Que Dios haya separado los cielos y la tierra, y el día y la noche, y la tierra y las aguas, y creado de la nada los vegetales, y las estrellas, y los monstruos marinos y los seres vivientes según su género, y después el hombre a su imagen y semejanza, y todo eso en seis días es más que probable: es verosímil, no porque haya ocurrido de verdad, sino porque el mito que lo refiere es coherente, y aunque no compartamos sus pautas de realidad, tampoco es posible descubrir en él ningún anacronismo serio. Desde el punto de vista narrativo, podría señalarse a lo sumo cierto desorden en la Creación, alguna que otra falta de método, e incluso de necesidad: un demiurgo que creó el universo de la nada hubiese debido también ser capaz de crearlo de una sola vez, en un milésimo de segundo, tal cual es ahora, y no parte por parte, laboriosamente, en una fatigosa semana de esfuerzos inhumanos.
Es con Caín y Abel y al este del Jardín del Edén que empiezan las complicaciones. Después del fratricidio, cuando las recriminaciones de Jehová le hacen tomar conciencia del horror de su crimen, Caín exclama: «Seré extranjero en la tierra, y me matará el primero que me encuentre» (Génesis, 4, 11). La escena es extraordinariamente intensa, pero por lo que el lector conoce de la Creación hasta ese momento, sabe que Caín no corre el menor riesgo de ser asesinado, porque después de haber matado a su hermano, es el único ser humano que queda en el mundo. Eso no le impide emigrar al este del Edén, a un lugar llamado justamente Errante (Nod), conocer a una mujer y tener una vasta descendencia. Pero no hay que cometer el error, de gusto y de inteligencia, de burlarse de las contradicciones de un mito. A partir de la segunda mitad del siglo XIX en sus tratados monumentales de mitología comparada, Max Müller, Salomón Reinach y James George Frazer intentaron elaborar en sistemas la lógica oculta de los mitos, y en el siglo XX, entre muchos otros, Claude Lévy-Strauss, Marcel Detienne o Jean Pierre Vernant les dedicaron años de reflexión puntillosa y exhaustiva.
No se trata de indagar la lógica interna de ciertos mitos, sino su veracidad, pero únicamente cuando pretenden presentarse como veraces. El libro clásico de Erich Auerbach, Mimesis. La representación de la realidad en la literatura occidental (1946), dedica el primer (y ejemplar) capítulo al análisis comparado de Homero y del Antiguo Testamento. Después de estudiar sus respectivas retóricas, Auerbach explica la posición del lector frente a esos textos: «Podemos muy bien tener nuestras dudas sobre la historicidad de la guerra de Troya y de las navegaciones de Ulises, y sin embargo experimentar, leyendo a Homero, el género de emociones que Homero intentaba suscitar; pero el que no cree en el sacrificio de Abraham, no puede hacer de su relato el uso para el que fue escrito. Hay que ir incluso más lejos. La Biblia no sólo pretende a la veracidad de manera mucho más explícita que Homero, sino que impone tiránicamente esa pretensión, excluyendo a todas las otras. El mundo de las historias de las santas Escrituras, no solamente reinvindica para sí la verdad histórica, sino que se concibe también como la única verdad».
Ante esta exigencia, las contradicciones de los mitos incitan, desde luego, a ser objetadas. Buena parte del pensamiento occidental ha estado en guerra secreta o abierta contra ella. Y Auerbach observa que, para ciertos intérpretes racionalistas de las Escrituras, con los que no parece estar de acuerdo, el narrador bíblico debía mentir deliberadamente, que no era «un inofensivo mentiroso como Homero, que miente para procurarnos placer, sino un mentiroso con un fin político, que mentía movido por una voluntad de dominio». Para Auerbach, también es admisible la opinión opuesta, o sea que el autor de esos relatos creía apasionadamente en ellos. Lo reprobable de la comparación con Homero no es la manera en que describe al narrador bíblico, sino, movido tal vez por preocupaciones didácticas, que trate a Homero de «mentiroso inofensivo que miente para procurarnos placer».
Solamente en el sentido de que no tratan de imponerse como únicos, excluyendo a todos los otros con fines de dominación, en que no pretenden haber sido dictados por el Señor mismo del Universo para que la especie humana acepte como indiscutibles sus dogmas, es que los textos homéricos son inofensivos, que no nos ofenden, es decir, etimólogicamente que no nos chocan ni nos agreden. Y aunque ignoramos todo de quien los forjó y casi todo de la manera en que los cantos llegaron hasta nosotros, podemos atribuirles al autor, o a los autores, por lo que sabemos de otros grandes narradores más cercanos a nuestro tiempo, que también ellos creían apasionadamente en la profunda necesidad de sus historias. Pero Homero tuvo notorios contradictores, en relación con la veracidad de sus relatos justamente. Platón fue uno de ellos; no pocas veces, el tono con que se refiere a Homero destila cierta condescendencia. Muchos recordarán el comienzo célebre del libro X de La república, cuando Sócrates propone no admitir en ella, en ningún caso, la poesía imitativa: «Que quede entre nosotros —no vayan a denunciarme a los poetas trágicos y otros imitadores— pero para mí todas las obras de ese género destruyen el espíritu de los que las escuchan, cuando no tienen el antídoto, es decir la conciencia de lo que realmente son… Hay que decirlo, aunque cierto afecto y respeto que siento por Homero desde la infancia me incitan a callarme, ya que parece ser sin duda el maestro y el jefe de todos esos bellos poetas trágicos. Pero no hay que acordarle a un hombre más consideración que a la verdad».
Poco importa la verdad de una historia; es el uso que una sociedad hace de ella lo que cuenta. Las intensas visiones bíblicas repugnan a muchas inteligencias porque quienes suelen apropiarse de ellas con los fines más diversos, las decretan obligatoriamente ciertas, no alegóricas ni simbólicas sino auténticas, afirmación que ninguna mente crítica estaría dispuesta a aceptar. E inversamente, es posible comprobar cómo desde un punto de vista opuesto, Platón excomulga a Homero y a los poetas trágicos —no con anatemas desde luego, sino más bien con ironía y cierto desdén— por respeto a la verdad. ¿La verdad resultaría ser el opio del pueblo?
Una narración no es ni verdadera ni falsa; simplemente es. El uso que se hace de los relatos bíblicos o incluso, como lo afirma Auerbach, la razón por la que fueron escritos, es lo que incita a muchos lectores a dejar de leerlos, no los relatos propiamente dichos. La terrible historia de Caín y Abel es un mito universal, la matriz de una situación humana que sin cesar se repite y se repetirá hasta el fin de los siglos; la señal que Jehová le imprime para protegerlo de una posible venganza, tal vez sea la filiación trágica que el texto le atribuye a la especie humana, o apenas un subterfugio narrativo inhábil para justificar el capítulo quinto del Génesis, donde se detallan las generaciones salidas de Adán que llegan hasta los días en que escribe el autor. La segunda opción sería extranjera al relato, un agregado heterogéneo a su esencia destinado a hacerlo coincidir con una supuesta verdad histórica.
En el fondo, se cree en Dios o en una narración por las mismas razones: en el enigmático fluir del tiempo, en la extrañeza del propio ser y en la opacidad caótica del mundo, ambos ofrecen una apariencia de realidad, un sentido posible, la inteligibilidad de un orden, aunque en el primer caso se trate de una promesa que nadie entre los humanos está autorizado a formular, y en el segundo, de un goce inmediato y vívido en el que participan a la vez la imaginación, las emociones y la inteligencia.
En Juan José Saer, Trabajos
Buenos Aires, Seix Barral, 2005
Foto: Juan José Saer [sin data]
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