Conversación celebrada el 5 de junio de 1984 en el Instituto Francés de Tubinga y publicada por primera vez en alemán con el título «Ein Gesprách-Geführt von Gerd Bergfleth». La versión francesa, de E. M. Cioran, apareció en L’Ire des Vents en 1987 y posteriormente en L’Herne en 1988. Gerd Bergfleth es escritor alemán.
Señor Cioran, ¿por qué tomó usted la decisión de escribir en francés, cuando ya había publicado varios libros en rumano?
Fueron las circunstancias las que me obligaron a abandonar mi lengua materna. Según Simone Weil, cambiar de religión es tan peligroso para un creyente como para un escritor cambiar de idioma. Yo no soy totalmente de esa opinión. Escribir en una lengua extranjera es emanciparse, es liberarse del pasado propio. Sin embargo, debo confesar que al comienzo el francés me causaba el efecto de una camisa de fuerza. Nada podría convenir mejor a un balcánico que el rigor de esta lengua. El rumano, mezcla de eslavo y latín, es un idioma desprovisto de elegancia, pero de lo más poético, abierto como ninguno a los acentos de Shakespeare y de la Biblia. Todo lo que escribí allí está exento de la menor voluntad de estilo, todo es desastrosamente espontáneo. Cuando más adelante me puse a escribir en francés, acabé dándome cuenta de que adoptar una lengua extranjera tal vez fuese una liberación, pero también una prueba o incluso un suplicio, si bien fascinante.
Ahora voy a contarle cómo llegué a desertar de mi lengua. Llegué a París en 1937 como becario del Instituto Francés de Bucarest. Me había comprometido a escribir una tesis, compromiso puramente formal. En efecto, nunca pensé en hacer trabajo serio alguno, en ningún momento intenté abordar tema alguno, sin por ello dejar de dar a entender que me amenazaba el agotamiento mental. Al cabo de un año debía enviar, para la prórroga de mi beca, dos cartas de recomendación a Bucarest. No conocía a nadie, nunca había seguido un curso. No quería volver allí a ningún precio. ¿Qué hacer? Llamé a un amigo para pedirle que me presentara a Louis Lavelle, al que veía de vez en cuando. Conque nos fuimos para allá. Eran las once y media. Yo quería causar buena impresión y me puse a hablar de filósofos apenas conocidos en Francia, de Georg Simmel en particular, mi ídolo de entonces, y de un montón de libros y autores que me apasionaban en aquella época. Al cabo de media hora, oí ruidos en el cuarto contiguo: era la hora del almuerzo. Me preguntó: «¿Cuál es exactamente el objeto de su visita?» «Necesito una carta de recomendación para el Instituto Francés de Bucarest.» «Pero si yo a usted no lo conozco.» «He hablado media hora con usted. Ha podido usted ver que estoy al corriente de ciertas cosas.» Se levantó como un autómata. Después, visiblemente de mala gana, redactó la carta.
Necesitaba una segunda recomendación. En el Parque del Luxemburgo abordé a Jean Baruzi. Ante aquel especialista de la mística española exhibí todo lo que sabía al respecto. «Me gustaría volver a verlo», me dijo, pero, cuando le revelé la razón de mis prisas, le horrorizaron mis procedimientos y se negó de plano. Por fin encontré a otro profesor más comprensivo. El director del Instituto Francés de Bucarest carecía, por fortuna, de los prejuicios universitarios. «No ha hecho una tesis», decía de mí, «pero es el único becario que conoce Francia a fondo. La ha recorrido toda entera, lo que, a fin de cuentas, vale más que haber pasado el tiempo en las bibliotecas.» En efecto, durante meses había yo recorrido las provincias en bicicleta, durmiendo en los albergues juveniles: católicos y laicos. Pasaron diez años, diez años de esterilidad, en los que no hice otra cosa que profundizar mi conocimiento del rumano. Durante el verano del año 1947, estando en un pueblo próximo a Dieppe, me dedicaba sin gran convicción a traducir a Mallarmé. Un día, se produjo una revolución en mí: fue un sobrecogimiento anunciador de una ruptura. Decidí al instante acabar con mi lengua materna. «A partir de ahora vas a escribir sólo en francés» pasó a ser para mí un imperativo. Volví a París al día siguiente y, sacando las consecuencias de mi repentina revolución, me puse manos a la obra al instante. Terminé muy rápido la primera versión del Breviario de podredumbre y se lo mostré a un amigo, cuyo juicio o, mejor dicho, diagnóstico, distó de ser alentador. «Esto es propio de un meteco. Tienes que repetirlo todo.» Me sentí decepcionado y furioso. Sin embargo, sentía que él tenía razón y seguí rigurosamente su consejo.
Quisiera mencionar aquí otro episodio. Conocía a un anciano vasco que había perdido un brazo en la guerra de 1914. Vivía, como yo, en el Barrio Latino. Era un gran especialista en la lengua de sus antepasados. Aparte de algunos artículos, nunca había hecho nada en su vida, lo cual me maravillaba. Era un maníaco de la corrección, un purista inveterado, tenía una auténtica pasión para las sutilezas gramaticales. Otra particularidad de aquel manco: su erotomanía. Durante sus paseos, abordaba a las prostitutas y les soltaba obscenidades en una lengua de lo más refinada. Con frecuencia íbamos a Montparnasse por la noche. Era un fanático del imperfecto de subjuntivo y, cuando una de aquellas peripatéticas cometía una falta al respecto, la reprendía en voz tan alta, que los transeúntes se detenían desconcertados. Yo me pasaba horas escuchándolo, no me perdía nada de lo que decía, estaba al acecho de sus soberbios y anticuados giros. Sus observaciones, sus alusiones equívocas estaban llenas de finura. En su biblioteca abundaban los libros eróticos, de los que sobre todo apreciaba las acrobacias verbales, la picardía refinada. Me preguntaba con frecuencia si comprendía tal o cual expresión sutilmente obscena. Leía sus libros favoritos —cuyos títulos no voy a citar— por sus hallazgos, insisto, por sus giros insólitos y su obscenidad de gran clase. Aquel inválido tuvo una gran influencia en mí. Hablaba con él de léxico y de sintaxis, al tiempo que rechazaba en parte sus supersticiones de purista. Me aleccionaba: «Si no quiere usted escribir como Dios manda, lo único que puede hacer es regresar a su país, en los Balcanes». Por eso reescribí varias veces el Breviario. Al final decidí enseñárselo. En uno de los cafés en que nos reuníamos con frecuencia, le leí una página: se durmió casi al instante. Pese a todo, tengo una deuda para con él. Su cultura era muy extensa y su habilidad verbal excepcional. En contacto con él comprendí la omnipotencia de la Palabra. Yo adoro el siglo XVIII, en el que, sin embargo, a fuerza de perfección y transparencia, la lengua se debilitó, como, por lo demás, la sociedad. He frecuentado mucho la prosa exangüe y pura de ese siglo, los escritores menores en particular. Pienso en los recuerdos de Madame Staal de Launay, una doncella de la duquesa Du Maine. Un historiador afirmó que era el libro mejor escrito de toda la literatura francesa.
Volvamos a sus libros rumanos. ¿Puede usted decirnos algo al respecto?
Mi primer libro, publicado en 1934, está contaminado de cabo a rabo por la jerga filosófica. Lo que lo salva es el fondo eminentemente sombrío. En aquella época había perdido el sueño, todas mis noches habían pasado a ser noches blancas y mi vida una vigilia perpetua. Vivía en una ciudad casi tan hermosa como Tubinga: Sibiu, en Transilvania. Deambulaba de noche por las calles, como un fantasma. Entonces se me ocurrió la idea de gritar mi desasosiego. Así nació En las cimas de la desesperación, título enojoso que usaban los diarios con ocasión de un suicidio. Después de aquel comienzo, estaba convencido de que iba a venirme abajo. Para darle una idea de mi estado, voy a recurrir a una comparación desproporcionada y casi extravagante. Imagínese a un Nietzsche comenzando por Ecce Homo, por el hundimiento, para pasar después a El nacimiento de la tragedia y al resto de su obra. Conque yo comencé como herido o casi, para volverme después cada vez más normal, demasiado normal incluso. En mi libro había una sinceridad infernal, cercana a la demencia o a la provocación. Por aquella época me contaron que una mujer lo había tirado al fuego, en vista del efecto que había tenido en su marido. Mi madre estaba profundamente preocupada. Un especialista al que consultó sobre mí, y con el cual tuve una entrevista, por decirlo así, estaba casi seguro de que yo tenía la sífilis. En los medios intelectuales de la Europa oriental, esa enfermedad gozaba entonces de un gran prestigio. Acababa precisamente de leer un libro de un serbio que pretendía demostrar que quienes no habían tenido la suerte de pillarla debían abandonar toda esperanza... En apoyo de su teoría citaba numerosos ejemplos de personajes que habían tenido la dicha de quedar infectados. Tuve que hacerme un análisis de sangre. El resultado fue decepcionante. «Su sangre es pura», me anunció el médico con aire triunfal. «No parece usted contento.» «Es verdad: no lo estoy», fue mi respuesta.
Mi futuro me parecía inconcebible. No veía qué podía hacer, debería haber elegido una profesión de mi gusto, pero no me sentía capaz de hacer un trabajo regular. Sin embargo, durante un año fui profesor de filosofía en el instituto de Brasov, en Transilvania. Entonces escribí un libro sobre los santos, resultado de una crisis religiosa relativamente profunda. Se lo llevé a un editor de Bucarest, que lo aceptó sin leerlo. Dos meses después, me anunció que se negaba a publicarlo, porque, alertado por el tipógrafo, había echado un vistazo y había quedado horrorizado. «Entiéndame, soy rico, he hecho mi fortuna con la ayuda de Dios y me viene usted ahora con todas esas blasfemias espantosas.» Dos meses después, se imprimió en otro sitio con la mención «Edición del Autor». Entretanto, a finales de 1937, yo me había marchado a París.
A excepción de una joven armenia, mi libro fue muy mal acogido por mis amigos. Eliade lo atacó violentamente. Mis padres se sintieron particularmente turbados. Mi madre no era, a decir verdad, creyente, pero, aun así, era la mujer de un pope y, cosa no menos grave, la presidenta de la Asociación de Mujeres Ortodoxas de la ciudad. Me escribió: «No deberías haber publicado tu libro antes de nuestra muerte. Aquí todo el mundo lo considera escandaloso». Le respondí a vuelta de correo: «Debes decir a todos que yo he escrito el único libro verdaderamente religioso que jamás se haya publicado en los Balcanes». Entonces comprendí que yo nunca pertenecería a la raza de los creyentes. No tenía ni tendría nunca la fe. Cosa curiosa, estaba fascinado por Teresa de Ávila. Su fervor ejerce sobre ti tal poder, tal magia, que tienes la impresión de creer, aun cuando no creas. Tras abrir por azar un libro de ella, Edith Stein se convirtió al cristianismo, peligro que amenaza a todo incrédulo que caiga bajo el hechizo de esa santa.
Ahora voy a volver a mis experiencias parisinas. ¿Qué he aprendido, a fin de cuentas, en Francia? Ante todo, lo que significa comer y escribir. En el hotel en que me alojaba en el Barrio Latino, todas las mañanas a las nueve el gerente elaboraba con su mujer y su hijo el menú del almuerzo. Yo no salía de mi asombro. Mi madre nunca nos había consultado a ese respecto, mientras que en esa familia se celebraba una conferencia cotidiana entre tres. Al principio yo pensaba que esperaban a invitados. Estaba equivocado. La disposición de las comidas, la sucesión de los platos eran el objeto de un intercambio de opiniones, como si se hubiese tratado del acontecimiento capital del día, como así era, por lo demás. Comer —descubrí yo entonces— no corresponde simplemente a una necesidad elemental, sino a algo más profundo, a un acto que, por extraño que pueda parecer, se disocia del hambre para adquirir el sentido de un auténtico ritual. Conque hasta la edad de veintisiete años yo no supe lo que quería decir comer, lo que ese envilecimiento cotidiano tiene de notable, de excepcional. Y así dejé de ser un animal.
Era insensible a la buena comida y más aún a la expresión correcta. Si tenía algo que formular, lo hacía sin atormentarme demasiado, pero, en el país de Valéry, conversar con cualquiera constituía para mí como una iniciación.
Tal vez podría usted decirme si existen relaciones internas entre sus primeros libros rumanos y su primer libro francés.
Proceden de una misma visión de la vida, de un mismo sentimiento del ser, podríamos decir. Expresan la reacción de un marginal, un apestado, un individuo al que ya nada une a sus semejantes. No he perdido esa visión. Lo que ha cambiado es mi forma de expresarla. Con la edad dejas de profesar tus ideas —y en eso estriba la gran vergüenza de la edad— con la misma intensidad. En mi juventud, lo que no era intenso me parecía nulo. No fue una casualidad que mi primer libro fuera una explosión. La nada estaba en mí, no necesitaba buscarla en otra parte. Ya de niño había tenido el presentimiento de ella mediante el tedio, factor de descubrimientos abismales. Podría citar con exactitud el momento en que tuve la sensación del vacío, la impresión de ser expulsado del tiempo. Nunca he cesado de experimentar ese vacío, ha llegado a ser para mí un encuentro casi cotidiano. Lo que es capital es la frecuencia de una experiencia, el regreso insistente de un vértigo.
En Desgarradura ha escrito usted: «Los filósofos escriben para los profesores y los pensadores para los escritores». Si es así, no cabe la menor duda de que es usted un pensador. ¿Puede usted precisar?
En Alemania, se mira por encima del hombro al pensador. En cambio, el filósofo estaba bien considerado en ese país: ha construido un sistema, ¡tiene el privilegio de ser ilegible! En Francia, el escritor es dios y también el pensador, en la medida en que escribe para aquél. Por desgracia, ¡desde la última guerra los escritores se rebajaron hasta ponerse a dar clases!
Sin embargo, usted es un pensador y al mismo tiempo un escritor y no sólo en sentido amplio, porque, en cierto modo como Nietzsche, concede usted una gran importancia al estilo, pero de una forma que es totalmente particular de usted, irritante y fascinante a la vez, que lo diferencia de los demás escritores. ¿Le parecería exacto decir que usted parte de sus sensaciones, de sus humores, del tedio, por ejemplo, como antes decía, y que del humor pasa a la idea?
Es exactamente así. Todo lo que he escrito me lo han dictado mis estados de ánimo, mis accesos de toda índole. Yo no parto de una idea, la idea viene después. Podría encontrar la causa o el pretexto de todo lo que he escrito. Mis decantaciones, mis fórmulas son frutos de mis vigilias. De noche eres otro hombre, eres totalmente tú mismo, como el Nietzsche, enfermo y sin salida, del final. ¡Qué prueba constituye éste de que, en el fondo, todo está provocado por nuestras «miserias»!
Su caso fue totalmente distinto, en la medida en que confirió un estatuto objetivo a sus debilidades de toda índole.
Lo hizo muy bien, lo camufló todo maravillosamente.
Precisamente eso es lo que no hace usted.
Exacto. Sin embargo, un escritor debe utilizar ardides, ocultar, en una palabra, el origen y el trasfondo de sus manías y sus obsesiones. En cuanto a las ideas, a veces emito alguna…
Pero no son, en realidad, sino sus pensamientos totalmente subjetivos.
Escribo para liberarme de una carga o como mínimo para aliviarla. Si no hubiera podido expresarme, me habría entregado a más de un exceso. El filósofo subjetivo parte de lo que siente, de lo que vive, de sus caprichos y sus trastornos. Podemos objetivar lo que experimentamos, podemos disfrazarlo. ¿Por qué habría de hacerlo yo? Lo que he sentido a lo largo de los años se ha transformado en libros y es como si esos libros se hubieran escrito por sí solos.
«¡Ay del libro que podemos leer sin hacernos constantes preguntas sobre el autor!», ha escrito usted. Aunque no hablaba en su nombre, ¿no es total y profundamente subjetivo lo que expresa en esa frase?
Voy a responderle de forma indirecta. Leo preferentemente diarios íntimos, memorias, cartas. Hace unos veinte años trabajé durante meses en una antología: El retrato, de Saint-Simon a Tocqueville, que tal vez se publique en Italia. Aún hoy, cualesquiera recuerdos me atraen, un escritor cualquiera tiene con frecuencia una vida más cautivadora que un genio. Prefiero sin duda alguna una obra que me obligue a pensar en su autor, cosa inimaginable en una obra estrictamente filosófica.
Los propios poetas se ocultan tras sus creaciones. Usted, al contrario, habla abiertamente de un «yo».
Tomemos, por ejemplo, a Emily Dickinson, a la que admiro; no, venero. No cesa de hablar de sí misma. El poeta objetivo no existe ni puede existir. El «yo» está omnipresente en todo poema.
Se trata de un yo lírico. Los poetas tienen, por decirlo así, una conciencia que se expresa en lugar de la suya, mientras que usted, por su parte, habla como autor.
Es falso. Si lo hiciera como autor, hablaría de lo que escribo. No es así. De lo que yo hablo es de mis exasperaciones y mis estupores más o menos cotidianos, lo que, al fin y al cabo, hasta una criada podría comprender. Sería ridículo por mi parte comportarme como un plumífero.
Lo que quería decir antes es que su subjetividad tiene algo de demoníaco, pues devora su yo. Es una subjetividad absoluta que resalta cuando se compara usted con Hamlet o Macbeth. Macbeth, dice usted, es su hermano, su alter ego.
Sí, me comparo con Macbeth, aunque no he matado a nadie, pero, interiormente, he vivido lo que él vivió y lo que dice podría haberlo dicho yo. En mis accesos de megalomanía, lo acuso de plagio.
Es una auténtica provocación. Se presenta usted aquí como Macbeth.
Exactamente.
Delante de un Macbeth auténtico, toda la sala huiría.
Ésa es una forma demasiado literal de tomarse las cosas. Hay que añadirle matices. Cuando pienso en Macbeth, me identifico con él e incluso cuando no pienso en él sigue siendo mi hermano. Lo que dice está, evidentemente, relacionado con su crimen, pero va también más lejos y resulta más profundo. Macbeth es un pensador, igual que Hamlet. Comprendo a Shakespeare, cuya desmesura admiro perdidamente.
Sin embargo, Shakespeare es tan sólo un escritor, aunque seguramente sea el mayor de todos.
Cuando yo era profesor en Brasov y estaba escribiendo mi libro sobre los santos, adopté la brusca resolución de dirigirme exclusivamente a… Shakespeare. Resolución clara y rotunda, un poquito demente, pero así fue. En la ciudad había un café muy agradable, del tipo de los vieneses. Yo iba a él todos los días después de comer. Una vez adoptada dicha resolución, me había instalado en mi lugar habitual. En esto que llegó uno de mis colegas, profesor de gimnasia. «¿Puedo sentarme a su mesa?», me preguntó. «¿Quién es usted? ¿Es usted Shakespeare?» «De sobra sabe usted que no.» «¡Cómo! ¿Que no es usted Shakespeare? Entonces, ¡lárguese!» Se fue furioso y contaba a quien quisiera escucharlo que yo me había vuelto loco. Volviendo a Macbeth, nunca le perdonaré haber dicho lo que me correspondía —estoy íntimamente convencido de ello— decir a mí.
En eso rebasa usted los límites.
Tranquilícese. Soy mucho más modesto de lo que parece.
La pregunta que quería formularle ahora se refiere al escepticismo, que es un aspecto fundamental de su obra: escepticismo tan radical, que se ejerce contra sí mismo y socava todo sistema. Pone usted radicalmente en tela de juicio incluso el lenguaje. Conque ésta es mi pregunta: ¿fue el escepticismo lo que determinó su elección del aforismo como modo de expresión?
A decir verdad, no sé muy bien cómo me sitúo respecto del escepticismo, aunque éste ocupe una posición central en todo lo que he pensado. Lo que es seguro es que en numerosas ocasiones ha desempeñado para mí el papel del más eficaz de los tranquilizantes. Me he entregado a la duda con voluptuosidad, cosa que no hace precisamente el escéptico, preocupado como está por mantener un intervalo entre sus ideas y él mismo. Pascal representa el tipo de escéptico que me gusta, el que se obstina en creer, se aferra con desesperación a su fe, sinónimo, o casi, de desgarradura interior.
Usted hace también una aproximación entre escepticismo y misticismo. ¿No sería el escepticismo la forma negativa de la mística, en la medida en que desemboca en la experiencia del vacío?
Cuando leemos la vida de los místicos, nos damos cuenta de que todos pasan por un período de duda, que, llevada hasta el extremo, bordea el abismo y se destruye por su propio exceso. Entonces es cuando se produce realmente el salto fuera del escepticismo. Conviene hacer aquí la distinción entre santos y místicos. Los santos tienen una faceta positiva, quieren actuar, se desviven por los demás. La pasividad no les favorece. En cambio, el místico ocupa una posición opuesta: puede ser, en cambio, totalmente inactivo, un obseso, un egoísta sublime. El mayor infortunio para él es la sensación de abandono, de sequedad, de desierto interior, es decir, la imposibilidad de recuperar la plenitud del éxtasis.
El vacío del místico desemboca en la nada, pero en una nada que es el todo. ¿Lo ve usted así?
Siempre he experimentado el hechizo de lo que se sitúa después de Dios o, mejor dicho, por encima de Él.
¿Desea el escéptico que todo el mundo lo siga? En otros términos, ¿escribe usted para el lector o para usted mismo?
Desde luego, para los otros no. No deberíamos dirigirnos sino a nosotros mismos e, incidentalmente, a desconocidos. Incluso una obra de teatro, si aspira a la verdad, debe hacer abstracción de los espectadores.
Según usted, un libro es un «suicidio diferido». Entonces la literatura sería como un sucedáneo: escribir en lugar de matarse. Se interpone entre el deseo de la muerte y la muerte y aleja cada vez más la solución postrera, sin por ello descartarla. ¿Ha sido la escritura para usted un socorro?
Si no eres un asiduo de las farmacias, escribir es el gran recurso, es curarse. Le doy este consejo: si odia a alguien sin querer particularmente suprimirlo, escriba cien veces su nombre seguido de «voy a matarte». Al cabo de media hora, se sentirá aliviado. Formular es salvarse, aunque no garabatees sino sandeces, aunque no tengas el menor talento. En los asilos de alienados, deberían facilitar a todos los internos toneladas de papel para que lo emborronasen: la expresión como terapéutica. La idea de suicidio presenta la misma virtud. La vida cesa de ser una pesadilla, cuando te dices: «Puedo matarme, cuando quiera». En efecto, cuando disponemos de semejante recurso podemos soportarlo todo.
¿Es la muerte para usted un absoluto?
En mi juventud, no me abandonaba nunca, estaba en el centro de mis noches y de mis días, presencia justificada en sí, supremamente legítima y, sin embargo, mórbida. Cosa extraña: con la edad, piensas en ella cada vez menos. Acabo de recibir una carta de un viejo amigo que me escribe que la vida ya no le dice nada. Le he respondido: «Si quieres un consejo, aquí lo tienes: cuando no puedas reír, y sólo entonces, deberás matarte. Pero, mientras seas capaz de hacerlo, espera aún. La risa es una victoria, la verdadera, la única, sobre la vida y la muerte». Una y otra ofrecen un espectáculo innombrable. La Creación, ¡qué extravagancia!
¿Cómo ve usted la decadencia de la civilización y el fin de la historia?
Como el hombre es un aventurero, tiene por fuerza que acabar mal. Su destino está claramente definido en el Génesis. La verdad de la Caída, esa certidumbre de los primeros tiempos, ha pasado a ser nuestra verdad, nuestra certidumbre.
Una última pregunta: ¿no será usted un teólogo encubierto, un teólogo del desastre, un teólogo gnóstico?
Me he interesado mucho por la Gnosis, eso desde luego. El resultado fue un librito, El aciago demiurgo, cuyo título alemán, Die verfehlte Schöpfung («La Creación errada»), me gusta. Al Creador sólo podemos imaginarlo maligno o, como máximo, chapucero. Esa concepción, tras un eclipse de algunos siglos, vuelve hoy con fuerza. Pero no carezco de humor hasta el punto de erigirme en teólogo..
No es eso lo que quería yo decir.
Toda herejía —¡cuánto me gusta esa palabra!— es exaltante. Tras la larga hegemonía cristiana, ahora podemos adoptar sin turbación la idea de un principio impuro, inmanente al Creador y a lo creado. Esa idea nos permite comprender mejor y sobre todo afrontar mejor el incalificable devenir histórico y, a decir verdad, el devenir puro y simple. La creencia en tal principio no es, desde luego, un remedio milagroso, pero no por ello deja de constituir un refugio para todos los que no cesan de cavilar sobre la triunfante carrera del Mal.
E. M. Cioran, Conversaciones
Título original: Entretiens
E. M. Cioran, 1995
Traducción: Carlos Manzano
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