Pobre
mano pálida que a veces cae bajo la mirada, de repente, curiosamente, cuando
escribimos sin cesar con ella sin percibirla nunca –y sin embargo a tres dedos
de las palabras que inscribimos por medio de la tinta líquida negra o roja.
Un día
la hoja tan flexible y verde y amplia de la viña ya no es más que un papel rojo
arrugado, liviano, quebradizo, hueco.
Pobre
palma vieja que ya no se abre plenamente.
Pobre
hoja arrugada que aún tiene un poco el color de la sangre.
Página
tan plegada pero tan vacía.
Papel
de Armenia
que se
retorcía antes de ofrecérselo a las llamas
y que
olía tan bien como la clavícula amada y el rincón de huesos deliciosos que se
hallaban en el nacimiento de la trenza.
Triples
hojas de loto que se anudaron entre sí y se alisaron en la costa del Ganges.
Greda
entre dos ríos. Papeles blancos de China. Umbelas de papiros que primero se
pegan, se enrollan, se cierran sobre sí mismos –y que después un día se abren,
bostezan,
maxilares
inmensos de los cocodrilos que se separan– que se dislocan como una gran puerta
oscura en la superficie del agua pálida del Nilo
en el
Hambre inexorable.
Hartnid
y Nithard y Eudes, Gregorio y Fredegario, Alcuino, Hariulphe, Angilbert,
Éginhard, y también más tarde todo los más grandes, Bernard, Abélard, Turold,
Chrétien, Villon, Béroul, Renart, Froissart –todos los clérigos francos tenían
en la boca una sentencia de Séneca el Filósofo que se les enseñaba el primer
día de estudios en las escuelas abaciales que el emperador había instituido
entre el Loire, el Yonne, el Sena, el Somme, el Canche, el Mosa, el Rin, y que
había multiplicado.
Y era
algo muy curioso, porque cada vez que querían citarla, todas las veces la
primera sentencia que habían aprendido se escapaba de sus labios y se perdía
inexplicablemente en el fondo secreto de sus almas. Era como una palabra en la
punta de la lengua que el aliento no encuentra, que deja a los incisivos y a
los caninos vacíos, que deja la extraña vida, en el interior del cráneo,
desprovista y ansiosa. Incluso Nithard, que era el más letrado entre ellos –que
en todo caso fue el primero entre ellos ya que escribió por primera vez la
lengua que ahora yo escribo, puesto que inventó esta lengua anotándola una
tarde en el campamento levantado en la nieve sobre la orilla del Ill–, la
recitaba con dificultad. Hacía falta que empezara dos veces, como si no
estuviese convencido, o como si no quisiera perderla tan pronto, como si la
apreciara sin poder decidirse a ello, o bien como si la articulara sin
comprenderla, o bien incluso como si le hiciese falta primero volver a copiarla
palabra por palabra en su boca para persuadirse del pobre sentido que
expresaba.
La
frase de Séneca cuya memoria se esforzaban por mantener los clérigos y los
sacerdotes y los abades y los obispos era sin embargo pobre, sumaria,
ordinaria, simple: Cibus, somnus, libido, per hunc circulum curritur. (El
hambre, el sueño, el deseo, tal es el círculo en el que giramos.) El hambre, el
sueño, el deseo giran en nuestras vidas como la bola del sol describe un círculo
y vuelve cada día, y que toda carne humana o animal recorre en su persecución.
Tal es el tiempo sistemático que afecta nuestra boca, nuestra cabeza, nuestro
vientre. Esta afirmación no es falsa. No constituye sin embargo una revelación
extraordinaria. Pero sin cesar Nithard –que era como la sombra obsesiva de su
hermano o que era el alma celosa de su aventura–, Nithard, que era como un nido
atormentado por su pájaro desaparecido, la olvidaba.
Hartnid
por su parte hacía lo que su hermano se esforzaba en pedir, efectuaba lo que él
se agotaba imaginando en vano, realizaba de inmediato todo lo que su codicia
invocaba contra sus votos.
Uno le
dejaba al otro la parte que completaba su sueño.
Uno
escribía con los dos pies calientes sobre la tapa de la caja de travesaños de
hierro que cubría las brasas. Junto al Hermano Hariulphe en su piecita. Junto
al Hermano Lucius que transcribía el griego con un gatito negro que subía por
su mano, que levantaba sus plumas de ganso, que empujaba delicadamente su
cuchillo en el borde de su pupitre para hacerlo caer ruidosamente al suelo.
El otro
navegaba, cabalgaba, satisfacía sus deseos, sus miedos, sus ascos, sus
vergüenzas, en el otro extremo del mundo, del otro lado del mundo.
Cibus,
somnus, libido, per hunc circulum curritur.
Es la
vida en estado puro, sencillísima, de los gatos que circulan y duermen y
corren.
No hay
más que una canción que se encadena y que gira en la cabeza así como arrastra
los pasos y proyecta las sombras en el suelo y propone sus estaciones en el tiempo.
Sin cesar un mismo impulso empuja el alma. Sin cesar una voracidad, una
glotonería conducen el odio y lo orientan. Sin cesar un ímpetu induce al mal,
que es el licor negro que el hombre destila, recocina, cohoba, perfecciona,
condensa, sublima. El mal es en el hombre –escribe también Séneca, que era como
el modelo de Nithard luego de que Hartnid hubiese partido a los mares– como la
sangre negra que vierte la sepia para volverse invisible y para sobrevivir en
el fondo del agua. ¿Hacia qué inclina lo bello? ¿Cómo animarse a decirlo?
¿Hacia qué se apresura? ¿Cómo no rehusarse a expresarlo? El alma de Eudes
empezaba a dar vueltas. El alma de Fredegario estaba llena de espanto. Alcuino
no tenía más reservas. Paul Diacre experimentaba una especie de temor. Gregorio
no se alarmaba pero reprobaba. ¿Por qué un enorme código de prescripciones
religiosas, de magias de caza, de proverbios campesinos, de trucos de
artesanos, de costumbres familiares, de obligaciones sociales, de prohibiciones
de infancia forman leyes sin número? ¿Por qué una lista interminable de faltas
veniales y de pecados mortales en aras de constreñir la predación, en aras de
encuadrar el hambre, en aras de limitar la sed, en aras de dejar descansar las
tierras y apartar de ellas las labores, en aras de reprimir la excitación del
sexo cuando todos saquean, roban, violan, queman, devoran, matan? ¿Cómo creer
que sería posible decidir sobre la conducta de sus días divinamente, o
moralmente, o independientemente del lugar tan contingente como espontáneo
donde nos hace surgir la naturaleza, o incluso apartándose del entorno
genealógico de los grupos que se engendran allí, finalmente a salvo del azar,
de los miedos, de lo posible? Las vidas de los animales, de los hombres, de los
pájaros son tan toscas. Es una incansable cacería negra que encanta y que
migra.
Como
una carrera salvaje que se repite y que hace latir el corazón.
Que
jadea y que canta.
En Las lágrimas, 2016 [11]
Título original: Les Larmes
Traducción Silvio Mattoni
Buenos Aires, El Cuenco de Plata, 2017
Fotos:
Arriba: Pascal Quignard, Paris 1984
© Marianne Rosenstieh, Sygma Corbis
Abajo, Silvio Mattoni (sin atribución) [+]
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