A
menudo cuando estoy solo una hora o dos, se me aparece un caballo a lo lejos y
que se aleja más. La ruta está desierta y ha debido pasar a mi lado hace ya
bastante tiempo, pero haga lo que haga, por velozmente que intente adentrarme
en las “tinieblas”, suponiéndolo allí, no llego a hacerlo a tiempo como para
que no haya tomado unos ochocientos metros de delantera, mejor dicho, de
distancia, masa ahora reducida, y que sólo avanza para reducirse aún más y casi
desaparecer.
Grande, muy grande, con formas poderosas que convendrían más para la
labranza que para el viaje por etapas, alto y cargado como un dromedario, se
aleja, único monumento de vida en el desierto que lo rodea, pero ese monumento
da confianza. Posee confianza. Extremadamente alto sobre sus patas, que incluso
son lo único que vemos y dentro de un cúmulo de cosas indiferenciadas una
especie de montura y una pequeñísima cabeza que parece robusta y bastante
movediza, a menos que sea una cacerola o incluso un casco, pues la cabeza que
lo guía puede no ser visible a esa distancia entre el cúmulo de bagajes que lo
atestan, por lo que veo, exageradamente.
Recalco que el caballo nunca se dio vuelta hacia mí, ni hacia cualquier
otra cosa (¿no hay entonces un tábano que lo pique?) ni hacia un ruido detrás
suyo. Pareciera que no hubiese ruido ni vida. Avanza únicamente acompañado por
su abarrotamiento.
Antes
no era el tipo de caballo que se me aparecía, ¿es preciso decirlo?
Antología poética 1927-1986
Selección, traducción y prólogo Silvio Mattoni
Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2005
Foto: Henri Michaux at home, Paris, 1943 -by Brassaï
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