Concediendo que hayan dispuesto del tiempo necesario para entenderlo, no cuesta imaginar a las víctimas del Minotauro conciliadas con su destino, con ese final que sólo considerado desde fuera del laberinto es atroz. El punto de vista interno desautoriza ese adjetivo, desplaza los acentos, sugiere una versión más sutil, más trágica del repetido drama.
Para quien carece de vínculo con el exterior, para quien está cortado del mundo y por lo tanto obligado a prescindir de él, el inmutable y aciago perímetro del laberinto se constituye en universo: un universo mezquino, invariable, oscuro, del cual cada cámara es el indistinto centro. La presencia del Minotauro en ese antro no agrava las circunstancias, no las hace más ominosas. Lo verdaderamente atroz es lo que antecede a esa cita ineludible, el inicial e involuntario proceso de aprendizaje que la situación exige, cada una de sus presumibles etapas: las inútiles astucias, el desordenado pavor ejercido hasta el agotamiento y la náusea, la obsesiva sensación de pérdida, el desánimo, el manso aceptamiento de la evidencia, la brusca y tozuda decisión de revertirla...
Una vez alcanzado cierto grado del conocimiento, el encuentro con el Minotauro, al principio tan temido, se convierte en un consuelo, en promesa de una huida respetable, en el único medio elegante de burlar la implacable monotonía, de soslayar la penumbra y el despojo. El Minotauro sólo debe aparecer para que las víctimas se le entreguen sin reparos, ya educadas por la desolación y el decoro.
El Minotauro queda, tras el sangriento rito, nuevamente a solas. También él es una víctima, la única que sobrevive una y otra vez. Se lo ha encerrado en el laberinto para paliar la vergüenza que su bastardo origen y su ingenua, incesante monstruosidad infligen a su casa. Si se lo deja con vida, si se lo alimenta a pesar de la ira y del bochorno que su nacimiento suscitó, es para hacerlo objeto de una despaciosa venganza, de un tormento refinado que especula con la dialéctica de su mezclada condición: su inocente delito ha de ser reparado cíclicamente; las oscilaciones de su ser mixto decidirán el ritmo del desproporcionado desquite.
Su naturaleza pendular impide al Minotauro discernir definitivamente la miseria que se le ha impuesto, pero no le ahorra atisbos penosos. Practicando, sin saberlo, el desagravio, se siente en ocasiones al borde de algo viscoso, de una bruma significativa que no llega a concretarse. Olores y lejanos suspiros lo distraen del recurrente tedio y de la angustia que a veces lo oprimen, haciendo surgir en él una confusa y siempre trunca vislumbre. De aprehender el sentido último del sino que se le ha preparado, de adivinar su vida misma como expiación, lo desvía cada vez la ansiedad de sus víctimas por caer en sus manos, por salvarse entre sus dientes. El falso éxito lo obnubila, marea al animal en él, lo separa repetidamente de una revelación irreparable. Pero el ofuscamiento se vuelve más efímero con los años; tanta presa fácil termina por no satisfacer ni siquiera sus instintos. Con creciente frecuencia se intuye ante un enigma, presiente que el enunciado del problema y su solución son casi la misma cosa, que no atina a formular, pero a la cual todo su ser se prepara subterráneamente.
Sólo la aparición de Teseo, quien ha entrado en el laberinto por curiosidad, armado de un hilo y con una espada en la mano, le permite descifrar al hombre en él lo que el animal no pudo más que barruntar.
Ambos monstruos, el semidiós y el semitoro, se detienen frente a frente, se inspeccionan recelosos. Teseo, envuelto aún en el aroma de una mujer, sabiéndose esperado, depone enseguida su azoro y se planta desafiante, aferrado con igual fuerza al cordel y a la espada.
Aunque el Minotauro jamás ha visto algo así, reconoce en Teseo a alguien que no está dispuesto a morir, a alguien con anhelos y planes y con la insensatez necesaria para no abjurar de ninguno de ellos.
El Minotauro sopesa el alcance de esta clave inesperada, el valor del dato que sus víctimas le negaran, deseosas de perder la costumbre del espanto, apabulladas por un híbrido de resignación y oblicua altivez.
Asterión termina de comprender: amargamente toma conciencia del tiempo perdido, de todo aquello de lo cual carece, de lo que nunca poseerá. Considera su vida desde esta nueva perspectiva; se explica así los gemidos que no llegó a pronunciar, las postergadas desesperaciones, padecidas ahora al unísono. Intenta imaginarse afuera, pero no se le ocurre imagen alguna, ni del mundo ni de sí mismo en ese marco ignoto. Advierte que el universo que los otros comparten sería para él una mera prolongación del laberinto, un ensanchamiento innecesario y doloroso de su lento patíbulo.
Súbitamente inspirado, entreviendo orgulloso y divertido que despeja así una larga y taimada ecuación, que su gesto lo hermanará con quienes le fuesen alimento, se abraza a la espada de Teseo como a una bienhechora.
Carlos García nació en Buenos Aires en 1953;
se trasladó a España en marzo de 1977
Vive en Hamburg (Alemania) desde 1979 (Bio)
En FB: Décadas 20-30
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