Sobre el goce de traducir poco y nada he leído. Mucho, en
cambio, sobre los riesgos a que se expone quien lo intenta, los
infortunios que acarrea al traducido o la indigencia en la que fatalmente
naufragan los resultados del traductor. No obstante, en
traducir se insiste y creo que con razón. Dudo que no sean mayoría
quienes, sin saber dos palabras de griego, han accedido, acceden y
accederán a muy buena parte de la riqueza de Eurípides y Platón.
¿Y a cuántos ascienden los que valoran la Eneida de Virgilio o la
Divina Comedia, ignorando el latín y sin comprender el italiano?
Reconocerlo es admitir que, en muchas ocasiones y más allá de
peros y resquemores, la traducción inspirada sabe consumar su
cometido. Hacerla bien es posible y si resulta infrecuente no lo es
más que llevar a cabo cualquier emprendimiento de calidad. Al
final de cuentas y puesto que traducir es un arte, resulta lógico que
en su ejercicio no sobreabunden los agraciados. Un arte y, claro
está, labor de altísima artesanía. Traducir es, para mí, tarea equiparable
por su exigencia y disfrute a la del intérprete musical, labor
neta de ejecutante, como bien lo sostuvo hace ya mucho Jaime
Rest [1], y ocupación en varios aspectos equivalente a la del actor.
Demanda, como dije, no menos inspiración que conocimiento, no
menos veteranía que disposición. Y si en esto de traducir las imposiciones
de la objetividad no pueden desoírse puesto que atañen a
los mandatos del texto que se aborda, tampoco cabe dejar de lado
la íntima valoración, el olfato selectivo, la intuición del catador
y ese espíritu agraciado que no puede estar ausente en quien emprenda
la faena.
Es mi convicción, nada original por otra parte, que la piedra
de toque en el logro de una versión afortunada no es otra que el
amor por lo que se traduce. De modo que no vierte bien quien
conoce sino quien ama lo que conoce y de divulgarlo se alegra
tanto o más que si de cosecha propia se tratara. Así lo entiende
Axel Gasquet:
¿Qué encontrarnos en una traducción si la despojamos de
una mera decisión administrativa o editorial? Un gesto de
amor y entrega, de don que se prodiga sin esperar devolución.
El traductor literario (y aquí incluyo no solo la narrativa,
sino la poesía, el ensayo, la filosofía) trabaja por evidente
simpatía con una obra, trabaja por “afinidades electivas”
con tal o cual original, con ese o con aquel otro autor. [...]
Porque se traduce lo que se hubiera querido escribir [2].
No conviene, a mi parecer, traducir sino de los idiomas que
habitaron nuestras vidas. Quiero decir que no basta con saberlos.
Lo esencial es haber sido o ser en ellos. Las lenguas en las que hemos
sucedido, aquellas en las que el tiempo se nos brindó con sus
goces y sus penas, y en las que expresarnos fue para nosotros vitalmente
decisivo, son las que, cuando hay vocación literaria, mejor
dotados nos encuentran para encarar su traducción. Yo ocurrí en
portugués, si así se me acepta que lo diga, y ello durante años para
mí fundamentales. Dejé, en esa medida, de frecuentarlo y sentirlo
como un idioma extranjero. Quien sabe abrirse a los secretos de
la lengua que traduce, capta y comulga tanto con el sentido de lo
dicho como con la cadencia del enunciado escrito, y es esa respiración
hábilmente preservada la que vuelve inconfundible una
versión exitosa [3]. Se deja en cambio de escucharla al optar por el
camino de la literalidad, vía que se revela muerta cuando lo que se
busca es acceso a los acentos personales de la voz de quien escribe.
El mejor acatamiento al texto traducido demanda imaginación,
aptitud para el desvío o las sendas laterales, así como saber valerse
de las analogías y lo latente, siempre que con ello no se afecte el
propósito ni el tono del autor. Y ello, estoy seguro, en igual medida
para la prosa y el verso, puesto que la prosa, cuando de veras
lo es, no va a la zaga de la poesía ni en logros ni en exigencias. Es
obvio que la alegría de traducir proviene, en amplia medida, de
saberse sirviendo a la difusión de quien a juicio nuestro lo merece,
alentando así su reconocimiento. ¿Pero cómo no pensar además
que, al proceder de este modo, se deja atrás la maldición de Babel,
el mandato que forzó la dispersión de quienes debieron haberse
buscado, no para volver a homologarse, sino para empeñarse en
dialogar a partir de su diferencia? La hostilidad que reviste casi
siempre lo que nos impresiona como extraño, los recaudos que
suele aconsejar el trato con lo escasamente identificado o con lo
que a fuerza de ser otro parece desafiar nuestro afán de cercanía
dejan de ser lo que aparentan mediante la traducción. Los puentes
del intercambio enlazan, así, orillas que parecían mutuamente inabordables.
No es que el otro en su otredad desaparezca. Todo lo
contrario. Su singularidad se proyecta al primer plano, se afirma
y gana evidencia al volverse inteligible en la buena traducción.
Ofertándole transparencia, la traducción infunde a esa alteridad
la indispensable nitidez que permite reconocerla. Es, pues, por
obra del discernimiento que ella resulta identificable. Lo que sí se
neutraliza y con seguridad decrece es la angustia que acarrea lo
inasimilable, la diferencia en lo que tiene de inaccesible, lo que en
un primer momento no nos remite a nada familiar. De modo que
traducir es ir haciendo del otro, en principio ajeno, un semejante;
acogiéndolo y dejándose acoger por él, sin que por ello su singularidad
se desdibuje.
La aptitud para traducir nos habla de ese don facultador de
cercanía, de esa hospitalaria propensión a inscribir al extranjero en
el rango de lo abordable. El hecho de poder hacerlo proporciona
una alegría inconfundible, a la que me inclino a llamar solidaria.
Consiste en convertir al otro en un prójimo y disolver, en esa vecindad,
la ancestral desconfianza que nos despierta lo desconocido.
Traducir es ofrendar la maravillosa especificidad de ese vecino
a quienes de otro modo no la podrían disfrutar. En esta medida es
servicio y nos trae la buena nueva de que el mundo del otro no
solo no es infranqueable sino que es un mundo que nos atañe ya
que también él es revelador de lo que somos.
Se impone aquí, en consecuencia, una digresión que busca
el debate con quienes atribuyen a la tarea de traducir una finalidad
metafísica y presuntamente más radical que la de acercarnos a ese
extranjero que con su diferencia tanto dice de nosotros.
Si bien Roberto Juarroz sostiene que “Una de las funciones
esenciales [de la traducción] es superar la confusión de las
lenguas” [4], no llega a tanto como Walter Benjamin en su célebre
ensayo “La tarea del traductor” [5]. Benjamin afirma que el empeño
en traducir responde al imperativo de ir más allá, tanto de la lengua
extranjera cuanto de la propia, en pos de una “lengua pura”.
Ésta opera como paradigma y, si bien es inalcanzable, ideal o irrecuperable
–lengua primigenia cuya vigencia habría precedido la
catástrofe del desentendimiento y la dispersión suscitados en Babel–,
aflora o cristaliza como anhelo o vocación que estimula el
proyecto o el acto de la traducción. Es esa meta canónica, donde
idealmente se disuelven las últimas disonancias entre el idioma
del que se vierte y al que se vierte, el horizonte hacia el que tiene
la secreta voluntad del traductor cabal. Se trataría, en fin, de hacer
patente la sed de reencuentro con la lengua inaugural y unitaria
cuya hegemonía la gran torre trunca sepultó en el fracaso.
Antoine Berman [6] discrepa con la concepción benjaminiana
de la traducción. Su punto de vista, con el cual coincido, entiende
que es metafísica la visión del ensayista alemán en tanto traducir
es aspirar o proponerse como objetivo la exaltación de esa “lengua
pura” y universal que restablecería, si se la reencontrara, la perdida
unidad sobre cuya extinción nos habla Génesis 11. Metafísica
es esa visión, insiste Berman [7], porque consiste en buscar, más allá
de la profusión de las lenguas empíricas, el “puro lenguaje” que
toda lengua lleva ínsito en ella como su eco mesiánico. Un objetivo
como ése –que nada tiene que ver con el objetivo ético– es
metafísico en la medida en que, platónicamente, busca un más allá
“verdadero” de las lenguas naturales. [...] Es la traducción contra
Babel, contra el reino de las diferencias, contra el dominio de lo
empírico.
Como bien se lo ve, a esta perspectiva trascendentalista de los
fines últimos de la traducción opone Berman una valoración ética
de dichos fines. Él nos habla de una “pulsión hacia la traducción”
(pulsion traductrice) a la que concibe como fundamento psíquico
del acto de traducir y a la que llama también “deseo de traducir”
(désir de traduir). Sin esta “pulsión psíquica”, sin este “deseo de
traducir”, [la] meta ética no sería más que un imperativo impotente.
La mimesis consumada por la traducción [mimesis traduisante]
es forzosamente pulsional. Pero, al mismo tiempo, rebasa la
pulsión, porque no aspira ya a esta secreta destrucción/transformación
de la lengua materna que esa pulsión busca al orientarse hacia
un objetivo metafísico. En la superación que representa la meta
ética se pone de manifiesto otro deseo: el de entablar una relación
dialógica entre la lengua extranjera y la lengua propia [8].
Este encuentro de resonancias buberianas entre las lenguas
no anhela sino la concreción de un recíproco reconocimiento inmanente,
celebración de la convergencia en el marco de la diversidad
que les es propia, y que ya no constituye un empecinado
intento de reducir la diferencia a mera mediación orientada hacia
un horizonte trascendente o externo a esas mismas lenguas.
Vuelvo ahora al cauce de mi reflexión. Cuando se afirma
que el traductor de poesía debe ser, él mismo, poeta, se asegura
algo igualmente decisivo para el abordaje de la prosa. Pero no
necesariamente porque el traductor cultive como autor el género
del caso. Se trata de algo más sutil. El traductor literario, sea cual
fuere el registro que lo convoque, debe sentir los desvelos expresivos
que soporta el escritor. Debe ser, en el ejercicio de su trabajo
interpretativo, él también un escritor. De lo contrario no podrá hacerse
responsable de lo que el texto le solicita. Y lo que el texto le
solicita es que haga “claro y vivido”, según el clásico enunciado
de Maurice Bowra, lo que al propio idioma se vierte; de hacer lo
posible, y aun lo imposible, para que no domine la impresión de
estar leyendo una traducción.
Si bien es inusual que el lector medio retenga el nombre del
traductor que tanto le ha dado (y al que, por eso, más que lector
medio, habría que llamar medio lector), hay en este hecho algo
que de algún modo lo explica. Se afirma que el buen traductor
es aquel cuya presencia pasa inadvertida. Habría que decir, más
bien, que en toda versión consumada el buen traductor y el autor
se enhebran en una singularísima interdependencia que, sin homologarlos,
impide distinguirlos con entera precisión. Hay, pues, una
región de difusos contornos donde sin duda convergen; una comunión
eminente que los vuelve inescindibles para bien de ambos
artistas, y todo ello, claro está, en la percepción de quien los lee
y por obra de su lectura. De modo que cada logro del escritor en
otro idioma que el suyo es un triunfo simultáneo de su traductor.
Ello explica que el traductor pase fatalmente desapercibido, ya
que sabe cómo proceder para no resentir el indispensable protagonismo
del autor. Su eficacia es tal que no se lo nota. Pero –y ésta es la paradoja– si no se lo nota, debiera advertírselo pues no hay
duda de que, para pasar inadvertido, allí debe estar [9]. Corresponde,
pues, reconocerlo tal como ocurre con el actor que desempeñando
su papel acabadamente logra hacer olvidar, por lo menos hasta
el momento en que la obra culmina, que alguien sostiene con su
cuerpo y con su temple al personaje que nos atrapó.
He oído decir que no es habitual que los traductores sean
también autores. Más allá de su papel de intérpretes, según me
cuentan, suelen argumentar que ellos mismos no tienen, en cuanto
tales, nada que decir. Así me lo aseguraba Alicia Zorrilla, amiga,
gramatóloga y colega en la Academia Argentina de Letras, y
miembro de una prestigiosa corporación de traductores. Así también,
mi mujer, que es psicoanalista, recordándome que ésas fueron
más o menos las palabras que unos de los principales traductores
argentinos de la intrincadísima escritura de Lacan se endilgó
a sí mismo terminantemente.
En cambio, entre poetas, narradores y ensayistas, por lo que
sé, esto no ocurre. En estas latitudes de la expresión es, por el contrario,
creencia asentada que sólo un escritor puede desempeñarse
como traductor de otro, creencia que estoy dispuesto a hacer mía si
se entiende que ese escritor que el traductor debe ser no necesariamente
se revelará como tal produciendo ficción, poemas u obras de
imaginación conceptual, sino que lo hará traduciendo, en el trato
con el libro cuya versión emprende, y no fuera de él. Debe, en
suma, ejercer como escritor al traducir, responsabilidad que si bien
no le impone crear un mundo, sí lo convoca a sostener, en la credibilidad
y el encanto de su enunciado, el mundo que da a conocer.
Para llegar a infundir vida en nuestra lengua a una obra foránea,
sea ésta de arte o ideas, hace falta comulgar con el espíritu
de quien la ha creado. Intérpretes musicales y compositores deben
ser el mismo artista, aunque sean distintas personas y ello vale,
por supuesto, para la relación entre autores y traductores de literatura.
La empatía alcanzada en tal sentido es ese punto axial de
convergencia que impide distinguir, al leer la traducción, quién ha
escrito y quién ha traducido. Mucho es, dicho sea de paso, lo que
la tradición judía aportó a la comprensión de la naturaleza de la
interpretación, de la cual la traducción no es sino una variante. Su
concepción de la exégesis bíblica guarda notables coincidencias
con lo que me empeño en transmitir.
La tradición judía se refiere comúnmente a dos partes de la
Torá: la Torá escrita (los cinco libros de Pentateuco) y la Torá oral
(el conjunto de los textos exegéticos que se esfuerzan por echar
luz sobre el sentido de la primera). Esta Torá oral, como lo indica
su nombre, es considerada como parte intrínseca de la Revelación.
¿Cómo decir más claramente que no hay revelación pura, separada
de su interpretación y que el texto no vive más que por la gracia
de un encuentro? [10]
Cuando a fines de año 62, regresé de San Pablo a Buenos
Aires, la literatura brasileña se encontraba malamente difundida
en la Argentina. El portugués era poco menos que un idioma ignorado,
cuando no subestimado por los interesados en las lenguas
modernas. Nada significaban todavía, para la mayor parte de los
aficionados locales a la literatura, nombres como los de Manuel
Bandeira, Mário de Andrade, Graciliano Ramos, António Cândido,
Guimarães Rosa, Euclides da Cunha, Carlos Drummond de
Andrade, João Cabral de Melo Neto y muchos otros, aunque ciertamente
ya abundaban los espíritus cautivados por la prosa de Jorge
Amado.
Empecé a traducir como se empiezan tantas cosas: porque
sí, para probar, a los tanteos y sin programa o intención que excediera
el impulso ocasional, aunque alentado por las ganas y sin
sospechar todavía que ya estaba incursionando en uno de los terrenos
donde habría de arraigar mi vocación de escritor.
Traduje, en un principio, por el gusto de hacerlo y para mis
amigos, interesado en dar a conocer alguno que otro fragmento de
una literatura querida y sin ningún propósito de divulgación que
excediera a ese círculo afectivo.
En aquellos años sesenta, mi portugués, aun siendo endeble,
era mejor que mi castellano, estropeado como andaba por el desuso,
tras un lustro absorbente y largo de vida en el Brasil. Empezar
a traducir era también empezar a traducirme, ir en mi búsqueda,
empeñarme en recuperar un idioma, el idioma en el que yo quería
escribir. Tampoco era consciente de ello por entonces pero así
resultó en los hechos. Más aún: creo hoy todavía, al cabo de tanto
tiempo, que traducir sigue siendo, en mí, un incesante e interminable
ejercicio de retorno, pues por más que el regreso haya tenido
lugar hace ahora cinco décadas, sigo de algún modo sintiendo que
no termino de estar aquí, aunque la Argentina sea mi tierra y en
ningún otro sitio sepa vivir. De manera que es para seguir llegando
que traduzco y vuelvo a traducir, y seguiré seguramente traduciendo. Este empeño simultáneo de celebración y reconquista, al
que también debo llamar de reconstrucción, fue en un comienzo,
como queda dicho, esporádico aunque siempre festivo. Un día se
me ocurrió desplegar esa alegría en forma orgánica y mediante
un proyecto de larga duración: componer una antología de poesía
brasileña. En el año 72, Aldo Pellegrini resolvió editarla y con
ella vio la luz el primero de mis libros [11]. Así fue como el gusto
de traducir, que aún estaba lejos de ser un arte en el que hubiese
logrado la indispensable pericia, se convirtió de lleno en interés
central y en aspiración mayor de mi vida literaria. Alguna vez,
me decía por entonces, traduciré a Guimarães Rosa; alguna vez, a
Fernando Pessoa.
Con la fatal insolvencia de los advenedizos pero no sin resolución,
ideé en aquel momento un método de trabajo que me permitió
abordar con algún criterio los textos de esa antología inaugural.
Mediante aproximaciones sucesivas, me propuse ir dejando
atrás distintas clases de problemas: terminológicos y semánticos,
métricos y prosódicos, tonales y temáticos, según los textos fueran
más o menos cercanos al lenguaje coloquial.
Mis primeras incursiones en la traducción –aquéllas en que
se me insinuó el placer de traducir– no fueron sin embargo del
portugués sino al portugués y las realicé en el colegio secundario.
Al portugués desde el latín de Catulo, César, Séneca, Virgilio,
Horacio, Ovidio y Cicerón, tal como por entonces solía ocurrir en
buena parte de los colegios de Brasil, y especialmente en el mío
que, siendo italiano, enaltecía como ninguno la enseñanza de la
lengua romana.
Encontré muy pronto, en la resolución tenazmente imperfecta
de los problemas de concordancia y conjugación que me imponía
la traducción del latín, un gusto y una emoción que no supe
descubrir en las matemáticas, aunque en más de un aspecto calcular
y traducir guarden parentesco. El cumplimiento regular de ese
tránsito de una lengua a otra brinda, a quien lo realiza con vocación,
un júbilo al que no concibo como muy distinto del que los
alquimistas, consagrándose a lo suyo, dijeron conocer. Traduce de
veras quien sirve a la íntima intención del escritor elegido, en un ir
y venir del que nos habla literalmente la palabra traducción, y que
si se distingue por el fervor del empeño con que se lo cumple, no
menos lo hace por el placer que depara esa búsqueda amorosa de
acoplamientos y correspondencias. A mi modo y como pude, empecé
a sentirlo yo hacia los quince años y de allí en más, siempre
que traduje, me premió con abundancia aunque no lo mereciera.
El esfuerzo que demanda el discernimiento de los mejores
criterios para traducir a un maestro del idioma, lejos de descorazonarme,
me entusiasma y me invita al trabajo lento, minucioso
y ajustado, con la misma resolución con que otros se lanzan a
navegar en aguas turbulentas o a escalar cumbres escabrosas. La
paciencia cumple aquí, al igual que en la escritura, un papel invalorable.
Algo del buen viñatero o del sembrador templado por su
oficio se juega en todo esto. No me extraña, por eso, que la palabra
poesía haya estado estrechamente unida, en el griego primitivo, a
la noción de la tierra que se trabaja.
Interrogo una línea, pondero un verso, exploro sin apuro los
matices de un término, sometiendo sus propiedades a una consideración
que sólo estimo suficiente cuando, a fuerza de prolongarla,
me deja extenuado. Busco debilitar las resistencias del original
mediante avances sucesivos, entrándole al texto por distintos flancos,
más que en una arremetida única, general e indiscriminada.
Pero no todo lo recaudado resulta de la premeditación y la
estrategia. Con frecuencia me he visto sorprendido por propuestas
inesperadas y rebosantes de inspiración. Aun así, no se me escapa
que las ocurrencias y los hallazgos súbitos sólo premian con creces
la convivencia demorada y atenta con los enigmas de la obra,
sólo coronan la búsqueda tenaz y a veces obstinada de la mejor solución.
Por eso hay que decir francamente que es imposible dejar
de sentirse, si no coautor, al menos fogonero de las maravillas que
guarda el texto vertido, cuando se las preserva y se las realza en
una buena traducción. Y así como se afirma de una composición
musical o de una obra de teatro que se la valora especialmente en
la versión o en la puesta de tal o cual director, así también debiera
afirmarse más seguido de la lectura que de un libro extranjero se
realiza en el propio idioma. Pero no son éstas sino sutilezas de
la sensibilidad y el entendimiento cuyo disfrute a casi todos, por
varios motivos, se nos escapa. Considero –y vaya esto sólo a título
de ejemplo personal– que mi desconocimiento sustantivo del
alemán y del hebreo no me ha privado de la felicidad de leer ni a
Schopenhauer, ni a Kafka, ni a Rilke, ni a Shmuel Agnon. Y por
ello no me canso de dar gracias a sus buenos traductores, a quienes
he aprendido a apreciar cotejándolos con los malos, tanto en mi
idioma como en otros que sí puedo leer. No sabría disociarlos de
mi admiración por esos cinco grandes, así que, sin confundirlos
ni olvidar quién precede a quién, los integro en un solo y hondo
reconocimiento.
Sé pues y por último que esta alegría que me gana al traducir
es equiparable, cuando no equivalente, a la que me produjo el
retorno definitivo a la Argentina. Goce de la lengua gradualmente
reconquistada, restañada en mí poco a poco, y goce enlazado a la
emoción del suelo vuelto a habitar, reanudación de algo muy mío
y por fin recuperado, al menos en ese orden simbólico que alienta
a soñar nuestra vida, si no como unidad, sí como un continuo en
cuyo despliegue creemos reconocernos.
Notas
1 Jaime Rest, “Reflexiones de un traductor”, Sur, Nos 338 y 339, Buenos Aires, enero-diciembre de
1976, pág. 192.
2 Axel Gasquet, “Babel redimida”, ídem, pág. 20.
3 Recuerda Roberto Bein que Luis Jorge Prieto entendía el concepto de fidelidad en la traducción
como “invariancia de sentido […], como equivalencia en términos semánticos”. [“Las ideas de
Luis Prieto sobre la traducción”, ídem, pág. 10.] A su vez, Fernando Sánchez Sorondo cree que
“Si la traducción es válida, existirá siempre una invariante con respecto al texto original que
persistirá en la traducción.” “El oficio de traducir”, ídem, pág. 17.
4 Roberto Juarroz, Poesía y creación. Diálogos con Guillermo Boido, Carlos Lohlé, Buenos Aires,
1980, pág. 106.
5 Walter Benjamin, Angelus Novus, Edhasa, Barcelona, 1971, págs. 127-144.
6 Antoine Berman, L´épreuve de l´étranger, Gallimard, París, 1984.
7 Ob. cit., pág. 21.
8 Antoine Berman, ob. cit., pág. 23.
9 A la del traductor, B. J. Chute la llama “la profesión invisible”. (“La necesidad de traducción”,
Sur, N° 338 y 339, Buenos Aires, 1976, pág. 47.)
10 Marlène Zarader, La dette impensée. Heidegger et l´heritage hébraïque, Éditions du Seuil, París,
1990, pág. 105.
11 Santiago Kovadloff, Poesía contemporánea del Brasil, Fabril Editora, Buenos Aires, 1972, 167
págs.
Comunicación del académico Santiago Kovadloff en la sesión privada de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, el 10 de julio de 2013
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