25 de enero de 2016

Julio Cortázar: Pasa un ángel




Fafner bajo los árboles. Una cuerda de secar tendida y bien llena. A lo lejos, una aldea cuyo campanario parece vacilar en la bruma de la tarde. De este lado una mesa en la que hay máquinas de escribir, libros, papeles, estilográficas, tazas de café. La tarde avanza, no avanza.

Sin saber por qué, la luz me recuerda la existencia de un comienzo de cuento borroneado en el curso de una conferencia en Poitiers, y que debería estar todavía en mi bolso. Sorpresa al releerlo, después de haber pasado buena parte de la tarde reflexionando sobre la fotografía, manera de ver, modo de ver, de forzar el desgarramiento de una realidad con frecuencia demasiado superficial y quizá incluso engañosa, si la mirada no es más que un vistazo negligente y pasajero: Se trataba del ángel de Poitiers, auténtica criatura de la luz. Todavía no estoy segura de que aquellos que estaban conmigo en el restaurante lo hayan visto realmente. Sólo la fotografía, acaso, y yo no llevaba mi cámara, hubiera podido darlo a ver como lo vi. ¿De qué manera se opera esa transformación, ese pasaje del poder subjetivo del ojo a lo que es fotografiado? No se trata solamente de una cuestión de técnica sino, para empezar, de saber ver, y luego de impregnar con la misma mirada la «realidad» objetiva. Así como la literatura no puede explicarse por el simple manejo de las palabras —puesto que por lo menos en las sociedades que llaman desarrolladas toda la población adulta dispone de «técnicas» de la lengua escrita—, tampoco puede explicarse el atractivo y la magia de la fotografía por los conocimientos técnicos. En el fondo, ¿no participan el fotógrafo y el escritor de un mismo proceso, sólo que utilizan útiles diferentes?

Pero la transformación de la historia del ángel —hacerlo pasar de la foto que no fue tomada a la ficción escrita— llevaría todavía tiempo.







Julio Cortázar & Carol Dunlop:
Los autonautas de la cosmopista o un viaje atemporal París - Marsella 
Buenos Aires, Muchnik Editores, 1983



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