En una lista, que se ha hecho famosa, de sus autores más queridos y frecuentados, Borges incluía, junto a los inevitables De Quincey, Quevedo y Stevenson, el nombre de Léon Bloy. Sin embargo es difícil imaginar dos personajes más distantes: por una parte el «insoportable» Bloy, «sedoso perrazo y caníbal celestial», pregonero del Paráclito, flagelo de los burgueses bien nutridos y sentenciosos, de los intelectuales iluminados y de las almas tibias, en paz consigo mismas; por otra, el fascinante Borges, al que no le gusta declarar la guerra al mundo, fanático únicamente de la forma, y voraz devorador de teologías…, no por fe, sino por soberano parasitismo literario.
Pues bien, el punto de contacto debe de haber sido este último: entre los escritores modernos, ninguno ofrecía una teología tan vertiginosamente novelesca como la de Bloy. (Por una misteriosa distracción, la Iglesia no lo ha visto, hasta el punto de que ha dejado de condenarlo como hereje, aunque la ortodoxia de hoy y la de entonces deberían reconocerlo como una amenaza perenne.) Hereje, también él, por devoción a la que Sainte-Beuve llamaba la «enfermedad literaria». Borges encontró, o reencontró, en Bloy muchos de aquellos mecanismos fantásticos por los que hoy su nombre sigue encantando contagiosamente a los lectores. Y no tanto las demasiado evidentes magias del laberinto, sino el juego de los espejos, la oscilación de las identidades, la historia cifrada, la prefiguración de los destinos en los gestos. «Siempre somos lo que creemos ser, pero al revés, en el espejo»: extraigo estas palabras de una página abierta al azar del prodigioso Journal de Bloy. Y más adelante: «Puesto que todo lo que sucede es prefigurativo, sobre todo en las cosas humanas, se puede y se debe decir que todos somos profetas sin saberlo y que todos nuestros actos, buenos y malos, son profecías.»
Cabe suponer que la imaginación de Borges se ha apoyado en pasajes como éste. Y quizá más de una vez algunas palabras de Bloy habrán actuado sobre diminutos dispositivos de los que han nacido algunos relatos memorables del bibliotecario de Babel. Además, el ensayo que Borges dedicó a Bloy en Otras inquisiciones, con el elocuente título de El espejo de los enigmas, es, de hecho, una camuflada declaración de poética del propio Borges. Al reconocer en Bloy «un hermano secreto de Swedenborg y de Blake», Borges daba a entender que también él se sentía de la misma familia.
Una actitud diferente, menos generosa, y una argumentación más prudente aparecen en el breve texto que Borges escribió para presentar su selección de doce de las treinta Historias desagradables de Bloy, aparecidas en 1894. En él, como si quisiera distanciarse con ironía más bien fácil de un autor demasiado amado, Borges alude a varios aspectos grandiosamente incongruentes del personaje Bloy, y concluye: «No es improbable que los historiadores del futuro lo vean como un místico; nosotros, fundamentalmente, vemos al despiadado libelista y al inventor de relatos fantásticos.» En suma: el «hermano secreto» de Blake aparece ahora como máximo maestro del humour negro.
En Los cuarenta y nueve escalones
Traducción: Joaquín Jordá
Milán, Editorial Adelphi, 1991
Foto Sophie Bassouls
Traducción: Joaquín Jordá
Milán, Editorial Adelphi, 1991
Foto Sophie Bassouls
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