1 de septiembre de 2016

Juan Carlos Onetti: Por fin, el viento [spoiler]




Durante tres noches, como una pastora doncella en espera de la Divina Aparición o del nunca escuchado sonido de Voces, Medina aguardó tras su ventana del Plaza la llegada retumbante de Santa Rosa. La esperaba en las sombras porque por la tarde solo había visto relámpagos disueltos en la luz del día, oído lejanísimos truenos, y porque es de noche que se realizan los grandes sueños.
Antes de que Gurisa quedara dormida y feliz con la doble ración de seconal servida por Medina que tomó sin saberlo. Habían hecho el amor, ella con su natural mezcla de candor y perversión; él con una virilidad sorprendente que le pareció, cada vez, ajena y morbosa.
Ella respirando en la sombra de la cama, él pegado al paisaje invariado de la ventana.
En la noche tercera llegaron por fin remotas compensaciones. Los relámpagos y los rayos estrepitosos y sarcásticos, la lluvia copiosa y corta, un viento sin ataduras que empujaba árboles de izquierda a derecha y bailaba un instante, presuroso y sin respeto, alrededor de la estatua en la plaza, basamento, caballo y jinete.
Temeroso de hacerse ilusiones, temeroso del casi seguro desengaño, Medina entró en el baño para ponerse una picante y calurosa bata. En el armario estaba su poco usado uniforme y colgaba la pistolera. Guardó el arma, pesada y molesta en el bolsillo de la bata y logró conservar el silencio mientras recorría la habitación para colocarse nuevamente junto a la negrura de la ventana. Solo podía distinguir la claridad de algunos charcos en la calle que reflejaban la luz floja del anuncio del hotel.
Trataba, inútilmente, de ver la hora, de medir el paso de los minutos en su reloj pulsera. El tiempo pasaba —y él lo sentía en sus hombros, en el sudor del pecho— sin dejar huellas, sin permitir que nadie lo captara y midiera. De pronto, un nuevo dolor de cansancio en las corvas y un preaviso de claridad, tan leve y lejano en la punta izquierda de la ciudad.
«El oeste —pensó Medina— no puede ser un alba anticipada. Y yo le dije que no por ese lugar».
Gurisa se movió en la gran cama y murmuró incomprensible y con enojo; de inmediato volvió el débil sonido de su respiración infantil.
La luz, siempre a la izquierda, comenzó a moverse y crecer. Ya muy alta fue avanzando sobre la ciudad, apartando con violencia la sombra nocturna, agachándose un poco para volver a alzarse, ya, ahora, con un ruido de grandes telas que sacudiera el viento.
Medina sentía la cara iluminada y el aumento del calor en el vidrio, casi insoportable. Temblaba sin resistirse, víctima de un extraño miedo, del siempre decepcionante final de la aventura. «Esto lo quise durante años, para esto volví».
Oyó el estallido de una ventana en el lugar del departamento que llamaban cocina. Con la pistola en la mano se acercó a la cama. Sentía la necesidad casi irresistible de besar a Gurisa, pero temió despertarla antes que el griterío que comenzaba a llegar de la calle, del hotel, el techo y el cielo.
Madrid, 23 de febrero de 1979




Dejemos hablar al viento - Ultimo capítulo
Buenos Aires, 1979
Imagen: Onetti por Hermenegildo Sábat Vía


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