9 de agosto de 2009

Salman Rushdie: El último suspiro del Moro
Cap. III, 18 (fragmento)





De cómo lord Ram dio muerte al rubio raptor de Sita, Rayan, rey de Lanka:

Aún la batalla dudosa, ¡hasta que Rama en su ira
Blandiera el arma letal, ardiente en celestial pira!

Arma que el Santo Agastya al héroe había entregado,

Alada cual dardo de Indra, que el Cielo había enviado,

Envuelta en llamas y en humo, lanzada por arco feroz,

Pasó la coraza de Rayan, causándole muerte atroz...

Para el hijo valiente de Raghu, ¡bendición desde el cielo radiante

«Campeón de lo cierto y lo justo! ¡Tu tarea más noble y triunfante!»



De cómo Aquiles dio a muerte a Héctor, el asesino de Patroclo:

Entonces dijo Héctor, el del brillante yelmo,
Sus fuerzas ya menguadas: «Te ruego por tu vida,

Tus padres, tus parientes, no dejes que los perros

De los aqueos barcos mi cuerpo aquí devoren... »

Pero, frunciendo el ceño, el raudo Aquiles dijo:
«No me supliques, perro, por padres o parientes.
Sólo quisiera ahora tener deseo y fuerzas,

Para cortar tu carne, y devorarla viva,

¡Por todo lo que hiciste! Y ya no queda nadie

Capaz de mantener los perros alejados...

y perros y aves han de devorarte enteramente. »



Ya veis la diferencia. Donde Rama podía utilizar una máquina celestial apocalíptica, yo tenía que arreglármelas con una rana de telecomunicaciones. Y, luego, no recibí palabras de felicitación del cielo por mi actuación. En cuanto a Aquiles: yo no tenía ni su salvajismo masticador de entrañas (tan reminiscente, si puedo decirlo, del Hind de La Meca, que se engulló el corazón de Hamza, el héroe muerto), ni su capacidad de expresión poética. Los perros aqueos, sin embargo, tenían sus homólogos locales...

Después de haber matado Ram a Rayan, organizó caballerosamente un espléndido funeral para su enemigo caído. Aquiles con gran diferencia el menos gallardo de esos grandes héroes, ató el cadáver de Héctor a la «cola de su carro» y lo arrastró tres veces en torno a la tumba de Patroclo. En cuanto a mí: al no vivir en épocas heroicas, ni honré ni profané el cuerpo de mi víctima; mis pensamientos fueron para mí mismo, y mis probabilidades de supervivencia y fuga. Después de haber asesinado a Fielding, le di la vuelta en su silla, de forma que mirase al lado opuesto de la puerta (aunque ya no tenía con qué mirar). Le puse los pies sobre una estantería y le crucé los brazos sobre las carnosas heridas, de forma que parecía haberse quedado dormido, agotado por sus labores. (…)




















Trad. Miguel Sáenz
Barcelona, Plaza & Janés, 1995






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