I. Porque no reposa sobre nada, porque carece hasta de la sombra misma de un argumento, es por lo que perseveramos en la vida. La muerte es demasiado exacta; todas las razones se encuentran de su lado. Misteriosa para nuestros instintos, se dibuja, ante nuestra reflexión, límpida, sin prestigios y sin los falsos atractivos de lo desconocido.
A fuerza de acumular misterios nulos y de monopolizar el sinsentido, la vida inspira más espanto que la muerte: es ella la gran Desconocida.
¿A dónde puede llevar tanto de vacío e incomprensible? Nos aferramos a los días porque el deseo de morir es demasiado lógico, por tanto ineficaz. Porque si la vida tuviese un solo argumento a su favor distinto, de una evidencia indiscutible se aniquilaría; los instintos y los prejuicios se desvanecen al contacto con el Rigor. Todo lo que respira se alimenta de lo inverificable; un suplemento de lógica sería funesto para la existencia esfuerzo hacia lo Insensato... Dad un fin preciso a la vida: pierde instantáneamente su atractivo. La inexactitud de sus fines la vuelve superior a la muerte; un ápice de precisión la rebajaría a la trivialidad de las tumbas. Pues una ciencia positiva del sentido de la vida despoblaría la tierra en un día; y ningún frenético lograría reanimar la improbabilidad fecunda del deseo.
II. Se puede clasificar a los hombres siguiendo los criterios más caprichosos: según sus humores, sus inclinaciones, sus sueños o sus glándulas. Se cambia de ideas como de corbatas; pues toda idea, todo criterio viene de lo exterior, de las configuraciones y de los accidentes del tiempo. Pero hay algo que viene de nosotros mismos, que es nosotros mismos, una realidad invisible, pero interiormente verificable, una presencia insólita y de siempre, que puede concebirse en todo instante y que no nos atrevemos jamás a admitir, y que no tiene actualidad más que antes de su consumación: es la muerte, el verdadero criterio... Y es ella, la más íntima dimensión de todos los vivientes. La que separa la humanidad en dos órdenes tan irreductibles, tan alejados el uno del otro, que hay más distancia entre ellos que entre un buitre y un topo, que entre una estrella y un escupitajo. El abismo de dos mundos incomunicables se abre entre el hombre que tiene el sentimiento de la muerte y el que no lo tiene; sin embargo, los dos mueren; pero uno ignora su muerte, el otro la sabe; el uno no muere más que un instante, el otro no cesa de morir... Su condición común les coloca precisamente en las antípodas el uno del otro; en los dos extremos y en el interior de una misma definición; inconciliables, sufren el mismo destino... El uno vive como si fuera eterno; el otro piensa continuamente su eternidad y la niega en cada pensamiento.
Nada puede cambiar nuestra vida salvo la insinuación progresiva en nosotros de las fuerzas que la anulan. Ningún principio nuevo le adviene ni de las sorpresas de nuestro crecimiento ni del florecimiento de nuestros dones; le son naturales. Y nada natural sabría hacer de nosotros otra cosa que nosotros mismos.
Todo lo que prefigura la muerte añade una cualidad de novedad a la vida, la modifica y la amplía. La salud la conserva tal cual, en una estéril identidad; mientras que la enfermedad es una actividad, la más intensa que el hombre pueda desplegar, un movimiento frenético y... estacionario, el más rico derroche de energía sin gestos, la espera hostil y apasionada de una fulguración irreparable.
III. Contra la obsesión de la muerte, los subterfugios de la esperanza se declaran tan ineficaces como los argumentos de la razón: su insignificancia no hace sino exacerbar el apetito de morir. Para triunfar sobre este apetito no hay más que un solo «método»: vivirlo hasta el fin, sufriendo todas sus delicias y sus espantos, no hacer nada por eludirlos. Una obsesión vivida hasta la saciedad se anula en sus propios excesos. De tanto hacer hincapié sobre el infinito de la muerte, el pensamiento llega a gastarlo, a asquearnos de él, negatividad demasiado llena que no ahorra nada y que, más bien que comprometer y disminuir los prestigios de la muerte, nos desvela la inanidad de la vida.
Quien no se ha entregado a las voluptuosidades de la angustia, quien no ha saboreado en el pensamiento los peligros de la propia extinción ni gustado aniquilamientos crueles y dulces, no se curará jamás de la obsesión de la muerte: será atormentado por ella, por haberla resistido; mientras que quien, experto en una disciplina de horror, y meditando en su podredumbre, se ha reducido deliberadamente a cenizas, ese mirará hacia el pasado de la muerte y el mismo no será sino un resucitado que ya no puede vivir. Su «método» le habrá curado de la vida y de la muerte.
Toda experiencia capital es nefasta: las capas de la existencia carecen de espesor; quien las holla, arqueólogo del corazón y del ser, se encuentra, al final de sus investigaciones, ante profundidades vacías. Echará de menos vanamente el ornato de las apariencias.
Así es como los Misterios antiguos, pretendidas revelaciones de los secretos últimos, han pasado sin legarnos nada en materia de conocimiento. Los iniciados sin duda estaban obligados a no transmitir nada; es, sin embargo, inconcebible que en tan gran número no se haya encontrado un solo charlatán; ¿qué hay de más contrario a la naturaleza humana que tal obstinación en el secreto? Lo que ocurre es que no había secretos; había ritos y estremecimientos. Una vez apartados los velos, ¿qué podían descubrir sino abismos sin importancia? No hay iniciación más que a la nada y al ridículo de estar vivo.
...Y yo sueño con una Eleusis de corazones desengañados, con un Misterio neto, sin dioses y sin la vehemencia de la ilusión.
Emile Cioran: Beviario de podredumbre (1949)
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