22 de julio de 2009

Juan José Saer - El limonero real (fragmento 2)





(...) el lugar brillante queda vacío y en silencio por un momento hasta que en su interior resuena la explosión de la zambullida. Ahora está el agua vacía, lisa, sin una sola arruga en la superficie, en completo silencio, hasta que de golpe co¬mienzan las sacudidas, el ruido de los chapuzones y de los pataleos, los golpes profundos y sonoros y el collar de espuma lechosa que provocan, la columna de salpicaduras veloces que se levanta por encima del río y después desaparece, pero nadie produce el tumulto, no se ve nada sobre el agua ni dentro de ella, por más que busque y mire cuidadosamente el centro del fragor que acaba de golpe, como ha empezado. La brusquedad del silencio es todavía más insoportable: no hay nada más que el agua lisa otra vez, sin una sola arruga en la superficie, sin siquiera los círculos concéntricos cada vez más débiles y más amplios que van a desaparecer en las orillas más secretas y que producen los cuerpos al caer al agua; nada, excepción hecha del agua lisa y de la mirada empavorecida que espera inclinándose cada vez más hasta casi tocar el agua, hasta que el burbujeo ligero comienza, lento y diminuto, y se ve aparecer esa mancha de piel tostada, el fragmento combo del cuerpo que flota, hundiéndose y reapareciendo, con gran lentitud, lavado por el agua, liso, como la convexidad de una boya que por momentos logra vencer la presión y emerger y a la que el agua cubre a veces en su vagabundeo. La mirada retrocede, con violencia, permanece un momento inmóvil y después se inclina otra vez, con precaución y miedo, con enviones breves de aproximación. Va a producirse el reconocimiento: el fragmento de piel tostada, la convexidad lisa que se muestra vagamente humana, sin precisión -puede ser la espalda, un hombro, el pecho, un fragmento de nalga, una rodilla- el vagabundeo caprichoso y lento, la inmersión y la aparición, en el centro del agua, en pleno silencio, se organizan de golpe, para revelarlo todo, en un relámpago de evidencia que sin embargo se esfuma una y otra vez, y el ascenso hacia el reconocimiento debe recomenzar, trabajoso y pesado, como un río que fluye para atrás y comienza a recorrer a la inversa su cauce en el momento mismo de llegar a la desembocadura. Por momentos alcanza esa precisión estéril de lo que no obstante no puede ser nombrado; una precisión que no es propiamente comprensión ni tampoco, desde luego, lenguaje. Se trata de una certidumbre terrible pero informulable, y mientras quede al margen de esa formulación el reconocimiento quedará en suspenso. Entonces entra en el agua: es viscosa, negra, pesada, tibia, enemiga. Se ciñe a sus rodillas, humedeciéndolas, y él se inclina, va a acuclillarse, pero siente que el agua penetra a través de su pantalón y le moja los testículos y el culo. Permanece un momento como sentado sobre el agua, viendo enfrente la zona tersa y la convexidad lisa flotando lenta en ella, sin siquiera formar una burbuja o una arruga en la superficie. Mantiene los brazos -tiene brazos- en alto, para no mojárselos, preparado para saltar, sintiendo el agua empapar las partes inferiores de su cuer¬po, porque también tiene un cuerpo. Entonces empieza la cacería. Cada vez que la cosa lisa emerge, él se zambulle detrás de ella, queda un momento como ciego, bajo el agua, y reaparece con las manos crispadas, en actitud de aferrar algo, dos garras infructuosas agarrándose una a la otra y la co¬sa reapareciendo más allá, intacta y fluctuante, en su actitud de abandono errabundo. Se sumerge dos o tres veces sobre ella y las dos o tres veces sale a la superficie dando cabeza¬zos rápidos con los ojos cerrados y comprobando al abrirlos que toda la zona de agua lisa, el círculo aceitoso en medio del cual el órgano irreconocible fluctúa, se ha corrido unos metros más, alejándose de él y de la orilla; por fin se yergue, toma aliento, respirando hondo dos o tres veces, y comienza a avanzar dando pasos tan suaves que el agua, que le llega casi al cuello -porque tiene un cuello-, apenas si se mueve. Lleva los brazos en alto, por encima de la cabeza. Entra en el círculo de agua lisa; la cosa está ahí; se detiene. Con los brazos en alto, inmóvil, ve cómo, boyando, entrando y saliendo del agua con impredecibles y lentas intermitencias, la cosa se aproxima a él y casi lo toca. La deja sumergirse una vez y cuando advierte que está a punto de reaparecer -hay una agitación levísima en la superficie- se arroja sobre ella. El resto pasa en la terrible oscuridad, bajo el agua negra. Su cuerpo está metido en el agua como una cuña que abriese un hueco en el que no hay lugar más que para uno solo. Ahora ha aferrado la cosa y siente que es un cuerpo desnudo que lucha con el suyo, un torbellino de brazos y piernas, respiración muda y golpes ciegos, y puede palpar la cara y la cabeza, el pelo mojado y los ojos y la boca apretados. El cuerpo trata de arrastrarlo hacia el fondo del río, hacia el lecho de oscuridad barrosa, y entonces las manos palpan el cuello y comienzan a cerrarse sobre él. Las manos -porque tiene manos- aprietan durante un minuto o más, y las sacudidas del cuerpo, primero enloquecidas, furiosas y violentas, van haciéndose cada vez más débiles y espaciadas, menos tensas, hasta detenerse. Ahora no siente más que un peso muerto que cuelga de sus manos y que la corriente tiende a elevar y a arrastrar río abajo. Queda un momento inmóvil, en medio de esa oscuridad líquida, hasta que por fin suelta el cuello y el cuerpo se separa de él con un último sacudón apagado. Sale a la superficie de cara a la orilla. No ha habido reconocimiento aunque sí certidumbre. Pero una certidumbre sola, vacía, sin comprensión, que no sabe de qué es certidumbre. Sabe que no debe mirar para atrás; dos o tres veces está tentado de volver la cabeza, en medio de esa luz brillante que cae recta sobre el río -es mediodía-, pero tiene miedo de ver otra vez el fragmento de piel tostada errabundeando en silencio en la superficie del agua lisa; cuando llega a la orilla, chorreando agua, se da vuelta; dos o tres veces le parece ver algo, impreciso, ubicuo, flotando. Jadea y tiembla.

(...)



Buenos Aires, Emecé Editores/Seix Barral, 2008




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