30 de marzo de 2016

Oswald Spengler: Verdad y realidad



El valor incomparable que eleva al cristianismo joven por encima de todas las religiones de esta fecunda primavera, es la figura de Jesús. No hay nada, en las grandes creaciones de aquellos años que pueda ponerse a su lado. Quien, por entonces, oyera y leyera la historia de la pasión, acaecida poco antes —la última venida a Jerusalén, la última trágica cena, la hora de la desesperación en Getsemaní, la muerte en la cruz— había de considerar como harto vacuas y mezquinas todas las leyendas y sacras aventuras de Mithra, de Attis y Osiris.

Aquí no hay filosofía ninguna. Las sentencias, que algunos de los discípulos conservaban palabra por palabra en la memoria, son las de un niño en medio de un mundo extraño, decadente, enfermo. Nada de consideraciones sociales, nada de problemas ni de sutilezas. Como una isla de paz y bienaventuranza, la vida de esos pescadores y artesanos a orillas del lago de Jenezaret flota en medio de su época, la época del gran Tiberio, lejos de toda historia universal, sin la menor sospecha de los negocios de la realidad, rodeada del fulgor que destellan las ciudades helenísticas con sus templos y teatros, con la refinada sociedad occidental, las distracciones numerosas de la plebe, las cohortes romanas y la filosofía griega. Cuando los amigos y acompañantes llegaron a edad senil y el hermano del crucificado presidía el circulo de Jerusalén, formóse con los dichos y las narraciones que circulaban por la pequeña comunidad un cuadro de conjunto tan íntimamente conmovedor que hubo de crearse para él una forma propia de exposición, sin precedentes ni en la cultura antigua ni en la cultura arábiga: el Evangelio. El cristianismo es la única religión de la historia universal en la cual una vida humana del presente inmediato llegó a ser símbolo y centro de la creación entera.

Una excitación extraordinaria, como la que conoció hacia el año 1000 el mundo germánico, conmovía entonces toda la comarca aramea. Despertaba el alma mágica. Lo que en las religiones proféticas era como un presentimiento, lo que en tiempos de Alejandro se bosquejaba en contornos metafísicos, cumplíase ahora. Y este cumplimiento provocó con indecible fuerza el sentimiento primario del terror. Uno de los últimos enigmas de la humanidad, de la vida toda en movimiento, es esa ecuación entre el nacimiento del yo y el surgimiento del terror cósmico. Cuando ante el microcosmos se descorre el macrocosmos amplio, prepotente, como una sima de realidades y actividades extrañas y bañadas de luz, encógese y recógese en sí mismo, temeroso, el débil y solitario yo. Nunca el adulto, ni aun en las horas más sombrías de su vida, vuelve a sentir aquel terror de la propia conciencia vigilante, aquel terror que a veces sobrecoge a los niños. Ese terror mortal se extendía por entonces sobre la naciente cultura mágica. En este orto de la conciencia mágica, todavía temerosa, obscura, incierta de sí misma, fue la mirada a posarse sobre el próximo final del mundo.

Es ésta la primera idea con que, hasta ahora, todas las culturas han llegado a adquirir conciencia de sí mismas. Todo espíritu algo profundo se sintió sobrecogido por un estremecimiento de revelaciones, de portentos, de últimas perspectivas en el arcano de las cosas. Pensábase y vivíase en imágenes apocalípticas. La realidad tomábase apariencia. Hablábase en secreto de rostros extraños y horribles; leíanse libros enmarañados y confusos que al punto eran comprendidos con inmediata certidumbre. De comunidad en comunidad, de aldea en aldea iban esos libros, que no puede decirse que pertenezcan a una religión determinada. Tienen matices pérsicos, caldeos, judaicos; pero recogen en realidad todo cuanto interesaba a los espíritus de entonces. Los libros canónicos son nacionales; los libros apocalípticos son internacionales en el más riguroso sentido. Existen y no parece haberlos escrito nadie. Su contenido flota mostrenco y suena hoy distinto que ayer. Pero tampoco son «poesía». Semejan esas terribles figuras que hay en los pórticos de las catedrales románicas francesas, que no son «arte», sino terror petrificado. Todo el mundo conocía esos ángeles y demonios, esas ascensiones al cielo, esos descensos al infierno de seres divinos, el hombre primario o segundo Adán, el enviado de Dios, el Salvador de los últimos días, el hijo del hombre, la ciudad eterna, el Juicio final. En las ciudades extranjeras y en las sedes del sacerdocio pérsico y judaico, las doctrinas diferenciales eran sin duda objeto de estudio y discusión. Pero en el pueblo, casi no había una religión determinada, sino una general religiosidad mágica, que llenaba las almas y que estaba formada por perspectivas y cuadros de los más varios orígenes. Se aproximaba el fin del mundo. Se le esperaba. Sabíase que «El» había de aparecer ahora, Aquel de quien hablaban todas las revelaciones. Surgían los profetas. Formábanse cada día nuevas comunidades y círculos, en la convicción o de conocer mejor la religión nativa o de haber encontrado al fin la verdadera. En esta época de tensión formidable, de tensión creciente, próximo el nacimiento de Jesús, se originaron innúmeras comunidades y sectas y entre ellas la religión mandea de la salvación, cuyo fundador u origen ignoramos. Al parecer, hallábase muy próxima a la creencia popular del judaísmo sirio, a pesar de su odio contra el judaísmo de Jerusalén y su predilección por concepciones pérsicas referentes a la idea de la salvación. Ahora van descubriéndose uno por uno los fragmentos de sus libros maravillosos.

Por doquiera el término de la esperanza es «El», el hijo del hombre, el salvador enviado a las profundidades, el salvador que ha de ser también salvado. En el libro de Juan habla el Padre, erguido en la morada de la perfección, envuelto en luz, a su hijo: Hijo mío, sé mi mensajero—baja al mundo de las tinieblas, en donde no hay rayo de luz—. Y el hijo exclama: Padre grande, ¿en qué he pecado, que me envías a lo profundo? Y por último: Sin defecto he ascendido y no habrá en mí defecto ni falta alguna.

En la base de todo esto se encuentran todos los rasgos de las religiones proféticas y el tesoro de las profundas sabidurías y figuras que se había reunido desde entonces en la apocalíptica. Ni un soplo de pensamiento y sentimiento antiguo ha penetrado en este submundo de lo mágico. Los comienzos de la religión nueva se hallan, indudablemente, perdidos para siempre. Pero hay una figura histórica del mandeísmo que aparece con sorprendente claridad, figura trágica en su querer y su morir, como el mismo Jesús: es Juan el bautista. Casi desprendido del judaísmo y rebosante de odio profundo al espíritu de Jerusalén —esto corresponde exactamente al odio de los rusos netos contra Petersburgo—, predica Juan el fin del mundo y la proximidad del Barnasha, del hijo del hombre, que ya no es el prometido Mesías nacional de los judíos, sino el que trae el incendio del mundo. A Juan fue Jesús y se hizo su discípulo. Tenía treinta años cuando el despertar iluminó su pecho. El mundo de las ideas apocalípticas y sobre todo mandeas llenó desde entonces su conciencia. El otro mundo, el mundo de la realidad histórica, yacía en torno suyo como mera apariencia, como algo ajeno e insignificante. Sentía la certidumbre inmensa de que El iba a venir y a poner término a esa realidad irreal. Y defendió y propagó esta convicción, como su maestro Juan. Todavía los más viejos Evangelios recogidos en el Nuevo Testamento nos dejan vislumbrar esa época, en la cual Jesús no tenía conciencia de ser otra cosa que un profeta.

Pero hay un momento de su vida en que le sobreviene primero un vislumbre y luego la suprema certeza: tú eres Él. Fue un secreto que al principio casi no se confesaba a sí mismo. Luego se lo dijo a sus íntimos y acompañantes, los cuales recogidamente compartieron con él la sacra embajada, hasta que se atrevieron a manifestar la verdad ante el mundo entero en el viaje fatal a Jerusalén. No hay prueba más convincente de la pureza y sinceridad absoluta de sus pensamientos que la duda, una y otra vez sentida, de si quizá no se habría engañado; sus discípulos más tarde han referido puntualmente esas vacilaciones. Llega a su tierra. Acude todo el pueblo. Reconocen todos al antiguo carpintero que ha abandonado su trabajo; y se indignan. La familia, la madre, los numerosos hermanos y hermanas se avergüenzan de él y quieren sujetarlo. Allí, cuando él ve todos los rostros conocidos mirándole, se confunde, vacila y la fuerza mágica se debilita en su alma (Marcos, 6). En Getsemaní se mezclan las dudas sobre su misión con el terror indecible del porvenir; y todavía en la cruz se oye la quejumbrosa llamada y queja de que Dios le ha abandonado.

Aún en estas últimas horas vive sumido por completo en las imágenes de su mundo apocalíptico. No ha percibido nunca realmente otras en torno suyo. La realidad que los soldados romanos, sus guardianes, veían, era para él objeto de incesante admiración y extrañeza, una apariencia engañosa que podía de pronto deshacerse. Era su alma el alma pura y genuina del campo sin urbes. La vida de las ciudades, el espíritu en sentido urbano le eran por completo ajenos. ¿Vio realmente y comprendió en su esencia histórica Jerusalén, ciudad semiantigua, en donde entró como hijo del hombre? Esto es lo que tienen de conmovedor los últimos días, ese encuentro y choque de los hechos con las verdades, de los dos mundos que nunca han de entenderse. No supo nunca lo que le pasaba.

Así anduvo predicando y anunciando por su país. Pero este país era Palestina. Había nacido en el imperio antiguo y vivía ante los ojos del judaísmo de Jerusalén; y tan pronto como su alma se desviaba un tanto de la contemplación interior y del sentimiento de la misión, para mirar en torno, tropezaba su mirada con la realidad del imperio romano y del fariseísmo. La repugnancia que le inspiraba ese ideal rígido y egoísta, repugnancia que compartía con todo el mandeísmo y, sin duda, con el pueblo judío de Oriente, es el carácter primero y más permanente de todas sus predicaciones. Sentía horror de ese fárrago de fórmulas intelectualistas, que se jactaban de ser única vía de salvación. Sin embargo, era sólo otra clase de religiosidad, que con lógica rabínica disputaba el derecho a su convicción.

Era la ley frente a los profetas. Pero cuando Jesús fue conducido a presencia de Pilatos, el mundo de los hechos y el mundo de las verdades se enfrontaron sin remedio ni avenencia posibles, con tan terrible claridad y gravedad simbólica, que ninguna otra escena de la historia universal es más impresionante. La discrepancia esencial que ya existe en el principio y raíz de toda vida en movimiento, sólo por serlo, sólo por ser existencia y conciencia, recibe aquí la forma más alta imaginable de la tragedia humana. En la famosa pregunta del procurador romano: ¿qué es la verdad?—única frase del Nuevo Testamento que tiene «raza»— está encerrado el sentido todo de la historia, la exclusividad de los hechos, la preeminencia del Estado, el valor de la sangre, de la guerra, la omnipotencia del éxito, el orgullo de un destino grande. A esto no contestó la boca de Jesús; pero su silencioso sentimiento replicó con la otra pregunta, con la pregunta decisiva de toda religiosidad: ¿qué es la realidad? Para Pilatos la realidad lo era todo; para Jesús, nada. No puede ser otra la contraposición de la religiosidad a la historia y sus potencias. La religión no puede juzgar de otro modo la vida activa y, si lo hace, es que ha dejado ya de ser religión y ha caído en el espíritu de la historia.

MI reino no es de este mundo— he aquí la última palabra, la que no admite ulteriores interpretaciones. Por ella puede cada cual saber de fijo donde, por nacimiento, se halla adscrito: a la existencia que se sirve de la conciencia o la conciencia que subyuga a la existencia; al acto o a la tensión; a la sangre o al espíritu; a la historia o a la naturaleza; a la política o a la religión. Aquí no hay más que: o esto o lo otro y no cabe honrado acomodamiento. Un hombre de Estado puede ser profundamente religioso; un hombre piadoso puede caer por su patria; pero tienen que saber uno y otro de qué parte están en realidad. El político nativo desprecia las consideraciones supramundanas de ideólogos y éticos, en medio de su mundo efectivo —y tiene razón. Para el creyente, la ambición y el éxito del mundo histórico son pecaminosos, carecen de eterno valor —y también tiene razón. Un príncipe que quiera mejorar la religión en el sentido de fines políticos, prácticos, es un loco. Un predicador que quiera asentar la verdad, la justicia, la paz, la concordia en el mundo de la realidad es también un loco. No ha habido fe que cambie el mundo, como no hay hecho que pueda refutar una creencia. No existe conciliación entre el tiempo dirigido y la eternidad intemporal, entre el curso de la historia y la predominancia de un orden divino, en cuya estructura las palabras «decreto de Dios» significan la máxima causalidad. Tal es el sentido último de aquel momento en que Jesús y Pilatos se encuentran frente a frente. En el mundo histórico, el romano dejó crucificar al Galileo —era su sino. En el otro mundo, Roma caía maldita y la cruz se alzaba como signo de la salvación —era «la voluntad de Dios».

La religión es metafísica, y no otra cosa: credo, quia absurdum. La metafísica conocida, demostrada —o tenida por tal— es mera filosofía o erudición. Aquí me refiero a la metafísica vivida, a lo impensable como certeza, a lo sobrenatural como hecho, a la vida en un mundo irreal, aunque verdadero. Ni un momento ha vivido Jesús de otra suerte. No fue un predicador moralista. Considerar la moral como último sentido de la religión es no conocer la religión. Eso es «siglo diez y nueve», «ilustración», filisteísmo humanista. Atribuir a Jesús ideas sociales es calumniarlo. Las sentencias morales, que en alguna ocasión enuncia, si no son meras atribuciones posteriores, sirven tan sólo para la edificación. No contienen doctrina nueva.

Había entre ellas refranes, que todos entonces conocían harto bien. La doctrina de Jesús era exclusivamente una revelación de las últimas cosas, cuyas imágenes de continuo llenaban su mente: orto de la era nueva, venida al mundo del enviado de Dios, Juicio Final, un nuevo cielo y una tierra nueva. Nunca tuvo otro concepto de la religión, ni existe otro en ninguna época de verdadera interioridad. Religión es toda ella metafísica, doctrina del allende, conciencia en medio de un mundo cuyos primeros planos se destacan e iluminan merced al testimonio de los sentidos; religión es vida con y en lo suprasensible, y cuando falta fuerza para tal conciencia, cuando falta energía aun solo para creer en ella, entonces la verdadera religión se acaba. ¡Mi reino no es de este mundo! Sólo quien sepa medir la gravedad de este conocimiento puede comprender sus más hondas sentencias. Más tarde, las épocas urbanas, incapaces ya de tales perspectivas, son las que han referido al mundo de la vida exterior un resto de religiosidad y han substituido la religión por sentimientos de humanidad y la metafísica por predicaciones morales. En Jesús encontramos justamente lo contrario. «Dad al César lo que es del César»; es decir: someteos a los poderes del mundo de los hechos, aguantad, sufrid, no preguntéis si son «justos». Lo importante es tan sólo la salvación del alma. «Ved los lirios en el campo»; es decir: no os preocupéis de riqueza ni de pobreza, que una y otra encadenan el alma a los cuidados de este mundo. «Hay que servir a Dios o a Mammon»; quiere decir Mammón la realidad entera. Mezquina y cobarde es toda interpretación que excluya de esta exigencia la grandeza que en verdad atesora. Jesús no habría percibido diferencia alguna entre el trabajo por la propia riqueza y el trabajo por la comodidad social «de todos». Su horror a la riqueza; la renuncia a la propiedad, que practicó la primitiva comunidad cristiana de Jerusalén —que era una orden rigurosa y no un club de socialistas— revelan la máxima oposición imaginable a todo «sentimiento social»; estas convicciones no provienen de considerar que la situación exterior lo sea todo, sino de pensar que no es nada; no proceden de un aprecio exclusivo de la bienandanza en este mundo, sino de un absoluto desprecio de ella. Tiene que existir algo, ante lo cual toda ventura terrenal desaparezca en nada. Es la misma diferencia que existe entre Tolstoi y Dostoievski. Tolstoi, el urbano, el occidental, ha visto en Jesús un ético-social y, como todo el Occidente civilizado —que no pudiendo renunciar aspira a repartir—, ha rebajado el cristianismo primitivo a la categoría de un movimiento social-revolucionario. A Tolstoi le faltó energía metafísica. Dostoievski, que era pobre, pero, en ciertas horas, casi santo, no pensó jamás en mejoramientos sociales. ¿De qué le serviría al alma la abolición de la propiedad?






En La decadencia de Occidente, Vol. II, Cap. IV , 6
Título Original: From dawn to decadence
Traductor: Manuel García Morente
© 1918, Spengler, Oswald
© 2007, Espasa Calpe
Foto original color: Tumba de O.S. por Lena Jakat 
© Süddeutsche.de/afis


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