Queridísimo León Ostrov:
Todavía me contemplo, asombrada de estar viva. Hubiera querido esperar varios días y después escribirle una hermosa y —dentro de lo posible— poética carta. Pero ahora no quisiera otra cosa que llorar y que usted me pregunte por qué. La verdad es que acá me muero de miedo. No sé si ello responderá a mi inmensa capacidad de temer o si la realidad contiene verdaderamente causas que lo desaten. No estamos en el pueblo sino en un paraje desolado donde no hay más que sonidos, ruidos informes que imitan todo lo que fantasea el miedo. ¿Nos pueden violar por la noche? Enseguida se encuentran ramas serviciales que remedan a la perfección ruidos de pasos. (Siempre que hayan sido las ramas). Es excesivamente solitario este lugar y de noche es una cosa horrenda que me enmudece de terror. Y siempre la voz del mar, una voz desgarradora. Mientras escribo contemplo millares de hormigas que caminan a mis pies. Algunas me escalan. Me muero de náuseas. En verdad, pronto sonreiré, tal vez, de mi estado actual. (Ahora hay una mosca verde que bebe de mi frente). Pero ahora estoy muy desamparada, muy angustiada. Aunque me extrañe sobremanera no interesarme por el aspecto de aventura que presenta la cosa. Anoche creí estar en mi cuarto, sufrí mucho al despertar. Además me empezó a molestar la columna vertebral, tal vez porque duermo en el suelo, no sé… Ayer me dije que debo volver —creo que no hay pasajes hasta fin de mes— y que no me importaría viajar de pie, necesito estar en mi cuarto, lejos de esta monstruosa naturaleza. He visto los médanos. Parecen monstruos de un planeta
«Ne me dites plus rien: pour vous j’ai tout perdu!» (Le Cid)
desconocido. Estoy tan mal que nada me parece válido ya. Creo que voy a irme. ¿Acaso las demás tienen menos miedo que yo? En realidad también están asustadas pero no como yo… ¿Para qué todo esto? Y si me violan, si me asesinan —lo creo probable e imposible a la vez—; lamento estar aquí, lo lamento mucho. Si me ocurre algo y no vuelvo más me gustaría que usted le pidiera mis poemas a mi madre. (Para más referencias: están en la biblioteca, bajo llave). Ayer pensé en usted pero no pude determinar si lo que prefiere es que me quede aquí y luche con el miedo o que me vaya. También cuando viajaba pensé en usted, pero estaba eufórica y todo era muy bueno. Recuerdo que estuve mucho tiempo pensando en Kafka, debido a que el domingo antes de irme terminé de leer un libro que había empezado meses atrás, Cartas a Milena. Cuando viajaba, impresionada por la lectura, se me ocurrió que la diferencia entre Kafka y yo es que él tenía una extraordinaria libertad de pensamiento y una horrenda inhibición para actuar mientras que a mí me sucede lo contrario. De cualquier modo me impresionó mucho, especialmente cuando dice frases como ésta: «Y en verdad es hasta cierto punto una blasfemia construir tanto sobre una persona». (Acaba de pasar Gregorio Samsa ya metamorfoseado).
¡Oh perdón por esta monotonía, perdón por esta carta espantosa, perdón por haberlo conocido, y por haber nacido! Pero ya se arreglará —siempre que se me pasen los dolores, apenas puedo escribirle— de cualquier modo todo seguirá igual.
(He interrumpido la carta y ahora vuelvo más calmada). Creo que sería una verdadera cobardía volver. Pero al mismo tiempo este viaje es una temeridad gratuita. Solo me calmaré completamente si logro leer los libros que he traído. Pero la literatura está lejanísima. (Hay dos hormigas en mi mano. Esta naturaleza es obra de un demonio amargado. Pero usted ha intervenido y ellas se han ido inexplicablemente). Hay un viento atroz, un viento que consume mis deseos, no puedo meditar ni imaginar nada, he cerrado las puertas de mi ser y solo queda una receptibilidad ansiosa y desconfiada. ¿Iría a ser algún mal presagio este viento? Tal vez me diga que usted me olvidó y que nada me queda sino este estar aquí, roída por insectos engendrados por mi culpa. Tal vez ellos busquen redimirse por medio de mi miedo. ¿Y si esta carta fuera nuestra última comunicación? No tengo miedo de morir, tengo miedo de esta tierra ajena, agresiva, tengo miedo del viento (yo que dije que «hay que salvar al viento» ahora digo que «hay que salvarme del viento»), tengo miedo de los árboles salvajes, nacidos porque sí y para nada. Ahora comprendo que no es posible volver a la era en que se hacía fuego con madera y piedras (como hacemos nosotros) porque tal vez la naturaleza esté agraviada de nuestra huida y cada uno que retorna a ella se ve objeto de su odio causado por el desamparo en que la hemos dejado. Hace siglos que me fui de Bs. As. y hace siglos que lo vi a usted. Y esto último me hace doler el corazón. ¿No puede hacer algo para que el viento se tranquilice? ¿Por qué no les dice a los árboles que soy inocente? ¿Y al mar que no ruja? ¿Y a la noche que no construya complots contra mi miedo? Estoy segura de que será bondadoso y hará todo lo que le ruego. Solo que no puedo retribuirle con otra cosa que con mi miedo, con mi falsedad… y si le interesa con mi total adhesión. Estoy en otro planeta y nada en él me enamora. Suya,
Alejandra
Martes 9 hs.
Carta despachada desde Villa Gesell el 13 de febrero, probablemente de 1955
En Alejandra Pizarnik & León Ostrov: Cartas
Edición de Andrea Ostrov, 2012
Foto sin atribución: AP, Vía Letralia
No hay comentarios.:
Publicar un comentario