Osvaldo Ferrari: Hay una forma definida de destino, Borges, que se debe a la vocación y a la decisión del hombre que lo encarna; me refiero al destino del hombre de letras, que usted vio específicamente en la vida de Gustave Flaubert.
Jorge Luis Borges: Sí, y yo, en fin, modestamente, siempre pensé que sería un hombre de letras. Ahora, en el caso de Flaubert, bueno, él fue un escritor, y ejerció aquello como un sacerdocio, ¿no?
—Claro.
—Hay una frase muy linda de él: «Je refuse d’hâter ma sentence»; o sea, «Me rehúso a apresurar mi frase». Es decir, él trabajaba una frase, y hasta que no estuviera perfecta él no seguía adelante.
—Sí…
—Él se encerraba en esa actitud que llamaba propia de su naturaleza; leía y releía en voz alta las frases, él dedicó su vida a eso. Ahora, eso él no lo hizo vanidosamente; él escribió que un genio puede cometer impunemente grandes errores, y creo que citó a Shakespeare, a Cervantes y a Hugo; pero que como él no se consideraba un genio, no podía cometer grandes errores, y tenía que cuidar mucho lo que escribía.
—Ah, claro, la responsabilidad de que hablábamos…
—Sí, además, cuando Flaubert habla del mot juste (la palabra adecuada), no quiere decir necesariamente, inevitablemente, la palabra asombrosa; no: la palabra justa —que puede ser muchas veces trivial o ser un lugar común pero es la palabra exacta—. Bueno, y él se imponía en todo caso la busca del mot juste. De modo que ese cuidado excesivo que ponía, no corresponde a la vanidad; al contrario, es una forma de modestia. Bueno, hay una palabra que se usa mucho, y fue acuñada, creo, por los pintores flamencos; la palabra perfeccionismo. Ahora, perfeccionismo no equivale necesariamente a vanidad; uno busca la perfección, bueno, porque uno no puede buscar otra cosa. Sobre todo Flaubert, que tenía ese concepto un poco fonético del estilo; él quería que cada frase suya se leyera fácil y gratamente. Llegó a decir que la palabra justa es siempre la palabra más eufónica. Pero eso parece raro… bueno, quizá lo que sea le mot juste en francés, no sea «la palabra justa» en castellano o en alemán, posiblemente no. Entonces, habría que pensar que según las variaciones del idioma las palabras justas son otras, ya que el sonido es distinto en cada uno de ellos, y ya que para él el sonido es muy importante. Ahora yo creo que nosotros nos equivocamos, por ejemplo, cuando creemos que en una frase no tiene que haber tres palabras terminadas en «ion» porque chocan. Creo que eso corresponde más bien a lo visual de una página, porque yo he observado —en fin, he dado muchas conferencias— que oralmente no importa; oralmente podemos decir: tristemente, alegremente, y después descubrimiento. Eso a la vista choca, pero auditivamente no importa.
—Es cierto.
—De modo que una persona hablando en público puede cometer esos errores, y como lo que dice es auditivo, no se nota; pero claro que eso impreso en una página…
—Cambia.
—Pero hablando no importa. Salvo que la persona esté traduciendo a la escritura todo lo que oye, pero eso no ocurre.
—No.
—Más bien se pasa del sonido al sentido.
—Sí, y es el efecto visual lo que cambia eso. Pero podríamos pensar que esa búsqueda de la palabra justa en Flaubert, también podría haber sido, secretamente, un intento por hacerse digno de la palabra justa. Es decir, que ese esfuerzo y ese trabajo fueran un hacerse digno de que ocurriera aquello que usted llama…
—¿El hecho estético?
—Para que la palabra le fuera revelada en algún momento.
—Sí, yo no había pensado en eso, pero no es imposible…
—… Otro camino…
—Ahora, que se escriba bien a fuerza de borradores a mí me parece un error.
—Claro, por eso digo…
—Uno da con la palabra o no da; hay siempre, bueno, como he dicho tantas veces, algo de azaroso, hay un don, que se recibe o que no se recibe.
—Y uno se hace digno de ese don probablemente. Ahora, la pregunta sería cómo hacerse digno de ese don.
—Bueno, Eliot decía que él escribía muchos textos que, desde luego, no eran poesía, pero que estaban en verso. Y él hablaba también de la visita ocasional de la musa, es decir, de la inspiración.
—Claro.
—Y decía que uno tiene que ejercer el hábito de escribir para ser digno de esa visita ocasional o eventual de la musa, porque si una persona no escribe nunca, y se siente inspirada, puede ser indigna de su inspiración o puede no saber cumplir con ella. Pero si todos los días escribe, si está continuamente versificando, eso ya le da el hábito de versificar, y puede versificar lo que no sólo es versificación sino poesía genuina.
—Se ha hecho digno previamente.
—Se ha hecho digno previamente, sí; creo que es un buen consejo ése; además… me parece bien, conviene ejercitarse algo, ¿no?
—Por supuesto, por otra parte, usted supone que a veces el poeta o el escritor está en manos de ese espíritu que sopla donde quiere…
—Claro, según dice san Juan, sí.
—Sin embargo, en su vida literaria, a mí me parece que usted ha actuado como si no hubiera nadie más que usted de quien esa literatura suya dependiera.
—… Esta mañana me preguntaron si yo escribía para los más o para los menos. Y yo contesté, como he contestado tantas veces, que si fuera Robinson Crusoe en mi isla desierta, yo seguiría escribiendo. Es decir, que yo no escribo para nadie, yo escribo porque siento una íntima necesidad de hacerlo. Eso no quiere decir que yo apruebe lo que escribo; puede no gustarme, pero yo tengo que escribir eso, en ese momento. Y si no, me siento… injustificado y desdichado, sí, desventurado. En cambio, si escribo, lo que yo escriba puede no valer nada, pero mientras escribo me siento justificado; pienso: estoy cumpliendo con mi destino de escritor, más allá de lo que mi escritura pueda valer. Y si me dijeran que todo lo que yo escribo será olvidado, no creo que recibiría esa noticia con alegría, con satisfacción, pero seguiría escribiendo, ¿para quién?, para nadie, para mí mismo; eso no importa, yo cumplo con esa función.
—Con su destino.
—Sí, y mi destino es, evidentemente… y, un destino literario; hubiera sido más prudente que yo me limitara a leer y no a escribir. Pero parece difícil, ¿no?, parece que la lectura lleva a la escritura, o, como dijo Emerson: «La poesía nace de la poesía», afirmación que Walt Whitman hubiera repudiado, ya que él habló con desdén de «Libros destilados de otros libros». Sin embargo, el lenguaje es una tradición, toda la literatura del pasado es una tradición; y quizá nosotros apenas podemos ensayar algunas módicas, modestísimas variaciones sobre lo ya escrito: tenemos que contar la misma historia, pero de un modo ligeramente distinto, cambiando quizá los énfasis, y eso es todo, pero eso no tiene por qué entristecernos.
—Yo creo que eso hubiera sido aprobado por Flaubert. Ahora, en cuanto a Flaubert, usted decía…
—Flaubert se documentaba mucho, como usted sabe.
—Sí.
—Y curiosamente, eso lo llevó a errores; por ejemplo, antes de escribir Salambó —para escribir Salambó él fue a Cartago— conoció Cartago, y vio cactus allí. Por eso hay cactus en Salambó, pero él no sabía que esos cactus habían sido importados de México (ríen ambos). De modo que la observación era justa, pero esos cactus eran, bueno, futuristas, digamos.
—Una variación enriquecedora.
—Sí (ríe).
—Usted decía que el destino de hombre de letras que él encarnó hubiera sido inconcebible en la antigüedad, ya que en la antigüedad se pensaba en el poeta como un instrumento, digamos, de la divinidad.
—Sí, en cambio, ya en el tiempo de Flaubert se pensaba en el autor, en el nombre del autor. Yo creo que le conté alguna vez, que con un primo mío, Guillermo Juan Borges, y Eduardo González Lanuza y Francisco Piñero, pensamos fundar una revista anónima; una revista cuyo director no figurara y cuyos colaboradores renunciarían a firmar sus trabajos. Pero no pudimos hacerlo porque todo el mundo pensaba que su nombre era precioso, y que hacer aquello era exponerse… y bueno, a ser desconocidos.
—Y no se animaron.
—No, no hicieron eso. Recuerdo a George Moore; Moore decía que un amigo le había contado un argumento, el argumento no sé si de un cuento o de un poema que iba a escribir. Entonces, George Moore sugirió una corrección que podía favorecer el trabajo, y el otro le dijo que no, que él no podía aceptar eso porque la idea era de Moore y no de él; que no iba a aceptar una idea ajena. Y Moore dice: comprendí que no era un artista, porque a un artista lo que le importa es la perfección de su obra, y no el hecho de que esa obra proceda de él o de otros.
—Y es que, de alguna manera, la obra la escribimos entre todos.
—Sí, claro que eso viene a ser, eso puede usarse como justificación del plagio (ríen ambos), pero eso no importa; si la obra mejora, por qué no, por qué no pueden hacerlo entre todos, en todo caso es una hermosa observación de Moore, ¿no? Porque él dice: comprendí que no era un artista, ya que sólo le interesaba lo personal, y no le interesaba la obra, que es lo que el escritor debe buscar.
—Pero es muy justo lo que Moore dice allí.
—Sí, y es una idea rara al mismo tiempo, yo no recuerdo haberla oído nunca, ¿no?; es la idea de que la perfección de una obra no excluye la participación de otros.
—Cierto, ahora, usted recordará que a Flaubert se lo vincula con aquella idea de su época: la idea del arte por el arte, a la que también adherían Baudelaire y Gautier, por ejemplo.
—Y… quizá porque es una idea justa; en todo caso, sirve para que el arte sea su propio fin, y no sea un mero instrumento, digamos, de la ética o de la política; o actualmente, de la sociología. Está bien «El arte por el arte», tiene un sentido, ¿no?
—Tiene un sentido que quizá debiera ser recordado precisamente en esta época.
—Sí, ahora claro que eso puede llevar a un arte precieux como dicen los franceses, a un arte vanidoso, a un arte decorativo. Pero la idea no es ésa, la idea es que un poema, por ejemplo, es algo no menos real que cualquier otro hecho del universo, que cualquier otra cosa. Entonces, por qué no buscar esa belleza de un poema, o de un cuento, o de una tela, o de una partitura musical; es lo mismo, ¿no?
—No menos real que la vida misma.
—No menos real que la vida misma; además, lo que llamamos vida misma está hecho en buena parte del arte.
—Naturalmente.
—Y el lenguaje es una parte esencial de la vida; sí, el lenguaje —como afirmó quizás por primera vez Croce— es un hecho estético, es decir, cada idioma es una tradición literaria y corresponde a cierto modo de sentir el universo. Creo que alguna vez hemos pensado que no hay exactamente sinónimos. Bueno, habría sinónimos en lo que se refiere a lo abstracto, no a lo estético, ya que cada palabra tiene una connotación distinta, un ambiente distinto, una magia propia; y eso no sé hasta dónde es traducible. El ejemplo que yo siempre recuerdo —que sin duda hemos recordado más de una vez aquí— es la palabra inglesa «moon»; la palabra inglesa «moon» (luna) obliga a la voz a una lentitud que no se da en otras palabras. Por ejemplo, si usted dice moon por luna, no; la palabra «luna» ante todo consta de dos sílabas en lugar de una, y además puede decirse rápidamente. En cambio «moon» lo obliga a usted a una lentitud, que de algún inexplicable modo condice con la luna. Días pasados… sí, estábamos hojeando una edición de Las mil y una noches, y había un glosario al final; y descubrí el nombre «Aro de la luna», que es muy lindo y no tiene nada que ver con moon: kamar. Kamar es una linda palabra, ¿no?; Silene, en cambio, a pesar de evocar una divinidad, parece demasiado larga para la luna, parece que la luna, esa sencilla cosa redonda requiere…
—Dos sílabas.
—O una sílaba: moon; bueno, «lune» también, ¿eh?, porque «lune» es tan leve como «moon». En cambio… una mala noticia, en todo caso para mí, que me gusta tanto el inglés antiguo: en inglés antiguo luna se decía «mona», y era masculino además (ríen ambos). Sol no: «sunne», pero es más lindo «sun» que es una sílaba.
—Cierto, «sun» (sol).
—Sí, una palabra larga parece que no correspondiera a algo tan inmediato como la luna, por ejemplo, ¿no?; luna, sol, está bien que sean…
—Breves.
—Monosilábicas, sí.
—Pienso, Borges, que Flaubert hubiera estado satisfecho con esta evocación que hemos hecho hoy de las palabras y de él.
—Y bueno, yo lo quiero mucho a Flaubert, y sobre todo su Bouvard et Pecuchet; y tengo una primera edición, que me costó trescientos pesos, de La tentación de San Antonio, uno de los libros más extraordinarios y quizá menos leídos de Flaubert. Creo que también una primera edición de Salambó —una obra menos feliz—. En fin, tengo toda la obra de Flaubert, y pienso sobre todo en el capítulo inicial de Bouvard y Pecuchet: no sé, tierno, irónico, y tan conmovido; porque el tema de la iniciación de una amistad…, y eso es bastante infrecuente, ¿no? El tema es ése, claro que hay amistades en todas las literaturas; sobre todo la amistad es un tema esencialmente argentino, yo diría, ya que creo que sentimos la amistad más que otras pasiones. Cuando Mallea publicó Historia de una pasión argentina, yo pensé qué o cuál puede ser una pasión argentina; tiene que ser la amistad.
—Es raro, Borges, que usted se haya ocupado, como lo ha hecho, de un novelista, en este caso Flaubert.
—Es cierto, porque yo no soy lector de novelas. Pero no haber leído a Flaubert hubiera sido un error, yo me hubiera empobrecido si no lo hubiera leído.
Título original: En diálogo
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari
Foto: Borges en Antiguo Colegio San Ildelfonso
Ciudad de Mexico ca. 1973
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