Me solicitaron que escogiera un texto de Borges para presentarlo en este blog, o que, en su defecto, aportara un trabajo propio. Me decidí por un camino intermedio: comentaré en lo que sigue una cita de Borges, no sin saber que mis aptitudes, si acaso tengo alguna, son de otro orden.
El Borges anciano, el de la fama a menudo equívoca, descreía del valor literario de su obra juvenil. Yo no comparto ese juicio: considero, más bien, que en varios de sus textos primerizos hay hallazgos verbales e ideas que estaban muy por encima de las opiniones y logros del Borges de los 70 en adelante.
De entre esos trabajos tempranos sobresalen los que dedicó a estudiar la metáfora. El tema ya ha sido abordado por diversos especialistas (y hasta por mí en un trabajo de 2005).[*] Pero lo que ahora me interesa no es el estudio sesudo de ese recurso retórico a lo largo de su obra, aunque sea ésa una tarea meritoria, sino apenas intentar comprender el porqué del goce estético que me suscita, cada vez que lo leo, este pasaje de “Palabrería para versos”, de 1926.
El mundo aparencial es complicadísimo y el idioma sólo ha efectuado una parte muy chica de las combinaciones infatigables que podrían llevarse a cabo con él. ¿Por qué no crear una palabra, una sola, para la percepción conjunta de los cencerros insistiendo en la tarde y de la puesta de sol en la lejanía? ¿Por qué no inventar otra para el ruinoso y amenazador ademán que muestran en la madrugada las calles? ¿Y otra para la buena voluntad, conmovedora de puro ineficaz, del primer farol en el atardecer aún claro? ¿Y otra para la inconfidencia con nosotros mismos después de una vileza?
Desde luego, hay en ese desideratum de Borges algo del “idioma analítico de John Wilkins”, quien conformó palabras que contenían en sí mismas, por el orden de sus sílabas, todo lo que debía saberse de ellas: el género, la cantidad, si eran verbo o sustantivo, a qué parte de las tantas en que se dividía y subdividía el universo se referían, y demás. Todos los autores llegados a mi conocimiento que se ocupan de este pasaje, lo hacen desde el punto de vista técnico, y discuten la posibilidad o imposibilidad de crear un idioma artificial; alguno hasta supuso que Borges hubiese propuesto seriamente algo así. Tengo para mí que Borges sabía que esas palabras port-manteau llevadas al paroxismo generan ásperas monstruosidades. La mera idea de una lengua de esa clase es más inteligente y bella que su posible realización, quizás impronunciable.
Decir apenas, como dije arriba “goce estético” resta méritos al texto, que contiene mucho más:
Por un lado, claro, roza el delirio que habita a cualquier poeta de valía: la desmedida soberbia de suponer que se podría aprehender siquiera la menor parte del universo por medio de la palabra, la gloriosa ingenuidad de creer que hay un mot juste para todo lo que nos rodea y sucede. Pero se disculpa: el poeta debe creer en todo ello, aunque fracase una y otra vez, porque, como el Sísifo de Camus, debe perseverar constante y dichoso en su interminable tarea.
Por otro lado, el texto utiliza un lenguaje muy evocador, muy preciso, a pesar de que describe o evoca ambientes mortecinos, umbrales furtivos y perecederos: ni el neto día ni la negra noche, sino el inminente amanecer, un sol desleído, indecisas luces de arrabal: invitaciones a la melancolía, puesta en escena de lo transitorio.
En algunas de esas frases creo discernir, además, el retrato psicológico de alguien que ha cargado culpa sobre sí, real o imaginaria.
¿Viene esa persona de alguno de esos lupanares que Borges acostumbraba visitar hace un siglo en España? ¿O se trata de una debilidad no de la carne, sino del temple? ¿Es su figura acaso uno de esos felones como el que mata a traición al Corralero en un relato demasiado famoso y muy poco comprendido? Quizás ha engendrado y ha matado en esa misma aciaga noche, abusando de una simetría cara al Borges posterior.
Para mí, la cima de todo el párrafo es el sabio e incomparable final: “la inconfidencia con nosotros mismos después de una vileza”. Nótese que no dice, como podría haber hecho, “consigo mismo”, sino “con nosotros mismos”. Nos tiñe de infamia, nos mancha de complicidad. Pero dejando de lado esa puñalada: en esa frase hay toda una novela rusa, una novela psicológica, una de carácter y un Bildungsroman.
Ignoro qué tortuosos caminos, qué experiencias malsanas insuflaron en el jovencísimo Borges esa sabia observación, dicha como al pasar, pero que cala tan hondo.
Lo que sí sé, y sólo hasta aquí llegará la confidencia del subtítulo, es que he sentido alguna vez esa pesadumbre, ese silencio interior, esa vergüenza de no poder mirarme a los ojos. Nunca tuve palabras para nombrarla, hasta que leí ese magnífico texto de Borges.
Hamburg, 6-IV-2020
[*] “Borges: ‘Examen de metáforas (Ms)’: edición
crítica y anotada”: Walter Carlos Costa, organizador: “Jorge Luis Borges”: Fragmentos. Revista de Língua e Literatura
Estrangeiras, Universidad Federal de Santa Catarina 28/29, Florianópolis,
enero-diciembre de 2005 (mayo de 2006), 199-212; ahora, en versión actualizada,
en mi libro Borges, mal lector y otros
textos (1996-2018). Córdoba: Alción Editora, 2018, capítulo 18.
Vive en Hamburg (Alemania) desde 1979 (Bio)
Todas esas inquietudes remiten al concepto de lo infinito que, como él mismo lo dijo, es " el corruptor y desatinador de los otros".
ResponderBorrarExcelente comentario. Sospecho que en efecto habrá en la elección de esos momentos una pequeña e inconfesable historia personal. O acaso más bien común; humana. ¡Gracias!
ResponderBorrarPD del autor: Olvidé mencionar que Borges ya había mencionado el giro "la inconfidencia con nosotros mismos después de una vileza" en "Examen de metáforas", de "Inquisiciones" (1925).
ResponderBorraren una conferencia en APA sobre la metafora menciono que el lenguaje es poesia fosil.
Borrarposiblemente alli se cifre la clavde del goce estetico , si queres lo amplio