Hay tres ocupaciones intelectuales, y hasta donde yo sé solamente tres, en las que los seres humanos han realizado grandes hazañas antes de la edad de la pubertad. Son la música, las matemáticas y el ajedrez. Mozart escribió música de indudable competencia y encanto antes de cumplir los ocho años. A los tres, Karl Friedrich Gauss efectuó, según se dice, cálculos numéricos de cierta complejidad; demostró ser un aritmético prodigiosamente rápido pero también notablemente profundo antes de cumplir los diez. Con doce años, Paul Morphy derrotó a todos sus contrincantes en Nueva Orleans, una proeza no pequeña en una ciudad que, hace cien años, contaba con varios formidables jugadores de ajedrez. ¿Nos hallamos aquí ante algún género de complejos reflejos imitativos, con logros posiblemente al alcance de unos autómatas? ¿O realmente crean algo estos maravillosos seres en miniatura? Las seis sonatas de Rossini para dos violines, violonchelo y contrabajo, compuestas por el muchacho durante el verano de 1804, tienen una patente influencia de Haydn y Vivaldi, pero son de Rossini las líneas melódicas principales, espléndidamente imaginativas. Al parecer, es cierto que Pascal, a los doce años, recreó por sí y para sí los axiomas esenciales y las proposiciones iniciales de la geometría euclidiana. Las primeras partidas de Capablanca y Alekhine de las que tenemos constancia contienen importantes ideas y muestran signos de un estilo personal. Ninguna teoría del reflejo de Pávlov o de la imitación simiesca puede explicar estos hechos. En estos tres dominios encontramos una creación, no pocas veces característica y memorable, a una edad increíblemente temprana.
¿Hay una explicación? Buscamos alguna relación genuina entre las tres actividades; ¿en qué se asemejan la música, las matemáticas y el ajedrez? Este es el tipo de pregunta para la que debería haber una respuesta bien clara, hasta clásica. (La idea de que haya una profunda afinidad no es nueva). Pero encontramos poca cosa aparte de indicios imprecisos y metáforas. La psicología de la invención musical —como algo diferente del simple virtuosismo en la ejecución— es casi inexistente. A pesar de las fascinantes pistas proporcionadas por los matemáticos Jules Poincaré y Jacques Hadamard, apenas se sabe nada de los procesos intuitivos y de razonamiento que subyacen al descubrimiento matemático. El doctor Fred Reinfeld y el señor Gerald Abrahams han escrito cosas interesantes acerca de la «mente ajedrecística», pero sin establecer si existe y, en caso de que así sea, qué es lo que constituye sus singulares capacidades. En cada una de estas esferas, la «psicología» se limita a ser principalmente cuestión de anécdotas, entre ellas las deslumbrantes exhibiciones ejecutivas y creativas de los niños prodigio.
Reflexionando, hay dos aspectos que nos sorprenden. La impresión dominante es que las formidables energías y capacidades mentales para la combinación deliberada de las que hace gala el niño experto en música, en matemáticas o en ajedrez están casi totalmente aisladas, que se disparan alcanzando madurez al margen de y sin necesaria relación con otros rasgos cerebrales y físicos, que maduran normalmente. Un prodigio musical, un niño compositor o director, puede ser en otros aspectos un niño pequeño, petulante e ignorante como suelen ser los niños de su edad. No hay testimonios que indiquen que la conducta de Gauss cuando era un chiquillo, su dominio del lenguaje o su coherencia emocional, excedieran en modo alguno los de otros chiquillos; era un adulto, y más que un adulto normal, únicamente en lo que concierne a la comprensión numérica y matemática. Cualquiera que haya jugado al ajedrez con un niño de corta edad y grandes dotes se habrá dado cuenta de la flagrante, casi escandalosa disparidad que hay entre las estratagemas y la sofisticación analítica de los movimientos del niño sobre el tablero y su conducta pueril en cuanto se guardan las piezas. Yo he visto a un niño de seis años manejar una defensa francesa con una tenaz maestría y, un momento después de terminar la partida, convertirse en un mocoso ruidoso y destructivo sin ton ni son. En suma, sea lo que sea lo que sucede en el cerebro y en las sinapsis nerviosas de un joven Mendelssohn, de un Galois, de Bobby Fischer, del colegial en todo lo demás imprevisible, al parecer sucede de una manera esencialmente aislada. Ahora bien, aunque las últimas teorías neurológicas están evocando de nuevo la posibilidad de una localización especializada —la idea, familiar en la frenología del siglo XVIII, de que nuestros cerebros tienen zonas diferentes para habilidades o potenciales diferentes—, lo que pasa es que no tenemos los hechos. Existen ciertos centros sensoriales muy evidentes, es verdad, pero lo que pasa es que no sabemos si el córtex separa sus numerosas tareas ni cómo lo hace. Pero la imagen de la localización es sugerente.
La música, las matemáticas y el ajedrez son, en algunos aspectos vitales, actos dinámicos de localización. Unos elementos simbólicos son dispuestos en hileras que tienen un significado. A las soluciones, ya sean la de una discordancia, la de una ecuación algebraica o la de un punto muerto en la posición, se llega por medio de una reordenación secuencial de unidades individuales y grupos de unidades (notas, integrales, torres o peones). El niño experto, como su homólogo adulto, es capaz de visualizar, de un modo instantáneo y sin embargo con una seguridad sobrenatural, cómo estarán las cosas varias jugadas después. Ve el argumento lógico, necesariamente armónico y melódico conforme brota de una inicial relación clave o de los fragmentos preliminares de un tema. Conoce el orden y la dimensión apropiada de la suma o de la figura geométrica antes de haber dado los pasos intermedios. Anuncia mate en seis porque la posición final victoriosa, la configuración de máxima eficiencia de sus piezas sobre el tablero está de alguna forma «ahí fuera» en la gráfica e inexplicablemente clara visión de su mente. En cada ejemplo, el mecanismo cerebral-nervioso da un verdadero salto adelante a un «espacio subsiguiente». Es muy posible que ésta sea una capacidad neurológica —nos sentimos tentados a decir neuroquímica— enormemente especializada pero casi aislada de otras capacidades mentales y fisiológicas y susceptible de un desarrollo increíblemente rápido. Alguna instigación ocasional —una melodía o progresión armónica tocada de oído en el piano de la habitación contigua, una hilera de cifras apuntadas en la pizarra de una tienda para sumarlas, la visión de los primeros movimientos de una partida de ajedrez en un café— pone en marcha una reacción en cadena en una zona limitada de la psique humana. El resultado es una hermosa monomanía.
La música y las matemáticas figuran entre las maravillas más destacadas de la raza humana. Lévi-Strauss ve en la invención de la melodía «una clave del supremo misterio» del hombre: una pista, si pudiéramos seguirla, de la singular estructura y genio de la especie. El poder que tienen las matemáticas para idear acciones por unas razones tan sutiles, ingeniosas y múltiples como ninguna que pueda ofrecer la experiencia sensorial, y avanzar en un despliegue infinito de vida autocreadora, es una de las extrañas y profundas marcas que el hombre deja en el mundo. El ajedrez, por otra parte, es un juego en el que treinta y dos figuritas de marfil, cuerno, madera o metal o (en los campos de prisioneros) serrín pegado con cera de zapatos se arrastran de un lado a otro sobre sesenta y cuatro casillas de colores alternados. Para el adicto, semejante descripción es una blasfemia. Los orígenes del ajedrez están envueltos en nieblas de controversia, pero es innegable que este pasatiempo, antiquísimo y trivial, les ha parecido a muchos seres humanos excepcionalmente inteligentes de todas las razas y siglos constituir una realidad, un foco para las emociones, tan sustancial como la realidad, a menudo más que ella. Los naipes pueden llegar a significar el mismo absoluto. Pero su magnetismo es impuro. La locura por el whist o el póquer se engancha en la obvia y universal magia del dinero. El elemento financiero en el ajedrez, cuando existe, ha sido siempre pequeño o accidental.
Para un verdadero jugador de ajedrez, llevar de un lado a otro treinta y dos figuras sobre 8 x 8 casillas es un fin en sí mismo, todo un mundo al lado del cual la mera vida biológica, política o social resultan desordenadas, rancias y contingentes. Hasta el patzer, el desdichado aficionado que lanza a la carga su peón de rey cuando el alfil del contrincante se escapa a R4, siente ese hechizo demoníaco. Hay momentos seductores en los que seres por lo demás normales y totalmente comprometidos, hombres como Lenin y yo mismo, prefieren renunciar a todo —matrimonio, hipotecas, carreras profesionales, la Revolución rusa— para pasarse los días y las noches moviendo unos pequeños objetos tallados arriba y abajo sobre un tablero cuadrado. Ante la vista de un ajedrez, aunque sea el peor de los ajedreces de bolsillo hecho de plástico, nuestros dedos se arquean y un escalofrío recorre nuestra espina dorsal como en un sueño ligero. No por ganancia, no por conocimiento ni por fama, sino en algún encantamiento autista, puro como uno de los cánones invertidos de Bach o como la fórmula de Euler para los poliedros. Ahí está, sin duda, una de las conexiones reales. A pesar de toda su riqueza de contenido, a pesar de toda la cantidad de historia y de institución social invertida en ellos, la música, las matemáticas y el ajedrez son resplandecientemente inútiles (las matemáticas aplicadas no son más que fontanería superior, una especie de música para la banda de la policía). Son metafísicamente triviales, irresponsables. Se niegan a relacionarse con el exterior, a tomar a la realidad como árbitro. Esta es la fuente de su brujería. Nos hablan, al igual que un proceso afín pero muy posterior, el arte abstracto, de la singular capacidad del hombre para «construir contra el mundo», para idear unas formas que son estrambóticas, totalmente inútiles, austeramente frívolas. Estas formas son irresponsables ante la realidad, y por lo tanto inviolables, como no lo es ninguna otra cosa, por la banal autoridad de la muerte.
Las asociaciones alegóricas de la muerte con el ajedrez son perennes: en los grabados medievales sobre madera, en los frescos renacentistas, en las películas de Cocteau y Bergman. La muerte gana la partida, pero al hacerlo se somete, aunque sea momentáneamente, a unas reglas enteramente fuera de su dominio. Los amantes juegan al ajedrez para detener el atormentador paso del tiempo y apartar al mundo. De este modo, dice Yeats en «Deirdre»:
Sabían que no había nada que pudiera salvarlos,
de modo que jugaron al ajedrez todas las noches
durante años, y aguardaron el golpe de la espada.
Nunca oí una muerte tan fuera del alcance
de los corazones comunes, un elevado y hermoso final.
Es este ostracismo de la mortalidad común, esta inmersión de los seres humanos en una esfera cerrada, cristalina, lo que tiene que captar el poeta o novelista que toma como asunto el ajedrez. Es preciso hacer psicológicamente creíble el escándalo, la paradoja de una trivialidad importantísima. El éxito en este género es raro. Master Prim (Little, Brown & Co.) de James Whitfield Ellison, no es una buena novela, pero hay en ella cosas que merecen la pena. Francis Rafael, el narrador, es enviado por su editor a redactar una noticia de primera plana sobre Julian Prim, la nueva promesa del ajedrez americano. Al principio, el maduro cronista, asentado y aburguesado hasta la médula, y el maestro de diecinueve años no congenian. Prim es arrogante y áspero; tiene los modales de un cachorro de dientes afilados. Pero el propio Rafael había soñado antaño con convertirse en un destacado jugador de ajedrez. En la escena más tensa de la novela, una serie de partidas rápidas en jugadas de diez segundos entre Julian y diversos «pichones» en el Club de Ajedrez Gotham, el novelista y el joven campeón se encuentran ante el tablero. Rafael casi consigue un empate y surge entre los dos antagonistas «una especie de francmasonería de mutuo respeto». Cuando llegamos a la última página, Prim ha ganado el Campeonato de Ajedrez de Estados Unidos y está comprometido con la hija de Rafael. La historia del señor Ellison tiene todos los elementos de un roman à clef [novela de clave]. Las peculiaridades y la carrera de Julian podrían estar basadas en las de Bobby Fischer, cuyo antagonismo personal y profesional hacia Samuel Reshevsky —un conflicto inusual por su vehemencia pública aun en el mundo del ajedrez, necesariamente combativo— es, según parece, el centro del argumento. Eugene Berlin, el Reshevsky de Ellison, es el campeón reinante. En una partida que proporciona el demasiado obvio clímax, Julian arrebata la corona a su odiado contrincante de más edad. La partida misma, una apertura peón de reina, aunque muy probablemente basada en el juego del maestro real, no es de gran interés ni belleza. La manera en que Berlin trata la defensa es poco imaginativa, y la penetración de Julian en el vigésimo segundo movimiento apenas merece la excitada reacción del novelista, mucho menos la victoria en el campeonato. Incidentes y personajes secundarios están asimismo fielmente inspirados en la realidad, ningún aficionado dejará de recordar a los hermanos Sturdivant ni confundirá la ubicación del Club Gotham. Lo que sí transmite Ellison es algo de la extraña y callada violencia que el ajedrez engendra. Derrotar a otro ser humano en el ajedrez es humillarlo en las raíces mismas de su inteligencia; vencerlo con facilidad es dejarlo extrañamente desnudo. En una velada en Manhattan con mucho alcohol, Julian se enfrenta a Bryan Pleasant, actor inglés de cine, a un solo caballo y a dólar la partida. Le gana una y otra vez, a doble o nada, con su «reina apareciendo y golpeando al enemigo como un gran animal enfurecido». En una vengativa exhibición de virtuosismo, Julian se concede cada vez menos tiempo. La descarnada ferocidad de su don le horroriza de pronto: «Es como una enfermedad… Te domina como una fiebre y pierdes completamente el sentido de cómo son las cosas… Quiero decir ¿a quién puedes vencer en quince segundos? Aunque seas Dios. Y yo no soy Dios. Es estúpido tener que decir esto, pero a veces tengo que decirlo».
Que el ajedrez pueda ser un cercano aliado de la locura es el tema de la famosa Schachnovelle [Novela de ajedrez] de Stefan Zweig, publicada en 1941 y traducida al inglés como The royal game. Mirko Czentovic, el campeón mundial, viaja en un lujoso transatlántico en dirección a Buenos Aires. Por doscientos cincuenta dólares la partida, accede a jugar contra un grupo de pasajeros. Derrota el esfuerzo conjunto de éstos con una facilidad desdeñosa y enloquecedora. De improviso, un misterioso ayudante se une a los intimidados aficionados. Combate a Czentovic hasta las tablas. Este rival resulta ser un médico vienés al que la Gestapo tuvo en confinamiento solitario. Un viejo libro sobre ajedrez fue el único vínculo del prisionero con el mundo exterior (una ingeniosa inversión simbólica del papel habitual del ajedrez). El doctor B. se sabe de memoria las ciento cincuenta partidas que contiene; las ha repetido mentalmente mil veces. En este proceso, ha dividido su propio yo en blanco y negro. Al saberse cada partida tan ridículamente bien, ha conseguido alcanzar una velocidad demencial en el juego mental. Conoce la respuesta de las negras incluso antes de que las blancas hayan hecho el siguiente movimiento. El campeón mundial ha tenido la condescendencia de empezar una segunda ronda. Es derrotado en la primera partida por el prodigioso desconocido. Czentovic reduce el ritmo del juego. El doctor B., trastornado por lo que le parece una marcha insoportable y por una total sensación de déjà vu, siente la proximidad de la esquizofrenia y se interrumpe en medio de otra brillante partida. Esta fábula macabra, en la que Zweig comunica la atmósfera de un auténtico juego magistral sugiriendo la forma de cada partida en lugar de explicar al detalle los movimientos, señala el elemento esquizoide que hay en el ajedrez. Cuando estudia aperturas y finales, cuando repite partidas magistrales, el jugador de ajedrez está al mismo tiempo con las blancas y con las negras. En el juego real, la mano que espera al otro lado del tablero es hasta cierto punto la suya. Él está, como si dijéramos, dentro del cráneo de su oponente, viéndose a sí mismo como el enemigo del momento, parando sus propios movimientos y volviendo inmediatamente a meterse de un salto en su propia piel para tratar de contraatacar el contragolpe. En una partida de naipes, las cartas del adversario están ocultas; en el ajedrez, sus piezas están constantemente expuestas ante nosotros, invitándonos a ver las cosas desde su lado. De este modo, en cada mate hay, literalmente, un adarme de lo que se denomina suimate, un tipo de problema ajedrecístico en el que se requiere al que ha de resolverlo que maniobre sus propias piezas para conducirlas al mate. En una partida de ajedrez seria, entre jugadores de comparable fuerza, somos vencidos y al mismo tiempo nos vencemos a nosotros mismos. Así, tenemos en la boca el gusto de la ceniza.
El título de una novela temprana de Nabokov publicada aquí por McGraw-Hill, King, Queen, Knave [Rey, dama, valet], alude a un palo de las cartas. Pero los recursos principales del libro están basados en el ajedrez. El señor Negro y el señor Blanco juegan al ajedrez mientras la parodia de melodrama erótico se acerca a su anticlímax. La partida que están jugando refleja con exactitud la situación de los personajes: «El caballo de Negro está planeando atacar al rey y a la reina de Blanco mediante un jaque en zigzag». El ajedrez es la metáfora subyacente y el referente simbólico en toda la narrativa de Nabokov. Pnin juega al ajedrez; una mirada fortuita a la revista soviética de ajedrez 8 x 8 empuja al héroe de El don a emprender su biografía mítica de Chernishevski; el título de La verdadera vida de Sebastian Knight es una alusión al ajedrez, y la insinuación del juego magistral entre dos modos de verdad recorre todo el relato; el duelo entre Humbert Humbert y Quilty en Lolita está tramado en términos de una partida de ajedrez donde lo que se juega es la muerte. Estos aspectos, y en su totalidad el papel del ajedrez en la producción de Nabokov, se exponen en el libro del señor Andrew Field, Nabokov, his life in art (Little, Brown, 1967), admirablemente minucioso y perceptivo. Pero el señor Field se olvida de la obra maestra en el género. Escrita primero en ruso en 1929, La defensa Luzhin apareció por primera vez en inglés en 1964, en estas páginas. Toda la novela tiene que ver con las insustanciales maravillas del juego. Creemos en el genio ajedrecístico de Luzhin porque Nabokov expresa estupendamente la naturaleza especializada y estrafalaria de su don. En todos los demás aspectos y pasos de la vida, Luzhin es un ser desgalichado, infantil, que busca patéticamente el contacto humano normal. Cuando se para a pensar en ello, las relaciones humanas le parecen movimientos en el espacio más o menos estilizados; la supervivencia en sociedad depende de la comprensión que uno tenga de unas reglas más o menos arbitrarias, desde luego menos coherentes que las que rigen un prise en passant. La aflicción personal es un problema sin resolver, tan frío y lleno de trampas como los problemas de ajedrez compuestos por el odiado Valentinov. Sólo un poeta que estuviese a su vez bajo el embrujo del ajedrez podría haber escrito el relato del encuentro entre Luzhin y Turati. Aquí Nabokov comunica como ningún otro escritor las secretas afinidades del ajedrez, la música y las matemáticas, el sentido en el que una buena partida es una forma de melodía y de geometría animada:
Entonces, sus dedos buscaron a tientas y encontraron una hechicera, quebradiza, cristalina combinación, que con un ligero tintineo se desintegró ante la primera réplica de Turati (…). Finalmente, Turati se decidió por esta combinación, e inmediatamente una especie de tempestad musical inundó el tablero y Luzhin la registró obstinadamente buscando la diminuta y clara nota que necesitaba para a su vez henchirla convirtiéndola en una atronadora armonía.
Absorto en el juego, Luzhin olvida aplicar a su cigarrillo una cerilla encendida. Se quema la mano. «El dolor pasó enseguida, pero en aquel hueco abrasador había visto algo insoportablemente sobrecogedor, el horror total de las profundidades abisales del ajedrez. Echó un vistazo al tablero y su cerebro se quedó sin fuerzas por efecto de un cansancio no experimentado hasta entonces. Pero los jugadores de ajedrez eran inmisericordes, lo retenían y lo absorbían. Había horror en esto, pero en esto se hallaba también la única armonía, pues ¿qué otra cosa existe en el mundo aparte del ajedrez? Niebla, lo desconocido, el no ser…» Pues ¿qué otra cosa existe en el mundo aparte del ajedrez? Una pregunta estúpida, pero que todo verdadero jugador de ajedrez se ha planteado alguna vez. Y cuya respuesta —cuando la realidad se ha contraído a sesenta y cuatro casillas, cuando el cerebro se estrecha hasta ser una cuchilla luminosa que apunta a una única colección de líneas y fuerzas ocultas—es cuando menos incierta. Hay más posibles variantes en una partida de ajedrez que —está calculado— átomos en este universo nuestro en expansión. El número de posibles maneras legítimas de hacer las cuatro primeras jugadas de cada lado se eleva a 318.979.584.000. Haciendo una jugada por minuto y sin repetirla nunca, la población del planeta entera necesitaría doscientos dieciséis mil millones de años para agotar todas las maneras imaginables de hacer los diez primeros movimientos del señor Blanco y el señor Negro de Nabokov. Cuando el señor Luzhin se hunde en su muerte, en su suimate detenidamente analizado, se ve que el quiasmo de la noche y de las frías losas abajo «se dividía en casillas claras y oscuras».
Así sucede con el mundo en nuestros recurrentes sueños de gloria. Veo ante mí la escena con burlona claridad. La hilera de mesas en el café-ajedrez Rossolimo, en el Village, o bajo el grasiento techo del vestíbulo de un hotel en la ciudad X (Cincinnati, Innsbruk, Lima). El gran maestro está dando una exhibición rutinaria: treinta y cinco tableros jugando simultáneamente. La regla, en estas ocasiones, es que todos sus oponentes jueguen con las negras y muevan en cuanto llega junto al tablero. Cuanto más débil es el juego, más rápido es su recorrido alrededor de la habitación. Cuanto más rápido es su acecho de lobo, más acosados y torpes son los movimientos que hacemos en respuesta. Estoy jugando una defensa siciliana, resistiendo, tratando de parar esa mano velocísima y la extenuante celeridad de sus apariciones. El gran maestro hace un enroque en la decimoquinta jugada y yo respondo con Q-QKt5. Una vez más, su paso se apresura hacia mi mesa, pero esta vez, oh milagro, se detiene, se inclina sobre el tablero y, ¡maravilla de las maravillas celestiales!, pide una silla. La sala está insoportablemente silenciosa, todos los ojos están fijos en mí. El maestro impone un intercambio de reinas, y me viene a la memoria, con demoníaca precisión, la visión de la partida Yates-Lasker en la decimoséptima ronda del Campeonato Mundial de 1924 en Nueva York. Ganaron las negras aquella tarde de marzo. No me atrevo a esperar eso; no estoy loco. Pero quizá por una vez en mi vida un maestro levante la vista del tablero, como Botvinnik la levantó para mirar a Boris Spassky, de diez años de edad, durante una partida de exhibición en Leningrado en 1947, y me mire no como a un patzer sin nombre sino como a otro ser humano y diga, con voz queda y tranquila, «Remis» [Me rindo].
7 de septiembre de 1968
* Existe edición anterior («Muerte de reyes») incluida en Extraterritorial, trad. de Edgardo Russo, Siruela, Madrid 2002
En George Steiner en The New Yorker
Título original: George Steiner at «The New Yorker»
George Steiner, 2009
Traducción: María Condor
Prólogo: Robert Boyers
Edición: Robert Boyers
Imagen: George Steiner poses for a photo on January 05, 2005 in Jerusalem, Israel
El hombre que miraba pasar los trenes. Georges Simenon
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