Osvaldo Ferrari: Desde hace tiempo, Borges, quería referirme a una idea que usted expresó varias veces.
Jorge Luis Borges: Yo tengo pocas ideas, y siempre las expreso varias veces (ríe).
—Así se afirman (ríen ambos). Usted ha dicho que cada escritor —especialmente cada poeta— tiene, fatalmente, un universo personal. Está, de alguna manera, condicionado por ese universo personal, que le es dado y al que debe ser fiel.
—No sé si debe ser fiel, pero de hecho lo es. Será una indigencia, pero uno vive… bueno, uno escribe en un mundo bastante limitado, ¿no? Aunque sería mejor que no fuera así; pero ese hecho ocurre.
—Ahora, en su caso, he recordado, entre otras cosas, tigres, armas blancas, espejos, laberintos.
—Es cierto. Soy fácilmente monótono, ¿eh? Bueno, ¿yo tendría que explicar esas razones? Ante todo, yo no he elegido esos temas; esos temas me han elegido a mí.
—Claro.
—Pero creo que eso puede aplicarse a todos los temas. Creo que es un error buscar un tema; es un error, más bien de periodista que de escritor. Un escritor debe dejar que los temas lo busquen, debe empezar por rechazarlos; y luego, resignado, puede escribirlos para pasar a otros, ¿no?
—Por eso serían fatalmente suyos.
—Sí, porque ellos vuelven. Ahora, curiosamente, yo sé que si escribo la palabra «tigre», es una palabra que he escrito centenares de veces; pero sé, al mismo tiempo, que escribo «leopardo», estoy haciendo trampa: que el lector se va a dar cuenta de que es un tigre ligeramente disfrazado —un tigre manchado, y no rayado—. Uno se resigna a esas cosas.
—Sí, sin embargo, en su poema «La pantera» ha logrado determinar algo realmente diferente del tigre.
—Bueno, durante catorce versos tal vez, pero nada más ¿eh? (ríen ambos). Creo que se siente que es una variante del tigre, o el lector la siente.
—Si a usted le parece, a mi me gustaría leer el poema «La pantera», para que los oyentes también sepan que realmente lo ha diferenciado por una vez al tigre.
—… Creo que es exactamente igual.
—«Tras los fuertes barrotes la pantera.
Repetirá el monótono camino
que es (pero no lo sabe) su destino.
De negra joya, aciaga y prisionera…»
—Caramba, no está mal eso, ¿eh? Siga.
—«Son miles las que pasan y son miles
las que vuelven, pero es una y eterna
la pantera fatal que en su caverna
traza la recta que un eterno Aquiles
Traza en el sueño que ha soñado el griego…»
—Claro, Aquiles y la tortuga: los de la paradoja eleática, sí.
—«No sabe que hay praderas y montañas
de ciervos cuyas trémulas entrañas
deleitarían su apetito ciego».
—Realmente aquí, Borges, Silvina Ocampo tendría derecho a decir que usted también tiende, a veces, a matices crueles.
—Y con toda razón. Bueno, este poema —recién me doy cuenta ahora— vendría a ser lo contrario de un poema, muy superior, desde luego, de Lugones: el soneto «León cautivo». Porque el león cautivo está pensando en los ciervos que bajan al río; habla de azorados trotes de las gacelas, y yo no creo que ocurra eso. Yo imagino, más bien, al animal viviendo ese momento. En cambio, Lugones imagina al león con una conciencia de que está prisionero; con el recuerdo de otras épocas —posiblemente no personal sino heredado—, el azorado trote de las gacelas… y luego dice algo de declinación de imperios, o decadencia de imperios. Es decir, es lo contrario. Y aquí no; aquí el animal está concebido como viviendo, simplemente, ese momento. Digo: sin memoria, sin previsión de lo por venir. Aquí la pantera está recorriendo la jaula de arriba abajo, y ése es su destino, y la pantera no lo sabe y el lector sí.
—Es la idea que a usted le inspiró el gato, que vive en la eternidad del instante.
—Sí, es la misma idea; es la idea de que los animales no tienen tiempo, de que el tiempo es propio de los hombres y no de los animales. Ahora, esa idea fue exacerbada por Yeats, por William Butler Yeats, en aquel espléndido poema que termina diciendo:
«He knows death to the bone
Man has created death».
El hombre conoce la muerte hasta la médula, hasta los huesos. El hombre ha creado a la muerte. Es decir, el hombre tiene la conciencia de la muerte —lo cual quiere decir: la conciencia del futuro y la memoria del pasado—, desde luego, sí.
—El poema («La pantera») se cierra con estas dos últimas líneas:
«En vano es vario el orbe. La jornada
que cumple cada cual ya fue fijada».
—Ah, bueno; ahí está extendida esa idea al hombre. Porque se llega, al final, a la idea de la fatalidad, que es la idea, bueno, del islam, la idea del calvinismo: la idea de que todo está prefijado. Es decir, que no sólo la vida, digamos, lineal de la pantera en su jaula está fijada; sino nuestra vida, y este diálogo con usted, Ferrari, también, sin duda. Todo ha sido fijado.
—Esperemos.
—Ahora, eso no quiere decir que haya sido fijado por alguien. Porque muchas veces se confunden las dos ideas: creo que uno puede creer en la predestinación y no suponer que esa predestinación es sabida por alguien —algo que se da por un juego fatal de efectos y de causas.
—En ese caso, este diálogo sería, como dice usted, cósmico u ordenado.
—Cierto. Y además, está siendo fijado por una máquina, creo (ríen ambos).
—En cuanto a los laberintos, estoy pensando que hace poco usted ha estado en, quizás, el más conocido de todos…
—En Creta, sí. Curiosamente, no se sabe si el de Cnosos fue un laberinto originalmente; creo que no, parece que fue un palacio, y que luego se llevó allí la idea de los laberintos de Herodoto. El habla de los laberintos de Egipto, creo; no sé si habla del laberinto de Creta, creo que no. Eso vendría después… yo no estoy seguro, es tan fácil equivocarse.
—También me ha mostrado, a la vuelta de este viaje, hermosas armas blancas: cuchillos traídos de Grecia, uno de ellos con un mango de cuerno de cabra que es sorprendente.
—Es que la gente, por obra de mi literatura —llamémosla así, uso la palabra entre comillas—, me asocia a las armas blancas: me regalan puñales, lo cual me gusta, me gusta mucho. Aunque no aprendí nunca a «vistear», soy muy torpe. O «barajar», dicen en el Uruguay. Aquí no, aquí se dice «vistear», es más exacto. Claro, uno se fija en la mirada del adversario, no en la mano que tiene el arma; y mirando a los ojos del otro se adivina la intención. Y que luego obren las manos. De modo que me han regalado puñales, sí, en muchas partes.
—Y debieran regalarle espadas. Porque me parece que hay más menciones de espadas en su obra, que de puñales.
—Eso sí, pero las espadas son incómodas, ¿no? (ríe). Para viajar es mejor el puñal.
—Los espejos, bueno…
—Eso corresponde a la idea del doble; la idea del otro yo. Es decir, eso tiene que ver con un concepto muy distinto. Y es la idea del tiempo, porque la idea del tiempo es ésa: es la idea del yo que perdura, y de todo lo demás que cambia. Y, sin embargo, hay algo, algo misterioso, que es actor y que es espectador después, en la memoria. La idea del espejo, sí, hay algo terrible en los espejos. Ahora, yo recuerdo: en Las aventuras de Arthur Gordon Pym, de Edgar Poe, se llega a una región antártica, y en esa región antártica hay gente que se ve en el espejo y se desmaya. Es decir, se dan cuenta de que es terrible el espejo. Sin duda, Poe sintió eso; porque hay un artículo de él, en que habla sobre cómo debe decorarse una habitación, y dice que los espejos deben estar colocados de un modo tal que una persona sentada no se vea repetida. Ahora, eso quiere decir que él ha sentido el horror del espejo también; porque si no, cómo se explica esa precaución de que el espejo no refleje a una persona sentada. Él, sin duda, ha sentido ese horror, ya que en dos textos suyos está. Y es raro que no haya insistido más. Pero hay esas dos alusiones inequívocas al espejo como algo terrible.
—Como mencionábamos antes, cuando hablábamos de los sueños, se vuelve a dar un inquietante desdoblamiento frente al espejo.
—Frente al espejo, desde luego. Y, sin duda, esa frase: «alter ego», otro yo, que se atribuye a Pitágoras, es esa idea; tiene que haber nacido del reflejo. Aunque se aplique, después a la amistad. Y falsamente, yo creo, porque un amigo no es otro yo. Si fuera otro yo, sería muy monótono; tiene que ser una persona con sus características propias.
—Naturalmente.
—Sí, pero siempre se dice que un amigo es un otro yo, y no es así; no es un otro yo.
—Lo que ahora la filosofía llama «relación de alteridad» sería la aproximación al otro, diferenciado de uno mismo.
—Claro, que no sería otro yo. El acento estaría en «ego» y no en «alter».
—Además de tigres, armas blancas, espejos, laberintos; ¿qué otro elemento de su universo personal recuerda que se presente como constante en los últimos tiempos?
—¿En los sueños?
—O en la vigilia.
—… Bueno, hay el tema de la muerte ahora. Porque siempre… ahora siento cierta impaciencia; me parece que debo morirme, y debo morirme pronto. Que ya he vivido demasiado. Y además, tengo una gran curiosidad. Creo, pero no estoy seguro, que la muerte tiene que tener cierto sabor; tiene que ser algo peculiar que uno no ha sentido nunca. La prueba está… yo he visto muchas agonías, y las personas sabían que iban a morir. Y hace poco me dijeron —me dijo Alberto Girri— que había estado con Mujica Láinez un mes antes de su muerte y Mujica Láinez le dijo que estaba por morir, que no sentía temor, pero que tenía esa certidumbre. Ahora, esa certidumbre no puede haber sido basada en razones, sino en ese sabor peculiar de la muerte, que uno lo sentirá, y que sabe que es algo que no ha sentido nunca antes. Que no puede comunicarse, desde luego, ya que uno sólo puede comunicar lo compartido por el otro. Las palabras presuponen experiencias compartidas; en el caso de la muerte todavía no.
—Sin embargo, el aspecto que usted trae a la vuelta de este viaje, el aire que usted trae a la vuelta de este viaje, desmienten esa aproximación que usted está indicando.
—Bueno, esa aproximación llega de cualquier modo; y además, yo no hablo de aproximación inmediata. Hablo de cierta impaciencia. Pero, quizá, cuando llegue el momento de la muerte, me mostraré muy cobarde. Aunque, en general, yo habré visto varias agonías —uno ve muchas agonías al cabo de ochenta y cuatro años—, y siempre el que estaba muriéndose sentía una gran impaciencia; estaba deseando morirse de una buena vez.
—A pesar de todo, usted trae, a la vuelta de cada viaje, un aspecto del todo renovado. Eso podría indicar que, en lugar de ansiedad por la muerte, habría mayor ansiedad por viajar (ríe).
—(Ríe). Y bueno… y, la muerte sería… sería un viaje, desde luego superior a los siete viajes de Simbad; sería un viaje mucho más grande ¿no?
Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)
por Rogelio Cuéllar
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