La silueta del viejo se recorta contra el camino amarillo. Se oye el entrechocar de los cubiertos contra los platos, el golpe de los vasos sobre la mesa de madera, las voces hablándose y contestándose en relación rápida, las sacudidas de la mesa y sus crujidos y vibraciones por el serrucheo de los cuchillos, las risas súbitas y el sonido liso de la saliva penetrando los alimentos en masticación, el golpe del pan al quebrarse, el impacto metálico de las fuentes de loza cachada al ser vaciadas y colocadas unas encima de las otras, la explosión seca y profunda de los corchos al salir de las botellas y el murmullo de la soda al manar súbita en un chorro blanco y recto y hacer rebalsar los vasos, el ronroneo del recuerdo y del pensamiento que suenan en el silencio y se hacen oír a través de él. El contraste no es únicamente de sombra y luz sino también de movimiento y de inmovilidad: por un lado están los árboles inertes, los espinillos que bordean el camino amarillo, y por el otro el crecer y disminuir imperceptibles de los pechos al ritmo de la respiración, la arena amarilla muerta y los brazos que se levantan con el tenedor en la mano en dirección a la boca, el tejido de alambre que separa la casa del camino y apenas si se ve y las cabezas que giran de un lado a otro y las lenguas que se mueven en la conversación, los cráteres vacíos de las huellas sobre la arena y los ojos que se mueven para mirar, el sol inmóvil contra el conjunto vivo en el interior de la esfera de sombra, el aire estacionario y sin viento y la fluencia de las palabras que repercuten y se esfuman. El olor del pescado frito, olor a pescado y a fritura, pero olor a pescado frito sobre todo, el olor del vino y de las ramas verdes entrecruzadas arriba, por encima de los cuerpos que tienen cada uno un olor particular y el olor de conjunto y el de conjunto en el momento del acto de comer, se mezclan y se confunden, separándose por un momento y cobrando identidad y nitidez, con el olor de los panes cuando se quiebran y con el olor frío y profundo de los corchos de vino, con el olor de la luz solar al bajar despacio y continua y resecar y socarrar la tierra. El gusto propio, el de la propia boca, el de los dientes y el de la lengua húmeda, el de los labios resecos con gusto a sudor, se funde y desaparece en la consistencia de la carne blanca del pescado que se deshace bajo la trituración de los dientes; la sal y el pan primero saben por sí mismos, pero después se funden en el sabor único del bocado que el vino tinto penetra y contribuye a macerar. Recibe en la boca y comienza a triturar con los dientes un bocado y después recibe en la boca de su propia mano que se alza con el vaso un largo trago de vino y los jugos del alimento se mezclan y confunden con el sabor grueso del vino, mientras ve los cuerpos extenderse en dos hileras en dirección a la cabecera opuesta, hacia la inmovilidad amarilla del camino, moviéndose y emitiendo sonidos y voces que puede escuchar, y deja sobre la mesa el vaso sin nada cuyo contacto liso y frío permanece un momento como un eco de contacto que más es recuerdo contra la yema de sus dedos: uno de esos recuerdos que no parecen pasar a la memoria sino quedar, anacrónicos, adheridos al lugar de la sensación, ojos, dedos, lengua. (...)
Buenos Aires, Emecé/Seix Barral, 2008
Buenos Aires, Emecé/Seix Barral, 2008
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