15 de noviembre de 2020

Silvina Ocampo: Anamnesis





Mi paciente tiene una idiosincrasia extravagante,
un organismo con memoria, una sensibilidad,
una presciencia infatigables.
Preparada desde la más tierna infancia para el contagio
absorbe gérmenes y contaminaciones
a velocidades incontrolables.
Mejor sería no hablarle de incestos.
Un rencor ancestral duerme, más bien, vela, en sus entrañas.
Séquitos de materias inalienables
cuyos orígenes oscuros se desconocen
hacen abortar sus mejores planes.
No puede abrir un cajón
para buscar un lápiz violeta.
¿Por qué violeta?
Dice que las palomas tienen algunas plumas de ese color sobre el pecho.
Si interrogo extrañado: —¿Violetas? —protesta.
—No. No son violetas.
Si insisto en preguntarle: —Entonces ¿por qué dice que son violetas?
Responde: —Son como si fueran violetas.
No puede tapar el pomo de la pasta de dientes,
ni recordar la fecha del cumpleaños
de una persona que ofende el olvido.
Cualquier pluma la mortifica severamente
salvo las del pavo real que colecciona
y guarda en una enorme caja de bombones.
El incumplimiento variado
de sucesivos suicidios
(saltos en el abismo, venenos, tajos en las venas, tiros en el abdomen)
modifican el esquema
interior de su esqueleto.
Quien no la oyó reír no conoce la emoción
de su fragilidad capilar.
Una aguja viajó por su cuerpo
durante muchas horas.
Antes de llegar al pecho se detuvo:
con un brillo helado
cambió de rumbo
y se clavó sobre la rosa artificial
que sostenía en ese momento
la mano delicada de mi paciente
creyendo que formaba parte de la mano.
Amó hasta el delirio una voz,
una mirada detrás de un vidrio, sin otros aditamentos,
una frase que una persona jamás llegó a decir
pero que tal vez habría pensado sin expresarla
con un leve suspiro pensando en otras cosas. 
Teme la giba de la ancianidad,
el insomnio de la hipertensión
en los espejos de tres cuerpos.
Presiente
la incongruencia de los espasmos abdominales
el servilismo del riñón flotante
en la epidermis
de una fotografía de pasaporte,
que no fue aceptada en el departamento central de policía.
El pelo sufre las más extremas transformaciones:
de noche sobre la almohada
suena como la cuerda de un arpa.
Pasa del rosa al verde asomado a la ventana
del día, eléctrico,
estremece a quien lo toca.
He oído decir a mi paciente
que adopta voz de nena y a veces hasta de laucha para narrar su sensibilidad.
—Mi pelo tiene orejitas
tiene también ojos
(como la cola del pavo real).
Teme ver a una persona
que desea ver con ansias 
en cambio se apresura a ver
a las que le son desagradables.
Como usted.
Un hombre que la mira mata a mi paciente.
Un perro que la sigue la esclaviza.
Un niño que la busca la obnubila.
Un durazno maduro la hipnotiza.
Una tumbergia en flor la vuelve loca.
Convendría no perturbarla.
Transcribo nuestro diálogo:
—Los médicos me nutren de enfermedades numerosas
para distraerme de las mías.
Los caramelos sirven para esos fines:
me convidan con microbios seleccionados
porque me creen golosa
y no quiero defraudarlos. Yo la interrumpo.
—¿Defraudar a quién?
¿A los caramelos o a los médicos?
A esta pregunta capciosa
invariablemente contesta:
—A los caramelos porque los médicos no existen.
Llego a una triste conclusión:
Mi paciente es mentirosa.
Mas ¿cómo desentrañar la verdad de la mentira?
Si existe una verdad.
Mejor sería no ofrecerle caramelos
sino comerlos en su presencia
para despertarle el apetito.
Mi paciente ama con el páncreas
con el plexo solar y con la médula.
Espera con la garganta y con las rodillas.
Teme con las recónditas venas.
Con el sexo promete
¿qué? nada que el sexo pueda dar.
Oye con los pies y las axilas
(aunque mienta diciendo que es con la boca).
Aborrece con las arterias y con el riñón derecho
(el izquierdo lo ha donado).
Arbitraria, muerde con los omóplatos,
operación difícil pero posible.
Ningún cromosoma es tan sutil,
ninguna fístula tan corrosiva,
ningún virus tan arcano
como su corazón,
único órgano perfectible del cuerpo.
Tuvo relaciones íntimas con tres estafilococos dorados
sobre almohadones de damasco amarillo.
De un examen de fondo de ojo
logré extraer sin modificaciones aparentes
el diminuto cairel de una araña
y un dije de plata minúsculo,
con una figura grabada que no descifro
ni pudo descifrar ninguno de mis colegas.
Irritadas amebas,
prestigiosos virus le anularon insustituibles años
que ningún médico por competente que sea le devolvió.
Los movimientos del colon
dibujaron graciosas figuras televisadas
en blanco y negro
parecidas al fondo del mar.
—En cada ser está el universo
—exclamó con indiferencia.
Sus excrementos olieron a jazmín
cosa que no es frecuente, aunque el jazmín
llegue a tener olor a excremento.
Masticó lentamente
en un cerebro ilusorio
los nombres propios que molestan la memoria
de cualquier ser humano
capaz de escribir una palabra
sobre un papel de seda.
Huyó del escorbuto y del carbunclo
con las alas que da el tiempo.
Huyó de la malaria
en sucesivas reencarnaciones
sin contar la viruela
la lepra y la fiebre amarilla
que buscó entre las rosas
de un jardín oriental
en las orillas crecientes
de la putrefacción.
Y todo eso para seguir viviendo,
muriendo, ignorando a veces
que la voluntad del alma es una sola.
Heredó la barriga de una ninfa de bronce
que sostenía una antorcha para iluminar el descanso antiguo de una escalera
los celos incontenibles de la cocinera
por toda voz telefónica
la aguda vista de la bordadora que hacía las veces de institutriz francesa
el remolino de la ceja derecha en un retrato del tatarabuelo
la afición por los caramelos ácidos del consabido portero
que le enseñó a jugar al truco a los cinco años
con naipes húmedos y bolitas de vidrio
la agilidad de la tía Clorinda que era capaz de treparse a una palmera para juntar huevos
de urraca o de paloma a la hora de la siesta.
Heredó y esto parece una utopía
el cutis de las magnolias
que en los floreros daban con su perfume
dolor de cabeza para el resto del día.
Heredó con toda reserva
el ímpetu avasallador de algunos
adornos encerrados en la vitrina de una sala:
un tigre de marfil rodeado por una serpiente
con flores perversas.
Heredó la belleza
¡quisiera saber de quién!
ella dice que la heredó de un plato sopero
donde en el fondo de la sopa de tapioca,
brillaba siempre Diana Cazadora.
De las consecutivas mañanas de primavera
la mentira.
De un gato la entrega aparente de sí misma
a cualquiera o a nadie.
De Narciso en un libro de mitología
amarse por sobre todas las cosas.
Heredó del lebrel
la elasticidad y la dulzura
el color de los dientes y de la lengua
y ese apetito incontenible
frente a cualquier plato de carne
condimentada.
Heredó el vaivén de la mecedora
y del columpio de la plaza
donde grabó en la madera del asiento sus iniciales.
De los sapos la voracidad sexual que dura tanto en apagarse
como las noches de Alcmena.
Aunque nunca trabajó en un circo de contorsionista
como era su vocación
sus articulaciones tan flojas
podían desmembrarse, lo he comprobado,
en pocos minutos,
sin instrumentos quirúrgicos
ni la habilidad técnica
que ya he olvidado
pero que inspiraba la admiración
de mis condiscípulos.



En Los días y las noches [1970]
Incluido en Cuentos completos, Vol. II
Silvina Ocampo, 1999




Foto: Sivina Ocampo por Danie Merle



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