La noche es tan larga que nunca encuentra al día. Estas son palabras de Shakespeare en Macbeth, y ellas nos ayudan a definir la condición del poeta. Primero, el lector es para el poeta en su soledad, una imagen con el rostro y los gestos de un amigo de infancia, tal vez del más sensible de los compañeros, quien es experimentado en lecturas solitarias pero desconfiado al evaluar una representación presumida o falsa del mundo. Esta escena es acometida con rigurosas medidas poéticas extrañas a la ciencia y con palabras cuyos sonidos son determinados.
La duplicación poética exacta de un hombre es para el poeta la negación de la tierra, una imposibilidad de ser, aún cuando su gran deseo es hablarle a muchos hombres, unirse a ellos a través de versos armoniosos, relativos a las verdades del pensamiento o de las cosas. La inocencia, algunas veces es una aguda cualidad que permite la gran representación de lo perceptible. Y la inocencia del referido amigo del poeta, quien requiere, dialécticamente, que los primeros ritmos poéticos tengan una forma lógica, se mantendrá como un foco que permitirá construir la mitad de una parábola. Los otros lectores del poeta son los poetas antiguos, que observan sobre las páginas recién escritas desde una distancia incorruptible. Sus formas poéticas son permanentes, y es difícil crear otras que puedan acercárseles.
El escritor de historias o de novelas se instala en los hombres y los imita; él agota las posibilidades de sus personajes. El poeta en cambio está solo con objetos infinitos en su propia esfera oscura y no sabe si debe ser indiferente o estar desesperanzado. Luego, ese único rostro se multiplicará; aquellos gestos se harán opiniones afirmativas o desaprobatorias. Esto ocurre con la publicación de los primeros poemas. Como lo esperaba el poeta, las alarmas suenan ahora, pues —y esto debe ser reiterado— el nacimiento de un poeta es siempre una amenaza para el orden cultural existente, porque él intenta abrirse camino a través del círculo de castas literarias para alcanzar el centro.
Ahora, él tiene un público extraño con quien comienza a tener una relación silenciosa y hostil: críticos, profesores provincianos, hombres de letras. En su juventud la mayoría de estas personas destruyen sus metafísicas, corrigen sus imágenes. Son jueces abstractos que revisan textos “defectuosos” de acuerdo con una pauta poética indiferente.
La poesía también es el ser físico del poeta, y es imposible separar a éste de su arte. Sin embargo, no debo consentir en evocaciones autobiográficas hablando de mi propio país, el cual, como todo el mundo sabe, ha sido orientado torpemente en todos sus siglos hacia Giovanni Della Casas, es decir, hacia todos los escritores de métrica pulida y vanas destrezas desarrolladas. Estos “altos sacerdotes” de la tradición tienen clarividencia e imaginación. Es más, ellos están obsesionados con alegorías de la probable destrucción del mundo. No toleran crónicas sino figuras y actitudes ideales. Para ellos la historia de la poesía es una galería de fantasmas. Incluso una polémica tendría cierta justificación si se considera que mis experimentos poéticos comenzaron durante una dictadura y marcaron el origen del movimiento Hermético.
Desde mi primer libro editado en 1930, e incluso hasta el cuarto (una traducción de poemas líricos griegos, publicado en 1940), conseguí ver solamente un público estratificado de lectores humildes o ambiciosos, a través de la bruma política y la aversión académica, y hacia la poesía áspera que abandonaba los patrones clásicos de la composición. Las Lirici Greci (1940) (Líricas Griegas) entraron frescas y nuevas en la generación literaria de la época, e instauraron una verdadera lectura de los clásicos a lo largo de Europa. Yo sabía que los jóvenes entrecomillaban versos de mis Líricas en sus cartas de amor; otros eran escritos por presos políticos en las paredes de las prisiones. ¡Qué época para estar escribiendo poesía! Escribimos versos que nos condenaron, sin esperanza de perdón, a la más amarga soledad. Eran tales versos categorías del alma —¿grandes verdades?—. Como la poesía tradicional europea aún no era circunscrita, nunca notó nuestra presencia; porque la provincia Latina, bajo el escudo de sus Césares, instituyó derrame de sangre y no lecciones de humanismo.
Mis lectores en esos tiempos aún eran hombres de letras o escritores oficiales; pero tenía que haber otra gente esperando mis poemas. ¿Estudiantes, trabajadores de cuello blanco, obreros? ¿Había buscado sólo una verosimilitud abstracta en mi poesía? ¿O caía en la arrogancia? Al contrario, yo era un ejemplo de cómo la soledad es rota.
La soledad, la larga noche de Shakespeare, creación enferma de un político que necesitaba a un poeta como Tyrtaeus durante las campañas africanas o rusas —se volvió claramente poética como símbolo de la continuación de la decadencia europea—, era más bien el borrador áspero del neo-humanismo. La guerra, siempre lo he dicho, fuerza a los hombres a cambiar sus normas, ignorando si su país ha ganado o perdido. Las poéticas y las filosofías se desintegran “cuando los árboles caen y las paredes colapsan”. En el momento en que la continuidad fue interrumpida por la primera explosión nuclear, habría sido muy fácil recobrar el piso formal que nos conecta con una era de decoro poético, de preocupación por los sonidos poéticos. Después de la turbulencia de la muerte, los principios morales e incluso las evidencias religiosas son llamados a interrogatorio. Los hombres de letras quienes se adhieren al éxito privado de sus estéticas domesticadas se autoexpulsan de la presencia desesperada de la poesía. Desde la noche y su soledad, el poeta encuentra el día e inicia un diario que es letal para el inerte. El paisaje oscuro clama un diálogo. El político y los poetas mediocres con sus armaduras de símbolos y purezas místicas pretenden ignorar al verdadero poeta. Es una historia que se repite como el canto del gallo; de hecho como el tercer canto del gallo.
El poeta es un inconformista y no ingresa en el cascarón de la civilización falsamente literaria, que está llena de torreones defensivos como en el tiempo de las Comunas. Él puede simular destruir sus formas, mientras en cambio realmente las continúa. Él pasa de la poesía lírica a la épica para hablar sobre el mundo y su tormento a través del hombre, racional y emocionalmente. El poeta entonces se convierte en un peligro. Mientras el político juzga la libertad cultural con sospecha y por medio de un criticismo conformista intenta restituir el verdadero concepto de poesía inmóvil, viendo el acto creativo como extratemporal y sin efecto en la sociedad, sugiriendo que el poeta en lugar de ser un hombre fuera una simple abstracción.
El poeta es la suma total de las diversas experiencias del hombre de su tiempo. Su lenguaje ya no es el de la avant-garde, sino que es más bien concreto en el sentido clásico. Eliot ha señalado que el lenguaje de Dante es “la perfección del lenguaje común…” sin embargo el estilo simple del que Dante es el gran maestro, es un estilo muy difícil. Al lenguaje del poeta se le debe dar su propio énfasis. No es ni el lenguaje del parnasiano, ni el de los revolucionarios de la lingüística, especialmente en países donde la contaminación por dialectos sólo produce dudas adicionales y jeroglíficos literarios. De hecho, los filólogos nunca revivirán una lengua escrita, este es un derecho exclusivo de los poetas. Su lenguaje es difícil no por razones filológicas u oscuridad espiritual sino por su contenido. Los poetas pueden ser traducidos; los hombres de letras no, porque ellos usan habilidades intelectuales para copiar las técnicas de otros poetas y respaldar el simbolismo o la decadencia por fácil complacencia, con una idea derivada de las verdades con las que se han nutrido teóricamente cuando se les ocurre parecerse a Goethe, o a los grandes poetas franceses del siglo diecinueve. Un poeta se anexa a su propia tradición y evade el internacionalismo. Los hombres de letras imitan a Europa bajo la luz de una poesía que se aísla a sí misma; como si la poesía fuera un objeto idéntico en todo el mundo. Entonces, con esta precaria comprensión de la poesía, los formalistas pueden preferir ciertos tipos de satisfacción y rechazar violentamente otros. Pero el problema de cualquier lado de la barrera es siempre el contenido. De modo que la palabra del poeta está empezando a golpear fuertemente sobre los corazones de todos los seres, mientras los inexorables artistas oficiales piensan que sólo ellos viven en el mundo real. De acuerdo con ellos, el poeta está confinado a las provincias con la boca rota por su propio trapecio silábico. El político toma ventaja de los escritores que no asumen una posición espiritual contemporánea, sino más bien una que ha sido abandonada hace dos generaciones. De la unidad cultural él hace bromas de sofisticada descomposición turbulenta en donde las fuerzas religiosas aún pueden esclavizar la inteligencia del hombre.
La poesía religiosa, la poesía cívica, lírica o dramática, son categorías de la expresión del hombre que son válidas sólo si el traspaso del contenido formal es verdadero. Es un error creer que una conquista espiritual, una situación emocional particular (un estado religioso) del individuo, se puede convertir en “social” por extensión. La abnegación pía, la renunciación del hombre por el hombre, no es más que una fórmula para la muerte. El espíritu realmente creativo siempre cae en las garras de los lobos. El discurso del poeta con frecuencia depende de una mística, de una libertad espiritual que se halla a sí misma esclavizada en la tierra. Él aterra a su interlocutor —su sombra, el objeto a ser disciplinado— con imágenes de descomposición física, con análisis complacientes de lo horrendo. El poeta no teme a la muerte, no porque crea en la fantasía de los héroes, sino porque la muerte constantemente visita sus pensamientos y por tanto es una imagen de un diálogo depurado. Opuesto a esta separación, él encuentra una imagen que contiene en sí misma los sueños del hombre, los males del hombre, y una redención que le permita salir de la penuria y la miseria —cruel pobreza que ya no puede ser para él un signo de la aceptación de la vida.
Para señalar la extensión del poder del político —y aquí se incluye también el poder religioso— sólo necesitamos recordar el silencio que duró un milenio en los campos de la poesía y el arte después del cierre de la época clásica, o evocar las grandes pinturas del siglo quince, período en el cual la iglesia comisionó el trabajo y dictó su aprobación.
El criticismo formalista pretende apuntarle al concepto de arte enfocando su ataque en las formas. Expresa reservas en la consistencia del contenido para infringir la autonomía artística en sentido absoluto. De hecho, la poesía no aceptará las pretensiones “misioneras” de los políticos, ni ningún otro tipo de interferencia crítica, o de cualquier filosofía que pueda nacer de allí. El poeta no se desvía de su ruta moral o estética, de aquí su doble soledad frente al mundo como a las milicias literarias.
¿Pero existe una estética contemporánea? ¿Y qué filosofía ofrece sugerencias verdaderamente significantes? Una poesía existencialista o marxista no ha aparecido aún en el horizonte literario; el diálogo filosófico o el coro de nuevas generaciones presupone una crisis, e incluso presupone crisis en el hombre. El político usa esta confusión para dar un aire de estabilidad ilusoria a la poesía fragmentada.
El antagonismo entre el poeta y el político generalmente ha sido evidente en todas las culturas. Hoy los dos bloques que gobiernan el planeta están actualizando conceptos contradictorios de libertad; sin embargo es claro que para el político no hay más que una clase de libertad que se dirige en una sola dirección. Es difícil romper la barrera que ha manchado la historia de la civilización con sangre. Siempre existen al menos dos maneras de ver la libertad cultural: la encontrada en aquellos países donde ha ocurrido una profunda revolución social (la Revolución Francesa o la de Octubre); y aquella encontrada en otros países, que obstinadamente se resiste antes de pasar por cualquier cambio en la perspectiva del mundo.
¿Pueden cooperar el poeta y el político? Tal vez podrían en sociedades que aún no están totalmente desarrolladas, pero nunca con completa libertad para ambos. En el mundo contemporáneo el político puede elegir una variedad de posiciones, pero un acuerdo entre poeta y político nunca será posible, porque uno está preocupado por el orden interno del hombre, y el otro por el ordenamiento del hombre. Una búsqueda del equilibrio interno del hombre podría en una época dada, coincidir con el ordenamiento y construcción de una sociedad nueva.
El poder religioso, el cual como ya lo he dicho se identifica frecuentemente con el poder político, siempre ha sido un protagonista de este enfrentamiento ácido, aun cuando aparentaba ser neutro. Las razones por las cuales el poeta como barómetro moral de su propio pueblo se convierte en peligro para el político, son siempre aquellas que Giovanni Villani cita en su Crónica Florentina. Allí él dice que para beneficio de sus contemporáneos, Dante “como poeta disfrutó plenamente declamando y delirando en su comedia tal vez más de lo apropiado; pero posiblemente su destierro fue reprochable”.
A diferencia de Villani, Dante no escribe crónicas. A la excelente poesía hermética del dolce stil nuovo Dante agrega más tarde, sin traicionar nunca a su propia integridad moral, la violencia de la inventiva humana y política, no dictada por sus aversiones, sino por sus normas internas de justicia, lo cual es religioso en el sentido universal. Los estetas en cambio han instalado sigilosamente estos versos que arden en la eternidad, en el limbo de la no-poesía. Y versos como “Trivia ride tra le ninfe eterne” (“Trivia sonríe entre las ninfas eternas”) siempre se han usado cuando él se mantiene como continuador de la iluminación seudo-existencial, decorador de los plácidos sentimientos humanos, o si no se penetra muy profundamente en la dialéctica de su tiempo, ya desde el temor político o la simple inercia. Por ejemplo, Ángelo Poliziano en el siglo quince mostró su libertad artística en una de sus Stanze per lagiostra di Giuliano de Medici (estrofas escritas para el justiciero Medici), donde cautelosamente habla de una ninfa confusa que va a misa con damas seculares. Pero es esencial recordar que Leonardo da Vinci, un artista de otro tipo, no era libre. Aquí la libertad asume su verdadero significado: no es más que un permiso garantizado por el poder político que permite al poeta entrar desarmado en su sociedad. Ni siquiera Ariosto y Tasso eran libres, ni el abad Parini, ni Alfieri o Foscolo: pues la retórica de estos hombres perseguidos los ubica en la misma época de los propagadores de la voz del hombre —una voz que parece rugir en el desierto y en cambio corroe las falacias de la sociedad.
¿Pero es el político libre a su turno? No. De hecho, las castas que lo sitian determinan una suerte de sociedad y actúan incluso sobre el dictador. Alrededor de estos dos protagonistas de la historia, ambos adversarios y ninguno de ellos libre —y cuando decimos poetas nos referimos a todos los escritores importantes de una época— las pasiones son agitadas y los conflictos prosiguen. Y existe paz entre ellos sólo en tiempos de guerra o revolución —la revolución portadora del orden, y la guerra portadora de la confusión.
La última guerra fue un choque de sistemas, de políticas, de órdenes civiles, nación por nación. Su violencia dislocó hasta las más pequeñas libertades. Una escena de vida resucitó en la resistencia misma al invasor enemigo pero familiar, una trinchera por cultura y por humanismo primigenio, el cual en palabras de Vergil “levantó su cabeza en los arruinados campos” contra los detentadores del poder.
En cada país una tradición cultural se mantiene separada de este movimiento militar. Esta tradición no es sólo provisional, aunque es considerada así por los banqueros conservadores quienes financian la construcción de una sociedad vendible, de un estado real. Insisto en decir que no es sólo provisional, porque el núcleo de la cultura contemporánea (incluida la filosofía de la existencia) está orientado no hacia los desastres del alma y el espíritu, sino hacia un intento por reparar los huesos rotos de los hombres. Ni el miedo, ni la ausencia, ni la indiferencia o la impotencia, impedirán que el poeta comunique un destino metafísico a otros.
El poeta puede decir que el hombre comienza hoy; el político puede decir, y de hecho dice, que el hombre ha estado y siempre estará cautivo en la trampa de su cimiento moral; una estructura que no es congénita sino implantada por una infección secular lenta. Esta verdad, escondida tras las actitudes poco asequibles de la sabiduría política, sugiere como una primera conclusión, que el poeta puede hablar sólo en períodos de anarquía. La resistencia es una certeza moral, no una poética. El verdadero poeta nunca usa palabras para castigar a alguien. Su juicio pertenece a un orden creativo; no está formulado como una escritura profética.
Los europeos conocen la importancia de la Resistencia; ella ha sido el brillante ejemplo de la conciencia moderna. El enemigo de la Resistencia, por todos sus reclamos, es hoy sólo una sombra, sin mucha fuerza. Su voz es más impersonal que sus propósitos. La sensibilidad popular no está engañada acerca de la condición del poeta o sobre la de su adversario. Cuando el antagonismo crece, la poesía reemplaza al pensamiento subordinado del político quien hace una fraudulenta poesía que puede ser explotada o extinguida.
La Resistencia es la imagen perfecta del conflicto entre el presente y el pasado. El lenguaje de la sangre no sólo es un drama en sentido físico, es la expresión definitiva de un incesante juicio a la tecnología como moral del hombre. Europa nació de la Resistencia y de la admiración por figuras indeterminadas que pertenecen al orden que la guerra quiso establecer. Estas imágenes han sido arrancadas de raíz. La muerte tiene un sueño autónomo, y cualquier intervención para inquietar este sueño, tanto por lógica como por habilidad de la inteligencia política, es inhumana. La lealtad de la poesía yace lejos de cualquier potestad de la injusticia o de las intenciones de la muerte. El político quiere que el hombre sepa cómo morir con valentía; el poeta desea que el hombre viva con coraje.
Mientras que el poeta está consciente del poder político, el político nota al poeta sólo cuando su voz alcanza profundamente a todos los estratos sociales; es decir, cuando el contenido lírico —o épico— es revelado como su esencia formal. En este momento una lucha subterránea comienza entre el político y el poeta. La historia trata a los poetas exiliados como fichas humanas, mientras el político clama falazmente por apoyar la cultura para reducir su poder. Su único propósito, como siempre, es privarnos de tres o cuatro libertades fundamentales, de modo que en su ciclo eterno el hombre continuamente debe restituir aquello que el político le ha arrebatado.
En nuestro tiempo la postura del político contra la cultura y por tanto contra el poeta, opera tanto subrepticia como abiertamente de múltiples maneras. Su más fácil defensa es la degradación del concepto de cultura. Los instrumentos mecánico y científico, la radio y la televisión, ayudan a romper la unidad de las artes, para favorecer una poesía que ni siquiera perturbará las sombras. Su poética más conveniente es siempre la que lo alía con el recuerdo de Arcadia para la injuria artística de ella. Este es el sentido del verso de Esquilo: “sostengo que el muerto mata al vivo”, el cual utilicé como epígrafe de mi más reciente trabajo: La tierra incomparable. En este libro el hombre es comparado con la tierra. Si es injusto hablar de la inteligencia del hombre, también debemos decir que los poderes religiosos van más allá de sus límites, cuando ejercen su autoridad para sobrepasar al humilde, en lugar de enfrentar el fuego interno de la conciencia.
La corrupción del concepto de cultura ofrecido a las masas, engañadas con éste para que crean que se hallan atrapando un resplandor del paraíso del conocimiento, no es un legado político; pero las técnicas usadas por esta múltiple disipación de los intereses meditativos del hombre son nuevas y efectivas. El optimismo se ha convertido en un artículo tangible; no es más que un juego de la memoria. Mitos y leyendas (ansia de eventos sobrenaturales) no sólo naufragan a nivel de misterios policíacos sino que además viven metamorfosis visibles en el cine o en los relatos épicos de criminales y aventureros. Cualquier elección entre el poeta y el político precluye. La elegante urbanidad, que en ocasiones pretende ser indiferente, irónicamente confina a la cultura a las oscuras esquinas de su historia, afirmando que la escena de contienda ha sido dramatizada, que el hombre y su sufrimiento siempre han estado y estarán en sus habituales fronteras, ayer, tanto como hoy y mañana. Sin duda, el poeta sabe que el drama aún es posible —un tipo de drama provocativo—. Sabe que los aduladores de la cultura también son sus piromaníacos. El collage compuesto por escritores en cualquier régimen corrompe a los instituidos grupos literarios en el centro, tan fácilmente como en la periferia. Los grupos precedentes anhelan la inmortalidad con la adornada caligrafía del alma que ellos decoran con colores de sus insoportables vidas mentales. En ciertos momentos de la historia, la cultura secretamente une sus fuerzas contra el político. Pero ésta es una unidad temporal que sirve como un destacamento hercúleo para derrocar las puertas de la dictadura. Esta fuerza se establece bajo cada tiranía cuando coincide con la búsqueda de las libertades fundamentales del hombre. Pero cuando el dictador ha sido derrocado, esta unidad desaparece y las facciones brotan de nuevo. El poeta está solo. A su alrededor crece un muro de odio levantado con piedras lanzadas por mercenarios contra la literatura. El poeta contempla el mundo desde lo alto del muro, sin descender nunca, ni siquiera a las plazas públicas, como los juglares errantes; o a los círculos sofisticados, como el hombre de letras o el artista oficial. Desde esta verdadera torre de marfil, tan querida por los corruptores del alma romántica, él entra en el alma de la gente, no sólo en sus necesidades emocionales, sino incluso en sus recelosas ideas políticas.
Esto no es simple retórica. La historia del poeta sometido al cerco silencioso se halla en todos los países y en todas las crónicas de la humanidad. Pero aquellos subyugados escritores que están del lado del político nunca representan el espíritu de la nación; ellos sólo sirven —y digo “sirven”— para retardar por unos momentos la voz del poeta en el mundo. Con el tiempo, de acuerdo con Leonardo da Vinci, “todo error será corregido”.
Copyright © 1959, The Nobel Foundation
Traducción Olga RojasIván Beltrán Castillo & Octavio Paz & José Saramago
& Pablo Neruda & Albert Camus & Saint-John Perse
& William Faulkner & Günter Grass & Ernest Hemingway
& Derek Walcott & Gabriel García Márquez
& Salvatore Quasimodo
The Nobel Foundation, 1959
Traducción: Alberto Cáceres & Esperanza Vallejo Osorio
& Fernando Aristizábal & Helmut Pfeiffer & Robert Mintz & Olga Rojas
Foto: The Italian poet Salvatore Quasimodo’s hands resting
on a sheet of poetry, Milan, 1964 -by Federico Patellani / Corbis
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