7 de noviembre de 2008

Luciano Tanto - Trampas literarias:
Jean-Marie Gustave Le Clézio, Nacer en una guerra






De cómo un fragmento* publicado por Patricia D. en su zoológico de letras se parece peligrosamente a un inédito –al menos presunto- escrito por el flamante premio Nobel para un diario italiano, cuya traducción acá va.


Tengo una vaga idea del origen del libro El nacimiento de Jalna, citado en el relato. Figura en antologías y en páginas literarias virtuales, pero no pude verificar el autor, y estos detalles me matan.

Publicado en exclusividad (?) por el Corriere della Sera, en el marco del Festival Internacional de Literatura, Roma 2004.

Nacer en una guerra
Por Jean-Marie Gustave Le Clézio
(Niza, Francia, 13IV1940. Traducción del italiano: Luciano Tanto)

Nací sonriendo. Me lo reprocharon a menudo, como si yo tuviese algo que ver. Quien nació en una isla a menudo tiene esa sonrisa fija que irrita a los habitantes de la ciudad. Es que leen vaya a saber cuál secreto, una hipocresía, o la señal de un ánimo débil, o directamente de un simplón. Cuando se nace de una madre proveniente de una isla, se sabe por instinto que algún día habrá que explicarlo, enfrentar a los demás. También sabemos, ya que todos se ocupan de informarlo, que el universo no se reduce a ese perímetro, que no es pequeño, no es bueno, y que, en torno a uno, la gente no tiene necesidad de nosotros. He aquí por qué las personas crecidas en ese círculo estrecho, ligadas a una isla natal, se construyen cuanto antes esa sonrisa falsa que les sirve de coraza. Cuando salí de mi aislamiento, luego de esa horrenda guerra, tenía esa sonrisa fija. Mis compañeros de escuela me interpelaban: “¿Por qué sonreís todo el tiempo?”. Otros agregaban, como si fuese una explicación: ¿No serás un poco negro, vos?”

Yo no sabía qué responder. No sabía cómo era. No conocí a mi padre. Imaginaba que debía ser como yo, piel oscura, labios carnosos y esa sonrisa inmóvil que no significaba nada. Después aprendí a defenderme. Decía: “No es una sonrisa, es una mueca”. El único momento en el cual mi sonrisa se borraba era cuando un avión pasaba bajísimo en el cielo, y el zumbido de su motor me desgarraba el oído. Había guerra. No había hombres en casa, aparte de mi tío abuelo Monsieur Lucien, pero no estaba seguro de que fuese realmente un hombre. Era altísimo y flaco, con una voz sutil. Lo quería mucho. Mi abuela era baja y robusta, con un rodete de pelo negro y ojos grises. Ella era la que decidía todo, mandaba en todo y por todo. Mi madre era bellísima. Me acuerdo de ella en esa época, era alta, delgada, con cabellos negrísimos, una piel color pan sazonado (un día alguien se lo había dicho), ojos también negros, flecos de cejas espesas.
En verano pasaba el tiempo en malla de baño, al sol, en el césped del jardincito de atrás de la casa. Lo hacía al comienzo, luego llegó el enemigo y mi abuela le prohibió estar afuera.

La piel de sus piernas, sobre las tibias, era oscura y luciente, me gustaba pasarle la punta de los dedos, era lisa y cálida como una piedra pulida por el mar. Había guerra. No había nada para comer. No había dinero. Las noticias debían ser angustiantes. Y sin embargo, recuerdo a mi madre como una persona alegre y despreocupada. Le gustaba canturrear canciones criollas, tocar la guitarra. También le gustaba leer, podía estar horas hundida en un libro como “El nacimiento de Jalna”. Gracias a ella, quedó en mí la convicción de que, sea cual sea la dificultad del momento, le realidad sigue siendo un secreto, y que sólo soñando nos acercamos al mundo. Mi abuela era completamente diferente. Era una mujer del norte, de la zona de Arras o de Compiègne, de una larga estirpe de campesinos duros y autoritarios. Se llamaba Germaine. Creo haber entendido muy pronto cuánto había de volitivo, avaro y obstinado en ese nombre. Se la tenía jurada a los enemigos que habían invadido Francia. Jamás los llamaba por su nombre. Había perdido a su esposo durante la Gran Guerra. Había criado a su hijo único, y a su hermano menor después de ese hecho. Todo esto lo entendí sólo mucho tiempo después.

Tampoco de mi padre, supe nada. Un día se fue, y nunca más volvió. De hecho no guardaba de él ningún recuerdo. Una sombra, quizás, un perfil huidizo. De mi abuelo paterno quedaban sólo unas pocas fotografías enmarcadas en el cuarto de la abuela. También una biblia, y unos libros de Emmanuel Swedenborg con los que aprendí aprendí a leer. Mi madre tenía un nombre dulcísimo. Un nombre de isla y de río, que se adaptaba a su sonrisa, al color de su piel y a las músicas de su guitarra. Se llamaba Rosalba. La guerra es cuando se tiene hambre y frío. ¿No hace siempre más frío cuando hay guerra? La abuela Germaine decía que las guerras que ella había conocido, la “Grande” y luego la otra, la “porquería”, esa que estalló cuando yo tenía un año, ambas se habían caracterizado por veranos tórridos, seguidos de inviernos terribles. Contaba, recuerdo, que en el verano del ’14 las alondras en el campo habían cantado “est’estío”, “est’estío”. Y que dos días después los muros estaban llenos de convocatorias a la movilización. Germaine no había dicho que los pájaros hubieran cantado durante el verano del ’39. Había dicho sin embargo que su hijo había partido bajo una lluvia torrencial. Había besado a su mujer, me había levantado en brazos, y se había marchado sin darse vuelta. En la montaña, hacía frío desde octubre. Cada atardecer llovía.

Las calles convertidas en torrentes que producían una música triste. Había muchos cuervos encaramados en los campos, se reunían, y sus gritos estridentes llenaban el vacío del cielo. Nosotros vivíamos en el primer piso de una vieja casa de piedra, a la salida del pueblo, hacia el alto. En la planta baja, había una gran habitación donde tiempo atrás había funcionado un almacén y venta de papas. Las ventanas del negocio habían sido tapiadas. Por orden del enemigo. Temían atentados. El local todavía servía como depósito. Una tarde, la propietaria, la señora Carrington, había abierto la puerta y pude entrever el negocio en penumbra, los estantes vacíos, las damajuanas unidas por telarañas, y en el piso, fantasmagórico a la luz grisácea, trapos y bolsas vacías, parecidos a cadáveres. “¿Qué hacés aquí? ¡Shh, fuera¡”. La señora Carrington apareció en el umbral, con un delantal color bolsa de papas envejecida, con telarañas en la cabellera. Estaba pálida, tenía un solo diente que apoyaba en el labio inferior. Metía miedo a todos los chicos del pueblo. La guerra era por sobre todo el olor, un olor que no puedo olvidar. Una mezcla de moho, de humo, un olor a castaña y coles, una cosa fría e inquietante.

La vida pasa, cambiamos, olvidamos. Pero el olor de la guerra permanece, a veces vuelve inesperadamente. Y con él vuelven los recuerdos, la duración, la duración de ese tiempo, cuando parece que los días, los meses, los años no tienen fin. Que el enemigo se quedará para siempre, que jamás se irá, que ocupará el suelo y las calles del pueblo hasta el fin del mundo. La falta de plata. ¿Cómo se da cuenta, un niño de cuatro años? ¿Quizás porque lo hablaba a veces con mi madre, al atardecer, después de la sopa de nabos, mientras yo me adormecía con los codos sobre la mesa mirando cómo se movían los dibujos del mantel de hule? “Como hacemos con la leche, el pan, la verdura? ¡Está todo tan caro!” Pero no es que falte plata, es el modo de pasar el tiempo. El modo de no pensar más en el tiempo, de no temer al día que termina, de la noche, del día que está por nacer. Ese miedo que se mezcla con el olor del pueblo, con el frío del valle encajonado por el invierno, a la sombra del macizo de los Abeilles que avanza como un ala. El pico es el promontorio rocoso que domina el valle, que amenaza al pueblo. Nuestra casa está en el borde del camino que va hacia lo alto de la montaña, en el punto en el que se se estrecha el valle forzando el agua del río hacia la presa.

Pero a mí me gusta el río, su ruido, su olor. No es como el olor a sótano que sube de las mesas del cuarto grande donde los harapos son restos olvidados. El río tiene una música casi dulce, me produce el mismo efecto que la voz de mi madre Rosalba cuando canta acompañándose con la guitarra, o cuando me lee algo, cuando anochece, en su cama, ella y yo arropados con las mantas para calentarnos. O la voz de la lluvia que debe caer cada noche mientras duermo, cuando la sombra de encaje de los Abeilles avanza como un ala de cuervo. La habitación donde viviamos más tiempo era la cocina. Los tres dormitorios eran negros y fríos. Daban sobre la orilla pedregosa del río donde el agua corría de continuo. La cocina daba sobre la calle, con dos ventanas y un balcón donde la abuela ponía las provisiones al fresco. Al atardecer, la abuela Germaine ponía un papel azul en las ventanas para cumplir con el toque de queda. Yo pasaba la mayor parte del tiempo en la cocina. Ahí daba el sol incluso en pleno invierno. Durante el día no había necesidad de cortinas ya que no teníamos vecinos. El camino que pasaba bajo las ventanas de la cocina llevaba a la montaña. No pasaba mucha gente. Por la mañana, a eso de las siete, el ómnibus asmático a gas que unía los pueblitos del alto de la montaña hacía un ruido apagado. Cuando lo oía llegar llegar, corría a ver el enorme insecto metálico sin trompa y sin capot, con el techo cubierto de bultos atados envueltos en tela.

La parada del autobús estaba un poco más abajo, sobre la plaza. Desde el balcón, podía divisar, más allá de los prados sobre el río, los techos del pueblo nuevo con el campanario cuadrado y el reloj con números romanos. Nunca logré saber que hora era, creo que el reloj estaba roto desde el comienzo de la guerra. Me parece que siempre marcaba el mediodía. La cocina, en primavera, se llenaba de moscas. La abuela Germaine decía que las había traído el enemigo. “Antes de la guerra no eran tantas”. Mi tío Monsieur Lucien se burlaba de ella. “¿Cómo lo sabés? ¿Las contaste?”. Ella no arredraba. “Ya en 1914 se vio cómo llegaron a Compiègne, deberías recordarlo. Nubes de moscas. Decían que las habían traído para lanzarlas sobre nosotros y desmoralizarnos”. Para combatirlas, la abuela Germaine colgaba tiras de papel engomado de la lamparita. Por la escasez, usaba siempre la misma tira, que limpiaba cada anochecer. Pero así iba quitando la capa de pegamento y poco después, más que trampa, la tira era lugar de encuentro para las moscas. En cuanto Monsieur Lucien, él usaba un método más radical. Armado con una palita cien veces recompuesta, partía a la caza cada mañana. Decía que no se le ocurría desayunar sin haber eliminado antes al menos un centenar de moscas. Y así fue como aprendí a contar…

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