26 de noviembre de 2019

Santiago Kovadloff: La emoción de traducir




Sobre el goce de traducir poco y nada he leído. Mucho, en cambio, sobre los riesgos a que se expone quien lo intenta, los infortunios que acarrea al traducido o la indigencia en la que fatalmente naufragan los resultados del traductor. No obstante, en traducir se insiste y creo que con razón. Dudo que no sean mayoría quienes, sin saber dos palabras de griego, han accedido, acceden y accederán a muy buena parte de la riqueza de Eurípides y Platón. ¿Y a cuántos ascienden los que valoran la Eneida de Virgilio o la Divina Comedia, ignorando el latín y sin comprender el italiano? Reconocerlo es admitir que, en muchas ocasiones y más allá de peros y resquemores, la traducción inspirada sabe consumar su cometido. Hacerla bien es posible y si resulta infrecuente no lo es más que llevar a cabo cualquier emprendimiento de calidad. Al final de cuentas y puesto que traducir es un arte, resulta lógico que en su ejercicio no sobreabunden los agraciados. Un arte y, claro está, labor de altísima artesanía. Traducir es, para mí, tarea equiparable por su exigencia y disfrute a la del intérprete musical, labor neta de ejecutante, como bien lo sostuvo hace ya mucho Jaime Rest [1], y ocupación en varios aspectos equivalente a la del actor. Demanda, como dije, no menos inspiración que conocimiento, no menos veteranía que disposición. Y si en esto de traducir las imposiciones de la objetividad no pueden desoírse puesto que atañen a los mandatos del texto que se aborda, tampoco cabe dejar de lado la íntima valoración, el olfato selectivo, la intuición del catador y ese espíritu agraciado que no puede estar ausente en quien emprenda la faena.

Es mi convicción, nada original por otra parte, que la piedra de toque en el logro de una versión afortunada no es otra que el amor por lo que se traduce. De modo que no vierte bien quien conoce sino quien ama lo que conoce y de divulgarlo se alegra tanto o más que si de cosecha propia se tratara. Así lo entiende Axel Gasquet:

¿Qué encontrarnos en una traducción si la despojamos de una mera decisión administrativa o editorial? Un gesto de amor y entrega, de don que se prodiga sin esperar devolución. El traductor literario (y aquí incluyo no solo la narrativa, sino la poesía, el ensayo, la filosofía) trabaja por evidente simpatía con una obra, trabaja por “afinidades electivas” con tal o cual original, con ese o con aquel otro autor. [...] Porque se traduce lo que se hubiera querido escribir [2]. 

No conviene, a mi parecer, traducir sino de los idiomas que habitaron nuestras vidas. Quiero decir que no basta con saberlos. Lo esencial es haber sido o ser en ellos. Las lenguas en las que hemos sucedido, aquellas en las que el tiempo se nos brindó con sus goces y sus penas, y en las que expresarnos fue para nosotros vitalmente decisivo, son las que, cuando hay vocación literaria, mejor dotados nos encuentran para encarar su traducción. Yo ocurrí en portugués, si así se me acepta que lo diga, y ello durante años para mí fundamentales. Dejé, en esa medida, de frecuentarlo y sentirlo como un idioma extranjero. Quien sabe abrirse a los secretos de la lengua que traduce, capta y comulga tanto con el sentido de lo dicho como con la cadencia del enunciado escrito, y es esa respiración hábilmente preservada la que vuelve inconfundible una versión exitosa [3]. Se deja en cambio de escucharla al optar por el camino de la literalidad, vía que se revela muerta cuando lo que se busca es acceso a los acentos personales de la voz de quien escribe. El mejor acatamiento al texto traducido demanda imaginación, aptitud para el desvío o las sendas laterales, así como saber valerse de las analogías y lo latente, siempre que con ello no se afecte el propósito ni el tono del autor. Y ello, estoy seguro, en igual medida para la prosa y el verso, puesto que la prosa, cuando de veras lo es, no va a la zaga de la poesía ni en logros ni en exigencias. Es obvio que la alegría de traducir proviene, en amplia medida, de saberse sirviendo a la difusión de quien a juicio nuestro lo merece, alentando así su reconocimiento. ¿Pero cómo no pensar además que, al proceder de este modo, se deja atrás la maldición de Babel, el mandato que forzó la dispersión de quienes debieron haberse buscado, no para volver a homologarse, sino para empeñarse en dialogar a partir de su diferencia? La hostilidad que reviste casi siempre lo que nos impresiona como extraño, los recaudos que suele aconsejar el trato con lo escasamente identificado o con lo que a fuerza de ser otro parece desafiar nuestro afán de cercanía dejan de ser lo que aparentan mediante la traducción. Los puentes del intercambio enlazan, así, orillas que parecían mutuamente inabordables. No es que el otro en su otredad desaparezca. Todo lo contrario. Su singularidad se proyecta al primer plano, se afirma y gana evidencia al volverse inteligible en la buena traducción. Ofertándole transparencia, la traducción infunde a esa alteridad la indispensable nitidez que permite reconocerla. Es, pues, por obra del discernimiento que ella resulta identificable. Lo que sí se neutraliza y con seguridad decrece es la angustia que acarrea lo inasimilable, la diferencia en lo que tiene de inaccesible, lo que en un primer momento no nos remite a nada familiar. De modo que traducir es ir haciendo del otro, en principio ajeno, un semejante; acogiéndolo y dejándose acoger por él, sin que por ello su singularidad se desdibuje.

La aptitud para traducir nos habla de ese don facultador de cercanía, de esa hospitalaria propensión a inscribir al extranjero en el rango de lo abordable. El hecho de poder hacerlo proporciona una alegría inconfundible, a la que me inclino a llamar solidaria. Consiste en convertir al otro en un prójimo y disolver, en esa vecindad, la ancestral desconfianza que nos despierta lo desconocido. Traducir es ofrendar la maravillosa especificidad de ese vecino a quienes de otro modo no la podrían disfrutar. En esta medida es servicio y nos trae la buena nueva de que el mundo del otro no solo no es infranqueable sino que es un mundo que nos atañe ya que también él es revelador de lo que somos.

Se impone aquí, en consecuencia, una digresión que busca el debate con quienes atribuyen a la tarea de traducir una finalidad metafísica y presuntamente más radical que la de acercarnos a ese extranjero que con su diferencia tanto dice de nosotros. 

Si bien Roberto Juarroz sostiene que “Una de las funciones esenciales [de la traducción] es superar la confusión de las lenguas” [4], no llega a tanto como Walter Benjamin en su célebre ensayo “La tarea del traductor” [5]. Benjamin afirma que el empeño en traducir responde al imperativo de ir más allá, tanto de la lengua extranjera cuanto de la propia, en pos de una “lengua pura”. Ésta opera como paradigma y, si bien es inalcanzable, ideal o irrecuperable –lengua primigenia cuya vigencia habría precedido la catástrofe del desentendimiento y la dispersión suscitados en Babel–, aflora o cristaliza como anhelo o vocación que estimula el proyecto o el acto de la traducción. Es esa meta canónica, donde idealmente se disuelven las últimas disonancias entre el idioma del que se vierte y al que se vierte, el horizonte hacia el que tiene la secreta voluntad del traductor cabal. Se trataría, en fin, de hacer patente la sed de reencuentro con la lengua inaugural y unitaria cuya hegemonía la gran torre trunca sepultó en el fracaso.

Antoine Berman [6] discrepa con la concepción benjaminiana de la traducción. Su punto de vista, con el cual coincido, entiende que es metafísica la visión del ensayista alemán en tanto traducir es aspirar o proponerse como objetivo la exaltación de esa “lengua pura” y universal que restablecería, si se la reencontrara, la perdida unidad sobre cuya extinción nos habla Génesis 11. Metafísica es esa visión, insiste Berman [7], porque consiste en buscar, más allá de la profusión de las lenguas empíricas, el “puro lenguaje” que toda lengua lleva ínsito en ella como su eco mesiánico. Un objetivo como ése –que nada tiene que ver con el objetivo ético– es metafísico en la medida en que, platónicamente, busca un más allá “verdadero” de las lenguas naturales. [...] Es la traducción contra Babel, contra el reino de las diferencias, contra el dominio de lo empírico.

Como bien se lo ve, a esta perspectiva trascendentalista de los fines últimos de la traducción opone Berman una valoración ética de dichos fines. Él nos habla de una “pulsión hacia la traducción” (pulsion traductrice) a la que concibe como fundamento psíquico del acto de traducir y a la que llama también “deseo de traducir” (désir de traduir). Sin esta “pulsión psíquica”, sin este “deseo de traducir”, [la] meta ética no sería más que un imperativo impotente. La mimesis consumada por la traducción [mimesis traduisante] es forzosamente pulsional. Pero, al mismo tiempo, rebasa la pulsión, porque no aspira ya a esta secreta destrucción/transformación de la lengua materna que esa pulsión busca al orientarse hacia un objetivo metafísico. En la superación que representa la meta ética se pone de manifiesto otro deseo: el de entablar una relación dialógica entre la lengua extranjera y la lengua propia [8].

Este encuentro de resonancias buberianas entre las lenguas no anhela sino la concreción de un recíproco reconocimiento inmanente, celebración de la convergencia en el marco de la diversidad que les es propia, y que ya no constituye un empecinado intento de reducir la diferencia a mera mediación orientada hacia un horizonte trascendente o externo a esas mismas lenguas. 

Vuelvo ahora al cauce de mi reflexión. Cuando se afirma que el traductor de poesía debe ser, él mismo, poeta, se asegura algo igualmente decisivo para el abordaje de la prosa. Pero no necesariamente porque el traductor cultive como autor el género del caso. Se trata de algo más sutil. El traductor literario, sea cual fuere el registro que lo convoque, debe sentir los desvelos expresivos que soporta el escritor. Debe ser, en el ejercicio de su trabajo interpretativo, él también un escritor. De lo contrario no podrá hacerse responsable de lo que el texto le solicita. Y lo que el texto le solicita es que haga “claro y vivido”, según el clásico enunciado de Maurice Bowra, lo que al propio idioma se vierte; de hacer lo posible, y aun lo imposible, para que no domine la impresión de estar leyendo una traducción.

Si bien es inusual que el lector medio retenga el nombre del traductor que tanto le ha dado (y al que, por eso, más que lector medio, habría que llamar medio lector), hay en este hecho algo que de algún modo lo explica. Se afirma que el buen traductor es aquel cuya presencia pasa inadvertida. Habría que decir, más bien, que en toda versión consumada el buen traductor y el autor se enhebran en una singularísima interdependencia que, sin homologarlos, impide distinguirlos con entera precisión. Hay, pues, una región de difusos contornos donde sin duda convergen; una comunión eminente que los vuelve inescindibles para bien de ambos artistas, y todo ello, claro está, en la percepción de quien los lee y por obra de su lectura. De modo que cada logro del escritor en otro idioma que el suyo es un triunfo simultáneo de su traductor. Ello explica que el traductor pase fatalmente desapercibido, ya que sabe cómo proceder para no resentir el indispensable protagonismo del autor. Su eficacia es tal que no se lo nota. Pero –y ésta es la paradoja– si no se lo nota, debiera advertírselo pues no hay duda de que, para pasar inadvertido, allí debe estar [9]. Corresponde, pues, reconocerlo tal como ocurre con el actor que desempeñando su papel acabadamente logra hacer olvidar, por lo menos hasta el momento en que la obra culmina, que alguien sostiene con su cuerpo y con su temple al personaje que nos atrapó.

He oído decir que no es habitual que los traductores sean también autores. Más allá de su papel de intérpretes, según me cuentan, suelen argumentar que ellos mismos no tienen, en cuanto tales, nada que decir. Así me lo aseguraba Alicia Zorrilla, amiga, gramatóloga y colega en la Academia Argentina de Letras, y miembro de una prestigiosa corporación de traductores. Así también, mi mujer, que es psicoanalista, recordándome que ésas fueron más o menos las palabras que unos de los principales traductores argentinos de la intrincadísima escritura de Lacan se endilgó a sí mismo terminantemente.

En cambio, entre poetas, narradores y ensayistas, por lo que sé, esto no ocurre. En estas latitudes de la expresión es, por el contrario, creencia asentada que sólo un escritor puede desempeñarse como traductor de otro, creencia que estoy dispuesto a hacer mía si se entiende que ese escritor que el traductor debe ser no necesariamente se revelará como tal produciendo ficción, poemas u obras de imaginación conceptual, sino que lo hará traduciendo, en el trato con el libro cuya versión emprende, y no fuera de él. Debe, en suma, ejercer como escritor al traducir, responsabilidad que si bien no le impone crear un mundo, sí lo convoca a sostener, en la credibilidad y el encanto de su enunciado, el mundo que da a conocer.

Para llegar a infundir vida en nuestra lengua a una obra foránea, sea ésta de arte o ideas, hace falta comulgar con el espíritu de quien la ha creado. Intérpretes musicales y compositores deben ser el mismo artista, aunque sean distintas personas y ello vale, por supuesto, para la relación entre autores y traductores de literatura. La empatía alcanzada en tal sentido es ese punto axial de convergencia que impide distinguir, al leer la traducción, quién ha escrito y quién ha traducido. Mucho es, dicho sea de paso, lo que la tradición judía aportó a la comprensión de la naturaleza de la interpretación, de la cual la traducción no es sino una variante. Su concepción de la exégesis bíblica guarda notables coincidencias con lo que me empeño en transmitir.

La tradición judía se refiere comúnmente a dos partes de la Torá: la Torá escrita (los cinco libros de Pentateuco) y la Torá oral (el conjunto de los textos exegéticos que se esfuerzan por echar luz sobre el sentido de la primera). Esta Torá oral, como lo indica su nombre, es considerada como parte intrínseca de la Revelación. ¿Cómo decir más claramente que no hay revelación pura, separada de su interpretación y que el texto no vive más que por la gracia de un encuentro? [10]

Cuando a fines de año 62, regresé de San Pablo a Buenos Aires, la literatura brasileña se encontraba malamente difundida en la Argentina. El portugués era poco menos que un idioma ignorado, cuando no subestimado por los interesados en las lenguas modernas. Nada significaban todavía, para la mayor parte de los aficionados locales a la literatura, nombres como los de Manuel Bandeira, Mário de Andrade, Graciliano Ramos, António Cândido, Guimarães Rosa, Euclides da Cunha, Carlos Drummond de Andrade, João Cabral de Melo Neto y muchos otros, aunque ciertamente ya abundaban los espíritus cautivados por la prosa de Jorge Amado.

Empecé a traducir como se empiezan tantas cosas: porque sí, para probar, a los tanteos y sin programa o intención que excediera el impulso ocasional, aunque alentado por las ganas y sin sospechar todavía que ya estaba incursionando en uno de los terrenos donde habría de arraigar mi vocación de escritor.

Traduje, en un principio, por el gusto de hacerlo y para mis amigos, interesado en dar a conocer alguno que otro fragmento de una literatura querida y sin ningún propósito de divulgación que excediera a ese círculo afectivo.

En aquellos años sesenta, mi portugués, aun siendo endeble, era mejor que mi castellano, estropeado como andaba por el desuso, tras un lustro absorbente y largo de vida en el Brasil. Empezar a traducir era también empezar a traducirme, ir en mi búsqueda, empeñarme en recuperar un idioma, el idioma en el que yo quería escribir. Tampoco era consciente de ello por entonces pero así resultó en los hechos. Más aún: creo hoy todavía, al cabo de tanto tiempo, que traducir sigue siendo, en mí, un incesante e interminable ejercicio de retorno, pues por más que el regreso haya tenido lugar hace ahora cinco décadas, sigo de algún modo sintiendo que no termino de estar aquí, aunque la Argentina sea mi tierra y en ningún otro sitio sepa vivir. De manera que es para seguir llegando que traduzco y vuelvo a traducir, y seguiré seguramente traduciendo. Este empeño simultáneo de celebración y reconquista, al que también debo llamar de reconstrucción, fue en un comienzo, como queda dicho, esporádico aunque siempre festivo. Un día se me ocurrió desplegar esa alegría en forma orgánica y mediante un proyecto de larga duración: componer una antología de poesía brasileña. En el año 72, Aldo Pellegrini resolvió editarla y con ella vio la luz el primero de mis libros [11]. Así fue como el gusto de traducir, que aún estaba lejos de ser un arte en el que hubiese logrado la indispensable pericia, se convirtió de lleno en interés central y en aspiración mayor de mi vida literaria. Alguna vez, me decía por entonces, traduciré a Guimarães Rosa; alguna vez, a Fernando Pessoa.

Con la fatal insolvencia de los advenedizos pero no sin resolución, ideé en aquel momento un método de trabajo que me permitió abordar con algún criterio los textos de esa antología inaugural. Mediante aproximaciones sucesivas, me propuse ir dejando atrás distintas clases de problemas: terminológicos y semánticos, métricos y prosódicos, tonales y temáticos, según los textos fueran más o menos cercanos al lenguaje coloquial.

Mis primeras incursiones en la traducción –aquéllas en que se me insinuó el placer de traducir– no fueron sin embargo del portugués sino al portugués y las realicé en el colegio secundario. Al portugués desde el latín de Catulo, César, Séneca, Virgilio, Horacio, Ovidio y Cicerón, tal como por entonces solía ocurrir en buena parte de los colegios de Brasil, y especialmente en el mío que, siendo italiano, enaltecía como ninguno la enseñanza de la lengua romana.

Encontré muy pronto, en la resolución tenazmente imperfecta de los problemas de concordancia y conjugación que me imponía la traducción del latín, un gusto y una emoción que no supe descubrir en las matemáticas, aunque en más de un aspecto calcular y traducir guarden parentesco. El cumplimiento regular de ese tránsito de una lengua a otra brinda, a quien lo realiza con vocación, un júbilo al que no concibo como muy distinto del que los alquimistas, consagrándose a lo suyo, dijeron conocer. Traduce de veras quien sirve a la íntima intención del escritor elegido, en un ir y venir del que nos habla literalmente la palabra traducción, y que si se distingue por el fervor del empeño con que se lo cumple, no menos lo hace por el placer que depara esa búsqueda amorosa de acoplamientos y correspondencias. A mi modo y como pude, empecé a sentirlo yo hacia los quince años y de allí en más, siempre que traduje, me premió con abundancia aunque no lo mereciera. 

El esfuerzo que demanda el discernimiento de los mejores criterios para traducir a un maestro del idioma, lejos de descorazonarme, me entusiasma y me invita al trabajo lento, minucioso y ajustado, con la misma resolución con que otros se lanzan a navegar en aguas turbulentas o a escalar cumbres escabrosas. La paciencia cumple aquí, al igual que en la escritura, un papel invalorable. Algo del buen viñatero o del sembrador templado por su oficio se juega en todo esto. No me extraña, por eso, que la palabra poesía haya estado estrechamente unida, en el griego primitivo, a la noción de la tierra que se trabaja.

Interrogo una línea, pondero un verso, exploro sin apuro los matices de un término, sometiendo sus propiedades a una consideración que sólo estimo suficiente cuando, a fuerza de prolongarla, me deja extenuado. Busco debilitar las resistencias del original mediante avances sucesivos, entrándole al texto por distintos flancos, más que en una arremetida única, general e indiscriminada. 

Pero no todo lo recaudado resulta de la premeditación y la estrategia. Con frecuencia me he visto sorprendido por propuestas inesperadas y rebosantes de inspiración. Aun así, no se me escapa que las ocurrencias y los hallazgos súbitos sólo premian con creces la convivencia demorada y atenta con los enigmas de la obra, sólo coronan la búsqueda tenaz y a veces obstinada de la mejor solución. Por eso hay que decir francamente que es imposible dejar de sentirse, si no coautor, al menos fogonero de las maravillas que guarda el texto vertido, cuando se las preserva y se las realza en una buena traducción. Y así como se afirma de una composición musical o de una obra de teatro que se la valora especialmente en la versión o en la puesta de tal o cual director, así también debiera afirmarse más seguido de la lectura que de un libro extranjero se realiza en el propio idioma. Pero no son éstas sino sutilezas de la sensibilidad y el entendimiento cuyo disfrute a casi todos, por varios motivos, se nos escapa. Considero –y vaya esto sólo a título de ejemplo personal– que mi desconocimiento sustantivo del alemán y del hebreo no me ha privado de la felicidad de leer ni a Schopenhauer, ni a Kafka, ni a Rilke, ni a Shmuel Agnon. Y por ello no me canso de dar gracias a sus buenos traductores, a quienes he aprendido a apreciar cotejándolos con los malos, tanto en mi idioma como en otros que sí puedo leer. No sabría disociarlos de mi admiración por esos cinco grandes, así que, sin confundirlos ni olvidar quién precede a quién, los integro en un solo y hondo reconocimiento.

Sé pues y por último que esta alegría que me gana al traducir es equiparable, cuando no equivalente, a la que me produjo el retorno definitivo a la Argentina. Goce de la lengua gradualmente reconquistada, restañada en mí poco a poco, y goce enlazado a la emoción del suelo vuelto a habitar, reanudación de algo muy mío y por fin recuperado, al menos en ese orden simbólico que alienta a soñar nuestra vida, si no como unidad, sí como un continuo en cuyo despliegue creemos reconocernos.



Notas

1 Jaime Rest, “Reflexiones de un traductor”, Sur, Nos 338 y 339, Buenos Aires, enero-diciembre de 1976, pág. 192.

2 Axel Gasquet, “Babel redimida”, ídem, pág. 20.

3 Recuerda Roberto Bein que Luis Jorge Prieto entendía el concepto de fidelidad en la traducción como “invariancia de sentido […], como equivalencia en términos semánticos”. [“Las ideas de Luis Prieto sobre la traducción”, ídem, pág. 10.] A su vez, Fernando Sánchez Sorondo cree que “Si la traducción es válida, existirá siempre una invariante con respecto al texto original que persistirá en la traducción.” “El oficio de traducir”, ídem, pág. 17.

4 Roberto Juarroz, Poesía y creación. Diálogos con Guillermo Boido, Carlos Lohlé, Buenos Aires, 1980, pág. 106.

5 Walter Benjamin, Angelus Novus, Edhasa, Barcelona, 1971, págs. 127-144.

6 Antoine Berman, L´épreuve de l´étranger, Gallimard, París, 1984.

7 Ob. cit., pág. 21.

8 Antoine Berman, ob. cit., pág. 23.

9 A la del traductor, B. J. Chute la llama “la profesión invisible”. (“La necesidad de traducción”, Sur, N° 338 y 339, Buenos Aires, 1976, pág. 47.)

10 Marlène Zarader, La dette impensée. Heidegger et l´heritage hébraïque, Éditions du Seuil, París, 1990, pág. 105.

11 Santiago Kovadloff, Poesía contemporánea del Brasil, Fabril Editora, Buenos Aires, 1972, 167 págs.







Comunicación del académico Santiago Kovadloff en la sesión privada de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, el 10 de julio de 2013
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Foto original color: SK [s-a] Archivo La Nación






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