Chicago, y el igualmente notable poeta y narrador mexicano José Emilio Pacheco tradujo al castellano en 1971 su Autobiografía dictada en inglés a Norman Thomas di Giovanni para New Yorker, escrito que hemos utilizado más de una vez en estas páginas. El mismo año Edgardo Cozarinsky publicó Borges y el cine en Sur. Pero quizá la auténtica irrupción de Borges como mentor lúdico del pensamiento en la segunda mitad del siglo XX ocurrió en 1966, cuando Michel Foucault inició su primera obra famosa Las palabras y las cosas declarando: “Este libro nació de un texto de Borges”. El notorio pasaje que inspiró a Foucault pertenece al ensayo El idioma analítico de John Wilkins, incluido en Otras inquisiciones, y refiere las imprecisiones y ambigüedades que un tal doctor Franz Kuhn señaló en la enciclopedia china titulada Emporio celestial de conocimientos benévolos: “En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas”. ¿Hace falta subrayar que esta chinoiserie taxonómica se parece más al impenitente Borges que a cualquier compilación oriental? A partir de ese momento, lo mismo que antaño se advirtió de Lichtenberg -“allí donde hace un chiste siempre yace un verdadero problema filosófico”-, numerosos filósofos se acostumbraron a convertir los personajes y paradojas de la ficción borgiana en inspiración de posteriores elucubraciones académicas, algunas por cierto sumamente alejadas de la ligereza irónica aunque legítimamente reflexiva del maestro.
El último tercio de la vida de Borges es también el de la mayor parte de sus viajes. Resulta significativamente curioso que la ceguera más y más completa favorezca la propensión de este sedentario vocacional a los desplazamientos a confines geográficamente distantes, aunque siempre íntimos, gracias a los parentescos literarios que reconoce en ellos. El primero de esos grandes trayectos es a Estados Unidos, en 1961, invitado por la Fundación Tinker de Austin y la Universidad de Texas. Va acompañado de su madre y durante seis meses dictó cursos, sintiéndose gozosamente texano honorario, y circuló también por Nuevo México, San Francisco, Berkeley, Nueva York, Nueva Inglaterra y Washington. Como en sucesivas ocasiones, los Estados Unidos le proporcionaron diversos grados de felicidad y le acogieron con una halagadora curiosidad que se fue convirtiendo paso a paso en admiración reverente. Sin duda esta aceptación norteamericana contribuyó decisivamente a su hipóstasis como escritor universal. Después -ocasionalmente acompañado por María Esther Vázquez o por su efímera esposa y luego, permanentemente, por María Kodama- fue recorriendo todos los demás lugares con los que tenía previa relación a través de libros y leyendas. Estuvo en su preferida Inglaterra, en la poética Irlanda, en Alemania, reiteradamente en Italia, en Suecia, en París (donde se alojó en el Hotel d’Alsace como homenaje a Oscar Wilde, que murió allí, fue condecorado por la Sorbona y charló distendidamente en los bistrots de Saint Germain como cualquier otro existencialista). En muchos de estos lugares le fueron también tributados honores académicos que desconcertaron gratamente su sincera falta de solemnidad y, venciendo el tartamudeo de su timidez, pronunció charlas ante públicos multitudinarios. Después visitó Japón y luego por fin cumplió su antiguo sueño anglosajón de saberse en Islandia, con cuya mitología literaria estuvo siempre especialmente vinculado. En Escocia se empeñó en visitar una minúscula capilla del siglo IX, desafectada para el culto desde hacía siglos, y allí -erguido y solitario- recitó el padrenuestro en anglosajón; al salir comentó a su acompañante: “Lo hice para darle una pequeña sorpresa a Dios”. El penúltimo de sus libros, Atlas, conmovedoramente fragmentario, recoge testimonios de itinerarios que quizá lo fueron más a través de la imaginación y la memoria que por la superficie terráquea. De vez en cuando se permitía alguna pequeña travesura: en Egipto, ante las pirámides, se inclinó para recoger un puñado de arena que derramó unos metros más allá, mientras susurraba: “¡Estoy modificando el Sáhara!”. Por supuesto, regresó varias veces a España, en una ocasión para recoger el premio Cervantes, que le fue concedido conjuntamente con Gerardo Diego, a quien había conocido durante su primera estancia en el país. Aunque quizá para él no fuese especialmente memorable, lo es para mí su viaje a Madrid en 1973, porque fue entonces cuando me lo encontré por primera vez personalmente. También en esa fecha apareció por primera vez en Televisión Española, donde luego le haría una larga y notable entrevista Joaquín Soler Serrano.
Todos estos traslados y su encuentro con gente muy distinta configuraron un fetiche demasiado popular: el poeta ciego, de hablar suave y vacilante, fácil promulgador de maravillas, que tantea con su bastón mientras el aire despeina su liviano cabello blanco. Lo que es peor: para muchos que no se molestaban en leerle, quedó acuñada la imagen de un Borges hablado que desplazó al escritor, al paso que los chascarrillos triviales y las citas de segunda mano ocultaban la precisión exigente y mil veces corregida de los textos. En el mejor de los casos se trataba de libros que recogían la transcripción revisada de sus conferencias, algunas francamente deleitables como las de Borges oral o Siete noches, y otras que encierran competentes reflexiones sobre su menester, como las de Arte poética. También son más o menos interesantes -sobre todo para el conocedor del resto de su obra- los libros de entrevistas de María Esther Vázquez, Richard Burgin, Osvaldo Ferrari y un larguísimo y desigual etcétera, así como el diccionario de borgerías editado póstumamente por Pilar Bravo y Mario Paoletti (Borges verbal). En ellos aparece por lo general un Borges amable, casi invariablemente inteligente, deseoso de agradar y que se contradice alegremente a cada paso, como suele ocurrirle en las charlas a la gente ingeniosa y relajada. Todo esto tiene su gracia y sacia la curiosidad de los aficionados fanáticos, como yo mismo, siempre, claro está, que no acabe por tapar la auténtica voz del Borges creador, que no es oral o verbal sino escrita. Pero lo más terrible es la miríada de entrevistas y declaraciones periodísticas hechas a salto de mata, la mayoría anónimas, nutridas de respuestas supuestamente escandalosas a cuestiones de actualidad sobre las que el entrevistado debía de tener tan escaso conocimiento como poco verdadero interés. De ahí se nutre la mayor parte de la “leyenda negra” de Borges, sin duda culpablemente facilitada por su propia disposición accesible y locuaz. No es que falten nunca del todo las observaciones penetrantes, pero lo que sobrenada a cada paso son los maniqueísmos truculentos y a menudo ingenuos. Se equivocaba cuando señaló, con ufana modestia: “Yo soy una superstición argentina. Por eso puedo decir impunemente cosas que otros no podrían decir sin correr peligro”. Bueno, pues él también corría peligro diciéndolas, y no sólo el peligro físico implícito en las amenazas telefónicas que le hacían peronistas rabiosos: el peor peligro era emborronar o trivializar su imagen. También de esto puede tener en parte culpa la ceguera, porque si Borges hubiera visto las caras y las muecas de sus interrogadores probablemente no les habría complacido con ciertos regalos de maledicencia. De vez en cuando, él mismo comprendió el riesgo que estaba propiciando: “Espero ser juzgado por lo que he escrito, no por lo que he dicho o me han hecho decir. Yo soy sincero en este momento, pero quizá dentro de media hora ya no esté de acuerdo con lo que he dicho. En cambio, cuando uno escribe, tiene tiempo de reflexionar y de corregirlo”.
En 1973, Argentina vuelve a tener un gobierno peronista y Borges dimite inmediatamente de su cargo de director de la Biblioteca Nacional, que ocupaba desde dieciocho años atrás. Más que nunca, se refugia en el apartamento de la calle Maipú, a pocos metros de la plaza San Martín, donde lleva viviendo con su madre cuatro décadas sin otras interrupciones que sus estancias en el extranjero y los tres años de su matrimonio con Elsa Astete. Doña Leonor se ha conservado admirablemente vigorosa y lúcida hasta mucho más de los noventa años, ejerciendo siempre una incesante (¿excluyente?) tutela física y espiritual sobre su hijo. Pero finalmente la fortaleza se derrumba y entra en una larga, dolorosa decadencia, tullida y casi imposibilitada de abandonar su lecho. Los ayes de sufrimiento que profería se oían por toda la casa. De modo que Borges acoge su muerte, en 1975 y ya cumplidos los noventa y nueve años, con trágico alivio. Cuando un bienintencionado importuno lamenta al darle el pésame que la señora no haya llegado a los cien años, Borges responde secamente: “Me parece que usted exagera los encantos del sistema decimal”. Poco después aparece en el diario La Nación uno de sus poemas más desgarrados, titulado El remordimiento, que empieza confesando: “He cometido el peor de los pecados / que un hombre puede cometer. No he sido / feliz...” y, tras rememorar a sus padres que lo engendraron inútilmente para la dicha, concluye así:
... Mi mente
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.
Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
la sombra de haber sido un desdichado.
También en 1975 publica otros dos libros, su poemario La rosa profunda y su última recopilación de relatos, El libro de arena. En varios de éstos vuelve de nuevo al tono fantástico que le hizo célebre, aunque ahora levemente suavizado por una especie de patetismo intimista. En el que inicia el volumen, El otro, vuelve al tema que le es caro del desdoblamiento del yo: en Borges y yo lo trataba desde el punto de vista del extrañamiento entre la soledad atribulada e inaccesible en que se fraguan los textos literarios y el testaferro clamorosamente requerido en que se hipostatiza el autor famoso; ahora son el tiempo y la memoria -esa variante cómplice del sueño- las causas de la dualidad. En un banco junto al río Charles, que atraviesa la ciudad de Boston, el Borges de 1969 se encuentra con un muchacho recién salido de la adolescencia que se sabe en Ginebra y junto al Ródano: el Borges de los diecisiete o dieciocho años. El uno rememora el pasado, el otro percibe atisbos del futuro e intercambian comentarios sobre literatura, núcleo firme de la vida de ambos, la continuidad entre ellos. Se separan bastante ajenos, con cierto desapego por parte del más joven, para no volver a encontrarse... ni a desunirse. Todavía propondrá una variante de este argumento Borges en uno de sus cuentos finales, titulado Veinticinco de agosto, 1983, fecha en la que el poeta de sesenta y pocos años asiste a su propio suicidio dos décadas después, en la habitación de un hotel bonaerense. También es fantástico y juega con la superposición del pasado sobre el presente el segundo relato, Ulrica, el único decididamente erótico en la obra de Borges. Dicho crudamente, es la historia de un “ligue”... ucrónico, no anacrónico. El narrador, un profesor colombiano llamado Javier Otálora, comenta en York a la nórdica Ulrica que ha sabido deslumbrarle: “Caminas como si quisieras que entre los dos hubiera una espada en el lecho”. Pero después, en la habitación de la posada no hay afortunadamente tal espada: “Secular en la sombra fluyó el amor y poseí por primera y última vez la imagen de Ulrica”. Como ya queda dicho no quiero inmiscuirme en cotilleos, pero creo que esta aparición tardía del erotismo en la narrativa borgiana debería hacer reflexionar a quienes descartan su última relación amorosa como fruto exclusivo de la manipulación y la impotente senilidad.
En uno de sus prólogos recordó Borges este dictamen: “Edgar Allan Poe sostenía que todo cuento debe escribirse para el último párrafo o acaso para la última línea; esta exigencia puede ser una exageración, pero es la exageración o simplificación de un hecho indudable”. A lo largo de su tarea como narrador, Borges se atuvo en la mayoría de los casos a este criterio, que no goza de plena aceptación entre los discípulos contemporáneos de Chejov (Ricardo Piglia, en Formas breves, ha dedicado páginas muy inteligentes a los finales narrativos de Borges). También lo hace en buena parte de los relatos de su último libro, incluso con intención irónica, como en su pastiche lovecraftiano titulado There Are More Things. El entrañable y a veces desmañado solitario de Providence procuraba aumentar el espanto de sus abominables criaturas acumulando calificativos y adverbios, pero evitando también mayores precisiones descriptivas; Borges rinde homenaje zumbón a este procedimiento concluyendo su relato -que tiene tanto derecho a formar parte de los mitos de Cthulhu como cualquier otro- con este tenebroso pasaje: “Mis pies tocaban el penúltimo tramo de la escalera cuando sentí que algo ascendía por la rampa, opresivo y lento y plural. La curiosidad pudo más que el miedo y no cerré los ojos”. Los lectores de Lovecraft le agradecemos que no los cerrase... y también que no intentara contarnos lo que vio. Pero el relato más destacado de El libro de arena no respeta la pauta de Poe, puesto que no mantiene un crescendo hacia la última línea. Se titula El congreso y es el más extenso de todos sus cuentos, casi una nouvelle. Borges le dio vueltas en su imaginación durante lustros, quizá hasta pretendió alguna vez que fuese el argumento de la novela que jamás escribió. Es obvio que la prosa conceptuosa y ahorrativa de Borges (que por no ser charlatana ni siquiera padeció la “charlatanería de la brevedad” que él achacó a Gracián) se prestaba poco al largo recorrido novelesco. Para alguien como él, que primaba ante todo los argumentos y las ideas, todas las novelas -incluso las mejores- están fundamentalmente hechas de relleno circunstancial, aunque sea de excelente calidad. Para su gusto, la novela nunca es suficientemente “narrativa”, es un género “distraído” por el vano intento de “representar” la realidad en lugar de contar una historia. Por eso, aunque el estilo de El congreso es más demorado y detallista que el de la mayoría de sus narraciones, consintiendo algunas subtramas laterales, tampoco se extiende más allá de los límites de una short-story. El argumento coquetea otra vez con temas borgianos de toda la vida, como las sectas de proyecto metafísico y la deriva irremediable de este tipo de proyectos hacia lo infinito, ese concepto que a modo de agujero negro del pensamiento todo lo contagia de irrealidad. Pero es quizá la ocasión en que Borges se muestra más próximo -ya en sus postrimerías- a una suerte de sereno y estoico humanismo cósmico, algo así como un panteísmo humanista. El proyecto de un Congreso cuyos miembros representen al mundo entero desemboca en el reconocimiento de su superfluidad como empeño voluntarista, puesto que -lo deseemos o no, aun sin saberlo- ya estamos y siempre hemos estado comprometidos con él. Así lo reconoce finalmente su promotor, tras arduos conciliábulos y esfuerzos internacionales: “El Congreso del Mundo comenzó con el primer instante del mundo y proseguirá cuando seamos polvo. No hay un lugar en el que no esté. El Congreso es los libros que hemos quemado. El Congreso es los caledonios que derrotaron a las legiones de los Césares. El Congreso es Job en el muladar y Cristo en la cruz. El Congreso es aquel muchacho inútil que malgasta mi hacienda con las rameras”.
El peronismo volvió y pasó de nuevo: el regresado Juan Domingo Perón conoció una postrera apoteosis efímera y murió en su patria, tras lo que la viuda prolongó su legado en una triste zarzuela política que desembocó después de un período de sangrienta inestabilidad en un golpe militar. Aunque al principio Borges saludó a Videla y compañía con excesiva complacencia, como bastantes otros, pronto tuvo ocasión de cambiar su criterio. En 1980, en una entrevista concedida en Buenos Aires al diario La Prensa, afirma: “No puedo permanecer silencioso ante tantas muertes y tantos desaparecidos”. Al año siguiente, junto al premio Nobel Adolfo Pérez Esquivel, firma un llamamiento en el que se exige al gobierno argentino “la vigencia del estado de Derecho y el pleno imperio de la Constitución”. Mientras, año tras año, al llegar octubre, suena su nombre para el Nobel de literatura, pero no concedérselo ya se ha convertido, según sus propias palabras, en “una tradición escandinava” a partir de su visita a Pinochet. Esa misma visita tuvo algo que ver con el dichoso galardón: cuando aún dudaba de si emprender o no el viaje, alguien le informó de que estaban a punto de concederle el Nobel, pero que lo perdería irremediablemente si iba a Chile. Fue bastante esa especie de amenaza para decidirle a viajar: la ética del coraje es también una forma de terquedad, a veces nociva. En cualquier caso, concedemos demasiada importancia a esa retórica anual de la aclamación, no siempre del mérito, y así el Nobel se quedó sin Borges, como antes se había quedado sin Kafka o sin Joyce y después sin Nabokov o Thomas Bernhard.
Lo importante es que el escritor continuó activo y lúcido hasta el final. Sus últimos libros de poemas -La moneda de hierro, Historia de la noche y sobre todo La cifra y Los conjurados- consienten algunas de sus composiciones más notables en este campo, comparables a los mejores versos de antaño. Junto a los motivos que ya conocemos pero que siguen enriqueciéndose (los arquetipos, los sueños, las enumeraciones que pretenden o remedan catálogos del imposible universo, las glosas a una línea de Blake o de Dante...), aparecen también en el tapiz elegías por los amigos que van desapareciendo y celebraciones de los lugares que incansablemente sigue visitando. En La cifra incluye su última declaración de amor a Inglaterra: “¿Cómo invocarte, delicada Inglaterra?” La postrera colección de ensayos que publica está centrada en uno de sus más antiguos afectos literarios, la Divina Comedia, que leyó por primera vez en los trayectos del tranvía que le llevaba a su trabajo en la biblioteca Miguel Cané hace ya tantos años. Es otro y el mismo, como tituló aquel de sus libros. Cuando ya ha cumplido ochenta y seis años, la editorial Hyspamérica comienza a publicar una serie de libros de bolsillo destinados a la venta en quioscos que lleva por título: “J.L.B. Biblioteca personal”. Es él quien selecciona los títulos, que van a ser cien, y aún alcanza a escribir los prólogos de los primeros sesenta y cuatro: aunque se trata de introducciones de poco más de una página, aunque muchas de ellas versan lógicamente sobre sus autores preferidos y por tanto ya comentados (también hay novedades más recientes: Pedro Páramo, los relatos de Arreola...), sigue sorprendiendo la frescura antienfática del trazo, la erudición perspicaz que exprime las relaciones intraliterarias siempre que viene al caso, el encanto del enfoque... ¡El encanto! Esa cualidad misteriosa que su querido Stevenson ponderó por encima de todas en el escritor: a quien la tiene se le perdonarán todos los defectos, quien carece de ella -por grande que sea- quedará enterrado en la tumba del encomio académico. Borges la tuvo, de modo eminente. Una vez Cioran, refiriéndose a cierto escritor judío asesinado por la bestia nazi que había sido amigo suyo y que hoy está más o menos olvidado (Benjamin Fondane), me lo recomendó melancólicamente como “un Borges sin encanto”. Lo leí, lo aprecié, pero nada tenía en común con Borges..., porque sin encanto no hay Borges.
Después llegó el alivio. Primero el diagnóstico de cáncer, luego la marcha sin retorno a Ginebra, el controvertido matrimonio por poderes en Paraguay con María Kodama -la indudable compañera elegida de los últimos años- y después el alivio. De la ceguera, del malentendido de la fama, de perplejidades y tiranías, de la nostalgia de todo lo perdido, del vacilante amor. “El alivio que tú y yo sentiremos en el instante que precede a la muerte, cuando la suerte nos desate de la triste costumbre de ser alguien y del peso del universo.”
En Jorge Luis Borges, la ironía metafísica (Cap. IV)
Barcelona, Ediciones Omega, 2002
Foto: Eduardo Grossman 1973
No hay comentarios.:
Publicar un comentario