Yo te conjuro, Nolano, por la esperanza que tienes en la altísima e infinita unidad que te anima y a la que adoras, por los eminentes númenes que te protegen y honras, por el divino genio tuyo que te defiende y en quien confías, que se digne guardarte de conversaciones viles, innobles, bárbaras e indignas, a fin de que no contraigas por un casual tal rabia y tanta altivez que te conviertan quizá en una especie de Momo satírico entre los dioses o en un Timón misántropo entre los hombres. Permanece mientras tanto junto al ilustrísimo y generosísimo ánimo del señor de Mauvissiere (bajo cuyos auspicios comienzas a hacer pública una filosofía tan solemne) que quizá venga un medio más que suficiente por el que los astros y los poderosísimos dioses te guíen a un lugar tal desde el que puedas mirar de lejos a semejante canalla. Y vosotros, nobles personajes, os conjuro por el cetro del fulgurante Júpiter, por la famosa civilización de los priámidas, por la magnanimidad del senado y del pueblo romano y por el nectáreo banquete que celebran los dioses sobre la ardiente Etiopía, a que si por casualidad sucede otra vez que el Nolano pernocte en vuestras casas, ya sea para serviros, para complaceros o para haceros un favor, procuréis defenderle de semejantes encuentros. Y en el caso de que tenga que volver a su residencia en una noche oscura, si no queréis hacerlo acompañar por cincuenta o cien antorchas (las cuales, aunque deba marchar a mediodía no le faltarán si le es dado morir en tierra católica romana)* haced que al menos le acompañe una. Y si esto os parece demasiado, dejadle una linterna con una vela de sebo en su interior, a fin de que tengamos abundante tema de conversación sobre su feliz llegada desde vuestras casas, de lo cual no se ha hablado ahora.
Adiuro vos, doctores Nundinio y Torcuato, por el alimento de los antropófagos, por el mortero del cínico Anaxarco, por las enormes serpientes de Laocoonte y por la tremenda llaga de San Roque, a que reclaméis (aunque sea en el profundo abismo y en el día del juicio) a ese pedagogo vuestro salvaje y mal educado que os crió y a ese otro archiasno e ignorante que os enseñó a disputar, a fin de que os devuelvan el dinero mal gastado, el interés acumulado en el tiempo y el cerebro que os han hecho perder. Adiuro vos, barqueros londineses que con vuestros remos batís las olas del soberbio Támesis, por el honor de Eveno y Tiberino, que dan nombre a dos ríos famosos, y por la famosa y amplia sepultura de Palinuro, a que por nuestros dineros nos llevéis a puerto. Y a vosotros, Trasones salvajes y fieros Martes del pueblo rudo, os conjuro por las caricias que hicieron a Orfeo las ménades tracias, por el último servicio que rindieron sus caballos a Diomedes y al hermano de Sémele, y por la virtud del escudo petrificante de Cefeo, a que cuando veáis y encontréis forasteros y viandantes, si no queréis absteneros de esos semblantes torvos y erínicos, se os pide que os abstengáis cuanto menos de los golpes. Torno a conjuraros a todos a un tiempo, a unos por el escudo y la lanza de Minerva, a otros por la generosa prole del caballo de Troya, a otros por la venerable barba de Esculapio, a otros por el tridente de Neptuno, a otros por los besos que dieron a Glauco las yeguas: la próxima vez dadnos noticia de vuestros hechos con mejores diálogos o al menos callad.
[*] Bruno no podía sospechar la antorcha que le esperaba en Roma.
En La cena de las cenizas
Quinto diálogo, in fine
Título original: La Cena de le Ceneri
Giordano Bruno, 1584
Traducción e introducción: Miguel Ángel Granada
Imagen: Detalle del Monumento a Giordano Bruno
Autor: Ettore Ferrari (1845-1929)
Material: bronzo, granito di Baveno
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