La crisis de la religión organizada en Occidente y las innumerables formas con las que la moral religiosa ha conseguido de forma efectiva caer muy por debajo de la media humana han llevado siempre a algunos «buscadores» en pos de una solución más blanda al este de Suez. De hecho, en una ocasión me sumé a estos adeptos y acólitos potenciales poniéndome una túnica naranja y asistiendo al asiiram de un famoso gurú de Poona (o Pune), en las deliciosas colinas que rodean Bombay. Adopté esta modalidad de sannyas con el fin de colaborar en la realización de un documental para la BBC, de modo que puede usted poner en cuestión mi objetividad si lo desea, pero en aquella época la BBC poseía un criterio de imparcialidad y mi misión consistía en asimilar todo lo que pudiera. (Un día de estos, después de haber sido a lo largo de mi vida anglicano, haberme educado en una escuela metodista, haberme convertido a la ortodoxia griega por la vía del matrimonio, haber sido reconocido como una encarnación por los seguidores de Sai Baba y habiéndome vuelto a casar un rabino, estaré en condiciones de acometer la actualización del libro Las variedades de la experiencia religiosa, de William James.)
El gurú en cuestión se llamaba Bhagwan Sri Rajneesh. «Bhagwan» significa sencillamente «dios» o «divino», y «Sri» significa «santo». Era un hombre con unos ojos enormes y enternecedores, una sonrisa llena de embrujo y un sentido del humor sencillo, si bien un tanto lascivo. Su sibilante voz, que solía propagarse a través de un micrófono con el volumen bajo en el dharshan de primera hora de la mañana, ejercía unos efectos ligeramente hipnóticos. Aquello servía un poco para aliviar las perogrulladas igualmente hipnóticas de sus discursos. Tal vez haya usted leído el imponente ciclo narrativo de Anthony Powell Una danza para la música del tiempo. En él, un profeta misterioso llamado Trelawney mantiene unido a su grupo de iluminados a pesar de diversos contratiempos insalvables. Estos iniciados no se reconocen mutuamente por la singularidad de su túnica, sino mediante el intercambio de confesiones. Al encontrarse, el primero debe entonar: «La Esencia de Todo es el Dios de lo verdadero». La réplica adecuada a esto es: «La Visión de las Visiones cura la Ceguera de la Vista». así se desarrolla el protocolo espiritual. Desde la altura de las rodillas de Bhagwan (había que permanecer sentado con las piernas cruzadas), no oí nada que fuera más profundo que esto. Se hacía más énfasis en el amor, en su sentido eterno, que en el círculo del doctor Trelawney; y se hacía sin duda más énfasis en el sexo en su sentido más inmediato. Pero, en su conjunto, la instrucción era inocua. O lo habría sido, de no haber sido por un letrero que había en la entrada de la carpa en la que predicaba Bhagwan. Este pequeño letrero jamás dejaba de irritarme. Decía: «Dejen en la puerta los zapatos y la mente». Junto a él había una pila de zapatos y sandalias, y en mi trascendente condición pude casi imaginar un montón de mentalidades abandonadas y vacías alrededor de esta breve sentencia literalmente descerebrada. Intenté incluso formular una sucinta parodia de un koan del budismo zen: «¿Qué reflexión se puede hacer tras haberse deshecho de la mente?».
Para el visitante o turista fuera de sí de gozo, el ashram ofrecía la apariencia externa de ser un elegante centro turístico espiritual en el que se podía parlotear sobre el más allá en un entorno exótico y suntuoso. Pero, como descubrí muy pronto, en el interior del recinto sagrado operaba un principio de funcionamiento más siniestro. Muchas personalidades dolidas y consternadas llegaban a Poona buscando consejo y consuelo. Varias de ellas llevaban una vida muy desahogada (entre los clientes o peregrinos se encontraba un miembro lejano de la familia real británica) y se les instaba desde el primer momento, como se hace en tantos otros cultos, a desprenderse de todas sus posesiones materiales. La prueba de la eficacia de este consejo podía verse en la flota de automóviles Rolls-Royce que había al cuidado de Bhagwan, llamada a ser la colección más grande del mundo.
Tras este trasquilón relativamente rápido, los iniciados eran trasladados a sesiones «de grupo» en las que empezaba de verdad el asunto desagradable.
La película de Wolfgang Dobrowolny Ashram, rodada en secreto por un antiguo fiel y adaptada para mi documental, muestra el «pícaro» término kundálini bajo una nueva luz. En una escena representativa, una joven es despojada de su ropa y rodeada por hombres que le gritan llamando la atención sobre todos sus defectos físicos y psíquicos, hasta que ella se lamenta llorando y pidiendo disculpas. En ese momento es abrazada, consolada y se le dice que ahora ya tiene «una familia». Sollozando en el tono aliviado de un masoquista, ingresa humildemente en el clan. (No queda en absoluto claro qué ha tenido que hacer para que le devuelvan la ropa, pero escuché algunos testimonios verosímiles y asquerosos a este respecto.) En otras sesiones en las que los hombres son protagonistas falta poco para que las cosas terminen con los huesos rotos o con la vida de alguien: jamás se volvió a ver a un principito alemán de la casa de Windsor y su cuerpo fue incinerado de forma apresurada sin pasar por el engorro de tener que hacerle la autopsia.
Me han dicho en tono respetuoso y turbado que «el organismo de Bhagwan es alérgico a ciertas cosas» y no mucho después de mi estancia allí abandonó el ashram y a continuación decidió, según parece, no volver a utilizar aquel marco terrenal. Nunca averigüé lo que le sucedió a la colección de Rolls-Royce, pero sus acólitos recibieron algún tipo de mensaje para volver a reunirse en la pequeña ciudad de Antelope, en Oregón, en los primeros meses de 1983. Y eso hicieron, aunque ahora menos comprometidos con una actitud pacífica y relajada. Los habitantes del lugar quedaron desconcertados al descubrir que se estaba erigiendo en el barrio un complejo fortificado que contaba con unas fuerzas de seguridad adustas y vestidas con túnica naranja. Según parecía, se intentaba dejar «espacio» para el nuevo ashram. En un singular episodio se descubrió que alguien estaba vertiendo tóxicos contaminantes sobre los productos alimenticios de un supermercado de Antelope. Finalmente, la comunidad se deshizo y se disolvió en medio de graves acusaciones, y de vez en cuando me he cruzado con refugiados con la mirada perdida salidos de la prolongada y engañosa tutela de Bhagwan. (Él se ha reencarnado en «Osho», en cuyo honor se publicaba hasta hace unos cuantos años una revista en papel cuché pero absurda. Tal vez queden todavía algunos seguidores suyos.)
El sueño de la razón produce monstruos, se dice muchas veces. El inmortal Francisco de Goya nos dejó un aguafuerte bajo este título en su serie Los caprichos, en el que un hombre sumido en un sueño profundo es atormentado por murciélagos, búhos y otros moradores de las tinieblas. Pero hay un extraordinario número de personas que parece creer que la mente y la capacidad de raciocino, lo único que nos distingue de nuestros parientes animales, es algo de lo que se debe desconfiar e incluso anular, siempre que sea posible. La búsqueda del nirvana y la disolución del intelecto prosiguen. Y allá donde se lleve a cabo, produce en el mundo real un efecto similar al del Kool-Aid.
«Hágame uno con todo.» así empieza el chiste de la humilde petición que hace un budista a un vendedor de perritos calientes. Pero cuando el budista le entrega un billete de veinte dólares al vendedor a cambio de su panecillo bien untado de todo pasa un buen rato esperando recibir el cambio. Cuando finalmente lo reclama, se le informa de que «el cambio solo proviene del interior». Toda esta retórica es demasiado fácil de parodiar, como la del cristianismo misionero. En la antigua catedral anglicana de Calcuta hice una visita en una ocasión a la estatua del obispo Reginald Heber, que abarrotó los libros de salmos de la Iglesia de Inglaterra con versos como estos:
Qué importa que las brisas tropicales
acaricien otra isla de Ceilán
en la que cualquier perspectiva agrada
y solo el hombre es un rufián
Qué importa si con amorosa ternura
los regalos de Dios quedan arrumbados
y los infieles en su ceguera
se postran ante la piedra y la madera
La razón por la que muchos occidentales han acabado profesando las religiones aparentemente más seductoras de Oriente es en parte una reacción a los aires de superioridad de viejos bobalicones como éste. De hecho, Sri Lanka (el nombre actual de la maravillosa isla de Ceilán) es un lugar repleto de atractivos. Sus habitantes destacan por su amabilidad y generosidad: ¿cómo se atrevió el obispo Heber a calificarlos de rufianes? Sin embargo, en la actualidad Sri Lanka es un país casi absolutamente arruinado y desfigurado por la violencia y la represión, y las fuerzas contendientes son principalmente budistas e hinduistas. El problema comienza con el propio nombre del Estado: «Lanka» es el antiguo nombre cingalés de la isla y el prefijo «Sri» significa simplemente «santo» en el sentido budista del término. Esta nueva denominación colonial supuso que los tamiles, que son principalmente hinduistas, se sintieran de inmediato excluidos. (Ellos prefieren llamar a su tierra «Eelam».) No pasó mucho tiempo hasta que este tribalismo étnico, reforzado por la religión, devastó la sociedad.
Aunque personalmente creo que la población tamil tiene un razonable motivo de queja contra el gobierno central, no se puede perdonar a la dirección de su guerrilla haber liderado mucho antes que Hezbollah y al-Qaeda la repugnante táctica del asesinato suicida. Esta técnica bárbara, que también utilizaron para asesinar a un presidente electo de la India, no justifica los pogromos regidos por los budistas contra los tamiles, ni el asesinato a manos de un sacerdote budista del primer presidente electo de la Sri Lanka independiente.
Cabe la posibilidad de que algunos lectores de estas páginas queden estupefactos al conocer la existencia de asesinos y sádicos hinduistas y budistas. ¿Acaso se imaginaba vagamente que los orientales dedicados a la contemplación, a seguir una dieta vegetariana y a ocuparse en rutinas meditativas son inmunes a este tipo de tentaciones? Se puede argumentar incluso que el budismo no es en absoluto una «religión» en el sentido en que nosotros utilizamos este término. En todo caso, se dice que Buda perdió en Sri Lanka un diente; y en una ocasión asistí a una ceremonia en la que los sacerdotes hacían una curiosa exhibición pública de este objeto encerrado en un cubículo de oro. El obispo Heber no mencionaba los huesos en su estúpido salmo y tal vez se debía a que los cristianos siempre se han congregado para rendir culto a los huesos de supuestos santos y los han guardado en espeluznantes relicarios en sus iglesias y catedrales. Como quiera que sea, en aquella ceremonia propiciatoria digna del culto al ratoncito Pérez no experimenté la menor sensación de paz y dicha interior. Al contrario, me di cuenta de que si yo fuera tamil tendría muchísimas posibilidades de ser descuartizado.
La especie humana es una especie animal que no presenta muchas variaciones, y es inútil y vano imaginar que un viaje, por ejemplo, al Tíbet, nos revelará una armonía absolutamente distinta con la naturaleza o con la eternidad. El Dalai Lama, pongamos por caso, es absoluta y fácilmente reconocible para cualquier individuo secular. Exactamente del mismo modo que un príncipe secular, él afirma no solo que el Tíbet debería ser independiente del dominio chino (una exigencia «absolutamente perfecta», si se me permite utilizar una construcción inglesa cotidiana), sino que él es un monarca hereditario designado por el propio cielo. ¡Qué oportuno! Las sectas disidentes de su culto son perseguidas; su régimen unipersonal en un enclave hinduista es absoluto; realiza declaraciones absurdas sobre el sexo y la alimentación y, cuando está de viaje por Hollywood para buscar quien le financie, unge con la condición de sagrados a donantes como Steven Segal y Richard Gere. (De hecho, hasta el señor Gere lloriqueó un poco cuando el señor Segal fue investido como tulku o persona de elevada iluminación. Debe de ser irritante quedar descartado por una puja superior en semejante subasta espiritual.) Reconoceré que el actual lama «Dalai» o sagrado es un hombre de cierto atractivo y presencia, como reconoceré también que la actual reina de Inglaterra es una persona con más integridad que la mayoría de sus predecesores, pero esto no invalida la crítica de la monarquía hereditaria, y los primeros visitantes extranjeros que fueron al Tíbet quedaron francamente consternados ante un dominio feudal y unos castigos espantosos que mantenían a la población en situación de servidumbre permanente bajo una élite monástica parasitaria.
¿Cómo se podría demostrar fácilmente que la fe «oriental» era idéntica a las suposiciones imposibles de verificar de la religión «occidental»? Veamos una afirmación tajante de «Gudo», un monje budista japonés muy famoso de la primera mitad del siglo xx:
En mi condición de propagador del budismo enseño que «todos los seres sintientes tienen la naturaleza de Buda» y que «en el Dharma hay igualdad, no seres superiores, ni inferiores». Además, enseño que «todos los seres sintientes son hijos míos». Una vez adoptadas estas palabras y grabadas en letra de oro como fundamento de mi fe, descubrí que coinciden de manera absoluta con los principios del socialismo. así fue como me convertí en un creyente en el socialismo.
Aquí lo encontramos otra vez: una premisa infundada de que alguna «fuerza» externa indefinida tiene una mente propia y la ligera pero amenazadora insinuación de que todo aquel que discrepe de ello está de algún modo oponiéndose a la voluntad sagrada o paterna. Extraigo este fragmento del ejemplar libro de Brian Victoria Zen at War, que describe cómo la mayoría de los budistas japoneses decidieron que Gudo acertaba en lo general pero erraba en lo particular. Ciertamente se consideraba niños a las personas, como hacen todos los credos, pero en realidad era el fascismo y no el socialismo lo que Buda y el ahorma exigían de ellos.
El señor Victoria es un budista fiel y afirma ser también (eso es cosa suya) un sacerdote. Se toma su fe muy en serio, desde luego, y sabe mucho sobre Japón y los japoneses. Su estudio de la cuestión demuestra que el budismo japonés se convirtió en un criado fiel, incluso en un defensor, del imperialismo y el asesinato masivo, y que lo hizo no tanto porque fuera japonés, sino porque era budista. En 1938 miembros destacados de la secta nichiren fundaron un grupo dedicado al «budismo al estilo imperial». Afirmaban lo siguiente:
El budismo al estilo imperial se sirve de la infinita verdad del Sutra del Loto para revelar la majestuosa esencia del sistema político nacional. Exaltar el verdadero espíritu del budismo mahayana es una enseñanza que apoya venerablemente la tarea del emperador. A esto es a lo que se refería el gran fundador de nuestra secta, Nichiren Shoshu, cuando aludía a la unidad divina del soberano y de Buda. […] Por ello, la principal imagen de adoración del budismo al estilo imperial no es el Buda Shakyamuni que apareció en la India, sino su majestad el emperador, cuyo linaje se extiende más allá de diez mil generaciones.
Por enfermizas que puedan resultar este tipo de efusiones, quedan al margen de toda crítica. Al igual que la mayoría de las profesiones de fe, consiste en suponer directamente lo que hay que demostrar. así, una afirmación desnuda va seguida de las palabras «por ello», como si toda la tarea lógica se hubiera llevado a cabo al hacer la afirmación. (Tampoco son fruto de una deducción lógica todas las afirmaciones del Dalai Lama, que casualmente no defiende la carnicería imperialista pero acogió con visible alegría las pruebas nucleares realizadas por el gobierno indio.) Los científicos han acuñado una expresión para referirse a las hipótesis que son decididamente inútiles siquiera para aprender de algún error. Se refieren a ellas como hipótesis «ni siquiera falsas». La mayor parte del denominado discurso espiritual es de esta naturaleza.
Se apreciará, además, que en la imagen de esta escuela del budismo hay otras escuelas budistas igual de «contemplativas» que viven en el error. Esto es precisamente lo que un antropólogo de la religión esperaría encontrar en algo que, dado que ha sido inventado, está condenado a ser cismático. Pero ¿con qué fundamento puede un fiel del Buda Shakyamuni argumentar que sus compatriotas de pensamiento japoneses vivían en el error? Desde luego, no utilizando razonamientos ni evidencias, que son bastante ajenos a quienes hablan de la «infinita verdad del Sutra del Loto».
Una vez que los generales japoneses consiguieron que sus zombis obedientes del zen fueran absolutamente dóciles, las cosas fueron de mal en peor. La China continental se convirtió en un campo de exterminio y todas las sectas principales del budismo japonés se reunieron bajo la siguiente proclamación:
Venerando el régimen imperial de preservar Oriente, los súbditos del Japón imperial son portadores del destino humanitario de mil millones de personas de color. […] Creemos que ha llegado el momento de realizar un cambio importante en el curso de la historia de la humanidad, que ha girado en torno a los caucasianos.
Esto recuerda a la línea adoptada por el sintoísmo, otra pseudorreligión que goza de apoyo estatal, de que los soldados japoneses cayeron realmente por la causa de la independencia de Asia. Todos los años se suscita una célebre polémica acerca de si los dirigentes civiles y espirituales de Japón deben visitar el santuario de Yakasuni, que oficialmente enaltece al ejército de Hiro-Hito. Todos los años, millones de chinos, coreanos y birmanos protestan diciendo que Japón no era enemigo del imperialismo en Oriente, sino una forma más reciente y maliciosa del mismo, y que el santuario de Yakasuni es un monumento al horror. No obstante, qué interesante resulta percibir que los budistas japoneses de la época consideraban que la participación de su país en el eje nazi/fascista era una manifestación de teología de la liberación. O, como la dirección budista unificada de la época lo formulaba:
Con el fin de establecer la paz eterna en el Asia oriental, despertando la magnánima benevolencia y compasión del budismo, a veces somos transigentes y a veces somos contundentes. Ahora no nos queda otra elección que ejercer la benévola contundencia de «matar a uno con el fin de que sobrevivan muchos» (issatsu tashó). Esto es algo que aprueba el budismo mahayana únicamente con el máximo de los rigores.
Ningún defensor de la «guerra santa» o la «cruzada» podría haberlo dicho mejor. La frase de la «paz eterna» es particularmente sobresaliente. Al final del atroz conflicto que Japón había desencadenado, fueron los sacerdotes budistas y sintoístas quienes reclutaban y formaban a los fanáticos bombarderos suicidas o Kamikaze («viento divino») garantizándoles que el emperador era un «Rey Sagrado y Timón de Oro», una de las cuatro auténticas manifestaciones del monarca budista ideal, y un Tathagata o «ser plenamente iluminado» del mundo material. Y como «el Zen contempla con la misma indiferencia la vida y la muerte», ¿por qué no abandonar las cuitas de este mundo y adoptar una política de postración a los pies de un dictador homicida?
Este truculento asunto también contribuye a apuntalar mi acusación general según la cual considero que la «fe» es una amenaza. Debería permitírseme que yo continuara desarrollando mis estudios e investigaciones en una casa y que los budistas hicieran girar su rueca en otra. Pero el desdén por el intelecto tiene un curioso modo de no ser pasivo. Una de dos: o quienes se muestran ingenuamente crédulos se convierten en presa fácil de otros menos escrupulosos que buscan «dirigirlos» e «inspirarlos», o aquellos cuya credulidad ha llevado a su sociedad al estancamiento pueden buscar una solución no en el examen de conciencia honesto, sino culpando a los demás de su atraso. Ambas cosas sucedieron en la sociedad «espiritual» más consagrada.
Aunque muchos budistas se arrepienten ahora de aquel deplorable intento de demostrar su superioridad, ningún budista ha sido capaz desde entonces de manifestar que el budismo está equivocado en sus premisas. Un credo que desprecia la mente y la libertad individual, que predica la sumisión y la resignación y que considera que la vida es una cosa tan pasajera y desgraciada está mal equipado para la autocrítica. Quienes acabaron aburriéndose de las religiones de la «Biblia» convencionales y buscan «iluminación» mediante la disolución de sus facultades críticas en cualquier tipo de nirvana deberían prestar más atención a una advertencia. Tal vez piensen que abandonan el dominio del desdeñable materialismo, pero todavía se les sigue pidiendo que pongan a dormir la razón y que se despojen tanto de su mente como de los zapatos.
En Dios no es bueno. Alegato contra la religión, 14
Trad. Ricardo García Pérez
Barcelona, Random House Mondadori, 2008
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