Las personas educadas no corren demasiados riesgos de sucumbir a las formas más primitivas de la idolatría. Les resulta llevadero y fácil resistirse a la tentación de creer que un determinado trozo de materia esté cargado de poderes mágicos, o que ciertos símbolos e imágenes sean las formas de entidades espirituales y que, en cuanto tales, hayan de ser adoradas y su voluntad propiciada mediante los gestos idóneos. Es verdad que gran parte de las supersticiones fetichistas han sobrevivido incluso en estos tiempos en los que la educación es universal y obligatoria; ahora bien, aun cuando sobreviva ya no es tenida por algo digno de respeto; no se le concede unánimemente ninguna clase de reconocimiento oficial, ninguna sanción filosófica. Al igual que el alcohol o la prostitución, las formas primitivas de la idolatría son toleradas, pero no reciben aprobación. Su lugar dentro de la jerarquía acreditada de los valores espirituales es extremadamente bajo.
Muy distinto es el caso de las formas civilizadas y desarrolladas de la idolatría. Éstas han conseguido no ya la mera supervivencia, sino también la más elevada respetabilidad. Los pastores y los maestros del mundo contemporáneo nunca se cansan de recomendar estas formas de idolatría; no contentos con recomendar la más elevada idolatría, muchos filósofos, e incluso muchos de los modernos líderes religiosos, hacen lo indecible por identificarla con la verdadera creencia y el verdadero culto de Dios.
Es un estado deplorable, pero que en modo alguno puede sorprendernos. Y es que si bien disminuye el riesgo de sucumbir a la idolatría primitiva, la educación (en todo caso, la educación del tipo que actualmente es corriente en todas partes) adolece de cierta tendencia a hacer de esa idolatría elevada algo sumamente atractivo. La idolatría elevada podría definirse como la creencia en las creaciones del hombre como si fueran Dios, y la consiguiente adoración de las mismas. En su faceta moral, tanto como en su faceta estrictamente intelectual, la educación habitual es estrictamente humanista y contraria a todo trascendentalismo. Condena el fetichismo y la idolatría primitiva, pero de igual manera condena toda preocupación por la Realidad espiritual. En consecuencia, sólo cabe esperar que quienes han estado sujetos de manera casi absoluta a ese proceso educativo sean los más ardientes exponentes de la teoría y la práctica de la idolatría elevada. En los círculos académicos, los místicos son casi tan poco habituales como los fetichistas; sin embargo, los devotos más entusiastas de una u otra forma de idealismo político son tan comunes como las margaritas. Es significativo, según tengo observado, que cuando se hace uso de las bibliotecas universitarias, los libros de religión y espiritualidad sean mucho menos utilizados que en las bibliotecas públicas, frecuentadas éstas por personas que no han tenido las ventajas, ni tampoco las desventajas, de la educación superior.
Los muy diversos tipos de idolatría elevada podrían clasificarse en tres grandes epígrafes: tecnológicos, políticos y morales. La idolatría tecnológica es la más ingenua y primitiva de las tres; sus adeptos, igual que los de la idolatría inferior o primitiva, creen que la redención y la liberación dependen de los objetos materiales, de las máquinas y los artefactos. La idolatría tecnológica es la religión cuyas doctrinas se promulgan implícita o explícitamente en las páginas de publicidad de los diarios y las revistas, la fuente de la cual millones de hombres, mujeres y niños en los países capitalistas extraen su filosofía de la vida. En la Unión Soviética, durante sus largos años de industrialización, la idolatría tecnológica fue ascendida prácticamente al rango de religión del estado. Más recientemente, el advenimiento de la guerra ha estimulado sobremanera el culto en todos los países beligerantes. El éxito militar depende en gran medida de las máquinas. Siendo así las cosas, las máquinas tienden a recibir todo el crédito del poder que supone haber aportado el éxito a todas las esferas de la actividad humana, haber resuelto toda clase de problemas, sociales y personales aparte de militares y técnicos. Tan entusiasta es la fe en los ídolos tecnológicos que resulta muy arduo descubrir, en la cultura popular de nuestro tiempo, cualquier rastro de la doctrina antigua y profundamente realista de Hubris y Némesis. Para los griegos, Hubris era toda clase de exceso y de soberbia. Cuando los hombres o las sociedades iban demasiado lejos en este sentido, ya fuera en el dominio de otros hombres y de otras sociedades, o en la explotación de los recursos naturales en beneficio propio, este despliegue de soberbia tenía que pagarse. En una palabra, Hubris invitaba a Némesis. La idea queda expresada con gran claridad y belleza en Los persas, de Esquilo. Jerjes hace en esta obra despliegue de una Hubris incontenida, no sólo al intentar conquistar a sus vecinos por la fuerza de las armas, sino también al intentar domeñar a la naturaleza a su antojo, más allá de lo que parecería razonable por parte de un simple mortal. Para Esquilo, el intento de Jerjes por construir un puente sobre el Helesponto es un acto desbordante de Hubris, tanto como lo es la invasión de Grecia, y por ello es igualmente merecedor del castigo a manos de Némesis. Hoy, nuestros idólatras de la tecnología, simples de corazón, parecen imaginar que pueden contar con todas las ventajas de una civilización intensamente elaborada e industrial sin tener que pagar por ello.
Sólo un punto menos ingenioso son los idólatras de la política. En vez de la adoración de objetos materiales y tangibles, éstos los han sustituido con la adoración de las organizaciones económicas y sociales. Basta con imponer la organización adecuada a los seres humanos, para que todos sus problemas, desde el pecado hasta la infelicidad, pasando por la conducción de detritus y la guerra, queden automáticamente resueltos. Una vez más buscamos casi en vano todo rastro de aquella antigua sabiduría que encuentra tan memorable expresión en el Tao Te King, la sabiduría que reconoce (¡con qué realismo!) que las organizaciones y las leyes probablemente puedan hacer bien poco allí donde los organizadores y los legisladores por un lado, y los organizados y los que han de obedecer las leyes por otro, no guardan contacto con el Tao, el Camino, la Realidad definitiva que subyace a todos los fenómenos.
Hay que reconocer un gran mérito a los idólatras morales, en tanto en cuanto reconocen con claridad la necesidad de la reforma individual en tanto requisito previo e imprescindible de la reforma social. Saben que las máquinas y las organizaciones son instrumentos que pueden ser utilizados bien o mal, según sean personalmente los usuarios mejores o peores personas. Para los idólatras tecnológicos y políticos, la cuestión de la moralidad personal es secundaria. En algún futuro no demasiado distante, según pregona su credo, las máquinas y las organizaciones serán tan perfectas que los seres humanos también habrán de serlo, porque será de todo punto imposible ser diferente. Entretanto, no hace falta molestarse demasiado con la moralidad personal. Todo lo que se requiere es suficiente industria, paciencia e ingenuidad para seguir produciendo más y mejores artefactos, así como estas mismas virtudes en cantidades suficientes, amén de suficiente coraje e inflexibilidad para crear las organizaciones económicas y sociales adecuadas e imponerlas, mediante la guerra o la revolución, al resto de los seres humanos, en el recto entender, claro está, de que todo ello será en beneficio de toda la raza humana. Los idólatras morales saben muy bien que las cosas no son tan sencillas, y que entre las condiciones de la reforma social, la reforma personal debe ocupar uno de los primerísimos lugares. Su error estriba en adorar sus propios ideales éticos, en vez de adorar a Dios, y en considerar la adquisición de la virtud como un fin en sí mismo, y no como un medio, como condición necesaria e indispensable para alcanzar el conocimiento unitivo de Dios.
«El fanatismo es idolatría». (Cito de una notabilísima carta escrita por Thomas Arnold en 1836 a su discípulo y futuro biógrafo A. P. Stanley). «El fanatismo es idolatría, y comporta el perjuicio moral de la idolatría; dicho de otro modo, un fanático adora algo que es creación de sus propios deseos, de manera que incluso su devoción a sí mismo es sólo en apariencia una devoción real, ya que en realidad hace de las partes de su naturaleza o de su mente que tiene en menor valor las dadoras del sacrificio a aquello que más valor tiene para él. La falla moral, o a mí al menos me lo parece, es la idolatría, el enaltecimiento de alguna idea que es afín sin duda a nuestra mente, para ponerla en lugar de Cristo, cuando Cristo no puede ser convertido en ídolo ni menos aún inspirar idolatría, porque Él aúna todas las ideas de perfección, y las exhibe en su justa armonía y combinación. A mi entender, en razón de esta tendencia natural —es decir, si tomo de mi mente lo mejor—, la verdad y la justicia podrían ser los ídolos a los que yo siguiera, y serían ídolos a pesar de todo, ya que no proporcionan ellos todo el alimento que la mente desea, y al tiempo que los adoro, la reverencia, la humildad y la ternura muy posiblemente caerían en el olvido. Cristo mismo en cambio abarca la verdad y la justicia y todas las demás cualidades… La estrechez de miras tiende a la perversión, ya que no extiende su vigilancia a todas las partes de nuestra naturaleza moral, y el negligente fomenta el crecimiento de la perversión en las partes que precisamente descuida».
Como muestra de análisis psicológico, este fragmento es sencillamente admirable. Ahora bien, no llega a las últimas consecuencias, ya que omite toda consideración de lo que ha sido llamado la gracia. La gracia es aquello que viene dado cuando el ser humano renuncia a su voluntad propia, y viene dado hasta el punto en que renuncia a esa voluntad propia, y se abandona paso a paso, en todo momento, a la voluntad de Dios. Por medio de la gracia se colma nuestro vacío, se refuerza todo lo que en nosotros era debilidad, nuestra depravación se transforma. Hay, claro está, pseudogracias, aparte de las auténticas gracias; por ejemplo, los súbitos accesos de fuerza que siguen a la propia devoción por alguna forma de idolatría política o moral. Distinguir entre la gracia verdadera y la falsa gracia es a menudo difícil; ahora bien, a medida que el tiempo y las circunstancias revelan en su plena extensión las consecuencias que tiene sobre la personalidad en conjunto, la discriminación es posible incluso para aquellos observadores que no tienen especiales dotes de observación. Donde la gracia es genuinamente «sobrenatural», una simple mejora en un aspecto de la persona no tiene por compensación la atrofia o el deterioro de otro aspecto. La virtud se alcanza sin tener que pagar por la dureza, el fanatismo, la falta de caridad y el orgullo espiritual, que son las consecuencias ordinarias de una trayectoria de estoicismo en la mejora de uno mismo por medio del esfuerzo personal, ya sea sin ayuda o con el refuerzo de las pseudogracias que son otorgadas cuando el individuo se dedica a una causa, que no es Dios, sino solamente una mera proyección de alguna de sus ideas predilectas. La adoración idólatra de los valores éticos en sí mismos y por sí mismos termina por derrotar a su propio objeto, y lo derrota no sólo, tal como insiste Arnold con acierto, porque exista una carencia de vigilancia en todos los aspectos, sino también y sobre todo porque incluso la forma más elevada de idolatría moral tiende a eclipsar a Dios, y a ser garantía positiva de que el idólatra fracasará en su intento por alcanzar el conocimiento unitivo de la Realidad.
Aldous Huxley, 1999
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