Alrededor de 1960, entre los narradores jóvenes que se lanzaban al trabajo literario, la forma que encarnaba la máxima aspiración estética, el modelo de toda perfección narrativa, no era ni la novela ni el cuento, sino la novela breve. Equidistante de la transcripción súbita del cuento, semejante a la del poema, y de la elaboración lenta de la novela, que parecía valerse de una serie de mediaciones consideradas un poco indignas a causa del carácter técnico y vagamente innecesario que se les atribuía, la novela breve tenía la atrayente singularidad de permitir cierto desarrollo narrativo al mismo tiempo que parecía surgir de una concepción intuitiva y repentina, e incluso, en cuanto al tiempo material de ejecución, ofrecer la posibilidad de una rapidez relativa, capaz de preservar la frescura exaltante de la inspiración. Y si bien la dificultad de realizar tan exorbitantes perspectivas resultaba evidente, la fascinación que ejercía la novela breve solo decayó cuando, a mediados de los años sesenta, el género «gran novela de América», patética superposición de estereotipos latinoamericanos destinada a conquistar el mercado anglosajón, plegándose en el contenido y en el formato a sus normas comerciales, desalojó de las librerías a los discretos y admirados volúmenes de alrededor de cien páginas que perpetuaban tantas obras maestras.
Las normas de extensión que circulaban entonces —de veinte a ciento veinte páginas más o menos— eran desde luego convencionales, pero presentaban la ventaja de ser suficientemente amplias como para darle a la imaginación muchas opciones constructivas y al mismo tiempo reducir al máximo la tiranía del género, cuya frecuentación, a decir verdad, estimula en los narradores cierta libertad formal no solamente con la novela breve, sino también con cualquier otro género por el que se aventuren. Pero es obvio que no eran ni la extensión ni el tema lo que estimulaba la imaginación de los narradores, sino algunos atributos propiamente poéticos y retóricos, como el ritmo, el cuidado verbal, el laconismo, la sugestión, en contraste con la discursividad, el prosaísmo, las convenciones estructurales, el conceptualismo de la novela. La novela era un poco el pariente pobre de la creación narrativa, y la tradición novelística latinoamericana solo existía gracias a dos o tres excepciones. Es verdad que, en los manuales, las novelas pululaban, pero sus pautas estéticas eran ya de otras épocas, y si analizamos retrospectivamente, a partir de 1960, el mapa de la narración latinoamericana, muy pocas novelas en el sentido convencional del término se salvan, y en cambio, la abundante producción de cuentos y de novelas cortas constituye una colección de indiscutible riqueza. Mariano Azuela, Quiroga, Arlt, Borges, Bioy, Silvina Ocampo, Rulfo, Onetti, Di Benedetto, Felisberto Hernández, etcétera son la prueba más que suficiente de que, con la doble excepción de Arlt y de Juan Carlos Onetti (y quizás también de Alejo Carpentier), la creación narrativa latinoamericana de la primera mitad del siglo XX había sido capaz de prescindir de la novela.
Una de las características más atractivas de la obra de Onetti es justamente que los diferentes relatos que la componen no corresponden a ningún formato fijo, y que cada uno de ellos cristaliza gracias a una necesidad interna que gobierna la extensión, la estructura, la voz narrativa. Esos elementos, que podríamos llamar universales del relato, siempre están utilizados de manera novedosa y compleja, adecuada a cada caso concreto, lo que da como resultado que, por debajo de la monocorde elegía onettiana, el conjunto de sus ficciones ofrezca una abundante variedad formal. Esto es también válido para sus novelas, pero se verifica a simple vista en sus cuentos y novelas cortas. Entre los más logrados, o por lo menos más ambiciosos, de sus textos breves, si todos llevan la marca inconfundible de su inconfundible personalidad artística, no hay dos que, por su construcción, se parezcan. Tan estimable, exacto y sutil en la mayoría de sus páginas, Barthes se equivocaba sin embargo cuando aplicaba el dogma estructuralista al análisis del relato: esa supuesta estructura subyacente, ese repertorio de invariantes puede que esté en toda ficción, pero no posee más valor que el que tienen el caballete, la tela y el bastidor o el tópico sobre el que el artista trabaja —el desnudo o el retrato de familia por ejemplo— en el interior de la superficie pintada, respecto de la obra irrepetible y singular que sale de sus manos. Cada uno de los grandes textos breves de Onetti aporta la confirmación de esa unicidad vívida que justifica a toda obra de arte.
El narrador por ejemplo, en casi todos sus textos, más allá de las académicas atribuciones del punto de vista, siempre tiene una posición, una distancia, una capacidad de percibir y de comprender respecto de lo narrado que es diferente cada vez y únicamente válida para el relato al que se aplica. El célebre «Qué le ven al coso ese» (Henry James) proferido por Onetti en el bar La Fragata ante las caras escandalizadas de Borges y Rodríguez Monegal, podría explicarse por la constancia —admirable— de James en la utilización rigurosa de un mismo punto de vista para cada relato, que tal vez Onetti, lector de Conrad, Joyce y Faulkner, consideraba ya como de otra época (lo mismo probablemente que el pudor jamesiano no menos corrosivo sin embargo que la crudeza de sus sucesores). La opacidad del mundo social del que Henry James sugiere en muchos de sus textos la difícil lectura, y que trae aparejada la incapacidad de extraer de los diferentes comportamientos un sentido y una moral, se ha vuelto para Onetti ciénaga viscosa y laberíntica, patria oscura del desgaste, el fracaso y la perdición. De acuerdo con la estrategia de cada relato, los diferentes narradores intuyen, verifican y a veces incluso suscitan la catástrofe prevista ya desde el principio. La derrota es lo que siempre cuentan o presuponen los narradores de Onetti, aunque ciertos relatos, como Jacob y el otro por ejemplo, finjan terminar bien. Sin embargo, uno de los rasgos ejemplares de su narrativa es que, a pesar del intenso patetismo de sus temas y situaciones, la organización formal supera el riesgo del melodrama. El vocabulario de los sentimientos y de las pasiones es perfectamente natural en sus relatos, gracias al trabajo estilístico que distribuye las palabras desgastadas por el uso indiscriminado que hace de ellas el comercio melodramático, en una construcción verbal que las relativiza, las limpia, y les devuelve su sentido original.
Esta característica es tal vez lo más personal de su literatura: un distanciamiento no solamente irónico o escéptico, sino sobre todo formal respecto del universo trágico que es su materia narrativa. En sus relatos todo conduce a la catástrofe: la desesperación, como en Tan triste como ella, pero también, como ocurre en La cara de la desgracia, menos previsible, y tal vez por eso más cruel, irrazonable, la esperanza. La observación de Gilbert Murray según la cual, «en la tragedia griega, cuando un hombre es llamado feliz, el porvenir se anuncia negro para él», parece haber sido pensada para los personajes de Onetti, muchos de los cuales son conscientes de la situación, como el almacenero de Los adioses que, en el magnífico primer párrafo de la novela, que todos los aspirantes a escritores de nuestra generación sabíamos de memoria, anuncia la ineluctable derrota. Y uno de los importantes hallazgos de ese relato, por no decir el principal, es justamente la distancia y la posición del narrador respecto de lo que narra. La distancia y la posición, que son literalmente espaciales, trascienden ese sentido literal y traducen la fragmentariedad del conocimiento, la esencia ambigua del acontecer al mismo tiempo que, por mostrárnoslo de lejos, a través de los signos exteriores de su comportamiento, le dan al protagonista el aire de un insecto que, con una mezcla de impudor y piedad, vemos debatirse en su agonía. También derivan de la posición del narrador, ciertos acontecimientos que podríamos llamar hipotéticos, que no suceden en el espacio-tiempo empírico del relato, sino en la imaginación un poco errática del narrador, enredado en ensoñaciones y en conjeturas.
A propósito de espacio-tiempo, habría que detenerse quizás en Santa María, el lugar imaginario de Onetti, intercalado en un impreciso punto geográfico entre Montevideo y Buenos Aires, por lo menos en el diseño de su inventor, Brausen, y al que solo es posible darle el nombre genérico de lugar a causa de su estatuto y de sus dimensiones imprecisas, cambiantes, ya que a veces es únicamente una ciudad, a la que se agrega su colonia, pero que por momentos (Jacob y el otro) tiene las características de un pequeño país de América del Sur. Ese lugar, a diferencia de otros territorios imaginarios de la literatura, que disfrazan someramente una región real, tiene una serie de extrañas características que expresan lo que podríamos llamar las tendencias barrocas de Onetti, ya presentes en La vida breve, y que alcanzan una curiosa exacerbación en Para una tumba sin nombre y La muerte y la niña. En estos dos relatos, espacio y tiempo, ficción y narración, experiencia y fantasía, verdad y falsedad, realidad y representación literaria, son sometidos a diversos trastocamientos, en los que presentimos que la reflexión sobre las paradojas de la ficción prevalece sobre la representación misma. En Para una tumba sin nombre (1959), las diferentes interpretaciones de un acontecimiento van anulándose unas a otras a medida que se suceden, y ciertos anacronismos sembrados a lo largo del texto, parecen explicarse en la conclusión, donde se sugiere que nada de lo que se cuenta ha de veras sucedido, y la supuesta historia de la mujer y el chivo no es más que la yuxtaposición de tres o cuatro versiones inventadas. Si tenemos en cuenta que lo que estamos leyendo es un relato de ficción, construido con las pautas habituales (aunque estilísticamente singulares de Juan Carlos Onetti) de la representación realista, comprenderemos hasta qué punto esa ficción en la ficción es un regreso al infinito del que resulta imposible ignorar la filiación barroca.
En La muerte y la niña (1973) el diseño se complica más todavía: Brausen, el inventor de Santa María, tiene su estatua en la plaza, estatua ecuestre dicho sea de paso en la que el caballo de bronce va adquiriendo poco a poco rasgos bovinos, alusión sarcástica a la principal fuente de riqueza de la región; por momentos, los personajes del relato reconocen a Brausen como el fundador de la ciudad, lo que ya es sorprendente, pero de pronto lo evocan, no siempre con ironía, como al dios que los ha creado y gobierna sus destinos: «padre Brausen que estás en la Nada» o «Brausen puede haberme hecho nacer en Santa María con treinta o cuarenta años de pasado inexplicable, ignorado para siempre. Está obligado, por respeto a las grandes tradiciones que desea imitar, a irme matando, célula a célula, síntoma a síntoma». La autonomía del territorio imaginario cambia de signo; ya no es más el universo empírico maquillado de tal manera que el lector no puede no reconocer el modelo al que hace referencia, sino una peripecia inédita en el eterno conflicto que une y separa, anula y complementa, sustituye y prolonga, revela y traiciona, lo real y su representación.
Las grandes tradiciones que desea imitar: los habitantes de Santa María están respecto del demiurgo que les dio vida y colocó en su universo secundario en situación semejante a la de los hombres que viven en lo que podríamos llamar la realidad primaria que es el mundo de Brausen: han sido arrojados en él y aunque son conscientes de ese hecho inequívoco pero inexplicable, saben también que las combinaciones del azar o el capricho de su creador son indiferentes al absurdo destino que les han fabricado, consistente en traerlos porque sí a la luz del día para abandonarlos a la desgracia (vocablo recurrente del léxico onettiano) y por último, como a un muñeco maltrecho por la crueldad inocente o distraída de una criatura, dejarlos caer en la oscuridad.
Si la temática que se ha dado en llamar existencial en su literatura, Onetti la heredó de su siglo y de la tradición rioplatense, a través de la obra de Roberto Arlt particularmente, en sus reflexiones sobre el mundo y su representación, problema inherente a todo ejercicio del arte de narrar, reintroduce a través de la estructura misma de sus relatos, ya que su formulación conceptual, por temperamento, no parecía interesarle, un repertorio de situaciones y de paradojas que habían desaparecido del campo de interés de la ficción desde finales del Siglo de Oro, a causa probablemente de las lentas y laboriosas conquistas del realismo que culminaron en la obra de los grandes narradores de los siglos XVIII y XIX. De un modo personal, Onetti participa en el vasto desmantelamiento de ese realismo triunfante al que se abocó la ficción del siglo XX. Para ese tipo de problemas, en idioma español, solo parece tener un inesperado precursor, Macedonio Fernández, aunque a causa de la aparición póstuma, a mediados de los años sesenta, del Museo de la novela de la Eterna, se produce una curiosa inversión en la cronología, y Onetti sigue siendo el precursor solitario de estos embates contra el sistema realista de representación. Algunos ensayos de Borges y ciertos elementos aislados de algunos de sus cuentos (la deliberada identificación del autor-narrador-protagonista de El aleph por ejemplo) abordan el problema, pero es Onetti en La vida breve, a finales de la década del cincuenta, quien lo introduce no como mero concepto, sino en el plano formal de la novela.
Estas novelas breves no se agotan, por cierto, en las primicias estructurales que ofrecen al lector. Un cuadro apasionado y viviente se despliega en ellas; la desgracia y la crueldad, la resignación y el fracaso, la rabia y la autodestrucción son sus temas predilectos, pero también el amor, la culpa, la nostalgia, y, sobre todo, la compasión. Un personaje, chapaleando en las aguas chirles y oscuras de la más lúcida vileza, se abandona sin embargo a un último estremecimiento de piedad no únicamente por los hombres sino también por las fuerzas sin nombre que rigen su destino: «Lástima por la existencia de los hombres, lástima por quien combina las cosas de esta manera torpe y absurda. Lástima por la gente que he tenido que engañar solo para seguir viviendo. Lástima (…) por todos los que no tienen de verdad el privilegio de elegir». Como los de toda gran literatura, los personajes de Onetti tienen un rostro que tarde o temprano terminamos por reconocer: es el de cada uno de nosotros.
Prólogo a Juan Carlos Onetti: Novelas breves
[El pozo (1939), Los adioses (1954), Para una tumba sin nombre (1959),
La cara de la desgracia (1960), Jacob y el otro (1961), Tan triste como ella (1963), La muerte y la niña (1973)]
Buenos Aires, Eterna Cadencia Editora, 2012
Foto original color de Ulf Andersen:
Juan José Saer, Paris 1996 (Detalle) Getty Images
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